I
La Fábrica de Cajas de Hombre Anuncio estaba en llamas. Todo Zenith sur estaba agitado por el brillo del fuego en las nubes bajas, el olor a madera quemada, las campanas infernales del aparato de carga de los bomberos. Estaban amenazadas miles de casitas de madera situadas al oeste de la fábrica, y mujeres tapadas con chales y hombres despeinados con los pantalones por encima del pijama, que se habían levantado precipitadamente de la cama, acudían corriendo con un denso murmullo de pisadas en las calles empapadas del frío de la noche.
Los bomberos, con calma profesional, con sus cascos, estaban cargando los goteantes motores. Los policías contenían la presión de la gente, esgrimiendo sus porras, gritando: «¡Atrás, eh, vosotros!». El cortafuego era sagrado. Solo el propietario de la fábrica y los periodistas podían pasar. Un peón de la fábrica de ojos enloquecidos fue parado por un sargento de policía.
—¡Tengo mis herramientas ahí dentro! —gritaba.
—Eso no es ninguna justificación —gritó a su vez pavoneándose, el sargento—. ¡Nadie puede pasar de aquí!
Pero uno pasó. Todos oyeron el blang-blang-blang de una ambulancia que llegaba veloz, incesante, furiosa, desafiante. La multitud le abrió paso sin necesidad de ordenárselo y el inmenso automóvil gris se deslizó por él, casi rozando a los espectadores. Y atrás, arrogante en su uniforme blanco, imperturbable en un estrecho asiento, estaba El Doctor… Martin Arrowsmith.
La multitud le miraba, los policías corrían a recibirle.
—¿Dónde está el bombero que resultó herido? —les dijo.
—En aquel cobertizo —gritó el sargento de policía, corriendo al lado de la ambulancia.
—¡Hay que acercarse más allí! ¡No importa el humo! —aulló Martin al conductor.
Un teniente de bomberos le condujo hasta un montón de serrín en el que estaba acurrucado un joven inconsciente, la cara pálida y sudorosa.
—Recibió una mala dosis de humo de la madera verde y se desmayó. Un buen muchacho. ¿Va a morir? —le dijo el teniente.
Martin se arrodilló a su lado, le tomó el pulso, escuchó la respiración. Luego abrió bruscamente un maletín negro, le administró una hipodérmica de estricnina y le aplicó una ampolla de amoniaco a la nariz.
—Se pondrá bien. Ustedes dos, métanlo en la ambulancia… ¡rápido!
El sargento de policía y el patrullero en prácticas más novato se apresuraron los dos a hacerlo, murmurando los dos: «Está bien, doctor».
Luego se acercó a Martin el reportero jefe del Advocate-Times. Aunque solo tenía veintinueve años de edad, era el hombre más viejo y tal vez el más cínico del mundo. Había entrevistado a senadores; había descubierto chanchullos en asociaciones benéficas e incluso en combates profesionales de boxeo. Tenía finas arrugas bordeándole los ojos, liaba constantemente cigarrillos Bull Durham, y su opinión sobre el honor del hombre y la virtud de la mujer era bastante pobre. Sin embargo con Martin, o al menos con El Doctor, era cortés.
—¿Se pondrá bien, doctor? —dijo con voz gangosa.
—Sí, yo creo que sí. Es sofocación. El corazón sigue funcionando.
Martin gritó las últimas palabras desde el escalón de la parte de atrás de la ambulancia, que se alejaba con saltos y balanceos, cruzaba el patio de la fábrica, atravesando el humo acre, hacia la multitud en retroceso. Martin poseía la ciudad y mandaba en ella, él y el conductor de la ambulancia. No hacían caso de las normas de tráfico, desdeñaban a la gente, que regresaba de teatros y cines, que salpicaba las calles que se desplegaban delante del raudo capó gris. ¡Que se aparten del camino! El agente de tráfico que había entre Chickasaw y la Veinte oyó que llegaban, corriendo como el expreso de medianoche… urrrrr… blang-blang-blang-blang… y despejó la ruidosa esquina. La gente se apretujaba contra la acera, amenazada por los caballos que retrocedían y los coches que maniobraban, y entre ellos pasaba lanzada la ambulancia, blang-blang-blang-blang, con El Doctor cogido a una correa y balanceándose con desenvoltura en su peligroso asiento.
