I
La secretaria del decano Silva levantó la vista alegremente, escuchó con atención, expectante. Pero Martin dijo con mansedumbre: «¿Podría ver al decano, por favor?». Y esperó mansamente, en la hilera de sillas de roble, bajo el calendario farmacéutico de Dawson Hunziker.
Atravesó solemnemente la puerta de cristal hasta el despacho del decano y allí estaba el doctor Silva, sonriendo resplandeciente. Sentado, el hombrecillo parecía grande, tan abombada tenía la cabeza, tan tupido era su bigote redondeado.
—¡Bueno, caballero!
—Me gustaría volver —suplicó Martin—, si usted me lo permite. Le pido sinceramente disculpas a usted e iré a ver al doctor Gottlieb y me disculparé con él… aunque sinceramente, no puedo dejar tirado a Cliff Clawson…
El doctor Silva saltó de su asiento, impetuosamente. Martin se preparó. ¿No era bienvenido? ¿No tenía ningún hogar, en ninguna parte? No podría luchar. Ya no le quedaba valor. Estaba tan cansado después del monótono viaje, después de contenerse tanto para no enfadarse con los Tozer. ¡Estaba tan cansado! Miró melancólicamente al decano.
—No se preocupe, muchacho —gorjeó el hombrecillo—. ¡No hay ningún problema! Nos alegramos de que vuelva usted. ¡Sobran las disculpas! Lo único que yo quería era que hiciera usted lo que haya estado haciendo. ¡Es bueno tenerle de vuelta! Creía en usted, y luego pensé que tal vez le hubiésemos perdido. ¡Viejo tonto!
Martin estaba sollozando, demasiado débil para contenerse, demasiado solo y demasiado débil, y el doctor Silva intentó consolarle.
—Hablémoslo todo y veamos dónde estaba el problema. ¿Qué puedo hacer yo? Entiende usted, Martin, que la cosa que yo más deseo en la vida es ayudar a que haya en este mundo el mayor número posible de buenos médicos, de grandes profesionales. ¿A qué se debe ese nerviosismo? ¿Dónde ha estado usted?
Cuando Martin llegó a Leora y su matrimonio, Silva ronroneó: «¡Estoy encantado! Parece por lo que me dice, una chica estupenda. Bueno, tenemos que intentar que entre usted en el Hospital General de Zenith para el internado, dentro de un año, y que pueda así mantenerla adecuadamente».
Martin recordó con qué frecuencia, qué acerbamente se había burlado Gottlieb de «esas alegres campanas de boda o de cárcel». Salió de allí convertido en un discípulo de Silva; se fue a estudiar furiosamente; y la brillante locura del genio de Max Gottlieb se esfumó de su fe.
II
Leora escribió diciendo que la habían expulsado de la escuela de Enfermería por su excesiva falta de asistencia y por estar casada. Sospechaba que había sido su padre quien había informado a las autoridades del hospital. Luego, se descubrió que ella había encargado en secreto un libro de taquigrafía y, pretextando querer ayudar a Bert, estaba utilizando la máquina de escribir del banco, con la esperanza de que en el otoño próximo pudiese irse con Martin y ganarse la vida trabajando como taquígrafa.
En una ocasión, él se ofreció a dejar la medicina, a coger cualquier trabajo que pudiese encontrar y mandar a por ella. Ella lo rechazó.
Aunque Martin, al ponerse al servicio de Leora y de su nuevo dios, el decano Silva, se había hecho austero, negándose a sí mismo el whisky, aprendiendo página tras página de medicina con una furia frenética, se sentía siempre en un vacío de deseo de ella y siempre echaba a correr en la última manzana, antes de llegar a la pensión, para ver si había una carta suya. De pronto se le ocurrió un plan. Había probado ya la vergüenza… esta nueva vergüenza no importaba. Huiría hasta ella en las vacaciones de Pascua; obligaría a Tozer a mantenerla mientras estudiaba taquigrafía en Zenith; él la tendría cerca durante el último año. Pagó a Cliff los cien dólares que le había prestado en cuanto llegó el cheque bimensual de Elk Mills, y calculó sus finanzas al céntimo. Si no compraba el traje que necesitaba angustiosamente, podía arreglárselas. Luego hizo solo dos comidas al día, durante más de un mes, y de esas comidas una consistía en pan y mantequilla con café. Se lavaba él mismo la ropa blanca en la bañera y, salvo esporádicas caídas ferozmente disfrutadas, no fumó.
