I
En el momento en que Martin le encontró en la calle, Gottlieb estaba arruinado.
Max Gottlieb era un judío alemán, nacido en Sajonia en 1850. Aunque se había licenciado en Medicina en Heidelberg, nunca se interesó por ejercerla. Fue un seguidor de Helmholtz, e investigaciones juveniles en la física del sonido le convencieron de que era necesario aplicar el método cuantitativo en las ciencias médicas. Luego, los descubrimientos de Koch le arrastraron a la biología. Siempre un trabajador concienzudo y meticuloso, un elaborador de largas hileras de cifras, siempre teniendo en cuenta la presencia de variables incontrolables, siempre un enemigo encarnizado de lo que consideraba dejadez o mentira o pomposidad, nunca demasiado bondadoso con la estupidez bienintencionada, trabajó en los laboratorios de Koch, de Pasteur, siguió las primeras proposiciones de Pearson en biométrica, bebió cerveza y escribió cartas vitriólicas, viajó a Italia e Inglaterra y Escandinavia y, de pronto, de un día para otro, se casó (como podría haberse comprado una chaqueta o contratado un ama de llaves) con la paciente y silenciosa hija de un comerciante gentil.
Luego inició una serie de experimentos, muy importantes, de enunciado muy poco teatral, muy largos y extraordinariamente poco apreciados. En 1881 andaba confirmando los resultados de Pasteur sobre la inmunidad del cólera del pollo y, por alivio y pasatiempo, intentando aislar una enzima de levadura. Unos cuantos años más tarde, cuando vivía de la pequeña herencia de su padre, un modesto banquero, y acababa con ella alegremente y sin la menor preocupación, analizaba críticamente la teoría ptomaínica de la enfermedad e investigaba el mecanismo de la atenuación de la virulencia de los microorganismos. Obtuvo con ello una pequeña fama. Quizás fuese excesivamente cauto, y más que al demonio o al hambre odiaba a los hombres que se apresuraban a publicar sin estar preparados.
Aunque se metió poco en política, considerándola la más repetitiva y menos científica de las actividades humanas, era un alemán lo suficientemente patriota como para odiar a los Junkers. De joven había luchado unas cuantas veces con subalternos díscolos; en una ocasión pasó una semana en la cárcel; se enfurecía a menudo por discriminaciones contra los judíos: y a los cuarenta años se fue tristemente a la América que no podía convertirse jamás en militarista ni antisemita… al laboratorio Hoagland de Brooklyn, luego a la Universidad Queen City como profesor de Bacteriología.
En América hizo su primera investigación sobre reacciones toxina-antitoxina. Proclamó que los anticuerpos, exceptuando la antitoxina, no tenían relación alguna con el estado inmune de un animal, y mientras él, por su parte, estaba siendo atacado furiosamente en el pequeño pero frenético mundo de los científicos, abordaba con calma pero con extrema brutalidad las teorías de los sueros de Yersin y Marmorek.
Su sueño más preciado, entonces y durante años de torturante investigación, era la producción artificial de antitoxinas, su producción in vitro. En cierta ocasión, cuando se disponía ya a publicar, encontró un error y eliminó implacablemente sus notas. Siempre estaba solo. No había al parecer nadie en Queen City que le considerase otra cosa que un judío chiflado que atrapaba microbios cogiéndolos por el rabito para ver cómo eran… no era un trabajo digno de un hombre alto en una época en que los héroes andaban construyendo puentes, experimentando con carruajes sin caballos, escribiendo los primeros y poéticos Anuncios Convincentes y vendiendo kilómetros de calicó y de puros.
En 1899 le llamaron desde la Universidad de Winnemac, ofreciendo el puesto de profesor de Bacteriología en la Facultad de Medicina, y trabajó allí duramente durante una docena de años. Ni una sola vez habló de resultados del género denominado «práctico»; ni una sola vez dejó de combatir las conclusiones post hoc propter hoc que aún constituían la mayor parte de la tradición médica; ni una sola vez dejó de ser odiado por sus colegas, que se mostraban respetuosos en su presencia, incómodos al percibir su poder irónico, pero que en privado le llamaban gozosos Mefisto, satánico, aguafiestas, pesimista, crítico destructivo, cínico impertinente, palurdo científico carente de dignidad y de seriedad, pretencioso intelectual, pacifista, anarquista, ateo, judío. Decían, con razón, que estaba tan consagrado a la Ciencia Pura, al arte por el arte, que habría preferido que la gente muriese con la terapia correcta a que se curase con la errónea. Tras haber construido un santuario para la humanidad, quería echar de él a patadas a todos los seres meramente humanos.
