I
Martin estudió el catálogo de la Compañía de Mobiliario e Instrumental Nueva Idea de Jersey City sin hacer ninguno de los comentarios impíos sobre los «mercachifles médicos» que habían enojado a Digamma Pi. Era una cosa bonita. En la portada, que era de un verde satinado, aparecían, en rojo y negro, los retratos del presidente, un hombre redondo y ocurrente, que amaba a todos los jóvenes médicos; del director general, un individuo de aire doctoral y cadavérico que dedicaba, sin duda todos sus laboriosos días con sus noches al progreso de la ciencia; y del vicepresidente, antiguo preceptor de Martin, el doctor Roscoe Geake, con toda su propia modernidad animosa, progresista y anteojuda. También contenía la portada, en un espacio sorprendentemente pequeño, una gran cantidad de prosa poética, y esta promesa inspiradora:
Doctor, no te dejes amilanar por el no emprendedor. No hay ninguna razón por la que tú tengas que carecer del equipamiento que impresiona a los pacientes, facilita la práctica médica y proporciona honor y riquezas. Todos los suministros de alto nivel que distinguen a los Grandes de la Profesión de los Torpes están a tu alcance ahora por el famoso Sistema de Financiación de Nueva Idea: «Solo un pequeño pago y el resto gratis… ¡a base del aumento de ingresos que el aparato de Nueva Idea te proporcionará!».
Arriba, en un borde de ramas de laurel y capiteles jónicos, estaba el desafío:
Canta no la gloria de los soldados los exploradores ni de los estatistas porque quién puede igualarse al médico: sabio, heroico, no contaminado por la vulgar codicia. Caballeros, os saludamos humildemente y os ofrecemos aquí el catálogo más reciente que haya presentado jamás una empresa de suministros quirúrgicos.
La cubierta de atrás, aunque menos gloriosa en verde y rojo, era igual de estimulante. Presentaba ilustraciones del Instrumental de Tonsilectomía de Bindledorf y de un armario eléctrico, con la petición:
Doctor, ¿está usted enviando a sus pacientes a especialistas para extracción de las amígdalas o a sanatorios para tratamiento eléctrico, etc.? Si es así, está perdiendo la oportunidad de demostrar que es usted una de las figuras destacadas en el dominio del progreso médico en su localidad, y perdiendo un montón de buenas minutas. ¿No quiere usted ser un médico de primera clase? Aquí le ofrecemos la Puerta Abierta.
El Instrumental de Bindledorf no solo es útil sino de una belleza exquisita, adorna cualquier consultorio y le proporciona clase. Garantizamos que con su instalación y con la del armario Electro-Terapéutico Panaceático de Nueva Idea (ver detalles en pp. 34 y 97) puede aumentar sus ingresos pasando de los mil a los diez mil dólares al año, y complacer más a sus pacientes que con la publicidad más esmerada.
Cuando se oiga la Llamada Final, doctor, y le llegue la hora de recoger su recompensa, ¿podrá gozar de la satisfacción de un gran funeral Masónico y del tributo de Pacientes Agradecidos si no ha sabido reunir lo necesario para cubrir las necesidades de los niños y de la fiel esposa que ha compartido sus tribulaciones?
Puede usted desafiar la ventisca y los calores de agosto, y descender hasta el valle de lágrimas de sombras purpúreas y combatir con los negros Poderes de la Oscuridad en defensa de las vidas de sus pacientes, pero ese heroísmo es incompleto sin Progreso Moderno, que se obtiene por medio del uso de Instrumental de Tonsilectomía de Bindledorf y del Armario Panaceático de Nueva Idea, que puede obtener por un pequeño pago inicial, ¡el resto en los plazos más cómodos que se conocen en toda la historia de la medicina!
II
Martin desdeñó toda esta poesía apasionada, ya que la opinión que tenía él de la poesía era como la que tenía de los armarios eléctricos, pero pidió muy emocionado un pedestal de acero, un esterilizador, frascos, tubos de ensayo y un mecanismo esmaltado en blanco con encantadoras palancas y engranajes que lo transformaban de sillón de reconocimiento en mesa de operaciones. Contempló con codicia la imagen de un centrifugador mientras Leora admiraba la «Impresionante Sala de Espera de siete piezas en roble ahumado, tapizadas con auténtica piel sintética de Barcelona Longware, que proporcionará a su consultorio la clase y la distinción del de cualquier especialista de primera fila de Nueva York».
