I
El doctor Woestijne de Vanderheide’s Grove actuaba en el tiempo libre como superintendente de sanidad del condado de Crynssen, pero el cargo no estaba bien pagado y no le interesaba gran cosa. Cuando apareció Martin y se ofreció a hacer el trabajo por la mitad del sueldo, Woestijne aceptó con benevolencia, asegurándole que tendría mucha repercusión en su práctica privada.
La tuvo. Casi acabó con ella.
No se produjo nunca un nombramiento oficial. Martin firmaba los documentos con el nombre de Woestijne (escrito de diversos e interesantes modos, según le apeteciese) y el Consejo de Comisarios del Condado reconocía el poder ilimitado de Martin, pero lo más probable es que todo el asunto fuese ilegal.
Hubo poca ciencia y considerablemente menos heroísmo en las primeras furias de Martin como agente sanitario, pero muchísima irritación con sus conciudadanos. Investigó en los patios, denunció a la señora Beeson por sus apestosos barriles de ceniza, al señor Norblom por amontonar estiércol en la calle, y al consejo escolar por la ventilación de la escuela y la falta de instrucción sobre el cepillado de los dientes. Los ciudadanos se habían sentido anteriormente agitados por su irreligiosidad, su moral laxa y su falta de patriotismo local, pero cuando empezó a hostigarles para que abandonasen su cómoda y probablemente beneficiosa suciedad, estallaron.
Martin era honrado y asombrosamente diligente, pero aunque tenía la inocencia de la paloma carecía de la prudencia de la serpiente. No les hacía comprender cuál era su misión; apenas intentaba hacerles entender. Su autoridad, como alter ego de Woestijne, era imponente sobre el papel pero débil en la práctica, y resultaba insignificante frente a la obstinación que despertaba.
Pronto pasó de la vigilancia de la basura a un drama de infección. La comunidad de Delft tenía una epidemia de tifus que se amortiguaba y reaparecía continuamente. Los aldeanos creían que procedía de una tribu de ocupantes ilegales que se habían establecido unos diez kilómetros río arriba y a los que estaban pensando linchar, como una protesta práctica y una interesante interrupción del cultivo del trigo. Cuando Martin insistió en que en diez kilómetros el río purificaba cualquier basura y que los ocupantes ilegales probablemente no fuesen la causa, se le criticó generalizadamente.
—¡Quién se cree que es para andar por ahí diciendo que deberíamos tener más precauciones sanitarias! Resulta que vamos y le decimos dónde están esos facinerosos a los que habría que matar a tiros, y que además son solo húngaros, y va y lo único que se le ocurre es soltar un montón de bobadas sobre el efecto germicida y no sé cuántas cosas más —comentó Kaes, el comprador de trigo del elevador de Delft.
Martin, haciendo un recorrido del condado, sin desatender pero ciertamente sin ampliar el número de sus pacientes, fue ubicando todos los casos recientes de tifus en unos nueve kilómetros a la redonda de Delft. Investigó en las rutas de la leche y en las entregas de comestibles. Descubrió que la mayoría de los casos habían aparecido después de las visitas de una costurera itinerante, una solterona virtuosa y casi dolorosamente higiénica. Había tenido tifus cuatro años antes.
—Es una portadora crónica de los bacilos. Hay que examinarla —anunció.
La encontró cosiendo en la casa de un viejo granjero predicador.
Ella se negó con pudorosa indignación a que la examinasen, y cuando él se fue se la pudo oír llorar por aquel agravio, mientras el predicador le maldecía desde la puerta de la casa. Volvió con el agente de policía del pueblo y detuvo a la costurera y la confinó en el pabellón de aislamiento de la granja de pobres del condado. Encontró en sus secreciones millones de bacilos del tifus.
Aquel cuerpo frágil y decente no estaba a gusto en el pabellón encalado forrado de tablas. La pobre mujer se sentía avergonzada y asustada. Siempre la habían tratado con consideración, era una solterona educada, venida a menos, de ojos brillantes, que llevaba regalos a los niños, ayudaba a las amas de casa abrumadas por el trabajo a hacer la comida y les cantaba a los pequeños con su vocecita de gorrión. Se denigró a Martin por perseguirla. «No se atrevería a detenerla si no fuese tan pobre», decían, y hablaban de sacarla por la fuerza de la cárcel.
Martin se inquietó. Visitó a la costurera en la granja de pobres, intentó hacerle entender que no podía estar en ningún otro sitio, le llevó revistas y dulces. Pero se mantuvo firme. No podía ponerla en libertad. Estaba convencido de que había causado como mínimo un centenar de casos de tifus, con nueve muertos.