Su regreso a Wheatsylvania fue como su primera fuga, salvo que habló menos con sus colegas vagabundos, y durante todo el trayecto, entre sueñecitos inquietos en los asientos rojos de felpa de los vagones de tren, estudió los voluminosos libros de ginecología y de medicina interna. Le había escrito a Leora dándole determinadas instrucciones. Se reunió con ella en el borde de Wheatsylvania y tuvieron un momento de charla y pudieron darse un resuelto beso.
Las noticias se difunden con rapidez en Wheatsylvania. Hay un cierto interés por los asuntos de los demás, y ojos de ciudadanos de cuya existencia Martin no tenía noticia le habían seguido desde su llegada. Cuando los culpables llegaron al castillo plagado de huesos de los ogros Tozer, el padre y el hermano de Leora estaban ya allí, furiosos. El bueno de Andrew Jackson se puso a gritarles. Dijo que podía ser que no hubiese sido una locura el que Martin se hubiese «escapado una vez de la facultad, pero ir y largarse esta segunda vez era una locura absoluta». A pesar de estas palabras, Martin y Leora sonreían confiados.
En cuanto a Bert, sus palabras fueron:
—¡Vive Dios, caballero, esto es demasiado! —Bert había estado leyendo novelas—. Rechazo el uso de términos impropios, pero al ver que vienes de nuevo a asediar a mi hermana por segunda vez, eso es lo único que puedo decir, ¡vive Dios, caballero, esto es demasiado!
Martin se limitó a mirar por la ventana cavilosamente. Reparó en que había tres personas paseando por la calle cenagosa. Todos miraban a la casa de los Tozer con esperanzado interés. Luego habló con firmeza:
—Señor Tozer, he estado trabajando duro. Todo ha ido magníficamente. Pero he decidido que no quiero vivir sin mi mujer. He venido a llevármela. Legalmente, no puede usted impedírmelo. Admitiré, sin discusión, que aún no puedo mantenerla, si sigo en la universidad. Ella va a estudiar taquigrafía. En unos cuantos meses podrá ganarse la vida y entretanto espero que sea usted lo bastante decente para mandarle dinero.
Tozer dijo: «Esto es demasiado». Bert lo llevó aún más allá: «¡Este Tipo, no solo arruina prácticamente a una chica, sino que viene y pide que la mantengamos nosotros por él!».
—Está bien. Como quiera. A la larga, será mejor para ella y para mí y para ustedes si termino la carrera de Medicina y tengo una profesión, pero si no quieren cuidarse de ella, dejaré la facultad, me pondré a trabajar. ¡Oh, la mantendré, desde luego! Solo que nunca volverán a verla. Si siguen comportándose como unos imbéciles, ella y yo nos iremos de aquí en el tren de la noche para la costa, y ese será el final.
Por primera vez en sus siglos de discusión con los Tozer, Martin se puso melodramático. Agitó el puño bajo la nariz de Bert.
—¡Y si tú intentas impedirnos marchar, que Dios te ampare! ¡Cómo se va a reír de ti todo el mundo en este pueblo!… ¿Qué me dices a eso, Leora? ¿Estás dispuesta a irte conmigo… para siempre?
—Sí —dijo ella.
Lo discutieron, por extenso. Tozer y Bert adoptaron actitudes de defensa. Ellos no podían, dijeron, dejarse intimidar por nadie. Además, Martin era un Aventurero, y ¿cómo sabía Leora que no estaba planeando vivir a costa del dinero que le enviasen a ella? Poco a poco fueron cediendo. Decidieron que aquel nuevo y maduro Martin, aquella nueva Leora de mirada dura estaban dispuestos a dejarlo todo con tal de estar juntos.
