Capítulo 13

I

Nadie en el mundo médico había condenado nunca más apasionadamente que Gottlieb el comercialismo de ciertas grandes empresas farmacéuticas, particularmente el de Dawson T. Hunziker & Co. Inc., de Pittsburgh. La empresa Hunziker era una vieja empresa ética que solo trataba con médicos respetables… o prácticamente solo con médicos respetables. Proporcionaba excelentes antitoxinas para la difteria y el tétanos, así como los preparados oficiales más puros, con las etiquetas más simples y de apariencia más oficial, en frasquitos de una modestia jactanciosa. Gottlieb había asegurado que fabricaban vacunas dudosas, pero a su regreso de Chicago escribió a Dawson Hunziker diciéndole que ya no estaba interesado en la enseñanza y que estaría dispuesto a trabajar para ellos media jornada si podía utilizar durante el resto del día sus laboratorios, para una investigación posiblemente importante.

Después de echar la carta se puso a cavilar y pensó que no estaba del todo en sus cabales. «¡La educación! ¡El gimnasio más grande del mundo! Incapaz de asumir una responsabilidad. No puedo enseñar más. Pero Hunziker se reirá de mí. He dicho la verdad sobre él y tendré que… Dios Santo, ¿qué voy a hacer?».

En este frenesí inmóvil, mientras sus asustadas hijas le atisbaban desde los quicios de las puertas, la esperanza se esfumaba.

Sonó el teléfono. No lo contestó. Al tercer ronroneo irascible descolgó el receptor y murmuró: «Sí, sí, ¿quién es?».

Una voz gangosa y despreocupada: «¿Es M. C. Gottlieb?».

—¡Al habla el doctor Gottlieb!

—Bueno, supongo que es usted la persona. Espere al aparato. Hay una conferencia para usted.

Luego: «¿Profesor Gottlieb? Le habla Dawson Hunziker. Desde Pittsburgh. Mi querido amigo, estaríamos encantados de tenerle en nuestro equipo».

—Yo… Pero…

—Creo que ha criticado usted a las empresas farmacéuticas…, ¡oh, sí, leemos los recortes de prensa muy eficientemente!…, pero pensamos que cuando venga usted a trabajar con nosotros y comprenda mejor el Espíritu de esta Vieja Empresa, se entusiasmará. Por cierto, espero no estar interrumpiendo algo.

—No, no, no se preocupe.

—Bueno… le ofrecemos con mucho gusto cinco mil dólares al año, para empezar, y no se preocupe lo más mínimo sobre lo de la media jornada. Le daremos todo el espacio y los técnicos y el material que necesite, y solo tiene que seguir adelante con lo suyo e ignorarnos, trabajando en lo que a usted le parezca importante. Nuestra única petición es que si consigue encontrar sueros que sean de auténtico valor para el mundo, tengamos el privilegio de fabricarlos, y si perdemos dinero en ellos, no importa. Nos gusta ganar dinero si podemos hacerlo honradamente, pero nuestro objetivo principal es servir a la humanidad. Por supuesto, si los sueros arrojan beneficios, estaremos encantados de darle a usted una comisión generosa. Ahora sobre detalles prácticos…

II

Gottlieb, el adversario plácidamente virulento de todos los ritos religiosos, tenía una costumbre aparentemente religiosa.

Se arrodillaba a menudo al lado de su cama y dejaba al pensamiento correr libre. Era algo muy parecido a la oración, aunque desde luego no había ninguna invocación formal, Ninguna Conciencia de un Ser Supremo… aparte de Max Gottlieb. Esa noche, arrodillado allí, con las arrugas visualizándose en su rostro tenso, meditaba: «¡Fui un necio al criticar a los comerciantes de medicamentos! Este vendedor sabe lo que se hace. ¡Es mucho más auténtico el peor de los tenderos que esos profesores timoratos! ¡Ese atajo de imbéciles! ¡Libertad! ¡Nada de enseñar a los idiotas! Du Heiliger!».

Pero no tenía ningún contrato con Dawson Hunziker.

La Compañía Dawson Hunziker publicó anuncios a toda página de lo más engolado y refinado, anunciando que el profesor Max Gottlieb, quizás el inmunólogo más distinguido del mundo, se había incorporado a sus filas.

Un tal doctor Rouncefield cacareó en su clínica de Chicago: «Eso es lo que pasa con estos superintelectuales. Y que se me perdone si parezco sonreír».

