I
Después de haber practicado la medicina en Wheatsylvania durante un año, Martin era un médico rural poco conocido pero no desanimado. En el verano, Leora y él iban al final del día en el coche hasta el río Pony de excursión a darse un baño, muy ruidoso, chapoteante e indecoroso; en otoño, Martin iba a cazar patos con Bert Tozer, que se convertía en casi soportable cuando se situaba en la puesta de sol en un paso entre dos bajíos; y cuando el invierno aislaba el pueblo convirtiéndolo en un desierto de nieve vacío de sol, hacían carreras de trineos, jugaban a las cartas y acudían a las «reuniones sociales» de las iglesias.
Cuando los pacientes de Martin acudían a él pidiendo ayuda, su necesidad y su mansa obediencia los hacía bellos. Una o dos veces, habitantes del pueblo que le explicaban bondadosamente que era menos viejo de lo que debería haber sido le hicieron perder la paciencia; en una o dos ocasiones bebió demasiado whisky en partidas de póquer en la habitación trasera de la Cooperativa; pero se le consideraba de fiar, hábil y honrado… y era, en conjunto, bastante menos distinguido que Alec Ingleblad el barbero, menos próspero que Nills Krag el carpintero y menos interesante para sus vecinos que el mecánico finlandés del garaje.
Luego, un accidente y un error le hicieron famoso en unos viente kilómetros a la redonda.
Había ido a pescar, en primavera. Cuando pasaba delante de una granja una mujer salió corriendo, gritando que su bebé se había tragado un dedal y estaba asfixiándose. Todo el instrumental quirúrgico de que Martin disponía era una navaja grande. La afiló en la piedra de aceite del granjero, la esterilizó en la tetera, operó al bebé y le salvó la vida.
Todos los periódicos del Valle del Río Pony publicaron un párrafo y, antes de que este hecho sensacional se olvidase, curó a la señorita Agnes Ingleblad de su deseo de ser curada.
La señorita Ingleblad había conseguido tener las manos frías y una circulación lenta, y Martin fue llamado a medianoche. Estaba empapado de sueño, después de dos viajes al campo por carreteras cenagosas, y le administró, debido a ello, una sobredosis de estricnina, que la conmocionó y la estimuló tanto que decidió ponerse bien. Fue un cambio tan violento que la hizo más interesante que ser una inválida… Era notorio que la gente había acabado por disfrutar cada vez menos con sus síntomas. Una vez curada, se dedicó a ensalzar a Martin y todos decían: «Parece ser que ese doctor Arrowsmith es el único médico al que Agnes ha ido a consultar y que le ha hecho algo de bien».
Martin consiguió hacerse con una clientela pequeña, fiel, pero nada notable. Leora y él se trasladaron de la casa de los Tozer a una casita propia, con salón-comedor, con una estufa niquelada y un linóleo brillante, nuevo, de olor agradable, y un aparador de roble dorado con una fosforera recuerdo del lago Minnetonka. Martin compró un aparato pequeño de rayos X; y pasó a ser un director más del banco Tozer. Empezaba a estar demasiado ocupado para anhelar sus tiempos de investigación científica, que nunca habían existido, y Leora suspiraba:
—Es terrible, estar casada. Yo esperaba tener que seguirte por los caminos y ser una vagabunda, pero nunca esperaba ser un Pilar de la Comunidad. En fin, soy demasiado perezosa para buscar un nuevo marido. Solo te aviso: cuando te conviertas en inspector de la escuela dominical, no se te ocurra esperar que yo toque el órgano y me ría con los bonitos chistes que hagas sobre Willy, que no es capaz de aprender el Texto Áureo.
II
Así fue como Martin accedió a la respetabilidad.
En el otoño de 1912, cuando el señor Debs, el señor Roosevelt, el señor Wilson y el señor Taft hacían campaña para la presidencia, y Martin Arrowsmith llevaba viviendo año y medio en Wheatsylvania, Bert Tozer se convirtió en un Prominente Booster. Regresó de la convención estatal de los Modernos Leñadores de América con ideas. Varias poblaciones habían enviado delegaciones estimuladoras a la convención, y el pueblo de Groningen había acudido con una procesión motorizada de cinco coches, cada uno de ellos con una banderola enorme que decía: «Para Hombres Blancos y Basura Negra: Groningen».
