Capítulo 9

I

Los gemidos persistentes de la bocina de un automóvil arrastraron a Martin hasta la ventana del laboratorio, al final de una tarde de febrero. Miró abajo. Había allí un descapotable fabuloso, todo líneas aerodinámicas y pintura crema, con enormes faros. Lentamente fue dándose cuenta de que el conductor, un joven de chaqueta suelta color café de automovilista, extraña gorra a cuadros y mucho abrigo al cuello, era Cliff Clawson y que estaba haciéndole señas para que bajara.

Bajó enseguida, y Cliff le gritó:

—¡Qué, muchacho! ¿Qué te parece el barco? Diagnostica este traje, venga. Azul brezo escocés… ¡en serio! Tío Cliff se ha agenciado un trabajo de veinticinco pavos a la semana con comisiones, vendiendo automóviles. Yo estaba perdido en vuestra vieja Facultad de Medicina, amigo. Soy capaz de vender lo que sea a cualquiera. En un año estaré ganando ochenta a la semana. Sube, muchacho. Voy a llevarte al Gran Hotel y a convidarte a la comida más opípara que haya trasegado nunca tu flaco organismo.

Los sesenta kilómetros por hora a los que Cliff condujo por Zenith eran, en 1908, una velocidad asombrosa. Martin descubrió un nuevo Cliff. Era tan ruidoso como siempre, pero más seguro, rebosaba planes para adquirir inmediatamente grandes sumas de dinero. Su cabello, en tiempos revuelto y sucio por delante y tendente a sobresalir por detrás irregularmente, era ahora liso, y su cara tenía el tono rosado del masaje. Paró en el fabuloso Gran Hotel con un chirrido de los frenos; antes de bajar del coche sustituyó los guantes de conducir, de un amarillo violento, por un par de guantes grises con la costura negra, que se quitó nada más entrar en el vestíbulo. Llamó a la chica del guardarropa «Queridita» y en la puerta del comedor se dirigió al jefe de camareros:

—Hola, Gus, qué tal, cómo van las cosas esta noche. Cómo está el mucho famoso mayordomoso. Gus, quiero presentarte al doctor Arrowsmith. Siempre que el doctor venga aquí quiero que muevas las piernas y las manos y le prestes tu famoso servicio, amigo mío, y que le des todo lo que te pide, y si está sin blanca, me lo cargas a mí. Vamos a ver, ahora, Gus, quiero una mesa pequeña que esté bien, para dos, con garaje y agua fría y caliente, y nos gustaría también que nos aconsejaras, Gustavus, sobre las ostras y demás sandeces necesarias para reunir todos los ingredientes de un mecenesco banquete.

—Sí señor, así lo haré, señor Clawson —dijo el jefe de camareros.

—¡He conseguido poner así a este tipo en dos semanas! ¡Tú has visto los humos que me gasto!

Mientras Cliff estaba pidiendo la cena, se había parado un hombre al lado de su mesa. Parecía un viajante diligente al que le gustase volver a su chalet suburbano todas las noches de los sábados. Estaba empezando a quedarse un poquito calvo, estaba un poco gordo. Las gafas sin montura, en medio de un rostro liso y redondo, le hacían parecer inocente. Miraba a su alrededor como si quisiese buscar a alguien con quien cenar. Cliff se levantó rápidamente, le dio unas palmaditas en el codo y dijo:

—Hombre, qué hay, Babski, muchacho. ¿Cena usted con alguien? Venga, únase a la Asociación de Caballeros Deportistas.

—Está bien, con mucho gusto. Mi mujer está fuera de la ciudad —dijo aquel hombre.

—Estreche la mano del doctor Arrowsmith. Mart, te presento al señor George F. Babbitt, ilustrísimo rey del negocio inmobiliario de Zenith. El señor Babbitt ha adornado su treinta y cuatro cumpleaños comprando su primer trasto de gasolina a este su seguro servidor, que espera seguir siéndolo siempre.

Cliff explicó lo seguro que estaba (al parecer su distinguida formación médica tenía algo que ver con ello) de llegar a ser director de una fábrica de automóviles, y el señor Babbitt explicó confidencialmente:

—Ustedes, amigos, son muchísimo más jóvenes que yo, ocho o diez años, y aún no han aprendido, como he aprendido yo, que donde está el gran placer es en Ideales y Servicio y una Carrera Pública. Ahora, solo entre ustedes y yo y el poste de la entrada, les diré que lo mío no es la propiedad inmobiliaria sino la oratoria. De hecho, en tiempos, me planteé estudiar Derecho y meterme en política. Solo entre nosotros, y no quiero que salga de aquí, les diré que he estado haciendo últimamente algunas filiaciones muy buenas… he estado reuniéndome con algunos de los jóvenes políticos republicanos más prometedores. Por supuesto, uno tiene que empezar modestamente, pero debo decir, sotto voce, que espero presentarme para concejal el próximo otoño. De eso a alcalde no hay más que un paso y luego me presentaré a gobernador del estado, y si encuentro que la carrera me va, no hay ninguna razón para que en diez o doce años, digamos en 1918 o 1920, ¡no tenga yo el honor de representar al gran estado de Winnemac en Washington D. C.!

