Capítulo 17

I

El doctor Coughlin de Leopolis tenía un bigote pelirrojo, una gran cordialidad y un Maxwell que, aunque cumpliese ya tres años aquel mayo y tuviese un barnizado deplorable, él creía que era superior en velocidad y belleza a cualquier otro automóvil de Dakota.

El doctor llegó a casa muy contento, dio un paseo a cuestas al más pequeño de sus tres hijos y le dijo a su mujer:

—Tessie, es una idea estupenda.

—Sí, y tú tienes un aliento estupendo, también. ¡Me gustaría que dejases de probar esa vieja botella de Spirits Frumentus de la farmacia!

—¡Qué mujer! ¡En serio, escucha!

—¡No lo haré! —le besuqueó cordialmente—. Nada de ir en el coche hasta Los Ángeles este verano. Está demasiado lejos, con todos los críos berreando.

—Claro. Por supuesto. Mira, escucha: Hagamos el equipaje y larguémonos y pasemos una semana recorriendo el estado. Mañana, por ejemplo, o pasado. No tengo nada que me retenga en este momento, solo un caso obstétrico y eso se lo pasaremos a Winter.

—Está bien. ¡Podemos probar los termos nuevos!

El doctor Coughlin, su señora y los niños se pusieron en marcha a las cuatro de la mañana. El coche estaba al principio demasiado bien ordenado para resultar interesante, pero al cabo de tres días, cuando se acercaba a ti por aquella carretera llana que sin un centímetro de curva trazaba un tajo a lo largo de las extensiones de trigo tierno, veías al doctor con su traje caqui, sus gafas de montura de carey y la gorra visera blanca de lino; a su esposa con una blusa verde de franela y un gorro de tocador de encaje. El resto del coche era un poco más confuso. Según ibas acercándote veías ya una botella de Agua Egipcia de lona, barro en ruedas y defensa, una pala, los niños mayores peligrosamente asomados al vehículo y sacándote la lengua, los pañales del bebé colgando de una cuerda en un tendedero instalado sobre el maletero, un ejemplar roto de una revista de relatos ilustrada, Snappy Stories, siete palos de pirulí, un gato, una caña de pescar y una tienda de campaña enrollada.

Tu última impresión eran dos grandes banderines en los que decía: «Leopolis, Dakota del Norte» y «Perdonen por el polvo».

Los Coughlin tenían agradables aventuras. En una ocasión se quedaron atascados en un barrizal. Ante la gritona admiración de la familia, el doctor consiguió sacarles de allí haciendo un puente con postes de valla. En una ocasión se apagó el motor y, mientras esperaban a que llegara un mecánico al que habían llamado por teléfono, vieron una granja lechera en la que había una ordeñadora eléctrica. Tenían durante todo el viaje una sensación de expansión y apertura, de descubrir las maravillas del gran mundo: el cine de Roundup, en que la orquesta no era solo un piano tocado a mano sino también un violín; la granja de zorros negros de Melody; y el depósito de agua de Severance, que se decía que era el más alto de Dakota del Norte Central.

El doctor Coughlin «se paraba para pasar un ratito charlando», como decía él, con todos los médicos. En St. Luke tenía un amigo íntimo, el doctor Tromp… al menos se habían visto dos veces, en las reuniones anuales de la Asociación Médica del Valle del Río Pony. Cuando le contó a Tromp lo malos que les habían parecido los hoteles por los que habían pasado, Tromp se sintió incómodo y obligado y suspiró:

—Si mi mujer pudiese arreglarlo de algún modo, me gustaría invitarles a todos a pasar esta noche con nosotros.

—Oh, no quiero agobiarles. ¿Seguro que no habría ningún problema? —dijo Coughlin.

Después de que la señora Tromp consiguiera reprimir el impulso de llamar a su marido aparte y hacerle silenciosos pero vigorosos comentarios, y después de que al chico mayor de los Tromp se le explicase que «no estaba bien que un pequeño caballero anduviese dando patadas a sus pequeños invitados que venían de tan lejos», se sintieron todos muy felices. La señora Coughlin y la señora Tromp se lamentaron del coste del jabón de lavar y de la mantequilla e intercambiaron recetas de melocotones en almíbar, mientras los hombres, sentados en el borde del porche, las piernas cruzadas y esgrimiendo elocuentemente sus puros, se entregaban al éxtasis de la conversación sobre el trabajo.

