Capítulo 19

I

En medio de la llanura de suelo negro de Iowa, regada solo por un riachuelo insignificante y sin profundidad, la ciudad de Nautilus se asa y crepita y reluce. Durante cientos de kilómetros, los altos tallos de trigo se alzan en una selva de hileras alineadas, y el forastero que recorre sudoroso las carreteras con muros de trigales se siente perdido y nervioso, con una sensación de crecimiento implacable.

Nautilus es a Zenith lo que Zenith a Chicago.

Con setenta mil habitantes, es un Zenith más pequeño pero no menos dinámico. Hay un solo hotel grande comparado con la docena que hay en Zenith, pero es tan activo y estandarizado y frenéticamente moderno como su propietario puede hacerlo. La única diferencia auténtica entre Nautilus y Zenith es que en ambos casos todas las calles parecen iguales aunque en Nautilus no parezcan iguales durante tantos kilómetros.

La dificultad para definir su carácter es que nadie ha determinado si se trata de un pueblo muy grande o de una ciudad muy pequeña. Hay casas con chóferes y cócteles de Bacardí, pero en los anocheceres de agosto todos salvo unas cuántas veintenas de burgueses se sientan en mangas de camisa en los porches delanteros de sus casas. Enfrente del edificio de oficinas de diez plantas, en el que publica una pequeña revista de la Nueva Prosa una joven que durante cinco meses vivió en los cafés de Montparnasse, hay una casa de madera vieja y grande y acogedora con arces, y una hilera de Fords y carros de leña en los que campesinos de mono han venido a la ciudad.

Iowa tiene la tierra más rica, el índice de analfabetismo más bajo, los porcentajes más elevados de blancos nativos y de propietarios de automóviles, y las ciudades más morales y que miran más hacia el futuro de todos los Estados Unidos, y Nautilus es la ciudad más «iowana» de Iowa. Una de cada tres personas por encima de la edad de sesenta ha pasado un invierno en California, y se encuentran entre ellos el campeón de lanzamiento de herradura de Pasadena y la mujer que presentó el pavo del que disfrutó la señorita Mary Pickford, la princesa del cinema, en su cena de Navidad de 1912.

Nautilus se distingue por las casas grandes con grandes extensiones de césped y por una cantidad asombrosa de garajes y elevadas agujas de iglesia. Los ricos campos llegan hasta el borde de la ciudad, y las fábricas diseminadas, las innumerables vías muertas de ferrocarril y las chozas mugrientas para obreros están casi en medio del trigo. Nautilus fabrica molinos de viento de acero, implementos agrícolas, incluida la celebrada Esparcidora de Estiércol Margarita, y productos alimenticios como Maize Mealies, el famoso alimento de desayuno. Fabrica ladrillos, vende comestibles al por mayor y es la sede central de la Empresa de Seguros Cooperativa del Cinturón Cerealero.

Una de sus industrias más pequeñas pero más antiguas es el Colegio Cristiano Mugford, que cuenta con doscientos diecisiete estudiantes y dieciséis profesores de los que once son ministros de la Iglesia de Cristo. El famoso doctor Tom Bissex es entrenador de fútbol, director sanitario y profesor de Higiene, Química, Física, Francés y Alemán. Sus departamentos de taquigrafía y piano son conocidos mucho más allá de los límites de Nautilus y en una ocasión, aunque eso fue hace ya algunos años, Mugford derrotó al equipo de béisbol de Grinnell College por un tanteo de once a cinco. Nunca se ha visto afectado por problemas relacionados con la enseñanza de la biología evolucionista… allí nunca se ha planteado siquiera enseñar Biología.

II

Martin dejó a Leora en el Sims House, el anticuado hotel que ocupaba el segundo puesto en Nautilus, para informar de su llegada al doctor Pickerbaugh, director del Departamento de Salud Pública.

El departamento estaba en una calleja, en un semisótano de la parte de atrás del gran hongo de piedra gris que era el ayuntamiento de la ciudad. Cuando entró en la insulsa oficina de recepción, fue recibido con todos los honores por la taquígrafa y las dos enfermeras externas. En medio de sus revoloteos («¿Tuvo un buen viaje, doctor? El doctor Pickerbaugh no le esperaba a usted hasta mañana, doctor. ¿Está la señora Arrowsmith con usted, doctor?») irrumpió Pickerbaugh, atronando bienvenidas.

El doctor Almus Pickerbaugh tenía cuarenta y ocho años. Había estudiado en el Colegio Mugford y en la Facultad de Medicina de Wassau. Se parecía algo al presidente Roosevelt, tenía la misma solidez cuadrada y el mismo bigote erizado, y cultivaba el parecido. Era un hombre que nunca se limitaba a hablar: o burbujeaba o hacía discursos solemnes.

Recibió a Martin con cuatro «Bien», que pronunció a la manera de un vitoreador estudiantil; le enseñó el departamento, le condujo al despacho privado del director, le dio un puro y rompió la presa de silencio varonil:

—Doctor, estoy encantado de tener un hombre con sus inclinaciones científicas. No es que deba considerarme yo mismo totalmente carente de ellas. De hecho, me atengo a la práctica regular de reservar un período para la investigación científica, sin una cierta cuantía de la cual ni el cruzado más ferviente de los métodos sanitarios conseguiría adelantar gran cosa.

Sonaba a principio de un largo seminario. Martin se acomodó en su asiento. Estaba dubitativo en cuanto al puro, pero consideró que le ayudaría a parecer más interesado.