En los laboratorios de Ehrlich y Roux, Bordet y sir David Bruce, hombres apesadumbrado se lamentaron: «¿Cómo pudo el bueno de Max ponerse en manos de ese vendedor de pastillas? ¿Por qué no acudió a nosotros? Oh, bueno, si no quiso… Voila! Está liquidado».

En la aldea de Wheatsylvania, en Dakota del Norte, un joven médico hablaba con su esposa:

—¡De todas las personas de este mundo! —protestaba—. ¡No lo habría creído! ¡Max Gottlieb cayendo en manos de esos facinerosos!

—¡A mí no me preocupa! —dijo su esposa—. Si ha empezado a trabajar con ellos debió de tener alguna buena razón para hacerlo. Ya te lo dije, yo te dejaría por…

—Oh, sí, bueno —dijo él suspirando—, no hay que ser ingrato. Aprendí mucho con Gottlieb y le estoy muy agradecido… ¡Dios mío, Leora, ojalá que él no se haya equivocado!

Y Max Gottlieb llegó a la estación de Pittsburgh con sus tres hijos y su pálida y lenta esposa, arrastrando una mugrienta maleta de mimbre, un hato de inmigrante, y un neceser de Bond Street. En el tren, él había alzado la vista hacia los terribles acantilados, había mirado hacia abajo, hacia el esplendor tiznado de humo del río, y se había sentido joven de corazón. Aquella era una tierra fiera y emprendedora, no era la tierra plana y las mentes planas de Winnemac. A la salida de la estación, hasta los mugrientos taxis le parecieron radiantes y avanzó hacia ellos como un conquistador.

III

Gottlieb nunca había pensado que podría disponer de unos laboratorios como los que encontró en el edificio de Dawson Hunziker, y en vez de estudiantes como auxiliares contaba además con un especialista que había enseñado también Bacteriología, así como con tres hábiles técnicos, uno de ellos formado en Alemania. Fue recibido con aclamaciones en el despacho privado de Hunziker, que se parecía notablemente a una pequeña catedral. Hunziker era calvo, serio y directo en cuanto al cráneo, pero por lo que se refiere a los ojos, con gafas de carey, sentimental. Se levantó de su escritorio jacobeano, le dio a Gottlieb un habano y le dijo que le habían estado esperando anhelantes.

En el enorme comedor del personal, Gottlieb encontró gran número de jóvenes químicos y biólogos competentes que le trataron con un respeto reverente. Le gustaron. Aunque hablasen demasiado de dinero (de cuánto debería de venderse de la nueva tintura de quinina, y cuánto tardarían en subirles el sueldo) estaban, sin embargo, libres de las cautas grandilocuencias de los profesores universitarios. En otros tiempos, el joven y marchoso Max se reía mucho, y aquella misma risa volvía ahora a veces en las discusiones que surgían.

Su esposa parecía mejor de salud; su hija Miriam encontró un profesor de piano excelente; Robert, el chico, entró ese otoño en la universidad; tenía una casa espaciosa aunque decrépita; verse libre de la indolencia y la rutina inevitable de repetir año tras año de las clases resultaba emocionante; y Gottlieb nunca había trabajado tan bien en toda su vida. No tenía conciencia de lo que pudiese suceder fuera de su laboratorio y de unos cuantos teatros y salas de conciertos.

Hasta que no transcurrieron seis meses, no se dio cuenta de que los jóvenes especialistas técnicos se ofendían con lo que él consideraba sus joviales críticas a su comercialismo. Estaban cansados de sus entusiasmos matemáticos, y algunos de ellos le consideraban un viejo pelma, y murmuraban de él como judío. Él se sintió herido, porque le gustaba ser alegre con los compañeros de trabajo. Empezó a hacer preguntas y a explorar el edificio de la compañía. Lo único que había visto de él era el laboratorio, un pasillo o dos, el comedor y el despacho de Hunziker.

Aunque ensimismado y poco práctico, Gottlieb habría sido un excelente Sherlock Holmes… si alguien que habría sido un excelente Sherlock Holmes hubiese estado dispuesto a ser un detective. Su mente sabía traspasar las apariencias para llegar a la realidad. Descubrió entonces que la Compañía Dawson Hunziker era todo lo que él había afirmado anteriormente que era. Hacían excelentes antitoxinas y preparados éticos, pero estaban produciendo también un nuevo «remedio contra el cáncer» derivado de una orquídea, pontificalmente recomendado y que no poseía valor alguno. Y vendían a diversas empresas de productos de belleza, que se anunciaban en vallas publicitarias, una crema para el cutis que garantizaba que podía proporcionar a un guía indio una blancura de azucena angelical. Este tesoro costaba seis centavos por frasco fabricarlo y un dólar en el mostrador, y el nombre de Dawson Hunziker no se relacionaba jamás con él.