En el hospital, el recepcionista gritó: «Un caso de tiroteo en el Arbor, doctor».
—Está bien. Un momento, que voy a echar un trago —dijo plácidamente Martin. De camino a su habitación pasó ante la puerta abierta del laboratorio del hospital, con su maltrecho plano de trabajo, sus hileras sin vida de frascos y de tubos de ensayo.
—¡Uf! ¡Menudo asunto! ¡Qué pérdida de tiempo los laboratorios! Esto sí que es la vida real —dijo con entusiasmo, y no se permitió aceptar la visión de Max Gottlieb esperando allí, tan flaco, tan cansado, tan paciente.
II
Los seis internos del General de Zenith, incluidos Martin y Angus Duer, vivían en una larga habitación oscura con seis literas y seis tocadores extravagantemente adornados con fotos y corbatas y calcetines sin zurcir. Se pasaban horas sentados en la cama, discutiendo los méritos de la cirugía frente a la medicina interna, planeando las comidas de las que esperaban disfrutar en sus noches libres, y explicaban a Martin, como el único hombre casado, las virtudes de las diversas enfermeras de las que, uno a uno, acababan enamorándose.
A Martin la rutina del hospital le resultaba un poco aburrida. Aunque asimiló el Paso del Interno, la forma rápida de recorrer los pasillos con el estetoscopio destacando en el bolsillo, no asimiló, no pudo hacerlo, los modales del médico de cabecera. Le daban lástima los pacientes magullados, pálidos, doloridos, cambiando constantemente como individuos y no cambiando nunca como una masa gris de dolor, pero cuando había vendado por tercera vez una herida, ya estaba cansado; quería continuar con nuevas experiencias. Sin embargo, el trabajo de ambulancia fuera del hospital era infinitamente estimulante para su orgullo.
El Doctor, y solo El Doctor, estaba seguro de noche en los barrios bajos llamados «El Arbor». Su maletín negro era un salvoconducto. Los policías le saludaban, las prostitutas le hacían una inclinación sin burla, los dueños de los bares le decían: «buenas noches, doctor», y apartaban a los hombres que estaban apoyados en las entradas para dejarle paso. Martin tenía poder, el primer poder evidente de toda su vida. Y sus salidas eran una aventura incesante.
Sacó al director de un banco de un tugurio ilegal donde se consumían bebidas alcohólicas; ayudó a la familia a ocultar la desgracia; rechazó luego, indignado, su intento de pagarle por ello; y después, cuando pensó en cómo podría haber cenado con Leora con aquel dinero, lamentó haberlo rechazado. Irrumpió en habitaciones de hotel que apestaban a gas y revivió a presuntos suicidas. Bebió ron Trinidad con un miembro del Congreso que defendía la prohibición. Asistió a un policía agredido por huelguistas y a un huelguista agredido por policías. Ayudó en una operación abdominal de emergencia a las tres de la madrugada. El quirófano (paredes de mosaico blanco y suelo de mosaico blanco y claraboya resplandeciente de cristal esmerilado) parecía forrado de un hielo iluminado por fuego, y las grandes lámparas incandescentes relumbraban en los estuches de cristal de los instrumentos, aquellos cuchillitos crueles. El cirujano, con una larga bata blanca, turbante blanco y guantes de goma de un naranja pálido, hizo su rápida incisión en el cuadrado de carne amarillenta al descubierto entre toallas, penetrando profundamente en capas de grasa, y Martin siguió mirando sin conmoverse cómo seguía amenazadoramente al corte la primera sangre. Y un mes después, durante el desbordamiento del río Chaloosa, trabajó durante setenta y seis horas, con descansos de media hora para dormir en la ambulancia o en una mesa de la comisaría de policía.