—Pero mi caso, lo confieso, es una cuestión de temperamento. He albergado a menudo la esperanza de que, sin ningún deseo de mero engrandecimiento personal, los poderes de lo alto puedan aún otorgarme el talento que me permita convertirme, al mismo tiempo, en el Roosevelt y el Longfellow del gran movimiento creciente y universal en pro de medidas de higiene pública… ¿es demasiado suave su puro, doctor? O tal vez sería mejor decir el Kipling de la salud pública en vez del Longfellow, porque a pesar de los bellos pasajes y de la elevada atmósfera moral del Sabio de Cambridge, su poesía carecía de la rapidez y la pegada de Kipling.

»Supongo que está usted de acuerdo conmigo, o que lo estará cuando haya tenido la oportunidad de ver el efecto que tiene en la ciudad nuestro trabajo, y el éxito que tenemos vendiendo la idea de Mejor Salud, en que lo que el mundo necesita es un dirigente realmente inspirado, valiente, que se imponga (digamos un Billy Sunday[6] del movimiento); un hombre que supiese utilizar adecuadamente el sensacionalismo y despertar a la gente de su letargo. A veces los periódicos, y solo puedo decir que me halagan cuando me comparan con Billy Sunday, el más grande de todos los evangelistas y predicadores cristianos, a veces afirman que soy demasiado sensacionalista. ¡Uf! Ojalá pudiesen entenderlo, ¡el problema es que no puedo ser lo suficientemente sensacionalista! De todos modos, lo intento, lo intento, y… Mire aquí. Es un cartel, lo pintó mi hija Orquídea y la poesía es un humilde esfuerzo mío, y déjeme que le cuente que se cita en todas partes:

No se puede impulsar la sanidad

con buenas palabras y mucha bondad.

Los agentes sanitarios

deben cacarear como los gallos.

»Luego hay otra… esto es una cosa menor; no pretende transmitir principios generales abstractos, pero le sorprendería la influencia que ha tenido en las amas de casa despreocupadas, lo que por supuesto no significa que olviden o desdeñen la salud de sus pequeños, necesitan simplemente instrucción y que se las estimule un poco, y cuando ven una cosa como esta, les hace pensar:

Si no hierves los biberones con esmero,

es mejor que compres un billete para el Cielo.

»La verdad es que se me ha agradecido mucho, a mi modesto nivel, por alguna de estas cosas que apenas me lleva cinco minutos inventar. Algún día, cuando tenga, tiempo, eche un vistazo a este volumen de recortes… solo para indicarle, doctor, lo que puede hacer usted si se une al Movimiento de un modo científico y moderno. Este, de la convención sobre la templanza de Des Moines en la que intervine… en fin, tenía delante de mí aquel gran auditorio, lleno hasta los topes, ¡y se pusieron de pie todos cuando les demostré con estadísticas que el noventa y tres por ciento de toda la locura se debe al alcohol! En fin, esto… bueno, no tiene nada que ver con la sanidad, directamente, pero le indicará las posibilidades que tiene usted aquí de establecer contacto con todos los movimientos en pro del bienestar cívico».

Le mostró un recorte de periódico en el que sobre una caricatura a pluma y tinta, en que se le retrataba con una gran cabeza bigotuda sobre un cuerpo pequeño, se encontraba este titular:

EL DOCTOR PICKERBAUGH GRAN PROMOTOR DEL CONDADO DE EVANGELINE DIRIGE AQUÍ UNA GRAN MANIFESTACIÓN EN PRO DE LA ASISTENCIA A LA IGLESIA

Pickerbaugh examinó el recorte, reflexivamente:

—¡Qué magnífico acto! ¡Aumentamos la asistencia a la iglesia, aquí, un diecisiete por ciento! Ay, doctor, usted fue a Winnemac e hizo su internado en Zenith, ¿verdad? Bueno, entonces esto podría interesarle. Es del Advocate-Times de Zenith, y es de Chum Frink, que, yo creo que estará de acuerdo conmigo, figura con Eddie Guest y Walt Mason entre los más grandes, pues no hay duda de que son los más populares de todos nuestros poetas, lo que demuestra que puede uno apostar siempre por el gusto literario del Público Americano. ¡El bueno del amigo Chum! Eso fue cuando estuve en Zenith para intervenir en la convención nacional de las escuelas dominicales con los congregacionistas (da la casualidad de que yo también soy congregacionista), sobre «La moralidad de una sanidad A1». Y entonces Chum escribió este poema sobre mí.

Zenith da la bienvenida con hurras y besos

a su buen amigo Almus Pickerbaugh,

el médico poeta de pelo en pecho;

de la sanidad firme defensor,

con bellas palabras y con bellos hechos,

con cifras y datos y con buen humor,

¡y es todo un machote por su gran valor!

El exuberante doctor Pickerbaugh se sintió cohibido por unos instantes.

—Tal vez sea poca modestia por mi parte andar enseñando esto. Pero es que cuando leo un poema con la originalidad y el empuje que tiene este, cuando encuentro una auténtica obra maestra de bolsillo como esta, me doy cuenta de que yo no soy un poeta ni mucho menos, por mucho que mis cancioncillas puedan servir para dar ambiente a la Causa de la Salud. Mis pequeñas creaciones literarias pueden enseñar sanidad y poner su granito de arena para salvar miles de vidas valiosas, pero no son literatura, como lo que produce Chum Frink. No, supongo que yo no soy más que un simple científico en un despacho.