Todo el condado le criticaba. ¿Contagiar del tifus ahora, cuando llevaba ya cuatro años bien de salud? Los comisarios del condado y el Consejo de Sanidad del Condado llamaron al doctor Hesselink del condado vecino. Él se mostró de acuerdo con Martin y con sus mapas. Cada reunión de los comisarios era ya una batalla, y no estaba claro si Martin sería entronizado o destituido.
Leora les salvo a él y a la costurera. «¿Por qué no se hace una colecta para mandarla a algún hospital grande donde la puedan tratar, o donde puedan tenerla si no se la puede curar?», propuso.
La costurera ingresó en un sanatorio (y fue cordialmente olvidada por todos durante el resto de su vida) y los recientes enemigos de Martin decían de él: «La verdad es que es muy listo y hace bien el trabajo». Hesselink se acercó en el coche para informarle: «Lo hizo muy bien esta vez, Arrowsmith. Me alegra ver que está haciéndose más práctico».
Martin se ensoberbeció un poco y se lanzó inmediatamente tras una magnífica epidemia nueva. Tuvo la suerte de que apareciese un caso de viruela y varios que sospechó que lo eran. Algunos de ellos estaban al otro lado de la frontera, en el condado de Mencken, dominio de Hesselink, y Hesselink se rio de él. «Lo más probable es que sea varicela, salvo ese caso único suyo. Es muy raro que haya viruela en verano», le dijo, mientras Martin recorría hecho una furia los dos condados de un lado a otro proclamando el azote, implorando a todo el mundo que se vacunase, atronando: «¡Se va a desencadenar el infierno aquí en diez o quince días!».
Pero el párroco de los Hermanos Unidos, que atendía capillas de Wheatsylvania y dos pueblos más, era contrario a la vacunación y predicó contra ella. La gente de los pueblos se puso de su parte. Martin fue de casa en casa, acuciándoles, ofreciéndose a tratarles gratuitamente. Como nunca les había enseñado a quererle y a seguirle como a un dirigente, dudaban, discutían largo y tendido en las puertas de sus casas, cacareaban que estaba borracho. Aunque hacía semanas que lo más fuerte que había bebido había sido el café acre del campo, se decían unos a otros que se emborrachaba todas las noches, que el ministro de los Hermanos Unidos estaba a punto de denunciarlo desde el púlpito.
Y pasaron diez días espantosos y quince, y todos los casos, salvo el primero, resultaron ser varicela. Hesselink se regodeó y en el pueblo se rieron a carcajadas convirtiéndose Martin en el blanco de todas las bromas.
Él solo se había ofendido un poco por las murmuraciones sobre su maldad, solo en las noches de lenta depresión se había planteado la alternativa de huir de ellos, pero sus carcajadas le enfurecieron.
Leora le confortó con frescas manos. «Esto pasará», decía. Pero no pasaba.
En el otoño se había convertido en una epopeya burlesca de esas que tanto les gustan a los campesinos en todo el mundo. Él, relataban alegremente, había proclamado que todo el que tuviese cerdos moriría de viruela; se había pasado una semana borracho y lo diagnosticaba todo, desde los cálculos biliares al ardor de estómago, como viruela. Le saludaban, sin proponerse ninguna ofensa con su broma, diciendo: «Tengo un granito en la barbilla, doctor. ¿Qué será… viruela?».
La risa de la gente es más temible que su cólera, y si destruye a los tiranos, persigue con igual celo al santo y al sabio y ensucia su tesoro.
Cuando el vecindario consiguió de pronto una epidemia auténtica de difteria y Martin predicó temblorosamente en favor de la antitoxina, la mitad de los vecinos recordó que no había sido capaz de salvar a Mary Novak y la otra mitad clamó: «¡Oh, déjanos en paz! ¡Tienes las epidemias en el cerebro!». El que un número de niños muriese como correspondía no les hizo abandonar su epopeya cómica.
Luego fue cuando Martin llegó a casa y le dijo quedamente a Leora: «No puedo más. Tengo que largarme. No puedo hacer nada más aquí. Tardarán años en volver a confiar en mí. ¡Son tan condenadamente graciosos! Voy a ir a conseguir un trabajo de verdad… en la sanidad pública».
—¡Cuánto me alegro! Eres demasiado bueno para la gente de aquí. Buscaremos algún sitio grande donde sepan apreciar tu trabajo.
