Capítulo 14

I

Se pasaron toda la tarde recorriendo las largas ondulaciones de la pradera en la balanceante calesa. No había ninguna barrera que impidiese su vagabundeo, ni lago ni montaña ni ciudad erizada de fábricas, y la brisa era, a su alrededor, fluyente luz del sol.

—Tengo la sensación —gritó Martin a Leora— de que se hubiesen borrado de mis pulmones el polvo de Zenith y la fibra de algodón del hospital. Dakota. El verdadero país del hombre. La frontera. La oportunidad. ¡América!

Del denso y húmedo bajío se alzaron las jóvenes chochas de las praderas. Mientras las veían volar cruzando el trigo, el espíritu de Martin adormecido por el sol era parte de aquella tierra grande, y se sentía casi libre de la impaciencia con la que había partido de Wheatsylvania.

«Si vais a salir a pasear, no olvidéis que la cena es a las seis en punto», había dicho la señora Tozer, sonriendo para azucararlo.

En la calle Mayor, el señor Tozer les dijo adiós y les gritó: «Estad de vuelta a las seis. La cena es a las seis en punto».

Bert Tozer salió corriendo del banco, como un maestro de escuela rural que saliese de una escuela de una sola habitación, y cacareó: «Eh, amigos, es mejor que no olvidéis que tenéis que estar de vuelta a las seis en punto para la cena, porque si no al viejo le dará un ataque. Os esperará para cenar a las seis en punto, y cuando él dice las seis en punto, quiere decir las seis en punto, ¡y no las seis y cinco!».

—Bueno, eso es curioso —comentó Leora—, porque en mis veintidós años en Wheatsylvania recuerdo tres ocasiones en que la cena llegó a retrasarse hasta las seis y siete minutos. Tenemos que salir de esto, Sandy… no sé si hicimos bien en lo de vivir con la familia y ahorrar dinero…

Antes de que hubiesen dejado atrás los no muy extensos límites de Wheatsylvania pasaron ante Ada Quist, la futura señora de Bert Tozer, y a través del aire perezoso oyeron su voz cortante: «Será mejor que estéis en casa a las seis».

Martin estaba dispuesto a ser heroico. «¡Bueno qué caray, volveremos cuando nos dé la gana y nos parezca bien!», le dijo a Leora; pero el miedo acumulativo de aquellas voces ñoñas pesaba sobre ellos, por encima del grato panorama pesaba la orden: «Volved a las seis en punto»; y arrearon al caballo para llegar a las seis menos once minutos, cuando el señor Tozer volvía ya de la lechería, treinta segundos completos más tarde de lo habitual.

—Me alegro de veros entre nosotros —dijo—. Daos prisa ahora y llevad el caballo al establo. La cena es a las seis… ¡en punto!

Martin sobrevivió lo suficiente para no desentonar cuando proclamó en la mesa de la cena:

—Dimos un paseo estupendo. Va a gustarme estar aquí. Bueno, he hecho el haragán durante un día y medio, y ahora tengo que ponerme en marcha. Lo primero que tengo que buscar es un sitio para mi consultorio. ¿Qué hay vacante, padre Tozer?

—Bueno —dijo alegremente la señora Tozer— tengo una idea tan estupenda, Martin. ¿Por qué no montamos un consultorio para ti en el pajar? Estaría muy cerca de la casa, para que pudieras llegar a tiempo a las comidas, y pudieras echar un ojo a la casa también y vigilar si la chica está fuera y Ory y yo hemos ido de visita o al Círculo de Bordado.

—¡En el pajar!

—Bueno, sí, en el viejo local de los arneses. Está parcialmente techado y podríamos ponerle algún papel alquitranado bonito o incluso unas tablas de madera de fibra.

—Madre Tozer, ¿qué demonios piensa usted que estoy planeando hacer? ¡No soy un criado en una caballeriza, ni un muchacho que busque un sitio donde meter sus huevos de pájaro! ¡Lo que me propongo es abrir un consultorio médico!

Bert intentó ayudar: «Bueno, pero todavía no eres un médico del todo. Todavía estás empezando».