El número total de sus artículos, en un activo campo de la ciencia donde en realidad la gente lista publicaba cinco veces al año, no era de más de veinticinco en treinta años. Estaban todos exquisitamente terminados, y fueron tranquilamente copiados y revisados por los críticos más dudosos.
En Mohalis estaba contento por las grandes facilidades con que contaba para trabajar, por los excelentes ayudantes, por la infinita provisión de útiles de laboratorio, la abundancia de conejillos de Indias, el número suficiente de monos; pero estaba aburrido por la rutina repetitiva de las clases y melancólico de nuevo por la falta de amigos que le comprendieran. Siempre buscaba a alguien con quien pudiese hablar sin recelo ni reserva. Era lo suficientemente humano, cuando meditaba sobre la exaltación de los médicos audaces por ignorancia, los inventores que no eran más que chapuceros magnificados, para sentirse irritado por su carencia de fama en el país, incluso en Mohalis, y para quejarse no demasiado noblemente.
Nunca había cenado con una duquesa, nunca había recibido un premio, nunca había sido entrevistado, nunca había producido nada que el público pudiese entender, ni experimentado nada desde sus amores de escolar que la buena gente pudiese considerar romántico. Era, en realidad, un auténtico científico.
Era uno de los grandes benefactores de la humanidad. No habrá nunca, en ninguna época, un intento de poner fin a las grandes epidemias o a las pequeñas infecciones que no cuente con la influencia de las investigaciones de Max Gottlieb, pues él no era alguien que etiquetase y clasificase bonitamente bacterias y protozoos. Buscaba su composición química, las leyes de su existencia y de su destrucción, leyes básicas desconocidas en su mayor parte después de una generación de activos biólogos. Sin embargo, tenían razón al calificarle de «pesimista», ya que este hombre, que habrá sido la causa de que se reduzcan las enfermedades infecciosas casi a cero más que ningún otro, dudaba a menudo de que mereciese en realidad la pena reducir en cualquier cuantía las enfermedades infecciosas.
Él pensaba (era un debate internacional en el que unos cuantos se le unieron y muchos condenaron) que media docena de generaciones casi libres de epidemias producirían una raza con una inmunidad natural tan baja que cuando volviese a surgir de pronto una gran plaga, saltando de casi cero a una nube que sofocase el mundo, podría acabar con ella, por lo que las medidas para salvar vidas a las que él aportaba su genio podrían acabar causando la destrucción de toda vida humana.
Él pensaba que si la ciencia y la higiene pública erradicasen la tuberculosis y las otras plagas importantes, era indudable que el mundo acabaría estando tan superpoblado que se convertiría en una confusión universal llena de esclavos; y toda la belleza y la comodidad y la sabiduría desaparecerían en una lucha por la vida estimulada por el hambre. Pero estas especulaciones nunca obstaculizaban su trabajo. Si el mundo del futuro acababa estando superpoblado, el propio futuro debía velar por sí mismo a través del control de la natalidad o por otros procedimientos. Tal vez lo hiciese, reflexionaba. Pero hasta esa gota de sano optimismo estaba ausente en sus dudas finales. Porque dudaba de todo progreso del intelecto y de las emociones, y dudaba, ante todo, de la superioridad del divino género humano sobre los alegres perros, los infaliblemente gráciles gatos, los inmorales caballos, tranquilos e irreligiosos, las espléndidamente intrépidas gaviotas.
Mientras los simples curanderos, los fabricantes de medicinas patentadas, los vendedores de goma de mascar y los sumos sacerdotes de la publicidad vivían en mansiones, servidos por criados y desplazaban sus sagradas personas fuera de ellas en limusinas, Max Gottlieb habitaba en una casita pequeña en la que la pintura se desconchaba, y acudía al laboratorio montado en una bici vieja y desvencijada. Él, por su parte, raras veces protestaba. No era tan poco razonable (normalmente) como para exigir al mismo tiempo libertad y los frutos de la esclavitud popular. «¿Por qué», le dijo en una ocasión a Martin, «debería pagarme el mundo por hacer lo que yo quiero hacer y lo que ellos no quieren hacer?».