El señor Tozer lloriqueó mucho, y acabó prometiendo enviarle a Leora setenta dólares al mes hasta que estuviese preparada para trabajar en una oficina.
En la estación de Wheatsylvania, mirando desde la ventanilla del tren, Martin comprendió que aquel Jackson Tozer de ojos angustiados y labios fruncidos amaba a su hija, sentía mucho que se fuese.
III
Martin encontró una habitación para Leora en el deteriorado borde norte de Zenith, varios kilómetros más cerca de Mohalis y de la universidad de lo que lo había estado el hospital; una habitación cuadrada blanca y azul, con sillas sucias pero con respaldo hasta los hombros. Daba a un terreno baldío, azotado por el viento y descuidado, que llegaba hasta las brillantes y lejanas vías del ferrocarril. La casera era una alemana gorda sensible a lo romántico. Es dudoso que llegase a creer alguna vez que estaban casados. Era una buena mujer.
Había llegado el baúl de Leora. Sus libros de taquigrafía estaban primorosamente colocados en su pequeña mesa, y sus zapatillas rosa de fieltro estaban colocadas debajo de la cama metálica blanca. Martin se asomó con ella a la ventana, enloquecido con un orgullo de propietario. De pronto se sintió tan débil, tan cansado, el misterioso cemento que mantiene unida una célula a otra parecía disolverse, y tuvo la sensación de estar desmayándose. Pero las rodillas se enderezaron rígidamente, echó la cabeza hacia atrás, apretó los labios sobre los dientes, se contuvo y exclamó: «¡Nuestro primer hogar!».
Era embriagador que estuviese con ella, tranquilo, sin que nada les perturbara.
Aquella habitación vulgar brillaba con una luz extraña; las vigorosas malas hierbas y los ásperos matorrales del terreno baldío estaban radiantes bajo el sol de abril, y había gorriones piando.
—Sí —dijo Leora, con la voz, luego con labios ávidos.
IV
Leora asistió a la Universidad de Comercio y Finanzas de Zenith, cuyo título indicaba que era una escuela grande y razonablemente mala para taquígrafas, contables e hijos de cerveceros y políticos de Zenith que no eran capaces de acceder siquiera a las universidades del estado. Trotaba diariamente hasta el tranvía, una limpia figura infantil con cuadernos y lápices afilados, para perderse entre la horda de estudiantes. Tardó seis meses en aprender la taquigrafía suficiente para conseguir un puesto de trabajo en una oficina de seguros.
Hasta que Martin se graduó, conservaron aquella habitación, su hogar, cada día más querido. Nadie había tan hogareño como aquellas dos aves de paso. Dos noches por semana como mínimo, Martin llegaba de Mohalis y estudiaba allí. Ella tenía un talento genial para mantenerse apartada de su camino, para no exigir que se fijase en ella, de manera que, mientras él se zambullía en sus libros como no había hecho jamás en la susurrante, gruñente y expectorante compañía de Cliff, siempre tenía la sensación cálida y semiinconsciente de su presencia. A veces, a medianoche, justo cuando él empezaba a darse cuenta de que tenía hambre, descubría que había aparecido junto a él, por silenciosa magia, un plato de emparedados. No era, en modo alguno, menos afectuoso por el hecho de que no hiciese ningún comentario. Ella le hacía sentirse seguro. Mantenía a raya al mundo que le había golpeado.
En sus paseos, en la cena, en el disoluto y delicioso cuarto de hora de disipación en que se sentaban en el borde de la cama envueltos en colchas y fumaban el inexcusable cigarrillo de antes del desayuno, él le explicaba su trabajo, y cuando ella terminó sus estudios, intentaba leer cualquier libro que él no estuviese utilizando. Sin saber nada, sin aprender nunca mucho de los detalles concretos de la medicina, entendía, sin embargo (es posible que mejor que Angus Duer), la filosofía y la base del trabajo de él. A pesar de que Martin había abandonado el culto a Gottlieb y su ansia del laboratorio como santuario, aunque había decidido ser un médico práctico dispuesto a hacerse rico, había aún algo en él del espíritu de Gottlieb que persistía. Siempre quería indagar por detrás de los datos y de los detalles y de las listas de impresionante sonoridad de los términos técnicos, buscando las causas de las cosas, buscando reglas generales que pudiesen reducir el caos de síntomas diversos y contradictorios al orden claro de la química.