—Yo no quiero una de esas cosas estúpidas ondeando en mi coche —protestó Martin—. ¿Qué sentido tiene, en realidad?
—¿Qué sentido? ¡Hacer publicidad de nuestro pueblo, por supuesto!
—¿Pero de qué hay que hacer publicidad? ¿Acaso piensas que vas a hacer creer a los forasteros que Wheatsylvania es una metrópoli como Nueva York o Jimtown por colocar un trapo sucio detrás de un trasto viejo de segunda mano?
—¡Tú nunca has tenido ningún patriotismo! ¡Déjame que te diga, Mart, que si no pones una banderola haré que todo el pueblo lo sepa!
Mientras los otros coches desvencijados del pueblo anunciaban al mundo, o al menos a unos cuantos kilómetros cuadrados de él, que Wheatsylvania era la «Ciudad Maravillosa de la Dakota del Norte Central», el traqueteante Ford de Martin iba desnudo; y cuando su enemigo Norblom comentó: «Un hombre tiene que apreciar el lugar donde gana su dinero y tener un poco de espíritu cívico», la ciudadanía asintió y escupió y empezó a poner en duda la fama de Martin como hacedor de milagros.
III
Martin tenía íntimos (el barbero, el director del Eagle, el mecánico del garaje) con los que hablaba tranquilamente de la casa y de las cosechas, y con los que jugaba al póquer. Tal vez tuviese demasiada intimidad con ellos. En el condado de Crynssen existía la teoría de que estaba muy bien que un joven profesional echara un trago de vez en cuando, siempre que lo mantuviera en secreto y lo compensase cumpliendo con el clero de la vecindad. Pero Martin con el clero era breve, y nunca ocultaba lo de la bebida y el póquer.
Si le aburría la perorata del ministro de los Hermanos Unidos sobre la doctrina, sobre la maldad de las películas y sobre el sueldo escandaloso que se pagaba a los pastores, no era en absoluto porque fuese un joven distante y superdelicado, sino porque le parecían más sustanciosos los comentarios picantes sobre el arte de recordar para envidar al póquer del mecánico del garaje.
Había en el estado jugadores de póquer célebres, hombres de aspecto rústico y estólido rostro; instalados en la mesa de juego en mangas de camisa y mascando tabaco, su comentario más extenso era «voy» y les encantaba desplumar al opulento viajante de comercio que les miraba por encima del hombro. Cuando había noticia de una «gran partida en marcha», las lumbreras del condado se dejaban caer por allí y se ponían a trabajar silenciosamente… el representante de máquinas de coser de Leopolis, el dueño de la funeraria de Vanderheide’s Grove, el contrabandista de St. Luke, el hombre gordo y colorado de Melody que no tenía ninguna profesión conocida.
Una vez (aún hay hombres que hablan de ello gratamente por todo el Valle), se jugó durante setenta y dos horas seguidas en el despacho del garaje de Wheatsylvania. El local había sido antes una caballeriza; estaba lleno de prendas de ropa y largos látigos y el olor a caballos se mezclaba con el hedor de la gasolina.
Los jugadores iban y venían, y a veces dormían en el suelo una hora o dos, pero nunca había menos de cuatro en la partida. La hedionda fetidez de frágiles cigarrillos baratos y de baratos y potentes puros flotaba alrededor de la mesa como un espíritu maligno; el suelo estaba salpicado de colillas, cerillas, cartas viejas y botellas de whisky. Figuraban entre los guerreros Martin, Alec Ingleblad el barbero y un ingeniero de caminos; todos ellos en camiseta, sin moverse de allí hora tras hora, barajando las cartas, los ojos entrecerrados y ausentes.