—¡Soy un médico puñeteramente bueno! Perdona la expresión, madre Tozer, pero… ¡En fin, en mis noches de hospital he tenido cientos de vidas en mis manos! Lo que pretendo…

—Mira una cosa, Mart —dijo Bert—. Como somos nosotros los que estamos poniendo el dinero… no quiero ser un tacaño pero, después de todo, un dólar es un dólar… Si nosotros aportamos la pasta, tenemos derecho a decidir el mejor modo de gastarla.

El señor Tozer parecía pensativo y dijo impotente: «Así es. No tiene sentido correr riesgos, con estos malditos granjeros que piden todo lo que pueden por el trigo y la leche, y luego se van a trabajar tranquilamente y no pagan los intereses de los préstamos. No merece la pena invertir en hipotecas ya, lo juro. No tiene sentido darse aires. Es indudable que mirarle a un tipo la garganta irritada o recetarle algo para un dolor de oídos igual puedes hacerlo en una oficinita simple y sencilla que un sitio rimbombante todo lleno de adornos, como uno de esos bares de Moorhead. Madre procurará que tengas un rincón cómodo en el pajar…».

—Mira una cosa, papá —intervino Leora—. Quiero que nos prestes mil dólares, sin más, para utilizarlos como nos parezca.

Esto causó una sensación inmensa.

—Te pagaremos un seis por ciento —añadió—. No, tanto no; te pagaremos un cinco; eso es suficiente.

—¡Y las hipotecas dan un seis, un siete y un ocho! —gorjeó Bert.

—Cinco es suficiente. Y queremos poder decidir, con toda libertad, cómo queremos utilizarlos… para montar un consultorio o lo que sea.

—Esa es una forma estúpida de… —empezó el señor Tozer.

Bert le quitó la palabra:

—¡Tú estás loca, Ory! Supongo que tendremos que prestaros algo de dinero, pero desde luego nada de dároslo todo de una vez, os lo daremos poco a poco, y tendréis que seguir nuestro consejo, además…

—O hacéis lo que digo —dijo Leora levantándose—, exactamente lo que digo, o Mart y yo cogemos el primer tren y volvemos a Zenith, ¡lo digo muy en serio! ¡Allí tiene muchas oportunidades, con un buen sueldo, y no tendremos que depender de nadie!

Hubo mucha conversación, la mayor parte de ella muy parecida a lo ya dicho. En una ocasión Leora se dirigió a las escaleras, para subir a hacer el equipaje; en otra Martin y ella se pusieron de pie agitando las servilletas al mismo tiempo que los puños, en una composición general notablemente parecida al Laocoonte.

Leora ganó.

Pasaron luego a una discusión más pacificadora.

—¿Trajisteis vuestro baúl de la estación? —preguntó el señor Tozer.

—Es un disparate dejarlo allí… ¡y pagar veinticinco centavos al día de almacenaje! —refunfuñó Bert.

—Lo traje yo esta mañana —dijo Martin.

—Oh, sí, Mart mandó que lo trajeran esta mañana —confirmó la señora Tozer.

—¿Mandaste que lo trajeran? ¿No lo trajiste tú? —preguntó angustiado el señor Tozer.

—No. Le dije al que lleva el almacén de madera que me lo trajera —dijo Martin.

—Bueno, Dios todopoderoso, ¡podrías también haberlo cargado en una carretilla y haberlo traído tú mismo y te habrías ahorrado un cuarto de dólar! —dijo Bert.

—Pero un médico tiene que mantener su dignidad —dijo Leora.

—¡Qué dignidad ni qué ocho cuartos! ¡Es bastante más digno que te vean empujando una carretilla que fumando todo el tiempo esos cigarrillos asquerosos!

—Bueno, da igual… ¿dónde lo pusiste? —preguntó el señor Tozer.

—Está arriba, en nuestra habitación —dijo Martin.

—¿Dónde crees que será mejor que lo metamos una vez vacío? El desván está llenísimo —consultó el señor Tozer a la señora Tozer.

—Oh, yo creo que Martin podría meterlo allí.

—¿Por qué no ponerlo en el pajar?

—¡Oh, no, un baúl nuevo tan bonito como ese!

—¿Qué pasa con el pajar? —dijo Bert—. Está seco y está muy bien. ¡Es una vergüenza desperdiciar todo ese buen espacio del pajar, ahora que hemos decidido ya que él debe poner su despachito allí!

—Bertie —dijo Leora— yo sé lo que haremos. Parece que no te puedes quitar el pajar de la cabeza. Puedes trasladar allí tu viejo banco, y Martin instalar su consultorio en el edificio del banco.