En presencia de un Napoleón como Cliff y un Gladstone como George F. Babbitt, Martin cobró conciencia de su propia falta de poder y de habilidad mercantil, y cuando regresó a Mohalis se sentía inquieto. Raras veces había pensado en su pobreza, pero ahora su ropa astrosa y su pequeña habitación, comparadas con la próspera y desahogada posición de Cliff, le avergonzaban.

II

Una larga carta de Leora, en la que insinuaba que quizás no pudiese volver a Zenith, le dejó más solitario aún. No parecía que mereciese la pena hacer nada. En aquel estado de apatía, cuando andaba soñando por el laboratorio durante la hora de prácticas bacteriológicas elementales, Gottlieb le envió al sótano a por seis conejillos de Indias macho para inoculación. Gottlieb andaba trabajando dieciocho horas al día en nuevos experimentos; estaba tenso y nervioso e irritable; daba órdenes en un tono que hacía que pareciesen insultos. Cuando Martin regresó ensimismado con seis hembras, en vez de seis machos, Gottlieb le gritó: «¡Eres el peor imbécil que ha habido nunca en este laboratorio!».

Los rastreros, los de segundo año que tenían muy presentes las regañinas que les administraba el propio Martin, empezaron a reírse por lo bajo como animalitos, y le empujaron a decir furioso:

—Bueno, no entendí bien lo que me decía. Y es la primera vez que me equivoco. ¡Y no voy a aguantar que me hable de ese modo!

—¡Aguantará usted todo lo que yo le diga! ¡Inútil! ¡Puede usted coger el sombrero y largarse!

—¿Quiere decir que estoy destituido como ayudante?

—¡Me alegro de que tenga la inteligencia suficiente para entenderlo, por muy mal que yo hable!

Martin se fue. Gottlieb pareció de pronto desconcertado y dio un paso hacia la espalda en retirada de Martin. Pero la clase, los animalitos que reían entre dientes estaban encantados, esperaban más, y Gottlieb se encogió de hombros, les miró amedrentándoles, envió al menos torpe de ellos a por los conejillos de Indias y continuó, extrañamente tranquilo.

Y Martin, en el tugurio de Barney, bebía ardorosamente el primero de los whiskys que le enviaron a vagabundear toda la noche solo. Admitía, con cada uno de ellos que tenía una excelente oportunidad de convertirse en un borracho, y se ufanaba, con cada uno de ellos, de que no le importaba. Si Leora hubiese estado más cerca, no a los dos mil kilómetros de distancia que había hasta Wheatsylvania, habría corrido hasta ella buscando salvación. Aún sentía temblores a la mañana siguiente, y había tomado ya un trago para poder soportar la mañana cuando recibió una nota del decano Silva, ordenándole presentarse en su despacho inmediatamente.

El decano le sermoneó:

—Arrowsmith, se ha estado discutiendo su caso detenidamente en la última reunión de docentes. Ha prestado usted muy poca atención, salvo en una o dos asignaturas (en la mía en concreto no tengo ninguna queja). Sus notas han sido buenas, pero podrían ser mejores. Recientemente ha estado usted también bebiendo. Se le ha visto en lugares de muy mala reputación, y ha tenido usted relaciones estrechas con una persona que decidió ofenderme a mí, al Fundador, a nuestros invitados y a la universidad. Diversos miembros del cuerpo docente se han quejado de que se da usted aires de superioridad y ¡de que se burla de nuestras asignaturas en la propia clase! Pero el doctor Gottlieb le ha defendido siempre ardorosamente, insistiendo en que posee usted grandes dotes para la investigación científica. Anoche, sin embargo, confesó que se había portado usted de una forma grosera con él recientemente. En fin, salvo que pase página, joven, inmediatamente, tendré que suspenderle por el resto del año y, si no es suficiente con eso, tendré que pedirle que se vaya. Y creo que podía ser una buena cosa para su humildad (¡parece tener usted un orgullo diabólico, joven!), podría ser una buena idea para usted, ir a ver al doctor Gottlieb e iniciar su reforma disculpándose…

Fue el whisky el que habló, no Martin.