«De todos modos, enseguida verá usted cómo uno de estos esfuerzos míos, solo porque provocan una risa saludable y pegan y tienen melodía, puede dorar la píldora y hacer que la gente despreocupada deje de escupir en las aceras, y salga a esos campos de Dios y se llene los pulmones de ozono y lleve una vida auténtica y viril, de pelo en pecho. Tal vez le interesase echar un vistazo al primer número de una revistita semestral que estoy preparando… sé seguro que una serie de directores de periódicos va a citarla para continuar con la buena obra y aumentar al mismo tiempo mi circulación».

Y entregó a Martin un folleto titulado «Florilegio de Pickerbaugh».

Este Florilegio recomendaba en versos y aforismos la buena salud, las buenas carreteras, los buenos negocios y la norma única de moralidad. El doctor Pickerbaugh respaldaba sus afirmaciones con estadísticas tan impresionantes como las que el reverendo Ira Hinkley había utilizado en otros tiempos en Digamma Pi. Martin se sintió edificado por un ejemplo que mostraba que entre todas las familias divorciadas de Ontario, Tennessee, y Wyoming meridional, en 1912, el asombroso número del 53 por ciento de los maridos bebía como mínimo un vaso de whisky al día.

Antes de que esta advertencia hubiese sido asimilada, Pickerbaugh le arrebató el Florilegio con un juvenil: «Oh, no querrá usted seguir leyendo esta basura mía. Puede echarle un vistazo en otro momento, más tarde. Pero tal vez le interese a usted este segundo volumen de mis recortes, solo como indicio de lo que uno puede hacer».

Martin, al examinar los titulares del álbum de recortes, se dio cuenta de que el doctor Pickerbaugh era mucho más conocido de lo que él había supuesto. Aparecía allí como fundador del primer club Rotario de Iowa; director de la Escuela Dominical Congregacionista Jonathan Edwards de Nautilus; presidente del Club de Esquí y Excursionismo Mocasín, del Club de Bolos del West Side, y del Club Roosevelt y Alce Macho 1912; organizador y director de un Picnic Conjunto de los Leñadores, Alces, Antas, Masones, Tipos Raros, Turnvereins, Caballeros de Colón, B’nai Brith y la Asociación de Jóvenes Cristianos; y ganador de premios tanto por haber recitado el mayor número de textos bíblicos como por bailar la mejor giga irlandesa en el Sarao de la Luna Llena De la Clase de Biblia para Adultos Jonathan Edwards.

Martin leyó que había hablado en el Club Centro de Nautilus sobre un «Viaje de un médico yanqui por la Vieja Europa» y en la Asociación de Antiguos Alumnos del Colegio Mugford sobre «Se busca: un entrenador de fútbol para el viejo Mugford que sea todo un hombre». Pero también había fuera de Nautilus sonoras muestras de su presencia.

Había hablado en la Comida Semanal de la Cámara de Comercio de Toledo sobre «Más salud-más limpieza en los bancos». Había edificado al Consejo Nacional del Tranvía Interurbano, reunido en Wichita, sobre «Máximas sanitarias para usuarios de tranvía». Siete mil seiscientos mecánicos de automóvil de Detroit habían escuchado sus comentarios sobre «Primero salud, segundo seguridad y de alcohol nada de nada». Y en una gran convención en Waterloo había ayudado a organizar el primer regimiento de Iowa de los Minute Men Anti-ron.

Los artículos y editoriales relacionados con él, en periódicos, órganos del gremio y una publicación periódica sobre artículos de goma, iban acompañados de fotografías suyas, de su pechugona esposa y de sus ochos saltarinas hijas, ataviados todos con atuendos invernales canadienses entre nieve y carámbanos, o con modestos pero cómodos y atléticos atuendos jugando al tenis en el patio de atrás, o con atuendos de absolutamente ningún tipo conocido, friendo beicon con un fondo de pinos en Minnesota Norte.

Martin tenía una intensa sensación de que le gustaría salir de allí a recuperarse.

Regresó andando al Sims House. Se daba cuenta de que para un hombre civilizado el hecho de que Pickerbaugh abogase por cualquier reforma sería razón suficiente para ignorarla.

Después de extremar tanto las cosas, Martin se recuperó, se maldijo por lo que consideró su viejo pecado de considerarse superior a la gente normal… Fallo. Deslealtad. En la Facultad de Medicina, en la práctica privada, en su trabajo intimidatorio en la administración sanitaria. ¿Ahora de nuevo?

«Esta vivacidad y esta cordialidad de Pickerbaugh —se urgió— son exactamente lo que hace falta para conseguir hacer llegar hasta la mayoría de la gente los descubrimientos científicos de los Max Gottlieb. ¿Qué me importa todo lo que pueda eructar Pickerbaugh ante convenciones de directores de escuela dominical y otros idiotas, mientras me deje hacer mi trabajo en el laboratorio y en la inspección de la leche?».

Bombeó entusiasmo y entró bastante alegre y confiado en el astroso dormitorio de hotel de alto techo, donde estaba Leora sentada en una mecedora junto a la ventana.

—¿Qué? —le preguntó.

—Estupendo… me dio una bienvenida magnífica. Y quiere que vayamos a cenar mañana por la noche.

—¿Y cómo es?

—Bueno, terriblemente optimista… expone las cosas… bueno… Oh Leora, ¿voy a ser de nuevo un fracasado asqueroso, agrio, gruñón e impopular?

Tenía la cabeza enterrada en su regazo y se aferraba a su afecto, la única realidad en un mundo de espectros parlantes.