Los sábados por la noche iban solemnemente al cine, a ver películas de uno y dos carretes con el vaquero Billy Anderson y una chica que más tarde sería famosa como Mary Pickford, y analizaban luego con toda solemnidad sus tramas inexistentes mientras regresaban, indiferentes a las otras personas con las que se cruzaban en la calle; pero cuando iban al campo un domingo (con cuatro emparedados y una botella de gaseosa de jengibre en los raídos bolsillos de él), la perseguía ladera arriba y hondonada abajo, y perdían su solemnidad entregados a un gozo infantil. Martin procuraba, cuando iba por la noche a la habitación de ella, coger el tranvía nocturno para Mohalis y estar cerca de su trabajo al despertar por la mañana. Era firme en eso, siempre, y ella admiraba su eficiencia, pero nunca llegaba a coger el tranvía. La gente que cogía el interurbano de las seis de la mañana acabó acostumbrándose a un joven pálido y de rápidos movimientos, que se sentaba encorvado en un asiento de atrás y devoraba grandes libros rojos, mientras mordisqueaba con aire ausente un donut de aspecto bastante atroz. Pero no había en aquel joven nada de la pesadez de los trabajadores que se levantaban y se arrastraban al amanecer para otro día fútil y gris de trabajo. Él parecía extrañamente decidido, extrañamente contento.
Todo era mucho más fácil ahora que estaba liberado en parte de la honestidad tiránica del gottliebismo, de la búsqueda implacable de causas que, a medida que iba atravesando capa tras capa, parecían cada vez más alejadas de los principios más profundos, de la tensión insoportable de aprender día tras día lo mucho que ignoraba. Le resultaba grato huir de la nevera de Gottlieb al mundo cálido y amistoso del decano Silva.
De vez en cuando, veía a Gottlieb en el campus. Intercambiaban una inclinación de cabeza avergonzada y continuaban su camino acelerando el paso.
V
No parecía haber ninguna diferencia entre su primer año y el segundo. Tuvo que seguir en Mohalis todo el verano debido al tiempo que había perdido. El año y medio transcurrido desde su matrimonio hasta su graduación fue un frenesí vertiginoso, sin fechas ni estaciones.
Después de que, como ellos decían, «había prescindido de sus tonterías y se había puesto a trabajar», se había ganado la admiración del doctor Silva y de todos los Buenos Estudiantes, en especial de Angus Duer y del reverendo Ira Hinkley. Martin siempre había proclamado que le traía sin cuidado su aprobación, el aplauso de los vulgares esclavos del trabajo, pero ahora que contaba con él, lo valoraba. Por mucho que se burlase, estaba agradecido de que le tratase como un igual Angus, que pasaba el verano como externo en el Hospital General de Zenith, y que poseía ya la dignidad inalcanzable de un joven cirujano de éxito.
A lo largo de aquel cálido verano, Martin y Leora trabajaron, aguantaron el calor, y cuando se sentaban en su habitación, con sus libros y una negra cazuela de cerveza, ni su ropa ni su lenguaje guardaban el decoro que debería uno de esperar de una pareja romántica consagrada a la ciencia y a una elevada misión. No eran muy recatados. Leora dio en usar, a su modo despreocupado, unas palabras tales, unos antiguos monosílabos anglosajones tales, que habrían consternado a Angus o a Bert Tozer. En sus veladas fuera iban económicamente a una Coney Island de imitación al lado de un hediondo y espumoso lago, y comían con serio placer perritos calientes, viajaban esforzadamente en el ferrocarril panorámico.