—Eso es algo completamente distinto…

—Bueno, no tiene ningún sentido que os dediquéis los dos a haceros los listos —protestó el señor Tozer—. ¿Habéis oído alguna vez a vuestra madre y a mí discutir y reñir de ese modo? ¿Cuándo crees que habrás vaciado el baúl, Mart?

El señor Tozer podía pensar en pajares y podía pensar en baúles, pero su cerebro no era de los que abordan dos asuntos tan complicados al mismo tiempo.

—Puedo vaciarlo esta noche, si es necesario…

—Bueno, en realidad no creo que sea necesario, es solo que cuando se empieza a hacer una cosa…

—Oh, qué más da que lo haga o que…

—Si va a tener que buscar un despacho, en vez de instalarse inmediatamente en el pajar, no puede tardar un mes en deshacer el equipaje y…

—Oh, Dios mío, lo vaciaré esta noche…

—Y yo creo que podemos llevarlo al desván…

—Ya te he dicho que está lleno de cosas…

—Echaremos un vistazo después de cenar…

—Bueno, ahora os explicaré que cuando intenté meter ese trasto en…

Martin probablemente no chillase, pero se oía chillando. La tierra libre y viril quedaba a leguas de distancia y hacía ya años que estaba olvidada.

II

Encontrar un despacho llevó toda una quincena de diplomacia, y una discusión que animó tres comidas al día, todos los días. (No es que la búsqueda de despacho fuese lo único que mencionasen los Tozer. Recorrían detenidamente todos los momentos del día de Martin; comentaban su digestión, su correo, sus paseos, sus zapatos, que necesitaban arreglo, y si se los había llevado ya al granjero-trampero-zapatero, y cuánto podría costar el arreglo, y las presuntas relaciones maritales, la política y la teología de dicho zapatero).

El señor Tozer había sabido desde el principio cuál era el despacho perfecto. Los Norblom vivían encima del almacén general, y el señor Tozer sabía que estaban pensando, mudarse. No había nada en realidad que estuviese pasando o que fuese probable que pasase, en Wheatsylvania que el señor Tozer no supiese y explicase. La señora Norblom estaba cansada de cuidar de la casa y quería ir a vivir a la pensión de la señora Beeson (a la habitación delantera, a la derecha yendo por el pasillo del piso de arriba, la de paredes encaladas, con la estufita que la señora Beeson había comprado a Otto Krag por siete dólares y treinta y cinco centavos… no, habían sido siete dólares y veinticinco centavos).

Fueron a ver a los Norblom y el señor Tozer insinuó que «podría estar bien para el doctor instalarse encima de la tienda, si los Norblom estuviesen pensando hacer algún cambio…».

Los Norblom se miraron, con largas miradas escandinavas, cautas y desvaídas, y mascullaron que aunque ellos «no sabían… por supuesto era el mejor emplazamiento de la población…». El señor Norblom admitió que si, aunque no fuese muy probable, considerasen alguna vez la posibilidad de mudarse, posiblemente pedirían veinticinco dólares al mes por el piso, sin muebles.

El señor Tozer salió de la conferencia internacional tan astutamente gozoso como cualquier señor ministro Tozer o lord Tozer en Washington o Londres.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! ¡Le hicimos comprometerse! Veinticinco, dice. Eso significa que cuando llegue el momento, le ofreceremos dieciocho y cerraremos el trato por veintiuno setenta y cinco. Si le manejamos con cuidado, y le damos tiempo para ir a ver a la señora Beeson y arreglar el asunto de ir a la pensión con ella, ¡le tendremos justo donde le queremos tener!

—Bueno, si los Norblom no acaban de decidirse, tendremos que buscar otra cosa —dijo Martin—. Detrás de la oficina de Eagle hay un par de habitaciones vacías.

—¿Qué? ¿Andar por ahí a la caza, después de haberles dado a los Norblom motivos para pensar que vamos en serio, y convertirlos en enemigos para toda la vida? Pues sí que sería ese un buen modo de empezar a crearse una clientela, ¿no te parece? Y he de decirte que no les haría ningún reproche a los Norblom si se enfadasen si tú les dejases en la estacada de ese modo. ¡Esto no es Zenith, donde puedes andar por ahí dando gritos esperando que se hagan las cosas en dos minutos!