Cuando Bert Tozer se enteró del asunto, temió por la buena fama de Wheatsylvania y explicó a todo el mundo las malas costumbres de Martin y su propia paciencia. Sucedió así que cuando Martin estaba en la cúspide de su prosperidad y crédito como médico, a lo largo del Valle del Río Pony se propagaron las murmuraciones de que era un jugador, que era un «bebedor», que nunca iba a la iglesia; y los piadosos disfrutaban todos ellos lamentando: «Qué lástima ver que un hombre decente como ese se echa a perder así».
Martin era impaciente además de obstinado. Los saludos bien intencionados le irritaban: «Debería dejar algún traguito para que podamos beber un poco también los demás, doctor» o «Supongo que está usted demasiado ocupado jugando al póquer para venir hasta mi casa y echar un vistazo a la mujer». Incurrió en una falta de tacto absurda y juvenil cuando oyó que Norblom le comentaba al cartero: «Un tipo que se considera un médico solo porque tuvo suerte con esa idiota de Agnes Ingleblad no debería andar bebiendo por ahí y deshonrándose…».
Martin se paró. «¡Norblom! ¿Está hablando de mí?».
El tendero se giró lentamente. «Tengo cosas más importantes que hacer que hablar de usted», cacareó.
Martin le oyó reír mientras se alejaba.
Se dijo a sí mismo que aquellos pueblerinos eran generosos; que su fisgoneo era, en parte, un interés afectuoso e inevitable en un pueblo donde el acontecimiento más absorbente del año era la excursión de la Escuela Dominical de los Hermanos Unidos el 4 de Julio. Pero no podía librarse de la incomodidad nerviosa que le causaban sus comentarios interminables y enloquecedoramente detallados sobre todas las cosas. Tenía la sensación de que la palabra más leve que dijese en su consulta sería altavoceada de oreja en oreja por todas las carreteras del condado.
Él tenía suficiente con cotillear sobre la pesca con el barbero, y no desdeñaba tampoco la meteorologicomanía, pero no tenía nadie, salvo Leora, con quien pudiese hablar de su trabajo. Angus Duer había sido frío, pero Angus estaba muy pendiente de cualquier posible cambio de la técnica quirúrgica, y era un acerbo polemista. Martin se daba cuenta de que, a menos que luchase, no solo acabaría encerrándose en una moralidad timorata bajo la presión del pueblo, sino que acabarían cayendo en una rutina de recetas y vendados.
Podría buscar estímulo en el doctor Hesselink de Groningen.
Solo había visto a Hesselink una vez, pero oía decir de él en todas partes que era el médico más honrado del Valle. Siguiendo un impulso, Martin cogió el coche y fue a verle.
El doctor Hesselink era un hombre de cuarenta años, rojizo, alto, ancho de hombros. Te dabas cuenta inmediatamente de que era cuidadoso y de que no tenía miedo a nada, por mucho que pudiese carecer de imaginación. Recibió a Martin sin demasiado entusiasmo, y su mirada decía: «Bueno, ¿qué quiere? Soy un hombre ocupado».
—Doctor —dijo Martin— ¿le resulta difícil mantenerse al tanto de los adelantos médicos?
—No. Leo las revistas médicas.
—Bueno, no le parece… jolín, no quiero ponerme sentimental con el asunto, pero ¿no le parece que sin contacto con los Peces Gordos se vuelve uno mentalmente perezoso… es como si se careciese de inspiración?
—¡Nada de eso! Para mí es inspiración suficiente el intentar ayudar al enfermo.
Martin protestaba para sí: «Muy bien, ¡si no quieres ser amigo, vete al diablo!». Pero hizo otro intento:
—Lo sé. Si no fuese por el atractivo del asunto, por el placer de aumentar los conocimientos médicos, ¿cómo iba a poder uno mantenerse al día no contando más que con la práctica rutinaria entre un montón de campesinos?