III

Cuando agitaba los arces debajo de su ventana la brisa que se levantaba al iniciarse el crepúsculo, cuando los cordiales ciudadanos de Nautilus habían regresado a casa a cenar en sus traqueteantes Fords, Leora le había convencido ya de que la exuberancia de Pickerbaugh no interferiría en su trabajo, que de todos modos no se quedarían en Nautilus para siempre, que era un impaciente y que le quería muchísimo. Así que bajaron a cenar, una cena tradicional de Iowa con arepas y muchos platitos que resultaban interesantes después de la forma de cocinar amorosa pero desinformada de Leora, y luego fueron al cine y se cogieron de la mano y no estaban descontentos, la verdad.

Al día siguiente, el doctor Pickerbaugh estaba más ocupado y menos exuberante. Informó a Martin más o menos de los detalles de su trabajo.

Él se había imaginado que, sin tener ya que trajinar con dedos cortados y dolores de oídos, se pasaría los días extasiado en el laboratorio, saliendo de allí solo para combatir a los propietarios de fábricas que no cumpliesen las normas sanitarias. Pero se encontró con que era imposible definir su trabajo, salvo que consistía en hacer un poco de todo lo que Pickerbaugh, la prensa o cualquier ciudadano errabundo de Nautilus pudiese pensar que había que hacer.

Tenía que aplacar a votantes volubles que acudían a quejarse de todo, desde el olor a gas mefítico a las fiestas cervecescas de medianoche de los vecinos; tenía que dictar la correspondencia del despacho a la quisquillosa taquígrafa, que no era una Trabajadora sino Una Chica Guapa que Estaba Trabajando; que dar publicidad a los periódicos; que comprar clips y cera para el suelo e impresos informativos a los precios más económicos; que ayudar, en caso necesario, a los dos médicos a tiempo parcial de la clínica de la ciudad; que dirigir a las enfermeras y a los dos inspectores sanitarios; que reprender a la Empresa de Recogida de Basura; que detener (o al menos reconvenir) a todos los que escupiesen en público; que montarse en un Ford y correr a colocar letreros en casas en las que había enfermedades infecciosas; que vigilar implacable y doctamente todas las epidemias que surgiesen desde Vladivostok a la Patagonia, e impedir (por métodos no muy claramente definidos) que llegasen allí para liquidar a obreros y campesinos e incluso paralizar las actividades mercantiles de Nautilus.

Pero había un pequeño trabajo de laboratorio: las pruebas de las leches, los Wassermanns para médicos privados, la elaboración de vacunas, los caldos de cultivo en posibles casos de difteria.

—Entiendo —dijo Leora, cuando se dirigían a cenar en casa de los Pickerbaugh—. Tu trabajo solo te llevará veintiocho horas al día y el resto del tiempo podrás dedicarlo tranquilamente a la investigación, a menos que alguien te interrumpa.

IV

La casa del doctor Almus Pickerbaugh y señora, en el West Side erizado de iglesias, era un Auténtico Hogar a la Antigua. Es decir, una casa de madera con torres, columpios, hamacas, árboles de sombra bastante descuidados, una extensión de césped bastante sarnosa, una pérgola bastante mohosa y un viejo garaje con una hilera de espigones de acero a lo largo del caballete del tejado. Encima de la puerta de entrada decía: Hogar, dulce hogar.

Martin y Leora se adentraron en una confusión de salutaciones y de hijas. Las ocho muchachas, desde la linda Orquídea de diecinueve años de edad a las gemelas de cinco, se abalanzaron sobre ellos en una marea de curiosidad amistosa intentando hablar todas a la vez.

La anfitriona era una mujer rellenita con un aire de esperanza afanosa. Su convicción de que todo estaba bien se hallaba siempre luchando con su conocimiento de que gran número de cosas parecía estar muy mal. Besó a Leora mientras Pickerbaugh bombeaba la mano de Martin. Pickerbaugh tenía la costumbre de apretarte con el pulgar en el dorso de la mano, de un modo extraordinariamente cordial y doloroso.

Enseguida pasó a silenciar incluso a sus hijas con un discurso solemne sobre el Nido del Hogar:

—Aquí tienes un ejemplo de Salud en el Hogar. ¡Mira a estas chicas grandes y robustas, Arrowsmith! No han estado enfermas ni un solo día de su vida… prácticamente… y aunque Madre tiene sus migrañas, es algo que debe atribuirse al descuido de su dieta en la primera etapa de su vida, porque aunque su padre, el viejo diácono, era un caballero excelente y recto y de la vieja escuela además, y hasta amigo de Nathaniel Mugford, al que más que ningún otro debemos no solo la fundación del Colegio Mugford sino también la tradición de integridad y laboriosidad que ha sido la causa de nuestra prosperidad actual… Sin embargo, no tenía ningún conocimiento dietético ni sanitario, y yo siempre he pensado…

Las hijas fueron presentadas como Orquídea, Verbena, Margarita, Junquilla, Hibisca, Narcisa, y las gemelas, Arbuta y Gladiola.

—Supongo —dijo la señora Pickerbaugh, suspirando— que sería terriblemente convencional llamarlas Mis Joyas… Son tan odiosas esas frases convencionales que usa todo el mundo, ¿verdad?… pero eso es lo que son en realidad para su madre, y el doctor y yo hemos deseado a veces… Por supuesto después de que empezamos a ponerles nombres de flores no tuvimos más remedio que seguir haciéndolo, pero si hubiésemos empezado con joyas, piensen en todos los nombres encantadores que podríamos haber utilizado, como Ágata y Camafea y Sardónice y Berila y Topacia y Ópala y Esmeralda y Crisoprasa… ¿Es Crisoprasa, verdad, no Crisálida? Pues, bueno, mucha gente nos ha felicitado por sus nombres tal como son. Las chicas, saben, están haciéndose muy famosas… salen sus fotos en muchos periódicos, y tenemos el Equipo Femenino de Béisbol Pickerbaugh que es todo nuestro… solo que tiene que jugar en él ahora el doctor, porque yo me estoy empezando a poner un poquito gruesa.