—No, eso no es justo. He aprendido un poco. Aquí he fracasado. Me he enfrentado a demasiada gente. No he sabido manejarles. Podríamos aguantarlo, yo lo haría, pero la vida es corta y creo que soy un buen trabajador en muchos sentidos. Estaba preocupado pensando que sería un cobarde si me fuese, estaría huyendo, «apartando la mano…», ¿cómo es?, «… apartando la mano del arado». ¡Ya no me importa! ¡Sé lo que puedo hacer, qué demonios! ¡Gottlieb lo vio! Y quiero ponerme a trabajar. Nos vamos. ¿De acuerdo?
—¡Por supuesto!
II
Martin había leído en el Diario de la Asociación Médica Americana que Gustaf Sondelius estaba dando una serie de conferencias en Harvard. Le escribió preguntándole si sabía de algún puesto en la sanidad pública. Sondelius contestó, en un garabateo emborronado y profano, que recordaba con alegría su vacación de Minneapolis, que no estaba de acuerdo con Entwisle de Harvard sobre la naturaleza de la metatrombina, que en Boston había un excelente restaurante italiano y que investigaría entre los funcionarios de sanidad amigos suyos sobre un posible puesto.
Al cabo de dos días escribió diciendo que el doctor Almus Pickerbaugh, director de sanidad pública de la ciudad de Nautilus, Iowa, andaba buscando un subdirector y que tal vez estuviese dispuesto a enviar los datos.
Leora y Martin consultaron rápidamente en un almanaque.
—¡Cielo santo! ¡Hay sesenta y nueve mil habitantes en Nautilus! Frente a trescientos sesenta y seis aquí… no, espera, son trescientos sesenta y siete ya, con el nuevo bebé de Pete Yeska; que el cerdo asqueroso de él llamó a Hesselink para el parto. ¡Gente! ¡Gente capaz de hablar! ¡Cines y teatros! ¡Tal vez conciertos! ¡Leora, seremos como un par de críos libres de la escuela!
Telegrafió para conseguir los datos, despertando un enorme interés en el jefe de estación que era también el telegrafista.
La copia impresa que le enviaron decía que el doctor Pickerbaugh necesitaba un ayudante que sería el único agente médico a jornada completa además del propio Pickerbaugh, ya que los médicos de la clínica y de la facultad eran médicos privados que trabajaban a tiempo parcial. El ayudante sería epidemiólogo, bacteriólogo y estaría encargado de dirigir a los empleados de la oficina, a las enfermeras y a los inspectores legos de lecherías y de sanidad. El salario sería de dos mil quinientos dólares al año… frente al de mil quinientos a mil seiscientos que estaba ganando Martin en Wheatsylvania.
Debían aportarse también referencias adecuadas.
Martin escribió a Sondelius, a Papá Silva, y a Max Gottlieb, que ahora estaba en el Instituto McGurk de Nueva York.
El doctor Pickerbaugh le informó: «He recibido cartas muy agradables del decano Silva y del doctor Sondelius sobre usted, pero la carta del doctor Gottlieb es muy notable. Dice que posee usted dotes excepcionales como hombre de laboratorio. Es para mí un gran placer ofrecerle el cargo; sea tan amable de responder telegráficamente».
Hasta entonces Martin no se había dado cuenta del todo de que iba a abandonar Wheatsylvania… el tedio del incordio de Bert Tozer… el espionaje de Pete Yeska y de los Norblom… lo inevitable de girar, como tantas veces había girado invariablemente, hacia el Sur por la carretera de Leopolis en Two Mile Grove para seguir de nuevo aquel sendero cansino, llano, sin curvas… la superioridad del doctor Hesselink y la malevolencia del doctor Coughlin… las visitas que no le dejaban tiempo para su laboratorio cubierto de polvo… iba a dejarlo todo por el triunfo y el esplendor de la gran ciudad de Nautilus.
—¡Leora, nos vamos! ¡Nos vamos de verdad!
III
Bert Tozer dijo:
—Cielo santo, sabes muy bien que hay gente que te llamaría traidor, después de todo lo que hemos hecho por ti, aunque devolvieses los mil dólares, dejar que venga aquí el otro médico y le quite toda esa influencia a la Familia.