—Dígame, doctor, ¿cómo le va con los cobros?

(El que hablaba era Coughlin… o podría haber sido también Tromp).

—Bueno, bastante bien. Estos alemanes pagan de primera. No les mando nunca una factura, pero cuando han recogido la cosecha vienen y dicen: «¿Cuánto le debo, doctor?».

—Sí, los alemanes son buenos pagadores.

—Sí, desde luego que sí que lo son. Entre los alemanes no hay aprovechados.

—Sí, así es. Y dígame, doctor, ¿qué es lo que hace con los casos de ictericia?

—Bueno, le diré, doctor: si se trata de un caso persistente, yo normalmente uso cloruro amónico.

—¿De veras? Yo he estado dando cloruro amónico pero resulta que el otro día leí una comunicación en el Diario de la Asociación Médica Nacional en que un tipo decía que no servía para nada.

—¡Ah sí! ¡Pues vaya! No lo leí. ¿Sí? Bueno. Dígame, doctor, ¿a usted le parece que se puede hacer mucho con el asma?

—Bueno, verá usted, doctor, en confianza, voy a decirle algo que puede que le parezca raro, pero creo que los pulmones de zorro son magníficos para el asma, y también para la tuberculosis. Se lo dije en una ocasión a un especialista de pulmón de Sioux City y se rio de mí… dijo que no era científico… y yo le dije, «¡Demonios!», dije, «¡científico!», dije: «No sé si es el último grito de la moda científica o no», dije, «pero yo conseguí resultados, y eso es lo que yo busco, ¡resultados!», le dije. Le aseguro que un simple médico de medicina general puede no tener un montón de letras detrás de su nombre, pero ve muchísimas cosas misteriosas que no puede explicar, y le juro que creo que la mayoría de esos malditos presuntos científicos podrían aprender un montón de muchos de los sencillos médicos rurales, ¡permítame que se lo diga, sí!

—Sí, sí, así es. Personalmente, yo prefiero estar aquí en el campo y poder salir de caza de vez en cuando y tomarme las cosas con calma que ser uno de esos grandes especialistas de las ciudades. Una vez estuve pensando en convertirme en especialista en rayos X… buscar un sitio en Nueva York donde pudiese hacer todo el curso en ocho semanas… y establecerme en Butte, por ejemplo, o en Sioux Falls, pero luego pensé que aún en el caso de que consiguiese ganar ochenta mil al año, difícilmente significarían más de lo que significan tres mil aquí, sabe… Uno ha de considerar que tiene un deber con sus viejos pacientes.

—Así es… oiga, doctor, dígame, ¿qué clase de tipo es ese McMinturn que está cerca de usted?

—Bueno, no me gusta hablar mal de ningún compañero, y supongo que él tiene buena intención, pero solo entre usted y yo le diré que hace demasiadas cosas a ojo. Porque, por ejemplo, usted y yo, nosotros, aplicamos ciencia a un caso, en vez de correr riesgos y simplemente confiar en la experiencia y luego salir escaldado. Pero McMinturn no sabe bastante. Y mire, esa mujer suya, es muy divertida… pero no hay peor lengua en cuatro condados a la redonda, y hay que ver cómo anda a la caza de clientes para Mac… Bueno, supongo que esa es la forma que tienen de hacer negocio.

—¿Está bien el viejo Winter?

—Oh, sí, en cierto modo. Ya sabe cómo es. Por supuesto va con veinte años de retraso para esta época, pero es un gran apoyo… Mantiene a una mujer tonta en la cama seis semanas más de lo que necesita y se pasa por allí dos veces al día a charlar con ella… algo completamente innecesario.

—Supongo que la mayor competencia que tiene usted es la de Silzer, ¿no?