Solo se podía diferenciar a las hijas por la edad. Todas ellas eran ruidosas, todas eran rubias, todas guapas, todas entusiastas, todas musicales y no simplemente puras, sino de una limpieza mental clamorosa. Pertenecían todas a la Escuela Dominical Congregacionista y o bien a la Asociación de Jóvenes Cristianas o a las Jóvenes del Fuego de Campamento; les gustaban a todas las excursiones campestres; y todas ellas eran capaces, salvo las gemelas que tenían cinco años, de citar prácticamente sin error las estadísticas más recientes que demostraban los males que causaba el alcohol.

—De hecho —dijo el doctor Pickerbaugh—, nosotros pensamos que son una camada de pollitas muy admirable.

—¡Desde luego que lo son! —dijo Martin con voz vibrante.

—Pero lo mejor de todo es que son capaces de ayudarme a difundir la doctrina de Mens sana in el corpus sano. La señora Pickerbaugh y yo les hemos enseñado a cantar juntas, tanto en casa como públicamente, y como conjunto nos llamamos el Octeto Salucito.

—¿De veras? —dijo Leora, cuando se hizo evidente que Martin había perdido ya la capacidad de hablar.

—Sí, y antes de que el octeto desaparezca tengo la esperanza de popularizar el nombre de Salucita de extremo a extremo de este viejo país, y se verán bandas de jovencitas felices yendo de un lado a otro dedicadas a difundir su alado mensaje por todos los rincones. ¡Bandas de Salucitas! ¡Bellas y de corazón puro y entusiastas y buenas jugadoras de baloncesto! ¡Ellas harán que muevan las zancas los perezosos y los obstinados, se lo aseguro! ¡Ellas inducirán a la decencia a los hígados sucios y a las bocas sucias de los malhablados! He preparado ya un poema-consigna para las Bandas de Salucitas. ¿Les gustaría oírlo?

La feminidad joven y atractiva con una sonrisa acude a salvar

a bebedores, escupidores y jugadores que ignoran que hacen mal.

Padres y maestros nos han enseñado la vida sana a defender,

y contra los malvados que prefieren el mal lucharemos también.

De los malos hábitos les apartaremos, ¡podéis apostar!

¡Somos Salucitas así que cuidado, señor Haragán!

—Pero por supuesto una Causa aún más importante es… y yo fui uno de los primeros en abogar por ello… que haya un ministro de salud y eugenesia en el Gobierno de Washington…

La marea de esta disertación discurría a lo largo de una cena estupenda. Con un cordial: «Tonterías, tonterías, hombre, por supuesto que quiere usted repetir… ¡esta es la Casa de la Hospitalidad!», Pickerbaugh atracó tanto a Martin y a Leora con pato asado, batatas escarchadas y pastel de frutas que se pusieron peligrosamente malos y tenían los ojos vidriosos. Pero el propio Pickerbaugh no parecía afectado. Seguía discurseando mientras pinchaba y zampaba, hasta que el comedor, con su viejo aparador de nogal, sus cuadros de Cristo de Hoffmann y sus cuadros de Remington de vaqueros, parecieron esfumarse, colocándole sobre un estrado junto a una jarra de agua con hielo.

No siempre era meramente fantástico. «Doctor Arrowsmith, le aseguro que somos hombres afortunados por poder ganarnos la vida haciendo honradamente todo lo posible por conseguir que la gente de una ciudad de pelo en pecho, como es esta, se encuentre bien y llena de vitalidad. Yo podría estar sacando de ocho a diez mil al año en la práctica privada, y me han dicho que podría ganar aún más en el arte de la publicidad, sin embargo, me alegro, y mis seres queridos se alegran conmigo, de ganar un sueldo de solo cuatro mil. ¡Piense lo que es hacer un trabajo en el que lo único que hemos de vender es honradez y decencia y la hermandad del hombre!».

Martin se daba cuenta de que Pickerbaugh sentía de verdad lo que decía, y la vergüenza que le causaba eso le impedía levantarse rápidamente, coger a Leora y subir los dos al primer tren de carga que saliera de Nautilus.

Después de cenar, las hijas más pequeñas se lanzaron a Leora, en enjambres. Martin tuvo que poner a las gemelas en sus rodillas y contarles un cuento. Eran unas gemelas notablemente pesadas, pero no más que la tarea de inventar una trama. Antes de que se fuesen a la cama, todo el Octeto Salucito cantó el famoso «Himno a la salud» (escrito por el doctor Almus Pickerbaugh) que Martin habría de oír en muchas alegres y activas celebraciones públicas en Nautilus. Estaba adaptado a la melodía de «El himno de combate de la República», pero como las voces de las gemelas eran enérgicas y extraordinariamente agudas, tenía un aire absolutamente propio:

¿Por qué hemos de luchar,

por la felicidad o por el vil metal?

La bandera de la patria exige

la salud de todos defender,

la mente cultivar,

limpias las calles mantener

y por la higiene de la nación velar.

Por esa causa lucharemos.