—Arrowsmith, puede que no le trate con justicia, pero muchos de ustedes, los médicos jóvenes, se sienten superiores a los campesinos, que hacen su trabajo mejor que ustedes. Piensa usted que solo con estar en una ciudad con bibliotecas y encuentros médicos y demás, avanzaría. Pues bien, ¡yo no veo que haya nada que le impida estudiar en casa! Se considera usted mucho mejor educado que esos rústicos, pero veo que dice usted «jolines» y «Peces Gordos» y ese tipo de cosas. ¿Cuánto lee usted? Yo personalmente me siento muy satisfecho. Mis pacientes me pagan para que pueda vivir muy bien, aprecian mí trabajo y me honran eligiéndome para el consejo escolar. A mí me parece que un buen número de esos campesinos piensa mucho mejor y más razonablemente que los elegantes con los que me encuentro en la ciudad. ¡En fin! ¡No veo ninguna razón para sentirse superior y tampoco solitario!
—¡Demonios, yo tampoco! —murmuró Martin. Cuando regresaba a casa, se sentía furioso por la superioridad de Hesselink en lo de no sentirse superior, pero tropezó con una reflexión incómoda. Era verdad; solo estaba educado a medias. Era, en teoría, un graduado universitario pero no sabía nada de economía, nada de historia, nada de música o de pintura. Salvo de modo precipitado para los exámenes, no había leído más poesía que la de Robert Service, y la única prosa, aparte de la de las revistas médicas, a la que se asomaba en el presente eran las noticias de asesinatos y de béisbol de los periódicos de Minneapolis y los relatos del Salvaje Oeste de las revistas.
Hizo un repaso de la «conversación inteligente» que, desde el desierto de Wheatsylvania, creía haber sostenido en Mohalis. Recordó que para Cliff Clawson había sido pretencioso utilizar cualquier frase que no fuese coloquial y tan indecente como el lenguaje de un camionero, y que su propio discurso había diferido del de Cliff principalmente en que había sido menos fantástico y menos original. No podía recordar nada, salvo la filosofía de Max Gottlieb, regañinas esporádicas de Angus Duer, una de cada diez de las digresiones de Madeline Fox y los discursos de Papá Silva, que estuviese por encima del nivel de la barbería de Alec Ingleblad.
Llegó a casa odiando a Hesselink pero sin amarse gran cosa a sí mismo; cayó sobre Leora y, para plácido acuerdo de esta, proclamó que iban a «conseguir educarnos, si no perecemos en el intento». Y se lanzó a hacerlo con el mismo entusiasmo con que se había entregado a la bacteriología.
Le leyó historia europea en voz alta a Leora, que parecía interesada o, al menos, clemente; les dio vueltas a las frases de un ejemplar de La Rama Dorada que un desdichado maestro había dejado en casa de los Tozer; el redactor de noticias locales del pueblo le prestó un volumen de Conrad y después, mientras conducía por los caminos y carreteras de la pradera, recorría aldeas de la selva… salacots, orquídeas, templos perdidos de deidades obscenas y de cara de perro, ríos secretos y cicatrizados por el sol. Se daba cuenta de su propio vocabulario mezquino. No puede decirse que se convirtiese en una persona elocuente de un modo inmediato y claro, pero es posible que en aquellas largas e intensas veladas de lectura con Leora avanzase un paso o dos hacia los trágicos encantamientos del mundo de Max Gottlieb… encantador a veces y siempre trágico.
Pero no se sentía tan satisfecho como el doctor Hesselink convirtiéndose de nuevo en un escolar.
IV
Gustaf Sondelius estaba de nuevo en América.
En la Facultad de Medicina Martin había leído sobre Sondelius, el soldado de la ciencia. Ostentaba títulos académicos razonables y extensos, pero era un hombre rico y excéntrico y ni trabajaba en laboratorios ni tenía un consultorio decente ni un hogar ni una esposa vestida de encaje. Vagaba por el mundo combatiendo epidemias y fundando instituciones y pronunciando discursos inconvenientes y probando nuevas bebidas. Sueco de nacimiento, alemán por educación, un poco de todo por el diálogo, sus clubs estaban en Londres, París, Washington y Nueva York. Se habían tenido noticias de él desde Batoum y Fuchau, desde Milán y Bechuanalandia, desde Antofagasta y Cabo Romanzoff. Manson mencionaba en Enfermedades Tropicales el admirable método de Sondelius de matar ratas con gas de ácido cianhídrico, y The Sketch mencionó una vez su atroz sistema para el bacará.