Fue por entonces cuando Gottlieb consiguió culminar su obra maestra después de veinte años de búsqueda. Produjo antitoxina en el tubo de ensayo, lo que significaba que se podía inmunizar contra ciertas enfermedades sin la tediosa elaboración de sueros mediante la inoculación de animales. Era una revolución, la revolución, en inmunología… si Gottlieb tenía razón.

Lo reveló en una cena para la que Hunziker había captado a un general, un rector de universidad y un pionero de la aviación. Fue una cena cordial, con un vino blanco de Rin admirable, el primer vino alemán decente que Gottlieb había bebido en muchos años. Giraba el esbelto vaso verde amorosamente; salió de sus sueños y empezó a sentirse emocionado, alegre, imperativo. Le aplaudieron, y durante una hora fue el Gran Científico. Hunziker fue, de todos ellos el más generoso en sus alabanzas. Gottlieb se preguntó si a aquel buen hombre calvo no le habría engañado alguien para meterle en coqueteos con los potingues embellecedores.

Hunziker le llamó al día siguiente a su despacho. Dispuso esa llamada muy bien (a menos que diese la casualidad de que fuese solo una taquígrafa). Envió a un pulido y trajeado secretario, que presentó los respetos del señor Hunziker al mucho menos pulido doctor Gottlieb e indicó con la delicadeza de un capullo de lila que si no había ningún inconveniente, si es que no interfería de algún modo en los experimentos del doctor Gottlieb, al señor Hunziker le gustaría mucho verle en su despacho a las tres y cuarto.

Cuando Gottlieb entró, Hunziker indicó al secretario que desapareciese y le hizo sentarse en una alta silla española.

—He estado despierto la mitad de la noche pensando en su descubrimiento, doctor Gottlieb. He hablado con el director técnico y el director de ventas y creemos que es hora de actuar. Patentaremos su método de síntesis de anticuerpos y lo pondremos inmediatamente en el mercado en grandes cantidades, con una gran campaña publicitaria… bueno… nada circense, por supuesto… una publicidad estrictamente ética, de alto nivel. Empezaremos con el suero antidiftérico. Por cierto, cuando reciba su próximo cheque verá que hemos elevado sus honorarios a 7000 al año. —Hunziker era ya un gran gatito ronroneante, y Gottlieb guardaba un silencio mortal—. ¡No hace falta que le diga, mi querido amigo, que si se produce la demanda prevista, recibirá usted unas comisiones muy considerables!

Hunziker se retrepó en su asiento con un gesto de «¿qué tal se está en la gloria, muchacho?».

—Yo no apruebo —dijo Gottlieb, nervioso— que se patenten procesos serológicos. Deberían estar a disposición de todos los laboratorios. Y soy firmemente contrario a la producción prematura e incluso al anuncio. Creo que tengo razón, pero debo comprobar mi técnica, tal vez mejorarla… estar seguro. Entonces, yo diría que no tendría por qué haber ninguna objeción a que se produjese para el mercado, pero en cantidades muy pequeñas y en competencia justa con otros, ¡no bajo patente, como si se tratase de un juguetito para la campaña de Navidad!

—Mi querido amigo, le comprendo muy bien. Personalmente no habría nada que me gustase más que dedicar toda mi vida a producir solo un descubrimiento científico de incalculable valor, sin considerar el mero beneficio. Pero tenemos el deber con los accionistas de la Compañía Dawson Hunziker de ganar dinero para ellos. ¿No se da cuenta usted de que ellos, y muchos son huérfanos y viudas pobres, han invertido su Pequeño Todo en nuestras acciones y que tenemos que ser leales con ellos? Yo personalmente no puedo hacer nada; solo soy su Humilde Servidor. Y por otra parte: creo que le hemos tratado a usted bastante bien, doctor Gottlieb, y que le hemos dado absoluta libertad. ¡Y queremos seguir tratándole bien! ¡Vamos, hombre, será rico; será uno de los nuestros! No me gusta hacer peticiones, pero en este asunto tengo el deber de insistir, y espero de usted que lo más pronto posible se empiece a fabricar…

Gottlieb tenía sesenta y dos años. La derrota de Winnemac había menoscabado un poco su valor… Y no tenía ningún contrato con Hunziker.