—¡Ni hablar! ¡Puede irse al diablo! Le he entregado mi vida y él va y me insulta…

—Eso es absolutamente injusto con el doctor Gottlieb. Él solo…

—Claro. Él solo me echó. Me disculparé cuando nos veamos en el infierno, después de haber trabajado como he trabajado para él. Y en cuanto a Cliff Clawson, del que ha estado insinuando usted que… que «quiso ofender a alguien»… Él solo quería gastar una broma, y ustedes decidieron cargárselo. ¡Me alegro de que hiciera lo que hizo!

Luego Martin esperó las palabras que pondrían fin a su vida científica.

El hombrecillo, el sonrosado, gordito y buen hombrecillo, le miró fijamente, resopló y dijo con mucha suavidad:

—Arrowsmith, podría expulsarle inmediatamente, por supuesto, pero creo que hay en usted buena madera. No quiero que se vaya. Naturalmente, queda usted suspendido, al menos hasta que recupere el sentido y se disculpe conmigo y con Gottlieb —el tono era paternal; casi hizo arrepentirse a Martin; pero concluyó diciendo—: Y en cuanto a Clawson, su «broma» relacionada con ese tal Benoni Carr… y por qué nunca le busqué para hablar con él, no sé qué decirle, supongo que estaba demasiado ocupado… su «broma», como la llama usted, fue el acto de un idiota o de un sinvergüenza, y hasta que no sea usted capaz de darse cuenta de ello, no creo que esté en condiciones de volver con nosotros.

—De acuerdo —dijo Martin, y abandonó el despacho.

Sentía mucha lástima de sí mismo. La auténtica tragedia, pensaba, era que aunque Gottlieb le había traicionado y había puesto fin a su carrera, impidiéndole llegar a dominar la ciencia y casarse con Leora, aún seguía venerándole.

No se despidió de nadie de Mohalis más que de su casera. Hizo el equipaje, que era muy simple. Reunió sus libros, sus notas, un traje astroso, su inadecuada ropa blanca y su única gloria, la ropa de etiqueta, lo metió todo en su rígida maleta de cuero de imitación. Recordó con lágrimas beodas aquel día que había comprado la chaqueta del traje de etiqueta.

El dinero de Martin, de la pequeña herencia de su padre, llegaba en cheques bimensuales del banco de Elk Mills. En aquel momento solo tenía seis dólares.

En Zenith dejó la maleta en la estación del tranvía interurbano y buscó a Cliff, al que encontró practicando la elocuencia sobre un bello coche fúnebre gris perla, en el que el dueño de una funeraria, bien cargado de cerveza, estaba jovialmente interesado. Esperó, sentado en el estribo de una limusina, encogido y retorcido. Le molestaban, aunque se sentía demasiado apático para que le molestasen demasiado, las miradas de los otros vendedores y de las taquígrafas.

Cliff se acercó corriendo, y mascullando: «Vaya, vaya, ¿cómo estás, muchacho? Vamos a echar un trago».

—No me vendría mal.

Martin sabía que Cliff estaba mirándole fijamente. Cuando entraron en el bar del Gran Hotel, con sus cuadros de damas encantadoras pero ensimismadas, sus espejos, su gruesa barandilla de mármol a lo largo de una barra de caoba, masculló:

—Bueno, me ha tocado a mí, también. Papá Silva me ha echado, por inutilidad general. Voy a vagabundear un poco y luego a buscar trabajo. ¡Dios mío, estoy tan nervioso y tan cansado! Oye, ¿puedes prestarme algo de dinero?

—Claro. Todo lo que tenga. ¿Cuánto quieres?

—Creo que necesitaré unos cien dólares. Puede que me dedique a andar por ahí algún tiempo.

—Bueno, no tengo tanto, pero probablemente pueda conseguirlo en la oficina. Mira, siéntate en esa mesa y espérame.

Nunca se ha llegado a explicar cómo consiguió Cliff los cien dólares, pero en un cuarto de hora estaba de vuelta. Fueron a comer, y Martin bebió mucho whisky, demasiado. Cliff se lo llevó a su propia pensión (que daba claramente menos indicios de prosperidad que su atuendo), le administró con firmeza un baño de agua fría para hacerle reaccionar y le metió en la cama. A la mañana siguiente se ofreció a buscarle un trabajo, pero Martin rechazó la propuesta y abandonó Zenith a mediodía en el tren que iba hacia el Norte.