—Bueno, mejor que se sienten en sillas planas —gruñó Martin.
La señora Tozer encontró en el desván sillas mugrientas suficientes para la sala de espera, y una librería antigua que, después de que Leora la forrase con un papel rosa con orlas, se convirtió en un noble armario para el instrumental. Hasta que llegase el sillón de reconocimiento, Martin utilizaría el sofá lleno de bultos de Wise, que Leora cubrió con hule blanco. Detrás de la habitación delantera del pequeño edificio-consultorio había dos cubículos, anteriormente dormitorio y cocina. Martin los convirtió en sala de consulta y laboratorio. Serró silbando tablas para las estanterías de frascos y tubos de ensayo, y convirtió el horno de una cocina de keroseno desechada en un horno de aire caliente para esterilizarlos.
—Pero entiéndelo, Lee, no me pondré a jugar con ninguna investigación científica. Ya estoy harto de todo eso.
Leora sonrió inocentemente. Aunque mientras él trabajaba estaba sentada fuera en la larga hierba descuidada, aspirando la brisa de la pradera, las manos en los tobillos, cada cuarto de hora tenía que entrar y admirar.
El señor Tozer llevó a casa un paquete a la hora de cenar. La familia lo abrió, entre murmullos. Después de la cena, Martin y Leora corrieron con el nuevo tesoro al consultorio y lo clavaron en su sitio. Era un letrero de plancha de vidrio; en él decía en letras doradas: «M. Arrowsmith, doctor en medicina». Lo miraron abrazados, con un grito apagado, y Martin masculló, reverente: «¡Uf… Jolines!».
Se sentaron en el rellano de las escaleras de la entrada de atrás, entusiasmados por verse libres de los Tozer. A lo largo de la vía del tren traqueteaba un carguero con alegre estruendo. El fogonero les saludó desde la locomotora, un guardafrenos desde la plataforma del furgón de cola rojo. Después del tren se hizo el silencio, salvo por los grillos y una remota rana.
—Nunca he sido tan feliz —murmuró él.
III
Martin había llevado de Zenith su propio estuche quirúrgico Ochsner. Mientras colocaba los instrumentos, admiraba el fino, agudo y brillante bisturí, el sólido tenótomo, las delicadas agujas curvas. Había con ellas un fórceps dental. Papá Silva había advertido en sus clases: «No olvidéis que el médico rural tiene que ser a menudo no solo médico sino dentista, sí, y sacerdote, abogado de divorcios, herrero, chófer e ingeniero de caminos, y si sois demasiado delicados para esos oficios, no os alejéis mucho de donde haya tranvía y un salón de belleza». Y el primer paciente al que Martin tuvo en su nuevo consultorio, su segundo paciente en Wheatsylvania, fue Nills Krag, el carpintero, que aullaba con un diente ulcerado. Eso fue una semana antes de que estuviese colocado el letrero de cristal y Martin le dijo entusiasmado a Leora: «¡Ya empecé! Verás cómo ahora acuden en tropel».
Pero no les vieron acudir en tropel. Durante diez días Martin anduvo trajinando con el horno de aire caliente o estuvo sentado en el escritorio, leyendo e intentando parecer ocupado. Su primera alegría se convirtió en irritabilidad, y podría haberse puesto a aullar ante aquella quietud, aquella inactividad.
Un día, a última hora de la tarde, cuando se estaba preparando melancólicamente para irse a casa, irrumpió en el consultorio un barbudo granjero sueco que gruñó: «Doctor, me he clavado en el pulgar un anzuelo y lo tengo todo hinchado». Para Arrowsmith, interno del Hospital General de Zenith con sus trescientos tratamientos clínicos de pacientes externos al día, vendar una mano había sido menos importante que pedir prestada una cerilla, pero para el doctor Arrowsmith de Wheatsylvania fue una operación frenética, y el granjero una persona notable y sumamente encantadora. Martin le estrechó violentamente la mano izquierda y le dijo: «Bueno, si hay algo, solo tiene que llamarme por teléfono… solo tiene que llamarme por teléfono».
Había habido, creía él, una afluencia suficiente de maravillados pacientes para justificar la única cosa que Leora y él ansiaban hacer, aquello de lo que hablaban en susurros por la noche: la compra de un automóvil para las visitas en el campo.
Habían visto el coche en la tienda de Frazier.