A lo largo de una quincena, mientras los Norblom pasaban por el calvario de decidirse a hacer lo que hacía ya mucho que habían decidido, Martin esperaba, sin poder empezar a trabajar. Hasta que no abriese un consultorio certificado e identificable, la mayoría del pueblo no le consideraría un médico competente sino solo «ese yerno de Andy Tozer». En esos quince días le llamaron solo una vez: para la migraña de la señorita Agnes Ingleblad, tía y ama de llaves de Alec Ingleblad, el barbero. Martin estaba encantado, hasta que Bert le explicó:

—Oh, así que te llamó ella, ¿eh? Siempre anda de médicos. En realidad no le pasa nada, pero siempre está intentando probar la última novedad. La última vez fue un tipo que pasó por aquí vendiendo píldoras y linimentos en un Ford, y la vez anterior un curador por la fe, un chiflado de por aquí, de Dutchman’s Forge, y luego, durante un tiempo, estuvo tratándose con un osteópata de Leopolis… aunque yo te digo que en eso de la osteopatía hay algo, eh… curan a muchísima gente que los médicos normales no parecen saber qué tiene, ¿tú no lo crees?

Martin indicó que no lo creía.

—¡Ay, vosotros los médicos! —graznó Bert en su tono más jocundo, porque Bert podía ser muy bromista y alegre—. Sois todos iguales, especialmente cuando estáis recién salidos de la facultad y creéis que lo sabéis todo. No sois capaces de ver nada bueno en la quiropráctica ni en los cinturones eléctricos ni en los que asientan huesos ni en nada, porque os quitan muchos buenos dólares a vosotros.

Había que ver al doctor Martin Arrowsmith, que había puesto furiosos en otros tiempos a Angus Duer y a Irving Watters por su sarcasmo, criticando las pautas médicas, defendiendo ante un Bert Tozer que sonreía obscenamente, la bondad y los conocimientos científicos de todos los médicos; proclamando que jamás se había recetado sin motivo medicamento alguno (al menos por un graduado de Winnemac) ni se había realizado ninguna operación innecesaria.

Veía mucho a Bert ahora. Se sentaba en el banco, esperando que le llamasen, le hormigueaban los dedos del deseo de poner vendas. Ada Quist entraba con frecuencia y Bert dejaba a un lado sus cifras para hablar recatadamente con ella.

—Tienes que tener cuidado hasta con lo que piensas, cuando está aquí el médico, Ade. Ha estado contándome lo mucho que sabe de neurología y de todo ese asunto de leer el pensamiento. ¿Qué dices a eso, Mart? Estoy cogiendo tanto miedo que he cambiado la combinación de la caja fuerte.

—¡Vaya! —dijo Ada—. Puede engañar a algunas personas, pero a mí no puede engañarme. Aprender cosas en los libros puede hacerlo cualquiera, pero cuando llega el momento de practicarlas… déjame que te diga una cosa, Mart, ¡para llegar alguna vez a saber una décima parte de lo que sabe ese viejo doctor Winter de Leopolis, que es tan listo, tendrás que vivir más de lo que yo espero!

Señalaron los dos que para ser alguien que pensaba que su práctica de Zenith le había hecho tan «terriblemente listo que nos mira por encima del hombro a nosotros, unos pobres y sucios campesinos ignorantes», tenía bastante mal puesto el pañuelo del cuello.

Todas estas gracias suyas y algunas de Ada las repetía Bert en la mesa a la hora de la cena.

—No deberías agobiar tanto al chico. Aunque eso del pañuelo estuvo bastante bien… supongo que Mart piensa que es todo un personaje —dijo riéndose el señor Tozer.

Leora llevó a Martin aparte después de la cena.

—Querido, ¿cómo puedes soportarlo? Tenemos que tener una casa propia lo antes posible. ¿O nos largamos?

—¡Aguantaré sea como sea!

—Bueno. Tal vez. Pero, querido, cuando le pegues a Bertie, hazlo con cuidado… porque si no te colgarán.

Martin se dirigió al porche delantero. Decidió echar un vistazo a las habitaciones que había detrás del despacho de Eagle. Sin un retiro en el que estuviese a salvo de Bert no podría aguantar otra semana. No podía esperar a que los Norblom se decidiesen, a pesar de que se hubiesen convertido para él en eternos y temibles personajes cuya enemistad le aplastaría; deidades prodigiosas que ensombrecerían aquella Wheatsylvania que era el único mundo perceptible.