En los Estados Unidos hay siempre, desde los tiempos de los pioneros, una población de parias compuesta por jóvenes desarrapados que peregrinan despreocupadamente de estado en estado, de cuadrilla en cuadrilla, poseídos por el ansia de vagabundeo. Visten camisas negras de sarga y portan hatillos. No son vagabundos permanentes. Tienen pueblos natales a los que vuelven, para trabajar tranquilamente en la fábrica o en las cuadrillas del ferrocarril durante un año, o una semana, y vuelven a desaparecer con la misma discreción. Se agolpan de noche en los vagones de fumadores; esperan sentados en silencio, en los bancos de sucias estaciones; conocen todo el país pero no saben nada de él, porque, en el centenar de ciudades que recorren, solo ven las agencias de empleo, los restaurantes que están abiertos toda la noche, los tugurios que venden alcohol ilegal, las pensiones escabrosas. Martin se esfumó en ese mundo de viajeros. Bebía mucho, consciente solo a medias de a dónde iba, de lo que quería hacer, avergonzado y perseguido por el recuerdo de Leora y de Cliff y de las diestras y rápidas manos de Gottlieb; pasó rápidamente de Zenith a la ciudad de Sparta, cruzó Ohio, subió hasta Michigan, siguió hacia el Oeste hasta Illinois. Su mente era un caos. Nunca podía recordar del todo, después, dónde había estado. En una ocasión, eso está claro, fue camarero de un bar de refrescos de Minnemagantic. En otra, debió de ser una semana lavaplatos en el hedor de un restaurante barato. Vagabundeó viajando en trenes de carga, o en vagones cerrados de equipaje, a pie. Sus compañeros de vagabundeo le conocían como «Slim», el más cascarrabias y el más inquieto de todo el grupo.

Al cabo un tiempo, empezó a aparecer un sentido de dirección en su loco vagabundeo. Se dirigía instintivamente hacia el Oeste, y dentro del Oeste hacia el largo crepúsculo de la pradera, donde estaba esperando Leora. Dejó de beber un día o dos. Despertó sintiéndose no el vagabundo enfermo llamado Slim, sino Martin Arrowsmith, y caviló, con una mente que empezaba a aclararse: «¿Por qué no puedo volver? Tal vez esto no haya sido malo para mí. Estaba trabajando demasiado. Estaba muy tenso. Estallé. Me gustaría, bueno… ¿qué habrá sido de mis conejos?… ¿Me dejarán investigar de nuevo alguna vez?».

Pero volver a la universidad antes de haber visto a Leora era imposible. Su necesidad de ella era una obsesión, y hacía que el resto del mundo fuese absurdo y desdeñable. Había ahorrado, con una confusa sagacidad, la mayor parte de los cien dólares que le había pedido a Cliff; había vivido, muy mal, a base de guisos que nadaban en grasa y de pan que apestaba a bicarbonato, con lo que iba ganando a lo largo del camino. De pronto, en ningún día determinado ni en ninguna población determinada de Wisconsin, se dirigió a la estación, compró un billete para Wheatsylvania, Dakota del Norte, y telegrafió a Leora: «Llego mañana miércoles 2:43. Sandy».

III

Cruzó el ancho Mississippi y entró en Minnesota. Cambió de tren en St. Paul; se adentró en las extensiones de nieve batidas por el viento, cortadas por las delicadas líneas de alambre de las cercas. Se sintió libre, sin el agobio de los pequeños campos de Winnemac y Ohio; sintió que se relajaban los nervios temblorosos del estudio de medianoche y de la borrachera de medianoche. Recordó sus días tendiendo cable telefónico en Montana y recuperó aquella paz despreocupada. El crepúsculo era una marejada carmesí, y de noche, cuando se bajó del asfixiante vagón del ferrocarril y pisó el andén de Sauk Centre, bebió el aire helado y alzó la vista hacia la vastedad solitaria de las estrellas del invierno. El abanico de la aurora boreal atemorizaba y glorificaba el cielo. Regresó al vagón con la energía de aquel país valeroso. Cabeceó y gorgoteó en un breve sueño sofocante; se acomodó en el asiento y habló con amistosos camaradas vagabundos; bebió café amargo y comió exageradamente pasteles de alforfón en un restaurante de estación; y así, cambiando de trenes en poblaciones anónimas, llegó por fin a los agazapados refugios, los dos elevadores de trigo, los rediles de ganado, el depósito de petróleo y la caja roja de una estación, con su andén cubierto de barro, que formaban los arrabales de Wheatsylvania. Recortándose en la estación, absurda en un inmenso abrigo de mapache, estaba Leora. Debía de parecer un poco loco mientras la miraba fijamente desde el vestíbulo, temblando con el viento. Leora alzó hacia él sus dos manos abiertas, infantiles en las manoplas rojas. Corrió hacia ella, dejó caer su maltrecha maleta en el andén y, sin reparar en los boquiabiertos campesinos cubiertos de pieles, se perdieron en un beso.

Años más tarde, en un mediodía tropical, él recordaría la frescura de las mejillas de ella enfriadas por el viento.