Con una mente sana y con el cuerpo limpio,

con una mente sana y con el cuerpo limpio,

con una mente sana y con el cuerpo limpio.

La consigna de todos y la de cada uno.

Luego, de despedida, antes de irse a la cama, las gemelas recitaron, como habían hecho recientemente en el Festival Congregacionista, una de las piezas líricas menores de su padre:

¿Qué dice ese pajarito

en la ventana al romper el día?

«¡Hurra por la salud en Nautilus,

la de papá y mamá y de todos y la mía,

hurra, hurra, hurra!».

—¡Bueno, palomitas mías, ahora hay que irse a la cama! —dijo la señora Pickerbaugh—. ¿No le parece a usted, señora Arrowsmith, que son actrices natas? No tienen ningún miedo a ningún público, y hay que ver cómo se entregan a ello… tal vez no en Broadway, pero en los teatros más refinados de Nueva York estoy segura que allí les encantarían, y tal vez nos hayan sido enviadas para elevar el nivel del teatro. Ahora vamos arriba.

Durante su ausencia, las otras interpretaron un breve programa musical.

Verbena, la segunda de ellas, interpretó una pieza de Chaminade. («Por supuesto a todos nos encanta la música, y popularizarla entre los vecinos, pero Verby tal vez sea el único auténtico talento musical de la familia»). El número inesperado, sin embargo, fue el solo de cornetín de Orquídea.

Martin no se atrevía a mirar a Leora. No era que mirase con superioridad despectiva los solos de cornetín, porque en Elk Mills, Wheatsylvania y sectores sorprendentemente grandes de Zenith, los solos de cornetín los hacían las mujeres más virtuosas. Pero tenía la sensación de llevar ya docenas de años en un manicomio.

«Nunca en mi vida he estado tan borracho. Ojalá pudiese echar un trago que me hiciera sentirme un poco más sobrio», pensaba angustiado. Elaboró planes histéricos y completamente inviables de fuga. Luego, la señora Pickerbaugh, tras regresar de unas gemelas aún audibles, se sentó al arpa.

Mientras tocaba, mustia y gorda, cayó en un gran ensueño, y de pronto Martin tuvo una imagen de ella como una jovencita alegre, buena y dulce que había admirado al joven y dinámico estudiante de medicina Almus Pickerbaugh. Debía de haber sido una auténtica chica de finales de los 80 y principios de los 90, los tiempos ingenuos e idílicos de Howells, cuando los jóvenes eran puros, cuando jugaban al cróquet y cantaban Swanee River; una chica que se sentaba en el porche de la casa embelesada con la dulzura de las lilas y que albergaba la esperanza de que cuando Almus y ella estuviesen casados tendrían una cocina niquelada con horno automático y un hijo que se convertiría en un misionero o en un millonario.

Martin consiguió poner un poco de cordialidad respetable en su «eso me gustó mucho» por primera vez en aquella noche. Se sintió victorioso y recuperado en cierto modo de su debilidad. Pero la orgía no había hecho más que empezar.

Hubo después juegos de palabras, que Martin odiaba y que a Leora se le daban francamente mal. Representaron pantomimas, en las que Pickerbaugh estuvo tremendo. La visión de él en el suelo con el abrigo de piel de su esposa siendo una foca en un témpano de hielo fue algo incomparable. Luego Martin, Orquídea e Hibisca (doce años de edad) tuvieron que representar una pantomima y hubo complicaciones.

Orquídea estaba llena de simples afectos, de sonrisas y palmaditas y saltitos, lo mismo que sus hermanas más pequeñas, pero tenía diecinueve años y no era del todo una niña. Era, sin duda, tan mentalmente pura y tan devota de las Novelas Sanas y Limpias como afirmaba el doctor Pickerbaugh, y lo afirmaba con frecuencia, pero no le pasaban desapercibidos por ello los hombres jóvenes, aunque estuviesen casados.

Ella planeó representar la palabra «triste», con un mendigo pidiendo una limosna, y un cuenco lleno de maíz[7]. Cuando subían al piso de arriba a vestirse, cogió por el brazo a Martin, retozando a su lado, y murmuró: «Oh, doctor, estoy tan contenta de que papi le tenga por ayudante… alguien joven y bien parecido como usted. Oh, ¿he dicho algo que no estaba bien? Pero lo digo en serio: parece usted tan atlético, además, y el otro subdirector… no le cuente a papi que lo he dicho, pero ¡era un viejo chiflado!».

A Martin no podían pasarle desapercibidos sus ojos de color castaño y unos labios virginales sin sombra. Cuando Orquídea se puso su indumentaria de mendigo agradablemente suelta, cobró conciencia también de unos tobillos y unos pechos jóvenes. Ella le sonrió, como alguien que le conociese desde hacía mucho tiempo, y dijo lealmente: «¡Les impresionaremos! Sé que es usted un actor estupendo».

Al bajar las escaleras, como Orquídea no le cogía del brazo, la cogió él a ella del suyo, y lo apretó ligeramente y se sintió alarmado y lo soltó con énfasis.

Desde que se había casado, se había sentido tan centrado en Leora, como amante, como compañera, como ayuda, que hasta aquel momento su aventura más devastadora había sido una mirada a una chica guapa en un tren. Pero la rumorosa alegría juvenil de Orquídea le perturbaba. Quería librarse de ella y tenía la esperanza de que no pudiese librarse por completo, y por primera vez en muchos años tuvo miedo a los ojos de Leora.

Hubo luego hazañas acrobáticas, y un protagonismo considerable de Orquídea, que no llevaba sostén, que amaba el baile y que alabó las hazañas de Martin en el juego de «Seguir al Jefe».