Se dio cuenta, con la última y triste luz, de que avanzaba hacia él por el camino de tablas de delante de la casa un hombre, y que vacilaba y le miraba. El hombre era un tal Wise, un judío ruso conocido en el pueblo como «Wise el Polaco». Vendía artículos de plata y piezas de automóvil, compraba y vendía tierra agrícola y caballos y pieles de rata almizclera en su cabaña, situada junto a la vía del tren.

—¿Es usted el médico? —le gritó.

—¡Sí!

Martin se emocionó. ¡Un paciente!

—Mire, querría que viniese usted conmigo. Hay un par de cosas que me gustaría comentarle. Bueno, escuche, por qué no se acerca hasta mi casa y probamos unos puros nuevos que he conseguido —dijo lo de «puros» con un cierto énfasis. En Dakota del Norte, como en Mohalis, el alcohol estaba teóricamente prohibido.

A Martin le agradó la propuesta. ¡Llevaba tanto tiempo siendo sobrio e industrioso!

La cabaña de Wise era una construcción de una planta, nada mal hecha, a media cuadra de la calle Mayor, sin nada más que la vía del ferrocarril entre ella y las extensiones de trigales. Estaba forrada por dentro de madera de pino, y olía bien en ella a humo de pipa. Wise guiñó un ojo (era un hombre menudo, confidencial e indigno de confianza) y murmuró: «¿Cree que podría aguantar usted un traguito de un bourbon de Kentucky de primera clase?».

—Bueno, creo que no me enfadaría demasiado por eso.

Wise bajó las mugrientas persianas y de un cajón alabeado de su escritorio sacó una botella de la que bebieron ambos, limpiando la boca con palmas giratorias. Luego Wise dijo bruscamente:

—Mire, doctor. Usted no es como estos palurdos; usted comprende que a veces uno se mete en asuntos turbios sin proponérselo. Bueno, abreviando, supongo que he vendido demasiadas acciones mineras, y van a venir a por mí. Tengo que ponerme en marcha, maldita sea, esperaba poder estar tranquilo en un sitio un par de años esta vez. Bueno, me he enterado de que está usted buscando un despacho. Esta casa sería ideal. ¡Ideal! Dos habitaciones atrás además de esta. Se lo alquilo a usted, con muebles y todo el equipo, por quince dólares al mes si me paga usted un año por adelantado. No hay ninguna trampa, eh. Su cuñado sabe todo lo que hay que saber sobre mi propiedad.

Martin intentó ser muy práctico y directo. ¿Acaso no era él un joven médico que pronto estaría invirtiendo dinero, uno de los Ciudadanos más Importantes de Wheatsylvania? Volvió a casa y bajo la lámpara del salón, con sus margaritas verdes sobre cristal rosa, los Tozer escucharon atentamente, Bert inclinándose hacia delante con la boca abierta.

—Estarías seguro alquilándolo por un año, pero esa no es la cuestión —dijo.

—¡Desde luego que no! ¿Enfrentarse con los Norblom, ahora que ya están casi decididos a alquilarte su casa? ¿Dejarme como un idiota después de todo el trabajo que me he tomado? —gruñó el señor Tozer.

Discutieron el asunto una y otra vez hasta que eran ya casi las diez, pero Martin estaba decidido, y al día siguiente alquiló la cabaña de Wise.

Por primera vez en su vida tenía un lugar que era completamente suyo, suyo y de Leora.

El orgullo que le causaba la posesión hacía que le pareciese el edificio más señorial del mundo, y cada piedra y hierba y manubrio de puerta era especial y encantador. En el crepúsculo se sentaron en el descansillo de la entrada de atrás (una caja de jabón muy interesante y no demasiado rota) y el campo abierto fluía cruzando la delgada franja del ferrocarril desde el espectacular horizonte hasta sus pies. De pronto Leora estaba a su lado, rodeándole el cuello con un brazo y él entonó en un himno toda la gloria del futuro de ambos:

—¿Sabes lo que encontré aquí en la cocina? Un viejo taladro magnífico, solo está un poquito oxidado, y puedo coger una caja y hacer una estantería para tubos de ensayo… ¡propios!