El tren se había ido, alejándose traqueteante de la pequeña estación. Se había mantenido como un paredón oscuro al lado del andén, protegiéndoles, pero, al irse, la luz de los campos nevados se abatió deslumbrante sobre ellos y les dejó expuestos y cohibidos.

—¿Qué… qué ha pasado? —balbuceó ella—. Ni una carta. Estaba tan asustada.

—Anduve vagabundeando. El decano me expulsó… por ser descarado con los profes. ¿Te importa?

—Por supuesto que no, si tú querías…

—He venido a casarme contigo.

—No veo cómo vamos a poder, querido mío, pero… De acuerdo. Será una pelea encantadora con Pa —se echó a reír—. Se sorprende y se siente tan ofendido cuando pasa algo que él no ha planeado. Estará muy bien tenerte conmigo en la discusión, porque no se supone que tú sepas que él espera planearlo todo para todos y… ¡Oh, me he sentido tan sola sin ti! Madre no está nada enferma en realidad, absolutamente nada, pero siguen queriendo que esté aquí. Creo que es probable que alguien le haya insinuado a Pa que la gente andaba diciendo que debía de estar arruinado, si su querida hijita tenía que irse y aprender enfermería, y que aún no ha podido quitarse de encima esa preocupación… a Andrew Jackson Tozer le cuesta aproximadamente un año quitarse de encima cualquier preocupación. ¡Oh, Sandy! ¡Estás aquí!

Después del traqueteo y el hacinamiento del tren, la aldea daba la impresión de estar completamente vacía. Podría haber dado una vuelta alrededor de Wheatsylvania en diez minutos. Probablemente, para Leora un edificio difería de otro (parecía distinguir entre la tienda de Norblom y la de Frazier & Lamb), pero para Martin las dos cabañas de madera de dos plantas, que avanzaban arrastrándose a la deriva a lo largo de la ancha calle Mayor, carecían de rasgos distintivos y eran indiferenciables. Luego, «Esa es nuestra casa, al final de la cuadra siguiente», dijo Leora, cuando doblaron la esquina en el almacén de provisiones y herramientas, y Martin quiso detenerse en un acceso de pánico y de vergüenza. Vio venir sobre él una tormenta: el señor Tozer acusándolo de ser un fracasado que quería destrozar la vida de Leora, la señora Tozer llorando.

—Oye… oye… oye… ¿les has hablado de mí? —tartamudeó.

—Sí. Un poco. Les dije que eras una lumbrera en la Facultad de Medicina, y que quizás nos casásemos en cuanto terminases el internado, y, luego, cuando llegó el telegrama, querían saber por qué venías, y por qué ponías el telegrama desde Wisconsin, y de qué color era la corbata que llevabas cuando pusiste el telegrama, y yo no podía hacerles entender que no lo sabía. Lo discutieron. Muchísimo. Discuten mucho las cosas. Durante toda la cena. Muy en serio. Oh, Sandy, maldice y jura un poco en las comidas.

Él se sentía amilanado. Los padres de Leora, antes figuras divertidas de un relato, se hacían agobiantemente reales ante la amplia casa parda porcheada. Se había abierto hacía poco en la pared una gran ventana de vidrio cilindrado, con un borde en color, como un signo de prosperidad, y el garaje era nuevo y autoritario.

Siguió tras Leora, esperando la explosión. Abrió la puerta la señora Tozer, y se le quedó mirando quejumbrosamente… una mujer apagada, sin gracia, delgada. Se inclinó como si él fuese algo inexplicado y dudoso más que mal recibido.

—¿Le enseñarás su habitación al señor Arrowsmith, Ory, o se la enseño yo? —pio.

Era el tipo de casa donde hay un fonógrafo grande pero ningún libro y, si había cuadros, y no podía tenerse ninguna esperanza de que los hubiese, Martin nunca los recordaría después. La cama de su habitación estaba llena de bultos, pero cubierta con una colcha castamente ornamentada, y la jarra y el cuenco floreados se apoyaban en un tapete bordado en rojo con corderos, ranas, nenúfares y un lema piadoso.

Martin tardó todo lo que pudo en sacar de la maleta las cosas que no hacía ninguna falta sacar de ella, y bajó las escaleras con paso vacilante. No había nadie en la sala que olía a calor de horno y a cojines de abeto balsámico; luego, surgida aparentemente de la nada, estaba allí la señora Tozer, preocupándose por él e intentando pensar algo cortés que decir.

—¿Fue cómodo el viaje en tren?

—Oh, sí, lo fue… bueno, el tren iba un poco lleno.

—¿Ah, estaba lleno?

—Sí, había mucha gente viajando.