Todas las hijas salvo Orquídea fueron enviadas a la cama, y el resto de la fiesta consistió en lo que Pickerbaugh llamó «una pequeña conversación científica tranquila al lado de la chimenea», compuesta por sus comentarios sobre buenas carreteras, sanidad rural, los Ideales en la política y los métodos de archivar cartas en los departamentos de sanidad. A lo largo de esa plácida hora, o tal vez llegase a ser hora y media, Martin vio que Orquídea se fijaba en su pelo, su mandíbula, sus manos, y pensó, y desechó el pensamiento, y volvió a pensarlo de nuevo, en lo grato e inocente que había sido coger su manita amistosa.

Vio también que Leora estaba observándoles a los dos, y eso le hizo sufrir mucho, y no sacó prácticamente ningún provecho de las explicaciones de Pickerbaugh sobre el valor de los desinfectantes. Cuando Pickerbaugh predijo para Nautilus, en quince años, un departamento de sanidad tres veces mayor, con muchos médicos en la facultad y en la clínica a jornada completa y posiblemente Martin como director (el propio Pickerbaugh habría pasado a desempeñar misteriosas e interesantes actividades a un nivel superior), Martin se limitó a croar: «Sí, eso sería… sería estupendo», mientras se decía: «Maldita muchacha, ojalá no se hubiese fijado tanto en mí».

A las ocho y media se había imaginado su huida como el éxtasis más elevado de su vida; a las doce se despidió con nerviosa vacilación.

Regresaron andando al hotel. Martin, libre de la visión de Orquídea y estimulado por el fresco de la noche, se olvidó de ella y volvió otra vez al problema de su trabajo en Nautilus.

—Dios mío, no sé si voy a ser capaz de hacerlo. Trabajar a las órdenes de ese majadero, con esas cosas estúpidas que dice sobre los que beben…

—No eran tan estúpidas —protestó Leora.

—¿No? Vamos, probablemente sea el peor poeta que haya existido jamás, y desde luego de epidemiología no tiene la más remota idea. Y eso que dijo de… ¿cómo le llamaba Cliff Clawson?… Por cierto, me pregunto qué habrá sido de Cliff; no sabemos nada de él desde hace un par de años… Lo que dijo de la «domesticidad cristiana avasalladora»… Oh, busquemos un bar donde tengan alcohol ilegal y sentémonos allí con los demás tranquilos y buenos delincuentes.

—A mí sus poesías me parecieron muy bonitas —insistió ella.

—¡Bonitas! ¡Vaya palabra!

—¡Pues no es peor que las palabrotas que usas tú siempre! Pero el aullido de cornetín de esa horrible hija mayor… ¡Uf!

—Qué dices, tocaba bien.

—Martin, el cornetín es la clase de instrumento que tocaría mi hermano. ¡Y tú te haces el superior con las poesías del doctor y conmigo porque digo que me parecen «bonitas»! ¡Eres igual de palurdo que yo, o tal vez más!

—Vaya, Leora, ¡es la primera vez que te veo enfadada! Y no puedo entender por qué das tanta importancia a… Mira, un hombre como Pickerbaugh hace que todo el trabajo de sanidad pública resulte sencillamente ridículo por el circo que organiza y por su ignorancia. Si él me dijese que el aire fresco es una cosa buena, en vez de hacerme abrir las ventanas a mí y a cualquier persona razonable, nos haría cerrarlas. Y utilizar la palabra «ciencia» en esos versillos chistosos macarrónicos o como quieras llamarlos… ¡es un sacrilegio!

—Bueno, si quieres saber la verdad, Martin Arrowsmith, ¡no aguantaré más esos jugueteos con esa tal Orquídea! La estabas prácticamente abrazando cuando bajabais por las escaleras, y luego ¡toda la noche mirándola de aquel modo! No me importa que digas palabrotas ni que seas un gruñón ni incluso que te emborraches, dentro de lo razonable, claro, pero desde aquella comida en que nos dijiste, a mí y a aquella tal Fox: «Espero que no os importe chicas, pero acabo de acordarme de que estoy comprometido con vosotras dos»… desde entonces tú eres mío, y no permitiré que haya ninguna intrusa. Soy una cavernícola, y será mejor que no lo olvides, y en cuanto a esa Orquídea, con su sonrisa tonta y con las palmaditas que te daba en el brazo y con esos pies enormes y ridículos que tiene… ¡Orquídea! ¡Ella no es ninguna orquídea! ¡Es una planta carnívora!

—Pero qué dices, si ni siquiera me acuerdo cuál de las ocho era.

—¡Ya! Entonces es que estabas haciéndoles el amor a todas ellas, por eso no te acuerdas. ¡Maldita sea! Bueno, no voy a seguir hablando del asunto. Solo quiero avisarte, eso es todo.

En el hotel, después de renunciar al intento de encontrar un medio breve, jovial y convincente de prometer que nunca flirtearía con Orquídea, Martin tartamudeó: «Si no te importa, creo que bajaré a dar una vuelta. Tengo que pensar en este asunto del departamento de sanidad».

Se sentó en el despacho del Sims House… resultaba singularmente deprimente, después de medianoche, y singularmente fétido.

«¡Ese idiota de Pickerbaugh! Ojalá le hubiesen explicado claramente que casi no sabemos nada sobre la epidemiología de la tuberculosis, por ejemplo.