—¡No se lo creerá, doctor! No tiene ni la mitad de pacientes que dice que tiene. El problema con Silzer es el excesivo descaro que tiene… le da demasiado a la lengua… le gusta oírse hablar. Oh, por cierto, dígame, ¿se ha tropezado usted con ese tipo nuevo…?, debe de llevar aquí ya unos dos años… en Wheatsylvania… Arrowsmith…

—No, pero dicen que es un joven bueno e inteligente.

—Sí, dicen que tiene cerebro… que está muy bien informado… y tengo entendido que su esposa es también una mujercita simpática e inteligente.

—Pero he oído también que Arrowsmith empina el codo demasiado… que le gusta demasiado la botella.

—Sí, eso dicen. Lástima, un tipo joven y majo y con empuje, que está empezando. A mí me gusta echar un traguito de vez en cuando, pero ¡ser un bebedor…! ¡Imagínese usted que se emborracha y le llaman para una urgencia! Y un tipo de por allí me contó que Arrowsmith es muy bueno con los libros y con el estudio, pero que es un librepensador… nunca va a la iglesia.

—¡Así es! Sí. Un gran error para cualquier médico no identificarse con algún buen credo religioso sólido, crea en él o no crea. Le aseguro que un sacerdote o un predicador puede proporcionarle a uno muchísimos pacientes.

—¡Y tanto que sí! Bueno, pues ese tipo me dijo que Arrowsmith andaba siempre discutiendo con los predicadores… que le dijo a cierto reverendo que todo el mundo debería leer a ese inmunólogo, Max Gottlieb, y a ese tal Jacques Loeb, ya sabe usted, ese tipo que decía… bueno, no me acuerdo exactamente lo que era, pero aseguraba que podía crear peces vivos a partir de sustancias químicas.

—¡Claro! ¡Ahí lo tiene! Ese es el tipo de bobadas a las que esa gente de los laboratorios se dedica si no tiene alguna práctica concreta que les obligue a tener un poco de sentido. Bueno, si Arrowsmith se inclina por ese tipo de individuos, no me extraña que la gente no confíe en él.

—Pues claro. Sí. Bueno, es una lástima que Arrowsmith ande bebiendo y diciendo esas cosas por ahí y olvidándose de la familia y de los pacientes. Así no le irá bien. Qué lástima. Bueno… me pregunto qué hora debe de ser ya…

II

—Mart —se lamentó Bert Tozer—, ¿qué le has hecho al doctor Coughlin de Leopolis? Un tipo me contó que andaba diciendo por ahí que eras un borracho y no sé cuántas cosas más.

—¿De veras? Parece que los de por aquí no hacen más que andar vigilándose unos a otros.

—Puedes apostar a que sí, y por eso es por lo que te digo que deberías dejar de una vez el póquer y el trago. A mí no ves que me haga falta beber ningún licor, ¿verdad?

Martin tuvo más desesperadamente que nunca la sensación de que todo el condado estaba vigilándole. No es que necesitase alabanzas; no estaba orgulloso por sentirse fuera de lugar, pero por mucho que se esforzase no se veía integrado en el marco de Wheatsylvania y de fatigosos años de práctica como médico rural.

De pronto, sin planearlo, olvidando en su admiración por Sondelius y la guerra sanitaria su orgullo del laboratorio, se vio enredado en un problema de investigación.

III

Había ántrax entre el ganado en el condado de Crynssen. Se había llamado al veterinario del estado y se había inyectado la vacuna Dawson Hunziker, pero aún así se había propagado la enfermedad. Martin oía lamentarse a los granjeros. Se dio cuenta de que el ganado inyectado no mostraba ninguna inflamación ni aumento de temperatura. Eso le hizo sospechar que la vacuna Hunziker tenía insuficientes organismos vivos, y se lanzó a comprobar esa hipótesis.