—¿La había? Supongo… Sí. A veces me pregunto a dónde puede estar yendo toda la gente que ves yendo a los sitios todo el tiempo. Y… ¿hacía mucho frío en las ciudades… en Minneapolis y St. Paul?

—Sí, hacía bastante frío.

—¿Ah, hacía frío?

La señora Tozer estaba tan inmóvil, se mostraba tan ansiosamente cortés. Martin se sentía como un ladrón al que se confundiese con un invitado, y se preguntaba insistentemente dónde podría estar Leora. Entró serenamente, con café y un tremendo pastel de café sueco voluptuoso, con uvas pasas y azúcar moreno resplandeciente, y les dejó allí hablando, sin apenas embarazo ya, sobre el frío que hace en invierno y el valor de los Fords, hasta que interrumpió su animado coloquio la aparición del señor Andrew Jackson Tozer, y hubo que volver de nuevo a la cortesía.

El señor Tozer era tan delgado e insignificante y atezado por el sol como su esposa, y piaba como ella al hablar, y guardaba silencio y cavilaba. Lo que más le asombraba era que hubiese en el mundo tantas cosas que no se relacionasen con su elevador de grano, su lechería, su pequeño banco, la iglesia de la Hermandad Unida y conducir con la prudencia debida un automóvil Overland. No tenía nada de asombroso que se hubiese hecho casi rico, ya que no aceptaba nada que no resultase natural y conveniente para Andrew Jackson Tozer.

Insinuó un deseo de saber si Martin «bebía», lo próspero que era y cómo era posible que hubiese recorrido todo el camino hasta allí desde los refinamientos urbanos de Winnemac. (Los Tozer habían nacido en Illinois, pero llevaban en Dakota desde la infancia, y consideraban Wisconsin el borde más lejano y peligroso del horizonte del Este). Eran tan escuetos, tan escalofriantemente corteses, que Martin pudo evitar temas tan desagradables como el de que le hubiesen expulsado. Procuró dar la impresión de que era un joven estudiante de medicina aplicado, que dentro de muy poco estaría ganando grandes sumas de dinero para mantener adecuadamente a su Leora, pero cuando estaba empezando ya a retreparse en su asiento, se vio traicionado por la aparición del hermano de Leora.

Bert Tozer, Albert R. Tozer, cajero y vicepresidente del Banco del Estado de Wheatsylvania, auditor y vicepresidente de la Empresa de Grano y Almacenaje Tozer, tesorero y vicepresidente de la Lechería Star, no se hallaba afligido en modo alguno por aquella atenta indecisión de sus padres. Tenía unos dientes saltones y en los anteojos una cadena de oro, que conducía hasta el elegante gancho situado detrás de la oreja izquierda. Él creía en el progreso del pueblo, en los viajes en automóvil organizados, en los boy scouts, en el béisbol y en que a los miembros del sindicato de Trabajadores Industriales del Mundo había que ahorcarles a todos; y su pesar más doloroso era que Wheatsylvania fuese demasiado pequeño (todavía) para tener una Asociación de Jóvenes Cristianos o un Club Comercial. A su lado entraba su prometida, la señorita Ada Quist, hija del almacén de provisiones y utensilios. Tenía la nariz afilada, pero no tan afilada como la voz o la desconfianza con que miraba a Martin.

—¿Este es Arrowsmith? —exigió Bert—. ¡Vaya! ¡Bueno, supongo que estarás contento de encontrarte en el país de Dios!

—Sí, es estupendo…

—El problema de los estados del Este es que no tienen brío o el espacio necesario para crecer. ¡Tendrías que ver una auténtica cosecha de Dakota! Una cosa, ¿cómo es que estás fuera de la universidad en esta época del año?

—Me tomé un pequeño descanso.

—Leora dice que tú y ella estáis pensando en casaros.

—Nosotros…

—¿Tienes algo de dinero aparte del que tienes que gastar en tus estudios?

—¡No!

—¡Lo suponía! ¿Y cómo esperas mantener a una esposa?

—Supongo que practicaré la medicina algún día.

—¡Algún día! ¿Qué sentido tiene entonces hablar de estar prometidos hasta que no puedas mantener a una esposa?

—Eso —interrumpió la amada de Bert, la señorita Ada Quist—, ¡eso fue precisamente lo que dije yo, Ory!

Parecía hablar con su nariz puntiaguda tanto como con la boca de botón.

—¡Si Bert y yo podemos esperar, supongo que los demás también pueden! —añadió.

—No seas tan duro con el señor Arrowsmith, Bertie —gimoteó la señora Tozer—. Estoy segura de que quiere hacer lo correcto.