Era un Ford, con cinco años de uso, la tapicería rota, un motor pegajoso y muelles hechos por un herrero que no había hecho muelles antes de aquellos en toda su vida. El sonido más familiar de Wheatsylvania, junto con el traqueteo del motor de gasolina de la lechería, era el de Frazier cerrando la puerta del Ford. La cerraba con fuerza en la tienda y normalmente tenía que cerrarla tres veces más antes de llegar a casa.
Pero para Martin y Leora, cuando compraron temblando el coche y tres neumáticos nuevos y una bocina, era el vehículo más impresionante del mundo. Era suyo; podían ir a donde quisieran y cuando quisieran.
Martin, durante su verano en un hotel canadiense, había aprendido a conducir una camioneta Ford, pero para Leora era la primera aventura. Bert le había dado tantas instrucciones que ella se había negado a conducir el Overland de la familia. Cuando se sentó por primera vez al volante, cuando movió el acelerador manual con su dedito y sintió en sus propias manos todo aquel poder, aquella brujería que le permitía ir tan deprisa como pudiese desear (dentro de ciertos límites), trascendió la fuerza humana, tuvo la sensación de que podía volar como el ganso salvaje… y luego, en una extensión de arena, se le caló el motor.
Martin se convirtió en el conductor diabólico del pueblo. Ir con él era sentarse sujetándose el sombrero, con los ojos cerrados, esperando la muerte. Parecía acelerar en las curvas, para hacerlas más interesantes. La vista de algo delante en la carretera, desde otro automóvil a un cachorrillo, le precipitaban en un frenesí que solo podía cesar acelerando y pasándolo. El pueblo le adoraba: «El Joven Médico es todo un conductor, no hay duda». Esperaban, con amistoso interés, la noticia de que se había matado. Es posible que la mitad de la primera docena de pacientes que acudieron a su consultorio lo hiciesen movidos por el respeto que les inspiraba su forma de conducir… el resto porque no tenía ningún problema serio, y estaba más cerca que el doctor Hesselink de Groningen.
IV
Con sus primeros admiradores surgieron sus primeros enemigos.
Cuando se encontraba con los Norblom en la calle (y en Wheatsylvania era difícil no encontrarse a todo el mundo en la calle todos los días), le miraban furiosos. Luego se enemistó con Pete Yeska.
Pete llevaba lo que se llamaba una «botica», dedicada a la venta de caramelos, agua de soda, medicinas patentadas, papel matamoscas, revistas, lavadoras y accesorios de Ford, pero se habría muerto de hambre si no hubiese sido también el cartero. Afirmaba que era farmacéutico titulado pero mutilaba de tal modo las recetas que Martin irrumpió un día en la tienda y le reprendió beatamente.
—Vosotros, los médicos jóvenes, me ponéis malo —dijo Pete—. Cuando tú estabas en la cuna ya estaba yo haciendo preparados. El médico que había antes aquí me lo mandaba hacer todo a mí. Le gustaba mi forma de hacer las cosas, y no pienso cambiar eso por ti ni por ningún otro jovencito larguirucho a medio cocer.
A partir de entonces Martin tenía que comprar los medicamentos en St. Paul, abarrotar su pequeño laboratorio y preparar él mismo píldoras y pomadas, mirando nostálgicamente los tubos de ensayo rara vez usados y el polvo que se acumulaba sobre la campana de cristal del microscopio, mientras Pete Yeska se unía a los Norblom murmurando: «Este nuevo médico que tenemos no vale para nada. Es mejor seguir yendo a Hesselink».
V
Tan en blanco, tan ociosa había sido la semana, que cuando oyó el teléfono en la casa de los Tozer, a las tres de la mañana, corrió a cogerlo como si estuviese esperando un mensaje de amor.
—Quiero hablar con el médico —dijo una voz áspera y temblorosa.
—Sí… sí… el médico al habla.
—Le habla Henry Novak, a poco más de seis kilómetros al Noreste, en la carretera de Leopolis. Mi hijita pequeña, Mary, tiene la garganta muy irritada. Creo que puede ser el garrotillo, está muy mal… ¿Podría venir inmediatamente?
—Por supuesto. Iré enseguida.
Poco más de seis kilómetros… los haría en ocho minutos.