Su principal animador era Cliff Clawson. Cliff no estaba voluntariamente solo y callado más que cuando estaba dormido. Es probable que su éxito en la venta de automóviles se debiese exclusivamente a su amor por las enormes cantidades de alegre conversación que parecían necesarias en esa ocupación. Es imposible determinar cuánta de su atención a Martin y Leora era amistad y cuánta era debida a su miedo a estar solo, pero desde luego les entretenía y les sacaba de sí mismos y nunca parecía ofenderse por la actitud de hosco rechazo con que Martin le recibía a veces cuando iba a buscarles.
Llegaba rugiendo a la casa en un automóvil, el amortiguador de ruidos siempre apagado. Gritaba hacia su ventana: «¡Eh, chicos, vamos! ¡Salid de ahí! ¡Moved las piernas! Demos una vuelta en el coche para refrescarnos y luego os convidaré a comer».
Cliff nunca comprendía que Martin tuviese que trabajar. Había poca excusa para la brutalidad esporádica de Martin al mostrar su enojo pero, ahora que estaba alimentado por Leora y se comportaba de un modo egoísta, sin preocuparse lo más mínimo de la necesidad ávida que pudiesen tener otros de él, ahora que estaba asentado en una rutina de laboriosidad y compañerismo satisfecho, le aburría el flujo invariable de humor grueso de Cliff. La cortés era Leora. Ella había oído con demasiada frecuencia los siete chistes que, con disfraces distintos, componían todo el humor y la filosofía de Cliff, pero podía pasarse horas sentada con actitud afable mientras Cliff explicaba lo listo que era vendiendo, y le recordaba firmemente a Martin que nunca tendrían un amigo más leal ni más generoso.
Pero Cliff se fue a Nueva York, a una nueva agencia de venta de automóviles, y Martin y Leora pasaron a depender el uno del otro más total y felizmente de lo que lo habían hecho jamás.
Su última preocupación quedó eliminada por la actitud complaciente del señor Tozer. Ahora se mostraba cordial en todas sus cartas, aunque les irritasen sus consejos paternales con los que les penalizaba por cada cheque que les remitía.
VI
Ninguna de las actividades frenéticas del segundo año (neurología y pediatría, prácticas de obstetricia, historias clínicas en los hospitales, asistencia a operaciones, vendaje de heridas, aprender que cuando los pacientes pobres le llamaban a uno «doctor» no pareciese que te resultaba embarazoso) era tan importante como el debate sobre: «¿Qué haremos después de la graduación?».
¿Es necesario ser un interno durante más de un año? ¿Seguiremos siendo toda la vida médicos de medicina general o procuraremos convertirnos en especialistas? ¿Qué especialidades son las mejores… es decir, las mejor pagadas? ¿Nos estableceremos en el campo o en la ciudad? ¿Y si nos vamos al Oeste? ¿Y si entramos en el cuerpo médico del ejército: saludos, botas de montar, mujeres guapas, viajes?
Esta discusión la sostenían en los pasillos del edificio principal de la Facultad de Medicina, en el hospital, en los comedores; y cuando Martin se iba a casa con Leora pasaba por todo ello de nuevo, muy docta, muy explicativamente. Martin «tomaba una decisión» casi todas las noches, que rechazaba luego todas las mañanas.
En una ocasión en que el doctor Loizeau, profesor de Cirugía, había efectuado una operación en una clase práctica en que participaban varios ilustres médicos invitados (la pequeña figura blanca del cirujano abajo, tajando entre la vida y la muerte, teatral como un gran actor al que llaman a escena), Martin salió de allí convencido de que estaba destinado a la cirugía. Coincidió entonces con Angus Duer, que acababa de ganar la medalla Hugh Loizeau de Cirugía Experimental, en que el operador era el león, el águila, el soldado entre los médicos. Angus era uno de los pocos que sabía sin vacilación, exactamente, lo que iba a hacer: después del internado iba a ingresar en la célebre clínica de Chicago que dirigía el doctor Rouncefield, el eminente cirujano abdominal. En cinco años, decía escuetamente, estaría ganando veinte mil al año.