Obtuvo (mediante una impostura) un suministro de la vacuna y lo probó en su diminuto y congestionado laboratorio. Tuvo que fabricar su artilugio para desarrollar cultivos anaeróbicos, pero había sido adiestrado por aquel Gottlieb que decía: «Cualquier hombre que no sea capaz de construir un filtro con palillos de dientes, si tiene que hacerlo, sería mejor que comprase sus resultados junto con su magnífico equipo». Con un tarro de fruta grande y un tubo soldado Martin se fabricó su aparato.

Cuando estuvo totalmente seguro de que la vacuna no contenía suficientes organismos vivos adecuados se sintió mucho más contento que si hubiese descubierto que el buen señor Dawson Hunziker estaba produciendo vacunas válidas.

Sin excusa ni estímulo alguno aisló organismos apropiados de ganado enfermo y preparó una vacuna atenuada propia. Llevó mucho tiempo. No olvidó por ello a sus pacientes pero por supuesto no apareció en las tiendas ni en las partidas de póquer. Leora y él cenaban un emparedado todos los días y acudían rápidamente al laboratorio a calentar los cultivos en el baño maría improvisado, una vieja cazuela para avena que perdía, con una lámpara de alcohol. El Martin que se había mostrado impaciente con Hesselink mostraba una paciencia infinita mientras vigilaba sus resultados. Silbaba y tarareaba, y todas aquellas horas, desde las siete hasta la medianoche, eran solo un momento. Leora, frunciendo el ceño plácidamente, la punta de la lengua en un rincón de la boca, vigilaba la temperatura como un buen perrillo centinela.

Después de tres intentos con dos fracasos absurdos, consiguió una vacuna que le satisfacía, y se la inyectó a un rebaño afectado. El ántrax cesó, lo que fue para Martin el final y la recompensa, y entregó sus notas y el suministro de vacunas al veterinario del estado. Para otros, no fue el final. El veterinario del condado le denunció por intrusión en su derecho a salvar o matar el ganado; los médicos insinuaban: «Estos son los tejemanejes que acaban con la dignidad de la profesión. Os aseguro que Arrowsmith es un nihilista médico y lo que busca es notoriedad, eso es lo único que pasa. Recordad mis palabras, en vez de atenerse a una práctica regular decente, ¡ya veréis como acaba abriendo una clínica de curandero el día menos pensado!».

Martin le comentó a Leora:

—¡Al cuerno la dignidad! Si pudiese estaría haciendo investigación… No esa cosa fría y distante de Gottlieb, claro, sino trabajo realmente práctico… y luego haría que algún tipo como Sondelius cogiese mis resultados y se los hiciese tragar a la gente, y yo conseguiría que estuviesen sanos ellos y su ganado y sus gatos, quisiesen ellos o no, ¡eso es lo que yo haría!

En este estado de ánimo leyó en su periódico de Minneapolis, entre una media columna sobre la boda del campeón de los pesos ligeros y tres líneas dedicadas al linchamiento de un agitador sindicalista de Trabajadores Industriales del Mundo, este anuncio:

Gustave Swndelius, reconocida autoridad en la prevención del cólera, dará una conferencia sobre «Héroes de la Salud» en la escuela de verano de la universidad el próximo viernes por la tarde.

Martin corrió a casa entusiasmado: «¡Lee! Sondelius va a dar una conferencia en Minneapolis. ¡Iré! ¡Iremos! ¡Asistiremos a la conferencia y luego nos iremos de juerga tranquilamente!».

—No, ve tú solo. Te sentará bien alejarte del pueblo y de la familia y de mí un rato. Yo ya iré contigo en otoño. De verdad. Si no estoy yo por medio tal vez consigas tener una larga charla con el doctor Sondelius.

—¡No podré! Estarán rodeándole en filas de diez los grandes médicos la ciudad y las autoridades sanitarias del estado. Pero iré.

IV

La pradera estaba caliente, una brisa cansina hacía chasquear el trigo, el vagón de segunda estaba arenoso de cenizas. Martin se sentía agarrotado por las horas de lento viaje. Se adormilaba y fumaba y meditaba. «Voy a olvidar la medicina y todo lo demás», se prometió. «Iré hasta el vagón de fumadores y hablaré con alguien y le contaré que soy viajante de zapatos».