Se vistió rápidamente, sin olvidar su raída corbata marrón, mientras Leora sonreía beatíficamente ante la primera llamada nocturna. Giró con furia la manivela del Ford, pasó traqueteando ruidosamente a toda marcha por delante de la estación y se adentró en la pradera, entre el trigo. Cuando llevaba recorridos, según el velocímetro, bastante más de seis kilómetros, acortando la marcha en cada buzón rural para mirar el nombre del propietario, comprendió que se había perdido. Entró a toda marcha por el camino de coches de una granja y se detuvo bajo los sauces, la luz del faro iluminando un montón de mellados cántaros de leche, ruedas rotas de cosechadora, astillas y cañas de bambú. Del pajar salió rápidamente un extraño perro peludo, ladrando con saña y saltando hacia el coche.
En una ventana de la planta baja de la casa asomó una cabeza desgreñada. «¿Qué quiere?», chilló una voz escandinava.
—Soy El Médico. ¿Dónde vive Henry Novak?
—¡Ah! ¡El Médico! ¿El doctor Hesselink?
—¡No! El doctor Arrowsmith.
—Ah. El doctor Arrowsmith. ¿De Wheatsylvania? Hum. Bueno, está usted bastante cerca de su casa. Tiene que volver atrás kilómetro y medio y girar a la derecha por donde está la escuela de ladrillo, y queda unas cuarenta varas carretera arriba… es la casa que tiene un silo de cemento. ¿Está enfermo alguien en casa de Henry?
—Sí… sí… la niña tiene el garrotillo… gracias…
—Ha de seguir por la derecha. No tiene pérdida —es probable que nadie que hubiese escuchado aquel optimista «no tiene pérdida» hubiese podido evitar perderse jamás.
Martin giró el Ford, rozando una tabla de picar acuchillada; se lanzó carretera arriba, siguió por aquel lado de la escuela en vez del otro, continuó algo más de medio kilómetro por un camino cenagoso entre pastos y se detuvo en una granja. En la sorprendente irrupción del silencio, podían oírse las vacas comiendo y un caballo blanco, sobresaltado en la oscuridad, alzó interrogativo la cabeza mirándole. Tuvo que despertar a la gente de la casa con insistentes toques de bocina, y un enfurecido granjero que gritó: «¿Quién anda ahí? ¡Tengo una escopeta!», le envió de nuevo a la carretera.
Hacía ya cuarenta minutos de la llamada telefónica cuando se adentró por un camino de coches lleno de surcos y vio en la escalera de la entrada, junto a la luz del farol, a un hombre encorvado que gritaba: «¿El Médico? Soy Novak».
La niña estaba en un dormitorio recién acabado de paredes de yeso blanco y pálido pino barnizado. Solo una cama metálica, una silla recta, una litografía de santa Ana y una lámpara manual sin pantalla en un soporte tambaleante rompían el brillo fijo del cuarto, una ampliación reciente del edificio de la granja. Arrodillada junto a la cama estaba una mujer de anchos hombros. Cuando alzó su cara enrojecida y llorosa, Novak la instó:
—No llores más; ¡ya está aquí! —y a Martin—: La pequeña está muy mal pero hemos hecho todo lo que hemos podido por ella. ¡Ayer noche y esta noche le hemos aplicado vahos en la garganta y la pusimos aquí, en nuestro dormitorio!
Mary era una niña de siete u ocho años. Martin vio que tenía los labios y las yemas de los dedos azules, pero no tenía ningún rubor en la cara. Se retorcía en contracciones terribles intentando expulsar el aliento, luego escupía saliva con manchas grisáceas. Martin se sentía preocupado mientras sacaba el termómetro clínico y le daba una sacudida de aire profesional.
Era, decidió, crup laríngeo o difteria. No había tiempo ya para examen bacteriológico, para cultivos y precisión tranquila. Silva el curador ocupó la habitación, expulsando a Gottlieb el inhumano perfeccionista. Martin se inclinó nervioso sobre la niña en la cama revuelta, examinando abstraído el pulso una y otra vez. Se sentía desvalido sin el equipamiento del Hospital General de Zenith, sus enfermeras y el consejo seguro de Angus Duer. Sintió un súbito respeto por el médico rural solitario.
Tenía que tomar una decisión, irrevocable, peligrosa quizás. Utilizaría la antitoxina diftérica. Desde luego no podía obtenerla de Pete Yeska en Wheatsylvania.
¿Leopolis?