Protestó con voz temblorosa, pero cuando regresaba arrastrando los pies a su laboratorio le parecía imposible abandonar aquel santuario y enfrentarse al mundo asesino y camorrista, e igual de imposible tolerar una imitación abaratada e ineficaz de su antitoxina. Inició, desde aquel mismo instante, una estrategia sórdida que su viejo yo orgulloso habría calificado de inconcebible; empezó a equivocarse, a aplazar el anuncio y la producción hasta que hubiese «aclarado unas cuantas cuestiones», mientras Hunziker iba mostrándose más amenazador a medida que transcurrían las semanas. Gottlieb trasladó a su familia a una casa más pequeña y prescindió de todos los lujos, incluso de fumar.

Entre sus economías figuró reducir la asignación de su hijo.

Robert era un muchacho presumido, moreno, tempestuoso, arrogante cuando no parecía haber ninguna razón para la arrogancia, anhelado por ese tipo de chicas anémicas de cutis lechoso, pero siempre arrogante con ellas. Mientras su padre se mostraba a veces orgulloso y a veces afablemente sardónico respecto a su propia sangre judía, el muchacho comunicó a sus compañeros de clase de la universidad que era de pura raza alemana y probablemente noble. Se le dio la bienvenida, o se le dio a medias, en un grupo de automovilistas, jugadores de póquer y miembros del club de campo, por lo que tenía que disponer de más dinero. Gottlieb echó de menos veinte dólares de su escritorio. Él, que ridiculizaba el honor convencional, tenía el honor, lo mismo que tenía el orgullo, de un feroz noble rural. A su amargura constante por tener que engañar a Hunziker se añadía una nueva desdicha. Se enfrentó a Robert con: «Hijo mío, ¿cogiste dinero de mi escritorio?».

Pocos jóvenes podrían haber afrontado aquella prominente nariz aguileña, aquella cólera de venillas rojas de sus ojos hundidos. Robert farfulló y luego gritó:

—¡Sí, lo hice! ¡Y necesito tener más dinero! Tengo que comprar ropa y cosas. Es culpa tuya. ¡Me has metido a estudiar con un montón de tipos que tienen todo el dinero del mundo, y luego esperas que me vista como un pordiosero!

—Robar…

—¡Tonterías! ¡Qué es eso de robar! Tú siempre estás burlándote de esos predicadores, que hablan de Pecado y Verdad y Honestidad y todas las palabras que han estado usándose tanto que maldita cosa significan ya y… ¡me da igual! Daws Hunziker, el hijo del viejo, me contó que su papá dijo que tú podías ser millonario, y vas y nos tienes atados así, y mamá enferma… Déjame que te cuente una cosa, en Mohalis mamá solía pasarme un par de dólares casi todas las semanas y… ¡ya estoy harto! ¡Si vas a querer que ande vestido de andrajos, dejo la universidad!

Gottlieb se puso furioso, pero no había ninguna fuerza en su cólera. Se pasó toda la quincena siguiente sin saber lo que iba a hacer su hijo, lo que él mismo iba a hacer.

Luego, tan silenciosamente que hasta que no volvieron del cementerio no cayeron del todo en la cuenta de su fallecimiento, murió su esposa, y la semana siguiente su hija mayor se escapó con un tipo risueño e indigno que vivía del juego.

Gottlieb se sentaba solo. Leía una y otra vez el Libro de Job. «Verdaderamente el Señor me ha golpeado a mí y a mi casa», cuchicheaba. Cuando entró Robert, murmurando que sería bueno, el viejo alzó hacia él un rostro ciego, sin oírle. Pero aunque repitiese las fábulas de sus padres no se le ocurría creer en ellas o inclinarse temeroso ante su Dios colérico… ni conseguir una situación cómoda y desahogada permitiendo que Hunziker profanara su descubrimiento.

Se levantaba, a la hora habitual, y se dirigía silenciosamente a su laboratorio. Sus experimentos eran tan meticulosos como siempre, y sus ayudantes no vieron más cambio en su conducta que el de que dejó de comer en la empresa. Se iba unas manzanas más allá, a un mísero restaurante en el que podía ahorrar treinta centavos al día.

IV

Miriam afloró de la penumbra que oscurecía a la gente que le rodeaba.