Lo hizo. Desgraciadamente dio la casualidad de que su confidente era un viajante de zapatos auténtico, con mucha curiosidad por saber a qué empresa representaba Martin, y volvió al vagón de segunda con una sensación renovada de agravio. Cuando llegó a Minneapolis, a media tarde, se dirigió rápidamente a la universidad y consiguió una entrada para la conferencia de Sondelius antes de haber buscado siquiera un hotel, aunque no antes de haber encontrado los grandes vasos de cerveza que había estado imaginando durante un centenar y medio de kilómetros.

Tenía el propósito agradable pero informal de pasar su primera velada de libertad entregado a la disipación. Encontraría en algún sitio compañía de gente interesante que le socorrería con risa y charla y muchos tragos… no demasiados, por supuesto… y luego iría en coche muy rápido hasta el lago Minnetonka para un chapuzón a la luz de la luna. Empezó su búsqueda de colegas tomando un cóctel en el bar de un hotel y cenando en un restaurante de la avenida Hennepin. Nadie le miraba, nadie parecía desear un compañero. Se sentía solo sin Leora, y todo su estado de gracia, toda su apasionada y simplona devoción por la juerga, degeneró en adormilamiento.

Mientras daba vueltas y vueltas en la cama del hotel, se lamentaba: «Y lo más probable es que la conferencia de Sondelius sea una porquería. Lo más probable es que Sondelius no sea más que otro Roscoe Geake».

V

Estudiantes indecisos se acercaban en la cálida noche a la puerta de la sala de conferencias, examinaban el modesto cartel de Sondelius y continuaban su camino. Martin estaba medio tentado a desertar con ellos, pero entró ceñudo. La sala de conferencias estaba un tercio llena de estudiantes de verano y profesores, y hombres que podrían haber sido doctores o directores de escuela. Él se sentó atrás, abanicándose con el sombrero de paja que llevaba, sintiendo hostilidad hacia el hombre de patillas que compartía la fila con él, desaprobando a Gustaf Sondelius, y sin demasiada buena opinión tampoco de sí mismo.

Luego el local se cargó de vitalidad. Por el pasillo central abajo, ineficazmente asistido por un individuo pequeño y melindroso, irrumpió un hombre sonriente de frente amplia y con todo un almiar de pelo rubio rizado encima… un hombre que parecía un terranova. Martin se enderezó en su asiento. Se sintió con fuerzas suficientes hasta para soportar al deprimente tipo de patillas de al lado en cuanto Sondelius empezó a hablar con un rugido musical de acento y sonsonete suecos:

—La profesión médica solo puede tener un deseo: destruir a la profesión médica. En cuanto a los legos, pueden estar seguros solo de una cosa: nueve décimas partes de lo que saben sobre salud no es así, y la otra décima no sirve para nada. Como nos muestra Butler en Erewhon (me robó esa idea también, el muy cerdo, unos treinta años antes de que yo diera con ella), el único delito por el que deberíamos ahorcar a la gente es el de tener tuberculosis.

—¡Uf! —gruñó la docta audiencia, sin saber si lo adecuado era sonreír, ofenderse, sentirse aburrido o edificado.

Sondelius era un fenómeno y un hombre de mundo, pero sabía hechizar. Con él Martin vio ante sí a los héroes de la fiebre amarilla, Reed, Agramonte, Carroll y Lazear; desembarcó con él en un puerto mexicano inmovilizado por la peste y pasó hambre bajo un sol virulento; recorrió con él senderos de montaña hasta una población asolada por el tifus; luchó con él, en un agosto fatigoso en que los bebés eran esqueletos deshidratados, contra un trust del hielo bajo la espada dorada y despuntada de la ley.

«¡Eso es lo que yo quiero hacer! ¡No limitarme a reparar un montón de cuerpos gastados, sino hacer un mundo nuevo!», se decía Martin arrobado. «¡Jolín, le seguiría a través del fuego! ¡Y cómo desenmascara a los aguafiestas que critican la eficacia de la sanidad pública! Si pudiese al menos hablar con él un par de minutos…».