—Rápido, póngame con Blassner, el farmacéutico de Leopolis, al teléfono —le dijo a Novak, con toda la calma que pudo aparentar. Se imaginó a Blassner conduciendo a través de la noche, llevando respetuosamente la antitoxina a El Médico. Mientras Novak aullaba por el teléfono de la granja en el comedor, Martin esperaba… esperaba… mirando a la niña; a la señora Novak que aguardaba milagros de él; el jadeo áspero y angustioso de la niña resultaba horrible; y las paredes chillonas, las líneas chillonas de un amarillo pálido del artesonado le hipnotizaban adormilándole. Era demasiado tarde para ningún tipo de antitoxina o traqueotomía. ¿Debería operar, practicar un corte en la tráquea para que pudiese respirar? Se levantó angustiado; se hundía en el sueño e intentó quitárselo de encima con una sacudida. Tenía que hacer algo, veía a la madre arrodillada allí, mirándole, empezando a dudar.
—Traiga algo de ropa caliente, toallas, servilletas, y póngaselas alrededor del cuello. ¡Dios quiera que consiga hacer esa llamada de teléfono! —exclamó irritado.
En cuanto la señora Novak, pisando suave con gruesos pies enzapatillados, trajo la ropa caliente, apareció Novak con un tajante: «No hay nadie durmiendo en la farmacia y el teléfono de la casa de Blassner no contesta».
—Entonces escuche. Me temo que esto puede ser grave. Tengo que conseguir antitoxina. Hay que ir hasta Leopolis a por ella. Ustedes sigan aplicándole esta ropa caliente y… Ojalá tuviésemos un pulverizador. Y la habitación debería estar más húmeda. ¿Tiene una estufa de alcohol? Mantengan aquí agua hirviendo. Ninguna medicina sirve. Vuelvo enseguida.
Hizo los casi cuarenta kilómetros que había hasta Leopolis en treinta y siete minutos. No aminoró la marcha ni una sola vez en los cruces. Desafió las curvas, las raíces que invadían la carretera, aunque siempre un punto oscuro en su mente temiese el reventón y el vuelco súbito. La velocidad, el prescindir de toda precaución, provocó en él una exaltación intensa, y era una bendición verse solo allí en el aire fresco, después de la tensión de la señora Novak mirando. Tenía constantemente en el pensamiento la página de Osler sobre la difteria, la imagen misma de las palabras: «En casos graves la primera dosis debería ser de 8000…». No. Oh, sí: «… de 10 000 a 15 000 unidades».
Recuperó la confianza. Dio las gracias al dios de la ciencia por la antitoxina y por el automóvil de gasolina. Era, decidió, una Carrera con la Muerte.
—¡Conseguiré hacerlo… lo conseguiré y salvaré a la pobre niña! —se decía con entusiasmo.
Se aproximó a un paso a nivel y se lanzó hacia él, ignorando los posibles trenes. Cobró conciencia de un silbido devorador, vio deslizarse luz sobre los raíles y frenó bruscamente. Ante él pasó, a tres metros de sus ruedas delanteras, el Expreso de Seattle como un volcán volador. El fogonero estaba paleando, e incluso en la leve claridad de la inminente aurora el brillo del fogón resultaba sobrecogedor por debajo del humo rodante. La aparición se desvaneció instantáneamente y Martin se quedó allí quieto, temblando, las manos temblorosas en el pequeño volante, los pies temblando en el freno como con el baile de San Vito. «¡Qué poco faltó, fue terrible!», murmuró, y pensó en una Leora viuda, abandonada a los Tozer. Pero la visión de la niña de los Novak, debatiéndose en cada terrible aliento, sepultó todo lo demás. «¡Demonios! ¡Se ha apagado el motor!», masculló. Bajó de un salto, giró la manivela hasta que arrancó el coche y continuó a toda marcha hacia Leopolis.
Leopolis, con sus cuatro mil habitantes, era para el condado de Crynssen una metrópoli, pero en la quietud suspensa del alba era un pequeño cementerio: la calle Mayor una extensión de arena, las tiendas bajas desoladas como cabañas. Encontró un sitio en el que había actividad; el vigilante nocturno del hotel Dakota estaba jugando una partida de póquer en su sombrío despacho con el conductor del autobús y el policía del pueblo.
Su histérica irrupción les asombró.
—Soy el doctor Arrowsmith de Wheatsylvania. Hay una niña que se está muriendo de difteria. ¿Dónde vive Blassner? Venga conmigo en el coche e indíquemelo.