Desembarcó de un bote en lo que había sido la segunda planta de una casa de pisos y asistió a un parto en la última planta; vendó cabezas y brazos de una sucesión de hombres que hacían cola ante él; pero lo que le proporcionó gloria fue la hazaña, absolutamente disparatada, de nadar en la corriente desbordada para salvar a cinco niños aislados y aterrados sobre un balanceante banco de iglesia. Los periódicos le otorgaron grandes titulares, y cuando regresó a besar a Leora y a dormir doce horas seguidas, pensó, echado en la cama, en la investigación con una satírica burla autodefensiva.
«¡Gottlieb, ese pobre viejo cascarrabias sin sentido práctico! ¡Me gustaría verle nadar en aquella corriente!», dijo triunfal el doctor Arrowsmith a Martin.
Pero en la guardia nocturna, solo, tenía que enfrentarse al yo que había tenido miedo a descubrir, y sentía nostalgia del laboratorio, de la emoción de los descubrimientos inexplorados, la indagación por debajo de la superficie y más allá del momento, la búsqueda de leyes fundamentales que el científico (por muy blasfemo y coloquial que sea el lenguaje con que pueda describirla) exalta por encima de la curación temporal, lo mismo que el religioso exalta la naturaleza y la gloria terrible de Dios por encima de las agradables virtudes cotidianas. Junto a la tristeza había envidia de haber quedado fuera de aquellas cosas, de que otros se le adelantaran, cada vez más seguros en la técnica, con una conciencia más amplia de los fenómenos de la química biológica, atreviéndose a profundizar más en la explicación de las leyes que los pioneros habían intuido e insinuado a tientas.
En su segundo año de internado, cuando las emociones de incendios e inundaciones y asesinatos se convirtieron en una rutina tan evidente como la contabilidad, cuando hubo visto ya las formas, extrañamente escasas, con que los seres humanos pueden conspirar para herirse y matarse entre ellos, cuando ya solo le resultaba agotador tener que estar a la altura de la presunción de ser El Doctor, Martin intentó satisfacer, y tal vez matar, su ansia científica culpable con pequeñas tareas voluntarias en el laboratorio del hospital, correlacionando los recuentos de sangre en casos de anemia perniciosa. Esa frivolidad con la droga de la investigación era arriesgada. En medio del trajín de las operaciones empezó a imaginar la quietud arrebatadora del laboratorio. «Es mejor que acabe con esto», le dijo a Leora, «si voy a establecerme en Wheatsylvania y atender el negocio y ganarme la vida… ¡y por supuesto voy a hacerlo!».
El decano Silva acudía a menudo al hospital para consultas. Un día, a última hora, cruzaba el vestíbulo y estaba allí Leora, que había salido ya de la oficina donde era taquígrafa, esperando a Martin para ir a cenar. Martin les presentó y el hombrecillo retuvo la mano de ella, ronroneó y luego dijo con voz chillona: «¿Me dan ustedes, hijos, el placer de invitarles a cenar? Mi mujer me ha abandonado. Soy un hombre misantrópico y solo».
Caminó trotando entre ellos, gordito y feliz. Martin y él no eran alumno y profesor, sino dos médicos juntos, pues el decano Silva era un pedagogo que aún podía interesarse por un hombre que no se sentaba ya a sus pies. Condujo a los dos hambrientos a un bodegón y en un reservado de paredes fijas les atracó hábilmente con pato al horno y jarras de cerveza.
Se concentraba en Leora, pero hablaba de Martin:
—Su marido tiene que ser un artista de la curación, no un rebuscador de pequeñeces como esos hombres de los laboratorios.
—Pero Gottlieb no es ningún rebuscador de pequeñeces —insistió Martin.