Se quedó en el local una vez acabada la conferencia. Una docena de personas rodeaban a Sondelius en el estrado; hubo unos cuantos choques de manos; se hicieron unas cuantas preguntas; un preocupado médico le dijo: «¿Pero qué me dice del peligro de las clínicas libres y todas esas cosas que llevan al socialismo?». Martin esperó hasta que Sondelius se quedó solo. Había un conserje cerrando las ventanas, muy firme y sugerentemente. Sondelius miró a su alrededor y Martin habría jurado que el Gran Hombre se sentía solo. Le tendió la mano y graznó:

—Señor, si no tiene que ir usted a algún sitio, me pregunto si le gustaría venir a echar un… un…

Sondelius gravitó sobre él con radiación solar y exclamó: «¿A echar un trago? Bueno, creo que tal vez podría. ¿Qué efecto le pareció que hacía el chiste del perro y de las pulgas esta noche? ¿Cree que les gustó?».

—Oh, claro, por supuesto.

El guerrero, que había estado hablando de alimentar a cinco mil tártaros, de recibir una licenciatura de una universidad china y de rechazar una condecoración de todo un buen rey balcánico, miró afectuosamente a su comitiva de un discípulo y preguntó: «¿Estuvo bien… verdad? ¿Les gustó? Hace tanto calor esta noche y he dado ya nueve conferencias en una semana… Des Moines, Fort Dodge, La Crosse, Elgin, Joliet (pero lo pronunció Zyoliay) y… se me ha olvidado. ¿Estuvo bien, verdad? ¿Les gustó?».

—¡Estuvo sensacional! ¡Oh, les encantó! En serio, ¡yo no había disfrutado tanto en toda mi vida!

—¡Vamos! —graznó el profeta—. Le convido a un trago. Como higienista, yo combato el alcohol. En cantidades excesivas es casi tan malo como el café o incluso más que la gaseosa con helado. Pero cuando a uno le apetece charlar, encuentro que un buen vaso largo de whisky con soda es un gran disolvente de la idiotez humana. ¿Hay un sitio fresco con algo de Pilsener aquí en Detroit…? No, ¿dónde estoy esta noche? ¿Minneapolis?

—Tengo entendido que hay una buena cervecería con terraza. Y podemos coger el tranvía aquí mismo.

Sondelius le miró fijamente.

—Oh, tengo un taxi esperando.

Martin se sintió sobrecogido por este lujo. En el taxi intentó pensar en cosas adecuadas para decirle a una celebridad.

—Oiga, doctor, ¿en Europa tienen servicios de salud pública en las ciudades?

Sondelius le ignoró.

—¿Ha visto usted a esa chica que pasa? ¡Qué tobillos! ¡Qué hombros! ¿Es buena la cerveza en esa cervecería? ¿Tienen un coñac decente? ¿Conoce usted el coñac Courvoisier 1865? ¡Uf! ¡Las conferencias! Le juro que lo dejaré. ¡Y tener que ir de traje una noche como esta! Sabe, todas esas cosas locas que digo en las conferencias las digo en serio, pero ahora olvidémonos de la seriedad, bebamos un poco, cantemos «Der Graf von Luxemburg», separemos a chicas exquisitas de sus acompañantes, analicemos las alegrías de «Die Meistersinger», que solo yo aprecio.

En la cervecería, el tremendo Sondelius discurseó sobre el Club Cosmos, la investigación de Halle sobre la mortalidad infantil, si era adecuado o no combinar Benedictine y licor de manzana, Biarritz, lord Haldane, el método de examen de la leche Doane-Buckley, George Gissing y el homard thermidor. Martin buscaba una conexión entre Sondelius y él, como hace uno con los famosos o con gente a la que conoce en el extranjero. Podría haber dicho: «Yo creo que conozco a un hombre que le conoce» o «he tenido el placer de leer todos sus artículos», pero acabó diciendo: «¿Ha conocido usted a los dos grandes hombres de mi Facultad de Medicina… Winnemac… el decano Silva y Max Gottlieb?».