Gustaf Sondelius decía a gritos, en todas partes, altas y bajas, que la mayoría de las enfermedades se podían y debían erradicar; que la tuberculosis, el cáncer, el tifus, la peste, la gripe eran un ejército invasor contra el que el mundo debía movilizarse… literalmente; que las autoridades públicas deberían reemplazar a los generales y los reyes del petróleo. Andaba dando conferencias por todo el país y todas las agencias de prensa difundían sus exclamativas afirmaciones.
Martin menospreciaba la mayoría de los artículos de prensa que trataban de la ciencia o la salud, pero la violencia de Sondelius le cautivó y de pronto estaba convertido y esa conversión era para él una cosa importante.
Se decía que él, por mucho que pudiese aliviar al enfermo, era en el fondo un hombre de negocios, que competía con el doctor Winter de Leopolis y el doctor Hesselink de Groningen; que aunque pudiesen ser honrados, su objetivo más que la honradez y la curación era ganar dinero; que acabar con las enfermedades evitables y que hubiese una población sana sería para ellos la peor cosa de este mundo; y que debían ser sustituidos todos ellos por funcionarios públicos sanitarios.
Martin era un hombre religioso, como todos los agnósticos fervientes. Desde la muerte de su culto a Gottlieb había buscado inconscientemente una nueva pasión, y la encontró entonces en la guerra de Gustaf Sondelius contra la enfermedad. Pasó a resultarles a sus pacientes inmediatamente tan fastidioso como lo había sido en otros tiempos para Digamma Pi.
Informó a los granjeros en Delft que no tenían derecho a padecer tanta tuberculosis.
Esto era indignante, porque ninguno de sus derechos como ciudadanos de los Estados Unidos estaba más asentado, o se utilizaba con mayor frecuencia, que el privilegio de estar enfermo. «¿Qué se ha creído?», decían furiosos, «le llamamos para que nos cure, no para que nos mande. ¡Cómo se atreve a decir, el muy idiota, que tenemos que quemar nuestras casas… a decir que estamos cometiendo un delito si tenemos aquí tuberculosis! ¡No estoy dispuesto a aguantar que nadie me hable así!».
Todo empezaba a estar claro para Martin… demasiado claro. La nación debía convertir a los mejores médicos en funcionarios autocráticos, inmediatamente, y esa era la solución de todo el asunto. En cuanto a cómo los funcionarios debían convertirse en perfectos ejecutivos, y cómo se había de persuadir al pueblo de que les obedeciese, no tenía sugerencia alguna, solo una hermosa fe.
—¡Otro día estúpido escribiendo recetas para dolores de barriga que nunca deberían de haber ocurrido! —se quejaba durante el desayuno—. ¡Si pudiese incorporarme a la Gran Lucha, con hombres como Sondelius! ¡Estoy harto!
—Sí, querido —murmuró Leora—. Prometo ser buena. ¡No tendré ningún pequeño dolor de barriga ni tuberculosis ni nada, así que por favor no me alecciones!
Pese a su irritabilidad era amable con ella, porque ella estaba embarazada.
V
Faltaban cinco meses para que llegase su bebé. Martin prometía para él todo aquello de lo que él había carecido.
—¡Tendrá una verdadera educación! —le decía entusiasmado, en primavera, en el crepúsculo, sentados en el porche—. Aprenderá literatura y todo lo demás. Nosotros no hemos hecho gran cosa… aquí estamos, metidos en este pueblucho insignificante para el resto de nuestras vidas… pero tal vez hemos ido un poco más allá que nuestros padres, y él irá mucho más allá que nosotros.