El policía era un hombre viejo y larguirucho, con el chaleco balanceándose abierto sobre una camisa sin cuello, los pantalones arrugados, la mirada resuelta. Condujo a Martin hasta la casa del farmacéutico, pateó la puerta; luego, con su enjuto e hirsuto rostro alzado en el frío de la primera luz, aulló: «¡Ed! ¡Eh, Ed, escucha! ¡Sal de una vez!».
Ed Blassner soltó un gruñido desde la ventana del piso de arriba. Para él, la muerte y los médicos frenéticos no eran ninguna novedad. Mientras se ponía los pantalones y la chaqueta se le oía discursear a su soñolienta esposa sobre la triste suerte de los farmacéuticos, sobre lo razonable de trasladarse a Los Ángeles y dedicarse al negocio inmobiliario. Pero tenía antitoxina de difteria en la tienda y, dieciséis minutos después de que estuviese a punto de perecer aplastado por un tren, Martin corría de nuevo hacia la casa de Henry Novak.
VI
La niña aún estaba viva cuando entró bruscamente en la casa.
La había visto rígida y muerta durante todo el viaje de vuelta. Gruñó: «¡Gracias Dios mío!», y pidió furioso agua caliente. No era ya el médico novato nervioso sino el doctor sabio y heroico que había ganado la Carrera con la Muerte, y en los ojos campesinos de la señora Novak, en la obediencia nerviosa de Henry, leía su poder.
Rápida y suavemente, puso la inyección intravenosa de la antitoxina y aguardó expectante.
La respiración de la niña no varió al principio, sofocada en la tarea de expulsar el aliento. Hubo un gorgoteo, una lucha en la que su rostro se oscureció, luego se quedó inmóvil. Martin miraba incrédulo. Los Novak empezaron poco a poco a enfurecerse, las manos temblorosas en los labios. Poco a poco fueron dándose cuenta de que la niña había muerto.
En el hospital, la muerte había pasado a ser algo indiferente y natural para Martin. Le había dicho a Angus, había oído a las enfermeras decirse entre ellas, muy alegremente: «Bueno, el 57 acababa de morir». Ahora deseaba furiosamente poder hacer lo imposible. La niña no podía estar muerta. Él haría algo… murmuraba sin cesar: «Debería haber operado… debería haber». Tan insistente era ese pensamiento que tardó un rato en darse cuenta de que la señora Novak estaba gritando: «¿Está muerta? ¿Muerta?».
Él afirmó con un cabeceo, temiendo mirarla.
—¡La mató usted, con esa cosa de la aguja! ¡Y ni siquiera nos lo dijo, para que pudiésemos llamar al sacerdote!
Pasó lentamente ante ella, ante sus lamentos y el dolor del hombre y, con el corazón vacío, volvió en el coche a casa.
«Nunca volveré a practicar la medicina», se decía.
—Estoy liquidado —le dijo a Leora—. Soy una nulidad. Debería haber operado. No voy a poder mirar a la gente a la cara cuando se enteren. Estoy liquidado. Tendré que buscar un trabajo cualquiera… con Dawson Hunziker o en algún otro sitio.
La acritud con que ella protestó resultó saludable: «¡Eres el hombre más engreído del mundo! ¿Crees que eres el único médico que ha perdido un paciente? Sé que hiciste todo lo que pudiste». Pero él siguió torturándose al día siguiente, y aún más cuando el señor Tozer se quejó en la cena: «Henry Novak y su mujer estuvieron hoy en el pueblo. Dicen que deberías haber salvado a su hija. ¿Por qué no te centraste en ello y conseguiste curarla de algún modo? Debiste hacerlo. Es muy mal asunto, porque los Novak tienen muchísima influencia con todos esos granjeros polacos y húngaros».
Después de una noche en que estaba demasiado cansado para dormir, Martin cogió el coche de pronto y se fue a Leopolis.
Había oído a los Tozer cantar alabanzas casi religiosas del doctor Adam Winter de Leopolis, un hombre de casi setenta años, el médico pionero del condado de Crynssen, y a ver a ese sabio se dirigía. Mientras conducía, se burlaba con saña de su melodramática Carrera con la Muerte, y llegó al fin a una calle Mayor donde se arremolinaba el polvo. El consultorio del doctor Winter estaba encima de una tienda de ultramarinos, en una larga «cuadra» de alegres tiendas de ladrillo rojo con una cornisa egipcia… de hojalata. La oscuridad del amplio vestíbulo resultaba confortante después del calor y la incandescencia de la pradera. Martin hubo de esperar a que fueran atendidos tres respetables pacientes por el doctor Winter, un hombre canoso con una voz agradable de bajo, antes de ser admitido a la consulta.