—¿Sí? No recuerdo. Pero Gottlieb… ¿le conoce usted? ¡Oh! —Sondelius agitó sus poderosos brazos—. ¡El más grande! ¡El espíritu de la ciencia! Tuve el placer de hablar con él en McGurk. ¡Él no se sentaría aquí a parlotear como yo! ¡Él me convierte a mí en un payaso de circo! ¡Es capaz de coger todas mis declaraciones sobre epidemiología y demostrarme que soy un imbécil! ¡Oh, oh, oh! —sonrió muy satisfecho y pasó a criticar las tarifas elevadas.

Cada tema tenía su bebida correspondiente. Sondelius era un bebedor fantástico, y forrado de zinc. Mezclaba Pilsener, whisky, café solo y un líquido que el camarero afirmó que era absenta.

—Debería irme a la cama a medianoche —se lamentó—, pero es un pecado mortal interrumpir una buena charla. ¡Tiénteme solo un poquito! ¡Soy fácil de tentar! Pero debo tener cinco horas de sueño. ¡Es imprescindible! Tengo que dar una conferencia… en algún lugar de Iowa… mañana por la noche. Ahora que paso ya de los cincuenta no puedo arreglármelas con tres horas como antes, y sin embargo he descubierto tantas cosas nuevas de las que quiero hablar.

Estaba más elocuente que nunca; luego pasó a estar enojado. Había un hombre hosco en la mesa de al lado que escuchaba y no paraba de mirar y se reía de ellos. Sondelius dejó a un lado el suero del cólera de Haffkine y dijo furioso:

—¡Si ese tipo sigue mirándome así un instante más, voy a acercarme allí y a matarle! Soy un hombre pacífico, ahora que ya no soy tan joven, pero no me gustan los mirones. Iré hasta allí y se lo haré saber. ¡Y le pegaré solo un poco!

Mientras los camareros acudían presurosos, Sondelius se lanzó hacia aquel hombre, le amenazó con puños enormes; algo le detuvo, le estrecho la mano repetidamente y regresó con él junto a Martin.

—Este es un compatriota mío, de Gotemburgo. Es carpintero. Siéntate, Nilsson, siéntate, toma un trago. ¡Demonios! ¡Camarero!

El carpintero era socialista, y adventista del séptimo día sueco, y polemista feroz y le gustaba beber aquavit. Arremetió contra Sondelius por aristócrata, reprendió a Martin por su ignorancia de la economía, reprendió al camarero por el brandy; Sondelius y Martin y el camarero contestaron con vigor; y la conversación se hizo admirable. Finalmente desecharon la cervecería y se amontonaron los tres en el taxi que aún seguía esperando, y que se estremeció como consecuencia de su animado debate. Martin jamás pudo recordar a dónde habían ido. Tal vez soñase todo el asunto. En una ocasión parecían estar en un restaurante de carretera, en una larga calle que debía de ser sin duda la avenida de la Universidad; y otra vez estaban en un bar de la avenida Washington Sur, donde había tres vagabundos durmiendo al final de la barra; luego en casa del carpintero, donde un hombre no identificado les hizo café.

Donde quiera que pudiesen estar, estaban al mismo tiempo en Moscú y en Curaçao y en Murwillumbah. El carpintero creó estados comunistas, mientras Sondelius, proclamando que a él no le importaba si trabajaba bajo el socialismo o con un emperador, siempre que pudiese obligar a la gente a estar sana, aniquiló la tuberculosis y, al amanecer, había puesto en fuga al cáncer.

Se separaron a las cuatro, jurando lacrimosamente volver a encontrarse, en Minnesota o en Estocolmo, en Río o en los mares del Sur, y Martin partió hacia Wheatsylvania dispuesto a poner fin a todo aquel disparate de permitir a la gente enfermar.

Y el gran dios Sondelius había matado al decano Silva, lo mismo que Silva había matado a Gottlieb, Gottlieb había matado a Repetición Edwards el químico juguetón, Edwards había matado al doctor Vickerson y Vickerson había matado al hijo del ministro que tenía un trapecio de verdad en su pajar.