Martin se lo explicaba todo a Leora. Cirugía. Drama. Nervios de acero. Ayudantes que te adoran. Salvar vidas, ciencia en la creación de nuevas técnicas. Ganar dinero… no convertirse en un comerciante, por supuesto, pero proporcionar a Leora comodidades y una posición desahogada. Viaje a Europa (los dos juntos), gris Londres. Cafés de Viena. Leora le era útil durante su discurso solemne. Asentía suavemente; y a la noche siguiente, cuando él intentaba demostrar que la cirugía era una basura y que la mayoría de los cirujanos no eran más que buenos carpinteros, ella estaba de acuerdo más amistosamente que nunca.
Aparte de Angus, y del futuro misionero médico Ira Hinkley, el primero que descubrió cuál era su futuro fue Gordito Pfaff. Iba a ser obstetra… o, como decían técnicamente los estudiantes de medicina, un «sacabebés». Gordito tenía alma de comadrona; simpatizaba con las mujeres en su jadeante calvario, simpatizaba sincera y casi lacrimosamente, y era espléndido en lo de estar esperando sentado, tomando té. Durante su primer caso de obstetricia, cuando el estudiante que estaba con él se sentía solo nervioso, mientras trajinaban junto a la cama en la dura desolación de la habitación del hospital, Gordito estaba aterrado, y ansiaba como jamás había ansiado nada en su blanda pero melancólica existencia confortar a aquella desconocida pálida y tensa, asumir él mismo sus dolores.
Mientras los demás iban decidiéndose, a menudo por casualidad, a menudo a través de la familia, por sus diversas especialidades, Martin permanecía dudoso. Admiraba la insistencia del decano Silva en el servicio inmediato del médico a la humanidad, pero no podía olvidar las frescas horas ascéticas del laboratorio. Hacia finales del segundo año, pasó a ser necesario tomar una decisión, y se sintió conmovido por un discurso en el que el decano Silva condenaba la excesiva especialización y pintaba al excelente viejo médico de pueblo, sacerdote y padre de sus pacientes, sano bajo cielos abiertos, sereno en la conquista de sí mismo. A esto se sumó la llegada de cartas urgentes del señor Tozer, rogando a Martin que se estableciese en Wheatsylvania.
Tozer amaba a su hija, era evidente, y le gustaba, más o menos, Martin, y les quería cerca de él. Wheatsylvania era una «buena plaza», les decía: campesinos bohemios y alemanes y holandeses y escandinavos que pagaban sus facturas. El médico más próximo era Hesselink, que estaba en Groningen, a casi quince kilómetros de distancia, y que tenía más trabajo del que podía atender. Si se iban allí, él ayudaría a Martin a comprar el equipo que necesitase: hasta le enviaría un cheque inmediatamente y después, durante su internado de dos años en el hospital. El capital de Martin estaba prácticamente agotado. A Angus Duer y a él les habían concedido plazas en el Hospital General de Zenith, donde podrían recibir una formación incomparable, pero el Hospital General de Zenith solo daba a sus internos, el primer año, comida y habitación, y Martin temía que no iba a poder aceptar el nombramiento. La oferta de Tozer le emocionó. Leora y él estuvieron toda la noche levantados hablando con entusiasmo de la libertad del Oeste, de los corazones bondadosos y las manos amistosas de los pioneros, del heroísmo y la utilidad de los médicos rurales, y esta vez llegaron a una decisión que se mantuvo firme.
Se establecerían en Wheatsylvania.
Si echaba de menos un poco la investigación y la curiosidad divina de Gottlieb… bueno, ¡sería un médico rural como Robert Koch! No degeneraría convirtiéndose en un jugador de bridge, un zángano cazador de patos. Tendría un pequeño laboratorio propio. De este modo llegó al final de año y se graduó, lució el birrete y la toga bastante azorado. Angus fue el primero y Martin el séptimo de la clase. Dijo adiós, con lamentaciones y abundante cerveza; encontró una habitación para Leora más cerca del hospital; y pasó a convertirse en Martin L. Arrowsmith, doctor en Medicina, médico residente del Hospital General de Zenith.