Aunque en su casa solo hubiese un asiento cómodo, en su escritorio había cartas, largas, íntimas y respetuosas, de los grandes de Francia y Alemania, Italia y Dinamarca, y de científicos a los que la Gran Bretaña había valorado tanto que les había otorgado títulos casi tan excelsos como los que se concedían a destiladores, fabricantes de cigarrillos y propietarios de revistas obscenas.
Pero la pobreza le impediría satisfacer plenamente su anhelo estival de sentarse bajo los álamos junto al Rin o el tranquilo Sena, en una mesa sobre cuyo mantel a cuadros hubiese pan y queso y vino y cerezas oscuras, esas cosas sencillas, antiguas y sagradas de todo el mundo.
II
La esposa de Max Gottlieb era ancha y lenta de movimientos y muda; tenía sesenta años y no había aprendido a hablar inglés con fluidez; su alemán era el de la burguesía de pueblo, que pagaba sus deudas y comía demasiado y enrojecía. Aunque él no le hacía confidencias, aunque en la mesa se olvidase de ella en largas reflexiones, no era con ella ni duro ni impaciente, y dependía de su gobierno de la casa, de que le calentase su anticuada camisa de dormir. Últimamente no se encontraba bien. Tenía náuseas e indigestión, pero seguía con su trabajo. Siempre oías el rumor de sus viejas zapatillas por la casa.
Tenían tres hijos, nacidos todos cuando Gottlieb tenía más de treinta y ocho años: Miriam, la más pequeña, una niña fogosa con talento para el piano, un instinto para Beethoven, y que odiaba el popular «ragtime» de los Estados Unidos; una hermana mayor que no tenía nada de particular; y su hijo Robert: Robert Koch Gottlieb. Era un muchacho incontrolable y una aflicción. Le enviaron, angustiados por los costes, a una elegante escuela situada cerca de Zenith, en la que conoció a hijos de fabricantes y descubrió su gusto por los automóviles rápidos y las ropas excéntricas, y donde no adquirió más gusto que antes por los estudios. En casa clamaba que su padre era un «tacaño». Cuando Gottlieb intentó dejar claro que era un hombre pobre, el muchacho contestó que a pesar de su pobreza él siempre gastaba dinero a escondidas en sus investigaciones… no tenía ningún derecho a hacer eso y era una vergüenza para su hijo… ¡que le proporcionase materiales la maldita universidad!
III
Había pocos alumnos de Gottlieb que le viesen y viesen sus enseñanzas como algo más que obstáculos que había que sortear lo más rápidamente posible. Uno de esos pocos fue Martin Arrowsmith.
Por muy duro que pudiese haber sido señalando los errores de Martin, por altivo que pudiese haber parecido ignorando su dedicación, Gottlieb era tan consciente de Martin como Martin de él. Planeaba grandes cosas. Si el muchacho deseaba realmente que le ayudase (Gottlieb podía ser personalmente tan modesto como egoísta y jactancioso en la ciencia competitiva), se haría cargo de su carrera. Durante la pequeña investigación original de Martin, Gottlieb se entusiasmó al ver que estaba dispuesto a abandonar teorías convencionales (y cómodas) de inmunología, y que era de una meticulosidad exasperada comprobando los resultados. Cuando Martin, por razones desconocidas, se volvió descuidado, cuando se hizo evidente que estaba bebiendo demasiado, y evidente que estaba enredado en algún absurdo asunto personal, fueron la trágica avidez de amigos y el fervoroso respeto al trabajo perfecto los que le movieron a reprenderle. De las disculpas exigidas por Silva él no tenía ni idea. Se habría puesto furioso si lo hubiese sabido…
Él esperaba que Martin volviera. Se reprendía: «¡Idiota! Era un alma grande. Deberías haberte dado cuenta de que no se usa un asa de platino para palear carbón». Aplazó todo lo que pudo (mientras Martin andaba lavando platos y vagando en trenes inauditos entre gentes inverosímiles) el nombramiento de un nuevo ayudante. Luego, toda su tristeza se enfrió en cólera. Consideró a Martin un traidor y le borró de su pensamiento.