»De todos modos, ella es una chiquilla encantadora. ¡Orquídea! Es como una orquídea… no, es demasiado saludable. Sería una gran chica para ir de caza con ella. Dulce. Y actúa como si yo fuese de su edad, no un viejo médico. Seré bueno, eh, seré bueno, pero… me gustaría besarla una vez, ¡Dioos! Le gusto. Aquellos lindos labios, como… ¡como capullos de rosa!

»Pobre Leora. La mayor sorpresa de mi vida. Celosa. Bueno, ¡tiene derecho a serlo! Ninguna mujer ha apoyado tanto a un hombre como… ¡Lee, querida, es que no te das cuenta, idiota, que aunque me escapase a la vuelta de la esquina con diecisiete millones de Orquídeas, te amaría siempre a ti y solo a ti!

»No me siento capaz de andar por ahí cantando ese material del Octeto Salucito Calzoneto. Ni siquiera en el caso de que instruyese a la gente, cosa que no hace. Casi sería mejor dejarles morir que tener que vivir y escuchar a…

»Leora dijo que yo era un palurdo. Déjame que te diga, jovencita, que da la casualidad de que soy un licenciado y tienes que recordar la clase de libros que te estaba leyendo este palurdo el invierno pasado, incluso Henry James y todos los demás y… Bueno, ella tiene razón. Lo soy. Sé hacer pipetas y agar-agar… pero aún así quiero viajar algún día como Sondelius…

»¡Sondelius! Si fuese para él para el que estuviese trabajando, en vez de Pickerbaugh, sería su esclavo…

»¿O también él suelta gansadas?

»Bueno, eso es precisamente lo que me fastidia. Ese tipo de frase. ¡Suelta gansadas! ¡Qué horror!

»¡Demonios! ¡Utilizaré cualquier tipo de frase que me dé la gana! No soy uno de esos escaladores sociales como Angus. Sondelius, por ejemplo, hay que ver las palabrotas que suelta, y sin embargo está acostumbrado a todos esos grandes intelectuales…

»Y estaré tan ocupado aquí en Nautilus que ni siquiera podré seguir leyendo. De todos modos… no creo que ellos lean mucho, pero debe de haber unos cuantos de esos hombres ricos que saben de buenas casas. Ropa. Teatros. Esas cosas.

»¡Demonios!».

Se acercó hasta un restaurante nocturno, donde tomó lúgubremente café. A su lado, sentado en el largo mostrador que servía de mesa, bajo la noble ventana de cristal rojo con un retrato de George Washington, había un policía que, sin dejar de masticar su emparedado de hamburguesa, le preguntó:

—Oiga, ¿no es usted ese médico nuevo que ha venido a ayudar a Pickerbaugh? Le he visto en el ayuntamiento.

—Sí. Oiga, dígame, ¿se quiere a Pickerbaugh en la ciudad? ¿Le cae bien a usted? Dígamelo sinceramente, porque estoy empezando y… bueno… oriénteme.

El policía, con la cuchara sujeta dentro de la taza por un robusto pulgar, tomó un trago de café y proclamó, mientras el grasiento y amistoso cocinero del restaurante cabeceaba indicando su conformidad:

—Bueno, si quiere que le diga la verdad, verá, da muchas voces, pero es un tipo con mucho cerebro. No hay duda de que puede darle al inglés de la reina de primera y ¿ha oído usted alguno de sus poemas? Son la mar de buenos. Le diré: algunos dicen que se pasa un poco con lo de tanto cantar y bailar, pero tal como veo yo las cosas, es cierto que para usted o para mí, doctor, bastaría con que controlase lo de la leche y la basura y lo de los dientes de los críos. Pero es que hay un montón de zoquetes extranjeros, ignorantes y descuidados, que necesitan que se les anime a utilizar la calabaza en ese asunto de la salud, para que no se dediquen a enfermar con un montón de esas enfermedades infecciosas y a contagiárnoslas a los demás, y créame, ¡el bueno del doctor Pickerbaugh sabe muy bien lo que hay que hacer para meterles eso en la cabeza a los macarronis!

«Sí señor, es toda una cotorra… no se está callado como una almeja como hacen algunos de esos médicos. Mire, por ejemplo, se presentó un día en la merienda que hacemos por san Patricio, aunque es un sucio protestante, y él y el padre Costello charlaron como dos viejos amigos, y, oiga usted, no va y se atreve el tío a luchar con un individuo al que le doblaba la edad, y encima estuvo a punto de derribarlo, sí señor, y tanto que sí, desde luego le dio a aquel jovencito mucha guerra. A nosotros los de la policía nos cae bien a todos, y eso que nos hace trabajar, porque viene y nos larga un montón de tareas sanitarias que no tendríamos por ley que hacer, sabe usted, pero como nos lo dice haciéndonos reír en vez de dedicarse a dar un montón de órdenes tontas… Puede apostar que sí, que es buena gente. Un tipo legal».

—Ya veo —dijo Martin, y mientras volvía al hotel cavilaba:

»Pero piensa lo que diría de él Gottlieb.

»¡Maldito Gottlieb! ¡Maldito todo el mundo excepto Leora!

»No estoy dispuesto a fracasar aquí como fracasé en Wheatsylvania.

»Algún día Pickerbaugh conseguirá un trabajo más importante… ¡Uf! ¡Es precisamente el tipo de fanfarrón jovial que ascenderá! Pero de todos modos, por entonces habré tenido ya experiencia y tal vez consiga organizar aquí un departamento de sanidad como es debido.

»Orquídea dijo que iríamos este invierno a patinar…

»¡Maldita Orquídea!».