Ada Quist dijo:
—¡Supongo que si no has conseguido llegar a ser demasiado popular con la gente de aquí lo vas a pasar la mar de bien en una gran ciudad como Nautilus! En fin, Bert y yo nos vamos a casar el año que viene y en cuanto vosotros dos, los elegantes, hayáis fracasado allí supongo que tendremos que hacernos cargo de vosotros en nuestra casa cuando volváis arrastrándoos… ¿Creéis que podríamos conseguir vuestra casa por la misma renta que pagáis por ella?… Oh Bert, ¿no podríamos coger el consultorio de Mart en vez de la casa?… ahorraríamos dinero… En fin, yo siempre he dicho, desde que estábamos las dos en la escuela, que tú nunca serías capaz de llevar una vida decente y regular, Ory.
El señor Tozer dijo:
—La verdad es que yo no puedo entenderlo, yendo todo tan bien como va. No sé, llegarías algún día a ganar hasta treinta y cuatro mil al año, si te aplicases a ello. ¿No hemos procurado tratarte bien? No me gusta que mi hijita se vaya y me deje solo, ahora que estoy haciéndome viejo. Y Bert es tan gruñón conmigo y con Madre, mientras que tú y Ory nos escuchabais siempre. ¿No podrías arreglar las cosas de algún modo para quedarte?
Pete Yeska dijo:
—¡Doctor, me quedé pasmado cuando me enteré de que se iba usted! Hemos tenido algunos roces por el asunto ese de los medicamentos, ¡pero Señor! Yo había estado medio pensando en acercarme alguna vez y ofrecerle que fuéramos socios y dejarle llevar el negocio de los medicamentos para que los hiciese a su gusto, y podríamos coger la agencia Buick, tal vez, y sacar adelante un pequeño negocio. Lamento muchísimo que se vaya usted, la verdad, y que nos deje… Bueno, a ver si vuelve algún día y podemos ir a pegarles unos tiros a los patos, y a reírnos un poco sobre aquella sandez suya de la viruela. ¡Nunca olvidaré eso! El otro día precisamente le decía a la vieja, que tenía dolor de oídos: «¡No habrás cogido la viruela, eh, Bess!».
El doctor Hesselink dijo:
—Doctor, ¿qué es esto que oigo? ¿No se irá? Vaya, cuando estábamos empezando usted y yo a introducir la práctica médica como debe ser en este rincón del mundo; lo oí decir y cogí el coche y me acerqué hasta aquí… Dígame, ¿le pusimos verde, verdad? Sí, supongo que sí, pero eso no significa que no le apreciáramos. En un sitio pequeño como este o como Groningen te tienes que reír un poco de los vecinos para no aburrirte. En fin, doctor, he estado viendo cómo pasaba de ser un tierno aprendiz a convertirse en un médico profesional de verdad, y ahora se va usted… ¡no sabe cuánto lo siento!
Henry Novak dijo:
—¿Pero, doctor, no irá a dejarnos? Y nosotros con un bebé en camino, y le dije a la mujer, precisamente el otro día: «Es una buena cosa que tengamos un médico que te dice la verdad y no todas esas tonterías que solía decirnos el doctor Winter».
El comprador de trigo de Delft dijo:
—¿Qué es esto que oigo por ahí, doctor? ¿No me diga que va a irse? Un tipo me dijo que se iba usted y yo le dije: «No seas más imbécil de lo que quiere el Señor que seas», eso le dije. Pero empecé a preocuparme por el asunto y me acerqué y… Doctor, yo le doy mucho a la lengua, supongo. Me puse contra usted cuando lo de la epidemia de tifus, cuando dijo usted que aquella costurera andaba esparciendo por ahí la enfermedad, y luego me demostró que tenía razón. Mire, doctor, si le gustase ser senador del estado, y si se quedase… yo tengo un poco de influencia… créame, ¡estaría dispuesto a perder la camisa por usted!
Alec Ingleblad dijo:
—¡Eres un tipo afortunado!
Todo el pueblo acudió al tren cuando se marcharon a Nautilus.
Durante unos 160 kilómetros de otoño resplandeciente Martin se condolió por sus vecinos. «Me dan ganas de bajarme y volver. ¡Te acuerdas cómo nos divertíamos mucho jugando a las cartas con los Frazier! Me fastidia pensar en el tipo de médico que puede venir. ¡Te lo juro, si se establece aquí algún medicucho o si Woestijne se olvida otra vez del trabajo sanitario, volveré y les echaré a los dos del negocio! Y sería divertido ser senador del estado, en cierto modo, verdad».
Pero cuando fue anocheciendo y no existía nada ya del rápido mundo más que los globos amarillos de gasóleo en el largo vagón, vieron delante de ellos la gran Nautilus, el gran honor y el triunfo, la creación de una ciudad modelo radiante y la alabanza de Sondelius… tal vez incluso de Max Gottlieb.