—¡No estoy siendo duro con nadie! Estoy siendo sensato. Si Pa y tú estuvieseis pendientes de las cosas en vez de andar siempre remugando, no tendría que intervenir yo. No me gusta meterme en los asuntos de los demás, ni que los demás se metan en los míos. Vive y deja vivir y ocúpate de tus cosas, ese es mi lema, y eso es lo que le dije el otro día a Alec Ingleblad cuando estaba allí afeitándome e intentó hacerse el gracioso con comentarios sobre todas las hipotecas que teníamos, ¡pero lo que no estoy dispuesto a consentir es que un tipo del que no sé nada venga aquí a husmear y a molestar a Mi Hermana mientras no sepa algo sobre sus perspectivas!

—Bertie, hermanito, haz el favor de no meterte en camisa de once varas —canturreó Leora.

—Sí y tú qué, Ory —chilló Bert—, ¡si no fuese por mí te habrías casado ya con Sam Petchek hace dos años!

Luego Bert dijo, con ejemplos e ilustraciones, que ella era una cabeza hueca, y en cuanto a lo de la enfermería… ¡Enfermería!

Ella dijo que Bert era lo que era e intentó explicarle a Martin el asunto de Sam Petchek. (Nunca había sido explicado del todo).

Ada Quist dijo que a Leora no le importaba destrozar el corazón de sus padres y arruinar la carrera de Bert.

—Miren, yo… —intentó Martin, y no consiguió llegar más allá. El señor y la señora Tozer dijeron que tenían que calmarse todos y que, por supuesto, Bert no quería decir… Pero en el fondo, era verdad; tenían que ser sensatos, y cómo podía esperar el señor Arrowsmith mantener a una esposa…

La conferencia duró hasta las nueve y media, en que, como señaló el señor Tozer, era hora de que todo el mundo se fuese a la cama, y salvo por la discusión de cinco minutos sobre si la señorita Ada Quist debía de quedarse a cenar, y el debate sobre lo salada que estaba la última cecina, se centraron fielmente en la investigación de si Martin y Leora estaban comprometidos. Todas las personas interesadas, entre las que no parecían incluirse Martin y Leora, decidieron que no lo estaban. Bert acompañó a Martin arriba. Procuró que los amantes no tuviesen una oportunidad de darse un beso de buenas noches, y hasta que el señor Tozer gritó desde abajo, desde el vestíbulo, siete minutos después de las diez: «¿Es que piensas estar ahí arriba dándole a la lengua toda la bendita noche, Bert?», tuvo la gentileza de permanecer sentado en la cama de Martin, mirando despectivamente su mísero equipaje, y exigiendo datos de su familia, religión, ideas políticas y actitud frente a los horrores de los juegos de cartas y el baile.

En el desayuno expresaron todos la esperanza de que Martin se quedase una noche más en su casa… había sitio de sobra.

Bert dictaminó que Martin iría al centro del pueblo a las diez y se le enseñarían el banco, la lechería y el elevador de grano.

Pero a las diez Martin y Leora estaban en el tren camino del Este. Se bajaron en la capital del condado, Leopolis, una vasta ciudad de 4000 habitantes, que contaba con un edificio de tres plantas. A la una de aquella tarde les casó allí un pastor luterano alemán. Su despacho era un vacío rodeado por una estufa de leña grande y oxidada, y los testigos, la esposa del pastor y un viejo alemán que había estado todo el día paleando para abrir caminos en la nieve y estaba sentado en una caja de madera y parecía adormilado. Hasta que no cogieron el tren de la tarde para Wheatsylvania, no escaparon Martin y Leora al temor fantasmal que les había perseguido todo el día. En el fétido tren, muy juntos, cogidos de la mano, inocentemente libres de la alienación que la pomposidad de las bodas interpone a veces entre los enamorados, suspiraban: «¿Ahora qué vamos a hacer?… ¿Qué vamos a hacer ahora?».

En la estación de Wheatsylvania fueron recibidos por toda la familia, muy enfadada.

Bert había sospechado la fuga. Había investigado en media docena de poblaciones a través de conferencias telefónicas, y contactado con el secretario del condado justo después de que se hubiese otorgado la licencia. No suavizó su furia el hecho de que dicho secretario le indicase que si Martin y Leora eran mayores de edad no se podía hacer nada, y que le importaba un rábano con quién pudiese estar hablando, que era él el que llevaba aquella oficina.

Bert había llegado a la estación decidido a conseguir que Martin fuese perfecto, incluso tan perfecto como el propio Bert Tozer, y a que lo fuese inmediatamente.

Siguió a eso una velada terrible en la mansión de los Tozer.

El señor Tozer explicó, por extenso, que Martin había asumido responsabilidades.