Tenía dieciocho años, era la más pequeña de sus vástagos, achaparrada y sin más atractivo que una boca tierna. Siempre había estado orgullosa de su padre, y comprendía las misteriosas e irracionales compulsiones de su ciencia, pero hasta entonces nunca se había sentido sobrecogida, al ver que caminaba arrastrando los pies y que apenas hablaba. Dejó las lecciones de piano, despidió a la criada, estudió un libro de cocina y le preparó los platos crujientes de grasa que a él le gustaban. Lo único que lamentaba era no haber aprendido alemán, porque él, de vez en cuando, se ponía a hablar en el idioma de su infancia.

Él la miraba, y se quedaba largo rato observándola:

—¡Bueno! Tú al menos sigues conmigo. Podrías soportar la pobreza si me fuese… ¡a dar clase de Química en un instituto de secundaria!

—Sí. Por supuesto. Yo tal vez pudiese tocar el piano en un cine.

Sin su lealtad podría no haberse mantenido firme cuando Dawson Hunziker entró la vez siguiente en el laboratorio exigiendo: «Bueno mire usted. Hemos esperado ya suficiente. Tenemos que poner su asunto en el mercado».

—No —le contestó—. Si espera usted a que haya hecho todo lo que pueda… tal vez un año, probablemente tres, podrá hacerlo. Pero hasta que no esté seguro: no.

Hunziker se fue bufando, y Gottlieb se preparó para la sentencia.

Luego le llevaron la tarjeta del doctor A. DeWitt Tubbs, director del Instituto de Biología McGurk de Nueva York.

Gottlieb sabía de Tubbs. Nunca había visitado el instituto pero le consideraba, junto con el de Rockefeller y McCormick, la organización más sólida y libre para la investigación científica pura del país, y si había pensado alguna vez en un laboratorio celestial en el que buenos científicos pudieran pasarse toda la eternidad entregados a una investigación feliz y sin absolutamente ningún imperativo práctico, habría imaginado algo parecido a McGurk. Se sintió sumisamente complacido de que su director le visitase.

El doctor A. DeWitt Tubbs era un hombre tremendamente peludo en todos los puntos visibles salvo la nariz y las sienes y las palmas de las manos, cubierto por lo demás de un vello corto pero apasionado, como un terrier escocés. Pero no era un vello cómico; era el vello de la dignidad; y sus ojos eran serios, el paso un trote decidido, la voz de una solemnidad aflautada.

—Dr. Gottlieb, es un gran placer. He oído hablar de sus trabajos en la Academia de Ciencias pero, desgraciadamente, no había podido hasta ahora conocerle a usted.

Gottlieb se esforzó por no parecer azorado.

Tubbs miró a los ayudantes; como un conspirador en una obra política, y murmuró: «Podemos hablar un momento…».

Gottlieb le condujo a su despacho, desde el que se divisaba un gran trajín de desvíos, de carriles curvados y de pardos vagones de carga, y Tubbs le instó:

—Ha llegado a oídos nuestros, por una curiosa casualidad, que está usted a punto de lograr su descubrimiento más significativo. Todos nos preguntamos, cuando abandonó usted el trabajo académico, el por qué de su decisión de incorporarse al campo comercial. Lamentamos que no se le hubiese ocurrido acudir a nosotros.

—¿Me habrían admitido? ¿No tenía absolutamente ninguna necesidad de haber venido aquí?

—¡Naturalmente! Y por lo que sabemos, no estaba prestando usted atención al aspecto comercial de las cosas, y eso nos mueve a preguntarle si se le podría convencer a usted para que se incorporase a McGurk. Así que me subí a un tren y vine hasta aquí. Estaríamos encantados de que se convirtiese usted en miembro del instituto y jefe del Departamento de Bacteriología e Inmunología. El señor McGurk y yo solo deseamos el progreso de la ciencia. Tendría usted, por supuesto, libertad absoluta en cuanto a las investigaciones que considerase más oportuno realizar, y creo que podríamos proporcionarle ayuda y material tan buenos como los que pueda haber en cualquier parte del mundo. Respecto al sueldo… permítame que sea práctico y directo y tal vez un poco brusco, pero es que mi tren sale dentro de una hora… imagino que no podríamos igualar los emolumentos elevados, sin duda, que la gente de Hunziker puede pagarle, pero podemos llegar a los 10 000 dólares al año…

—¡Oh, Dios mío, no me hable de dinero! Estaré con usted en Nueva York dentro de una semana. Sabe —dijo Gottlieb— ¡no tengo ningún contrato aquí!