—No. Pero con él… Se trata de una diferencia de dioses. Los dioses de Gottlieb son los cínicos, los destructores… los aguafiestas en lenguaje vulgar: Diderot y Voltaire y Elser; grandes hombres, trabajadores admirables, pero hombres que disfrutaban más destruyendo las teorías de otras personas que creando las suyas. Sin embargo, mis dioses son los hombres que toman los descubrimientos de los dioses de Gottlieb y los utilizan para provecho de los seres humanos… ¡les dan vida!
»Los hombres que inventaron la pintura y el lienzo merecen crédito, pero ¿quién lo merece más, eh? ¡Los Rafael y Holbein que utilizaron esos descubrimientos! ¡Laennec y Osler, esos son los hombres! Ese asunto de la investigación pura está muy bien: buscar la verdad, sin las trabas del comercialismo ni la búsqueda de la fama. Llegar hasta el fondo. No preocuparse de las consecuencias ni de los usos prácticos. Pero hay que tener en cuenta que si se llevase esa idea lo bastante lejos, un hombre podría considerarse justificado para no hacer nada más que contar los adoquines de la avenida Warehouse… sí, y para torturar a la gente solo por ver cómo chillaba… ¡y burlarse luego de un hombre dedicado a procurar que estén bien y sean felices millones de personas!
»¡No, no! Señora Arrowsmith, aquí el amigo Martin es un individuo apasionado, no un burro de carga. Tiene que ser apasionado en beneficio de la humanidad. Ha elegido la vocación más elevada del mundo, pero es un demonio irresponsable y experimentador. Debe usted procurar que siga esa vocación, querida mía, y no dejar que el mundo pierda el beneficio de su pasión.
Tras esta solemne admonición, Papá Silva les llevó a ver una comedia musical y se sentó entre los dos, dando palmaditas a Martin en el hombro y a Leora en el brazo, muriéndose de risa cuando el cómico metió el pie en el cubo de cal. En la volubilidad de la medianoche, Martin y Leora expresaron en murmullos su afecto por él y vieron su aventura de Wheatsylvania como una gloria y una salvación.
Pero unos cuantos días antes de que Martin terminara su internado y de su migración a Dakota del Norte, se encontraron en la calle con Max Gottlieb.
Hacía más de un año que Martin no le veía; Leora no le había visto nunca. Parecía preocupado y enfermo. Mientras Martin dudaba angustiado si limitarse a saludarle con un cabeceo y seguir, Gottlieb se paró.
—¿Cómo va todo, Martin? —dijo cordialmente. Pero sus ojos decían: «¿Por qué no has vuelto nunca a mí?».
El muchacho tartamudeo algo, nada, y cuando Gottlieb se había ido ya, se encogió como si sintiera un dolor y sintió un gran deseo de correr tras él.
—¿Ese es el profesor Gottlieb del que siempre andas hablando? —le estaba preguntando Leora.
—Sí. ¡Dime! ¿Qué te parece?
—Yo no… ¡Sandy, es el hombre más grande que he visto en mi vida! ¡No sé cómo lo sé, pero lo es! ¡El doctor Silva es un encanto, pero ese era un gran hombre! Querría… querría que le viésemos otra vez. Es el primer hombre al que le he puesto la vista encima que me ha hecho pensar que te habría dejado a ti por él, si él me quisiese. Es tan… oh, es como una espada… no, es como un cerebro caminando. Oh, Sandy, parecía tan compungido. Me dieron ganas de llorar. ¡Le limpiaría los zapatos!
—¡Dios! ¡Yo también lo haría!
Pero en el trajín de abandonar Zenith, en la excitación del viaje a Wheatsylvania, la confusión de sus exámenes de estado, la dignidad de ser un médico en ejercicio, se olvidó de Gottlieb; y en aquella radiante pradera de Dakota de principios de junio, con un sabanero en cada poste de cerca, empezó su trabajo.