IV
Es posible que Max Gottlieb fuese un genio. Desde luego estaba loco como todos los genios. Durante el período de internado de Martin en el Hospital General de Zenith hizo una cosa más grotesca y ridícula que todas las supersticiones de las que se burlaba.
¡Intentó convertirse en un ejecutivo y un reformador! Él, el cínico, el anárquico, intentó fundar una institución, y se lanzó a hacerlo como una solterona que organizase una liga para impedir que los niños pequeños aprendiesen palabrotas.
Imaginó que podría haber, en este mundo, una Facultad de Medicina que fuese totalmente científica, regida por una química y una biología exactas y cuantitativas, ignorando la enseñanza del ajuste de gafas y la mayor parte de la cirugía, e imaginó además que semejante empresa podría llevarse a cabo en la Universidad de Winnemac. Intentó ser práctico al respecto; ¡oh, sí, fue extremadamente práctico y creíble!
«Admito que no seremos capaces de producir médicos para curar dolores de tripa en los pueblos. Y los médicos normales son admirables y absolutamente necesarios… quizás. Pero hay demasiados. Y considerando el aspecto “práctico”, puedo asegurarles que en veinte años una facultad que use la cautela y la precisión nos permitirá curar la diabetes, tal vez la tuberculosis y el cáncer, y todas esas artritis ante las que los carpinteros mueven la cabeza y las llaman a todas “reumatismo”. ¡Desde luego que sí!».
Gottlieb no tenía el menor deseo de controlar esa facultad, ni de que se le otorgase crédito por ello. Él estaba demasiado ocupado. Pero en una reunión de la Academia Nacional de Ciencias conoció a un tal doctor Entwisle, un fisiólogo jovencito de Harvard, que podría ser un excelente decano. Entwisle le admiraba y le sondeó sobre su disposición a aceptar si le llamaban de Harvard. Cuando Gottlieb expuso su nuevo tipo de Facultad de Medicina, se mostró entusiasta. «Nada me gustaría tanto como tener una oportunidad en un lugar así», dijo enseguida, y Gottlieb volvió a Mohalis triunfante. Se sentía aún más seguro por el hecho de que había sido por entonces cuando le habían propuesto (aunque había rechazado la propuesta sardónicamente) el Decanato de Medicina en la Universidad de West Chippewa.
Tan simple fue, o tan loco, que escribió al decano Silva pidiéndole cortésmente que se retirase y le entregase su facultad (su obra, su vida) ¡a un profesor desconocido de Harvard! Papá Silva era un caballero viejo y cortés, fiel discípulo de Osler, pero aquella carta increíble agotó su paciencia. Contestó que aunque pudiese seguir creyendo en el valor de la investigación básica, la Facultad de Medicina pertenecía a los habitantes del estado y su tarea era proporcionarles atención inmediata y práctica. En cuanto a él, indicaba, si alguna vez creyese que la facultad se beneficiaría de su dimisión se iría inmediatamente, ¡pero necesitaba para eso algo de más enjundia que la carta de uno de sus subordinados!
Gottlieb respondió con brío e indiscreción. Maldijo a la gente del estado de Winnemac. ¿Eran dignos, en su condición actual de necios ignorantes, de algún tipo de atención? Y remitió luego su petición de la cabeza de Silva al gran orador y patriota doctor Horace Greeley Truscott, director de la universidad.
El director Truscott dijo: «Mire, estoy demasiado ocupado para considerar proyectos médicos, por ingeniosos que puedan ser».
—Usted está demasiado ocupado para considerar lo que no sea vender títulos honoríficos a millonarios para hacer gimnasios —respondió Gottlieb.
Al día siguiente fue convocado para una reunión especial del Consejo de la Universidad. Como jefe del departamento médico de Bacteriología, Gottlieb era miembro de ese órgano supremo, y cuando entró en la larga Cámara del Consejo, con su techo dorado, sus gruesas cortinas de color granate, sus cuadros sombríos de pioneros, se dirigió a su asiento habitual, cavilando sobre cosas absorbentes y remotas sin reparar en el grupo de cuchicheantes consejeros.