La señora Tozer lloró y dijo que esperaba que Ory no hubiese tenido que casarse por ciertas razones…

Ada Quist dijo que Ory podría ahora comprobar a lo que llevaba el orgullo y la presunción de ir a su maravilloso Zenith…

El señor Tozer dijo que había una cosa buena en el asunto, de todos modos: Ory podría ver ahora por sí misma que no podían dejar que volviese a la escuela de enfermería y se metiese en más líos…

Martin aportaba de cuando en cuando comentarios en el sentido de que él era un buen muchacho, un bacteriólogo maravilloso y capaz de hacerse cargo de su esposa; pero nadie salvo Leora le escuchaba.

Bert propuso luego (mientras su padre chillaba: «Vamos, no seas demasiado duro con el chico») que si Martin pensaba por un solo instante que iba a recibir un solo céntimo de los Tozer porque se hubiese entrometido sin más ni más donde nadie le había invitado, él, Bert, quería saberlo, eso era todo, ¡él, por supuesto, quería saberlo!

Y Leora les observaba, girando su cabecita hacia uno y hacia otro. En una ocasión se acercó a estrechar la mano de Martin. En lo más bronco de la tormenta, cuando Martin estaba empezando a enfurecerse, sacó de un bolsillo misterioso una caja de cigarrillos muy malos y encendió uno. Ninguno de los Tozer había descubierto que ella fumaba. Pensasen lo que pensasen de su moral sexual, su infidelidad a la Hermandad Unida y su demencia general, no habían sospechado que pudiese cometer una obscenidad como la de fumar. Arremetieron contra ella y Martin contuvo el aliento lleno de furia.

El señor Tozer había ido de algún modo tomando una decisión a lo largo de todas estas fulminaciones. Era capaz a veces de arrebatarle la dirección a Bert, al que consideraba útil pero un poco indiscreto e incapaz de captar «todo el valor de un dólar». (Él lo valoraba en un dólar y 90 centavos, pero el progresista Bert en poco más de unos 50). Por último el señor Tozer dio suavemente órdenes:

Debían dejar de «incordiar». No tenía ninguna prueba de que Martin fuese necesariamente un mal partido para Ory. Ya verían. Martin volvería inmediatamente a la Facultad de Medicina, y sería un buen muchacho y terminaría sus estudios todo lo rápido que pudiese y empezaría a ganar dinero. Ory seguiría en casa y tendría que comportarse… y ciertamente nunca más se volvería a portar como una Mala Mujer fumando cigarrillos. Y de momento Martin y ella no tendrían, ejem, relaciones. (La señora Tozer pareció turbarse y la ávidamente atenta Ada Quist ruborizarse). Podrían escribirse una vez por semana, pero eso sería todo. No podrían actuar de ninguna manera, ejem, como si estuviesen casados hasta que él diese permiso.

—¿Bien? —preguntó.

Es indudable que Martin debería haberles desafiado y haberse adentrado en la noche con su esposa en brazos. Pero parecía faltar solo un momento para que se graduase, para que pudiese empezar a ejercer la medicina. Ya tenía a Leora, para siempre. Tenía que ser sensato, por ella. Volvería y sería Práctico. ¿Los ideales de la ciencia de Gottlieb? ¿Los laboratorios? ¿La investigación? ¡Al cuerno!

—De acuerdo —dijo.

No se le ocurrió que su abstención del amor empezaría esa noche; no se dio cuenta de ello hasta que, extendiendo las manos hacia Leora, sonriendo lleno de virtud por haber decidido ser prudente, oyó cacarear al señor Tozer: «Ory, tú sube a acostarte ya… ¡en tu habitación!».

Esa fue su noche de bodas; dando vueltas en la cama, a diez metros de ella.

En una ocasión oyó que se abría una puerta y pensó emocionado que ella venía. Esperó tenso. Ella no llegaba. Atisbó fuera, decidido a encontrar su habitación. La honda hostilidad que sentía hacia su cuñado se incrementó aún más: Bert estaba paseando por el pasillo, de guardia. Si hubiese sido físicamente más formidable, Martin podría haberle matado, pero no podía enfrentarse a aquella probidad dentona y chillona. Se acostó y decidió maldecirles a todos por la mañana e irse con Leora, pero con la llegada de la depresión de las tres de la mañana se dio cuenta de que ella, probablemente, se moriría de hambre con él, que estaba deshonrado, que no era seguro ni mucho menos que no se convirtiese en un borracho.

«Pobre chica, no destrozaré su vida. ¡Dios mío, cómo la amo! Volveré, sí, y cómo voy a trabajar… ¿Podré soportarlo?».

Así fueron su noche de bodas y su amanecer baldío.

Tres días más tarde entraba en el despacho del doctor Silva, decano de la Facultad de Medicina de Winnemac.