El sillón de examen era dudosamente superior al que había utilizado en tiempos el doctor Vickerson de Elk Mills, y la esterilización parecía efectuarse en una palangana, pero en un rincón había un armario terapéutico eléctrico con más electrodos y almohadillas de los que Martin había visto en su vida.
Le contó la historia de los Novak, y Winter exclamó: «Vamos, doctor, hizo todo lo que pudo y más. Solo una cosa, la próxima vez, en un caso crucial, será mejor que llame a un médico más viejo en consulta… No es que necesite su consejo, pero resulta muy positivo con la familia, divide la responsabilidad y les impide andar luego criticando. Yo, bueno, frecuentemente tengo el honor de que me llamen algunos de mis colegas más jóvenes. Espere un momento. Llamaré al editor de la Gaceta y le haré un resumen del caso».
Después de hablar por teléfono, el doctor Winter le estrechó la mano calurosamente. Luego le señaló su armario eléctrico. «¿Aún no tiene uno de estos? Debería tenerlo, hijo mío. No es que yo lo use muy a menudo, salvo con los chiflados que no tienen nada, pero mire, le sorprendería ver cómo impresiona a la gente. En fin, doctor, bienvenido al condado de Crynssen. ¿Casado? ¿Por qué no vienen su mujer y usted a comer con nosotros un domingo? A la señora Winter le encantaría conocerles. Y si alguna vez puedo serle útil en una consulta… solo cobro un poquito más de mis emolumentos habituales, y da muy buena impresión lo de hablar del caso con alguien más viejo».
En el viaje de regreso a casa Martin cayó en una presunción vana y malvada:
—¡Puedes apostar que te haré caso, sí! ¡A pesar de todo, nunca seré tan malo como ese viejo gangoso que solo piensa en el dinero!
Dos semanas después, el Eagle de Wheatsylvania, un periodicucho de cuatro páginas, informaba:
Nuestra emprendedora contemporánea, la Gaceta de Leopolis, decía lo siguiente la semana pasada sobre uno de nuestros vecinos recientemente incorporado a nuestro medio.
«Según nos ha informado el doctor Adam Winter, nuestro estimado médico local pionero, el doctor M. Arrowsmith de Wheatsylvania está siendo felicitado, por la hermandad médica de todo el Valle del Río Pony, pues no hay ocupación o profesión cuyos miembros sean más generosos para reconocer las virtudes de sus compañeros que los señores médicos, por lo emprendedor y valiente que demostró ser en fecha reciente, además de por sus conocimientos científicos.
»Le llamaron para que asistiera a la hijita de Henry Norwalk, el conocido granjero de Delft, y al encontrar a la pequeña casi muerta de difteria hizo un intento desesperado de salvarla yendo él mismo a por la antitoxina que le sirvió Blassner, nuestro siempre popular farmacéutico, que tenía a su disposición un suministro abundante y reciente. Fue y regresó en su coche de gasolina recorriendo la distancia total de casi 80 kilómetros en 79 minutos.
»Afortunadamente, nuestro policía Joe Colby, siempre alerta, estaba en su puesto de trabajo y ayudó al doctor Arrowsmith a encontrar la residencia del señor Blassner, en la avenida Red River, y dicho caballero se levantó de la cama y se apresuró a suministrar al doctor el medicamento que necesitaba, aunque por desgracia la niña estaba ya demasiado grave para que se la pudiera salvar, pero son incidentes como este, en que queda demostrado el coraje y la rápida iniciativa así como los conocimientos científicos, los que hacen que la profesión médica sea una de nuestras mayores bendiciones».
Dos horas después de que se publicase esto, la señorita Agnes Ingleblad acudió para otra revisión de sus males inexistentes, y dos días más tarde apareció Henry Novak, diciendo, muy orgulloso:
—Bueno, doctor, todos hicimos lo que pudimos por la pobre niña, pero supongo que esperé demasiado tiempo para llamarle. Mi mujer está muy afectada. Ella y yo estuvimos leyendo este artículo del Eagle sobre el asunto. Se lo enseñamos al sacerdote. Mire, doctor, quiero que me eche un vistazo al pie. Tengo una especie de dolor reumático en el tobillo.