—Eh, oiga, profesor Gottlieb, ¿querría sentarse usted, por favor, allá, al final de la mesa? —dijo el director Truscott.
Gottlieb se dio cuenta entonces de que había tensiones. Vio que de los siete miembros del Consejo los cuatro que vivían en Zenith o cerca estaban presentes. Vio que al lado de Truscott no estaba sentado el decano del departamento académico, sino el decano Silva. Vio que aunque hablasen con mucha despreocupación, estaban mirándole a través de la niebla de su charla.
—Caballeros —anunció el rector Truscott—, esta reunión conjunta del Consejo y de los rectores es para considerar las acusaciones presentadas contra el profesor Max Gottlieb por su decano y por mí.
Gottlieb pareció de pronto viejo.
—Esas acusaciones son: deslealtad con su decano, su director, los miembros del Consejo y el estado de Winnemac. Deslealtad a la ética académica y médica reconocida. Egoísmo demente. Ateísmo. Negativa persistente a colaborar con sus colegas y una incapacidad para comprender asuntos prácticos que hace que sea peligroso dejarle dirigir los importantes laboratorios y las clases que se le han confiado. Caballeros, demostraré a continuación cada uno de estos puntos, basándome en las propias cartas del profesor Gottlieb al decano Silva.
Los demostró.
El presidente del Consejo de rectores sugirió:
—Gottlieb, creo que simplificaría las cosas el que usted nos entregase su dimisión y nos permitiese despedirnos de usted de buenas maneras, en vez de tener la desagradable…
—¡Un cuerno voy a dimitir! —Gottlieb estaba de pie, una flaca furia—. Como todos ustedes tienen mentalidad de escolares, mentalidad de campo de golf, están tergiversando mi propuesta, una propuesta rigurosa y precisa, de un sólido ideal revolucionario, que a mí personalmente no me aportaría ningún beneficio ni significaría para mí ninguna ventaja, convirtiéndola en un deseo de conseguir ascensos. ¡Eso, idiotas, debería considerarse un honor…! —su largo dedo índice era un anzuelo, dirigido hacia el alma del director Truscott—. ¡No! ¡No dimitiré! ¡Pueden echarme!
—Me temo entonces que debemos pedirle que abandone la Cámara mientras se efectúa una votación —el presidente hablaba con mucha suavidad, demasiada para ser un hombre tan grande y tan fuerte y tan vigoroso.
Gottlieb volvió al laboratorio en su balanceante bici. Fue por mensaje telefónico de una brusca empleada de la oficina del director como se le informó de que «su dimisión había sido aceptada».
«¿Despedirme?», se dijo angustiado, «¡No pueden! ¡Soy la gloria principal, la única gloria de esta escuela de tenderos!». Cuando comprendió que estaba claro, muy claro, que le habían despedido, se avergonzó de haberles dado una oportunidad de echarle. Pero lo que era más decepcionante era que en su tentativa de ser un político hubiese interrumpido la tarea sagrada.
Necesitaba paz y un laboratorio, inmediatamente.
¡Ya verían lo idiotas que habían sido cuando se enterasen de que le habían llamado de Harvard!
Añoraba modales más suaves de Cambridge y de Boston. ¿Por qué se había quedado tanto tiempo en la tosca Mohalis? Escribió al doctor Entwisle, insinuando que estaba dispuesto a que le hiciesen una oferta. Esperaba un telegrama. Esperó una semana, luego recibió una larga carta de Entwisle confesando que se había precipitado al hablarle de la posibilidad de que se incorporase al cuerpo docente de Harvard. Le presentaba los respetos de los demás docentes y su esperanza de que en algún momento pudiesen tener el honor de contar con su presencia, pero que las cosas estaban por entonces…
Gottlieb escribió a la Universidad de West Chippewa diciendo que, finalmente, estaba dispuesto a pensar en su Decanato de Medicina… y le respondieron que la plaza estaba ya ocupada y que no les había parecido nada bien el tono de su carta anterior, y que no creían «que valiese la pena hablar más del asunto».