Estaba preocupado, pese a toda su pomposidad. Leora vomitaba injustificadamente por la mañana. Andaba arrastrándose luego por la casa, pálida y despeinada y demacrada hasta el mediodía. Martin encontró una especie de criada que iba a ayudar a lavar los platos y barrer la entrada. Le leía a Leora todas las noches, no historia ya ni Henry James sino «La señora Wiggs del huerto de coles», que los dos consideraban un relato excelente. Se sentaba en el suelo junto al maltrecho sofá de segunda mano en el que ella se echaba por su debilidad; él le cogía la mano y graznaba:
—Jolines, nosotros… No, «jolines» no. Bueno, ¿qué puedes decir más que «jolines»? De todos modos: algún día ahorraremos lo suficiente para un par de meses en Italia y todos esos sitios. ¡Todas esas viejas calles estrechas y esos viejos castillos! ¡Debe de haber montones de ellos que son de hace un par de cientos de años o más! Llevaremos al chico… ¡aunque resulte ser una chica, el condenado!… Y él aprenderá a hablar macarroni y francés y todo como un nativo normal, ¡y su papá y su mamá se sentirán tan orgullosos! ¡Oh, menudo par de pajarracos que seremos! Nunca tuvimos más principios que un conejo, ninguno de los dos, y cuando lleguemos a los setenta nos sentaremos probablemente a la entrada de casa a fumar una pipa y nos reiremos con disimulo de toda la gente respetable que pase, y nos contaremos historias escandalosas sobre ellos hasta que les den ganas de pegarnos un tiro, y nuestro chico… llevará sombrero de copa y tendrá chófer… ¡no se atreverá a reconocernos!
Adiestrado ya en la falsa alegría del médico, cuando ella estaba torturada y se sentía horrible con la indignidad de los mareos matutinos, gritaba: «¡Eso es buena señal, amiga mía! No podrías hacer un buen bebé si no te mareases. Siempre pasa eso». Estaba mintiendo, y estaba nervioso. Porque siempre que pensaba que ella podía morirse, él parecía morir con ella. Privado de su compañía, no querría hacer nada, no querría ir a ningún sitio. De qué valdría tener el mundo entero si no podía enseñárselo a ella, si no estaba ella allí…
Criticaba a la naturaleza por su forma de engañar a los seres humanos, por sus alegres instrumentos de luz de luna y blancos miembros y combatir la soledad teniendo hijos, y luego hacer el nacimiento todo lo cruel y burdo y despilfarrador que podía. Se mostraba brusco e irritado con los pacientes que le llamaban desde el campo. Se compadecía de su sufrimiento más que nunca, pues sus ojos se habían abierto a la belleza terrible del dolor, pero no debía alejarse de la necesidad de Leora.
Los mareos matutinos de ella se convirtieron en perniciosos vómitos. De pronto, cuando ella estaba torturada e inhumana en su calvario, envió a por el doctor Hesselink, y aquella tarde horrible en que la primavera de la pradera brillaba exuberante al otro lado de las ventanas de la pobre habitación que apestaba a yodoformo, sacaron el bebé de ella, muerto.
Si hubiese sido posible, podría haber entendido entonces el éxito de Hesselink, haber apreciado aquella gravedad y aquel encanto, aquella piedad y aquella seguridad, que hacían que la gente le confiase sus vidas. Hesselink no fue entonces ni frío ni acusador, sino un hermano mayor y más sabio, muy compasivo. Martin no vio nada. No era un médico. Era un niño aterrado, menos útil para Hesselink que la más torpe enfermera.
Cuando estuvo seguro de que Leora se recuperaría, se sentó al lado de su cama, e intentó consolarla:
—Tendremos que hacernos a la idea de que nunca podremos tener ya un bebé, y por eso quiero… ¡Oh, no sirvo para nada! Y tengo además un carácter horrible. ¡Pero por ti, quiero serlo todo!
Ella suspiró y dijo con voz casi inaudible:
—Habría sido un bebé tan dulce. ¡Oh, lo sé muy bien! Le veía tan a menudo. Porque sabía que iba a ser como tú. Cuando eras un bebé —intentó reírse—. Tal vez le quería porque podía mandarle. Nunca he tenido a nadie que me dejara mandarle. Así que si no puedo tener un bebé real, tendré que educarte a ti. Convertirte en un gran hombre al que admire todo el mundo, como tu Sondelius… Querido, me preocupaba tanto que estuvieses tan preocupado…
La besó y estuvieron allí sentados los dos durante horas, sin hablar, comprendiendo eternamente, en el crepúsculo de la pradera.