Gottlieb, con sesenta y un años, solo había ahorrado unos cuantos cientos de dólares… literalmente unos cuantos cientos. Lo mismo que un albañil en paro, o encontraba un trabajo o iba a pasar hambre. No era ya un genio impaciente por ver interrumpido su trabajo creador sino un harapiento maestro de escuela caído en desgracia.
Paseaba por su casita marrón, revolvía papeles, miraba fijamente a su mujer, miraba fijamente viejos cuadros, miraba fijamente al vacío. Aún le quedaba un mes de clases (habían fechado para entonces la dimisión que habían escrito para él) pero estaba demasiado deprimido para ir al laboratorio.
Se sentía rechazado, casi desvalido. Su antigua seguridad se había convertido en lástima de sí mismo. Esperaba cada entrega del correo. Era indudable que alguien que supiese quién era él, lo que significaba, le ayudaría. Recibía muchas cartas amistosas sobre investigación, pero la clase de hombres con los que mantenía correspondencia no se enteraban de los rumores que corrían entre docentes universitarios ni sabían lo necesitado que se hallaba.
No podía, después del infortunio de Harvard y del rechazo de West Chippewa, recurrir a las universidades o a las instituciones científicas, y era demasiado orgulloso para escribir cartas de súplica a los hombres que le reverenciaban. No, ¡sería práctico! Escribió a una agencia de colocación de profesores de Chicago, y recibió una respuesta encopetada en que se le prometía mirar a ver e investigar si podría obtener un puesto como profesor de Física y Química en un instituto de enseñanza media suburbano.
Antes de que se hubiese recuperado lo suficiente de su furia para ser capaz de responder, su hogar se vio sobrecogido por el súbito agravamiento de su esposa.
Llevaba meses encontrándose mal. Él había querido que la viese un médico, pero ella se había negado, y había estado estúpidamente aterrada todo el tiempo por el miedo a un cáncer de estómago. Así que cuando empezó a vomitar sangre, le pidió ayuda a gritos. El Gottlieb que se burlaba de los credos médicos, de los «carpinteros» y «mercaderes de píldoras» había olvidado lo que sabía de diagnosis, y cuando él o algún miembro de su familia estaban enfermos llamaba al médico tan desesperadamente como cualquier lego de aldea para el que la enfermedad fuese la malevolencia tenebrosa de diablos desconocidos.
Con una simplicidad increíble consideró que, como su disputa con Silva no era personal, aún podía llamarle, y esta vez estaba justificado. Silva acudió, lleno de una benevolencia exagerada, riendo para sí y diciéndose: «¡Cuando se trata de algo que le importa de veras, no corre a buscar a Arrhenius o a Jacques Loeb, me busca a mí!». El hombrecillo aportó fuerza a la humilde casita y Gottlieb confiaba plenamente en él.
La señora Gottlieb estaba sufriendo. Silva le dio morfina. Se enteró, no sin satisfacción, de que Gottlieb ni siquiera conocía la dosis. Luego la examinó: sus manos gordezuelas tenían la sensibilidad de los dedos esqueléticos de Gottlieb aunque no tuviesen su precisión. Miró el dormitorio sin ventilación: las cortinas de un verde oscuro, el crucifijo sobre la robusta cómoda, el grabado en color de una doncella de virtuosa voluptuosidad. Le inquietó la sensación de haber estado recientemente allí. Recordó. Era la habitación gemela del triste dormitorio de un tendero alemán que había visto un mes atrás durante una visita.
Le habló a Gottlieb no como a un colega ni como a un enemigo sino como a un paciente, al que había que animar.
—No creo que haya ninguna masa tumoral. Como por supuesto sabe usted, doctor, eso se puede determinar en gran medida por las diferencias en el tamaño del borde inferior de las costillas, y por la superficie del vientre en la respiración profunda.
—Oh, síííí.
—No creo que tenga que preocuparse lo más mínimo. Lo mejor es que la llevemos rápidamente al hospital de la universidad; allí le daremos una comida de prueba y la miraremos por rayos y echaremos un vistazo para ver si hay bacilos de Boas-Oppler.
Se la llevaron, pesada, inerte, la bajaron por las escaleras de la casita. Gottlieb iba con ella. Era imposible saber si la amaba o no, si era capaz de afecto doméstico normal. La necesidad de recurrir al decano Silva había dañado su opinión de su propio saber. Era la afrenta final, más sutil y más enervante que la oferta de enseñar química a niños. Sentado allí, junto a la cama de ella, su rostro oscuro estaba pálido y las arrugas que profundizaban cruzando aquella máscara podrían haber sido fruto de la aflicción, fruto del miedo… Tampoco se sabe cómo había mirado, a lo largo de los años seguros y sin invasiones, el crucifijo de su esposa, que Silva había visto sobre la cómoda: un crucifijo chillón de escayola enmarcado en una caja con conchas doradas.
Silva diagnosticó que probablemente se tratase de úlcera gástrica, y sometió a la enferma a un tratamiento, con comidas ligeras y frecuentes. La enferma mejoró, pero permaneció en el hospital cuatro semanas y Gottlieb se preguntaba: «¿Están engañándonos estos médicos? ¿Es en realidad cáncer, y están ocultándomelo a mí, que no sé nada, por su mística del oficio?».
Privado de la presencia tranquilizadora y silenciosa de ella, de la que noche tras agotadora noche había dependido, le agobiaban sus hijas, le desesperaba su ruidosa práctica del piano, su incapacidad para manejar a una criada sucia y descuidada. Cuando ellas se iban a la cama se quedaba sentado solo, bajo la pálida luz de la lámpara, inmóvil, sin leer. Estaba desconcertado. Su altivo yo era como un capitalista explotador que hubiese caído en manos de esclavos rebeldes, encorvado bajo una carga inmunda, los ojos orgullosos llenos de legañas y torturados por la desesperación, la mano de la espada cercenada y el muñón de la muñeca invadido por moscas indecentes.
Fue en esa época cuando se encontró con Martin y Leora en la calle en Zenith.
No miró hacia atrás después de que pasaron, pero toda aquella tarde caviló sobre ellos. «Esa chica, tal vez fuese ella la que me robó a Martin… ¡se lo robó a la ciencia! ¡No! Tenía razón. ¡No hay más que ver lo que les pasa a tontos como yo!».
Al día siguiente de que Martin y Leora hubiesen salido cantando para Wheatsylvania, Gottlieb fue a Chicago, a la agencia de empleo de profesores.
La empresa la controlaba un individuo activo y vital que había sido en tiempos inspector escolar del condado. No estaba muy interesado. Gottlieb perdió el control:
—¿Se dedica usted a encontrar trabajo a los profesores o solo envía usted circulares para divertirse? ¿Ha mirado usted mi currículum? ¿Sabe usted quién soy?
—¡Oh, sí —gritó el agente— sabemos quién es usted, por supuesto, lo sabemos muy bien! Cuando me escribió usted no lo sabía, pero parece tener un buen historial como hombre de laboratorio, aunque no veo que haya descubierto usted nada que tenga la menor utilidad en medicina. Habíamos tenido la esperanza de poder ofrecerle una oportunidad que ni usted ni nadie ha tenido jamás. John Edtooth, el magnate petrolero de Oklahoma, ha decidido fundar una universidad que por extensión y dotación e individualidades superará todo lo que haya podido hacerse en educación: ¡el gimnasio más grande del mundo, con un exentrenador de béisbol de los Gigantes de Nueva York! Pensamos que quizás podría trabajar usted allí en bacteriología o en fisiología… pensamos que podría conseguir enseñar eso, también, si ponía usted interés en el asunto. Pero hemos estado haciendo algunas indagaciones. Hemos hablado con unos amigos nuestros, de Winnemac. Y nos hemos enterado de que no se le puede confiar a usted un cargo de verdadera responsabilidad. ¡En fin, le echaron a usted por incompetencia general! Pero ahora que ha recibido usted su lección… ¿Cree que podría enseñar Higiene Práctica en la Universidad de Edtooth?
Gottlieb se puso tan furioso que se olvidó de hablar inglés, y como todas sus maldiciones las decía en alemán de estudiante, con una voz seca y restallante, la escena resultó toda ella realmente muy divertida para el contable y las taquígrafas que se rieron a carcajadas. Cuando salió de aquel lugar, Max Gottlieb caminaba despacio, sin rumbo, y había en sus ojos lágrimas seniles.