Capítulo 8

I

Y el trabajo de Martin no cesaba nunca: ayudaba a Max Gottlieb, instruía a los estudiantes de Bacteriología, asistía a clases y a prácticas en el hospital… dieciséis implacables horas al día. Aprovechaba noches esporádicas para hacer investigación original o para asomarse a los mundos estimulantes de las publicaciones bacteriológicas francesas y alemanas; iba orgullosamente de cuando en cuando a la casita de Gottlieb, en la que, sobre el empapelado de un marrón borroso, había dibujos de Blake y un retrato firmado de Koch. Pero lo demás era enervante.

Neurología, Obstetricia, Medicina Interna, Diagnóstico Físico; siempre unas pocas páginas más de las que podía recorrer antes de caer dormido en su desvencijada mesa de estudio.

Memorizaba Ginecología, Oftalmología, hasta que le ardía la cabeza.

Tardes ronroneantes de prácticas en el hospital, entre estudiantes que se equivocaban y a los que gritaban cansados profesores clínicos.

Las demandas competitivas de la cirugía con perros, en la que imperaba Angus Duer con impaciente perfección.

Martin admiraba al profesor de Medicina Interna, T. J. H. Silva, conocido como «Papá» Silva, que era también decano de la facultad. Era un hombrecillo redondo, con un bigotito en forma de media luna. Su dios era sir William Osler, su religión era el arte de la curación por simpatía, y su patriotismo el diagnóstico físico preciso. Era un doctor Vickerson de Elk Mills más sabio y más sobrio y más seguro. Pero la adoración que Martin sentía por el decano Silva quedaba contrapesada por la aversión que sentía hacia el doctor Roscoe Geake, profesor de otolaringología.

Roscoe Geake tenía alma de vendedor ambulante. Le habría ido bien vendiendo bonos del petróleo. Como otorrinolaringólogo creía que las amígdalas habían sido colocadas en el organismo humano con la finalidad de proporcionar a los especialistas automóviles cerrados. Un médico que dejase las amígdalas en cualquier paciente estaba, en su opinión, desdeñando por estupidez e ignorancia su futura salud y confort… la futura salud y el confort del médico. Su creencia más firme respecto al septum nasal era que nunca le hacía daño a ningún paciente el que se quitase una parte de él, y si el examen más esperanzado no podía hallar nada en la nariz y la garganta del paciente más que, que estaba fumando demasiado, de todas maneras, en cualquier caso, el descanso forzoso después de una operación le sentaría muy bien. Geake no se cansaba de criticar la cantinela de que había que «dejar que la naturaleza actuase sola». ¡El hombre próspero medio apreciaba la atención! No le inspiraban demasiado respeto los especialistas a menos que se le operase de vez en cuando… solo un poco y sin hacerle mucho daño. Geake daba una charla anual clásica en la que, elevándose muy por encima de la otolaringología, valoraba toda la medicina y explicaba a curadores agradecidos como Irving Watters el método para conseguir minutas adecuadas:

—El conocimiento es la cosa más grande en el mundo de la medicina, pero no sirve absolutamente para nada si no puedes venderlo, y para hacer eso tienes que imponer tu personalidad a la gente que tiene dinero. Sea el paciente un viejo o un nuevo amigo, has de utilizar siempre con él el Arte de Vender. Explicarle, y explicar también a su nerviosa y atribulada familia, lo mucho que trabajas y piensas en su caso, y hacerle sentir así que el bien que le has hecho, o que te propones hacerle, es aún mayor que la minuta que piensas presentarle. Entonces, cuando reciba tu factura, sabrá que tiene que aceptarla y no se caerá para atrás.

II

Aún no había en Martin ninguna visión de la espaciosidad serena de la mente. Era sin duda un joven bullicioso, y bastante estridente. No tenía momentos de elevación en que se viese a sí mismo en relación con la totalidad del mundo… si es que caía en la cuenta de que hubiese una extensión del mundo a su lado. Su amigo Cliff era un patán, su amada Leora una pueblerina, por mucho que pudiera quererle, y él mismo desperdiciaba energía en un ajetreo frenético y en su asombro ante la necedad. Pero aunque no había madurado, tenía sin embargo los pies bien asentados en la tierra, odiaba la pretenciosidad, hacía uso de sus manos y buscaba hechos firmes con una curiosidad inagotable.

Y en ocasiones esporádicas percibía la comedia de la vida; se relajaba durante una espléndida hora de la vehemencia que agotaba a sus admiradores. Como en la hora de antes de las vacaciones de Navidad en que Roscoe Geake ascendió a la gloria.

El Daily News de Winnemac comunicó que el doctor Geake había sido nombrado vicepresidente de la próspera empresa de mobiliario e instrumental médico Nueva Idea, de Jersey City, e iba a abandonar su cátedra de otolaringología. Para celebrarlo dio una última charla para toda la Facultad de Medicina sobre «El arte y la ciencia de amueblar el consultorio médico».

Geake era un hombre pulcro y refinado, de gafas, entusiasta, le gustaba la gente. Miró a sus amados estudiantes con una sonrisa esplendorosa y gritó:

—Caballeros, el problema de demasiados médicos, incluso de esos viejos y espléndidos luchadores pioneros que arrostrando el barro y la tormenta, arrostrando el soplo frío del invierno y el calor destemplado de agosto, van a llevar alegría y alivio del dolor a los más humildes de este mundo, el problema es que hasta esos viejos Néstores no es tan raro que queden atrapados en un surco y nunca consigan salir de él. Ahora que abandono este campo donde he laborado durante tanto tiempo y felizmente, quiero pedir a todos y cada uno de ustedes que lean, antes de iniciar la práctica de la medicina, no solo su Rosenau y su Howell y su Gray, sino también, como una preparación para ser eso que todos los buenos ciudadanos deben ser, es decir, hombres prácticos, un valiosísimo y pequeño manual de psicología moderna, Cómo dinamizar el arte de la venta, por Groesvenor A. Bibeby. Pero no olviden ustedes, caballeros, y este es el último mensaje que les dirijo, que el hombre que merece la pena no es simplemente el hombre que se toma las cosas con una sonrisa, sino también el hombre que está adiestrado en la filosofía, la filosofía práctica, de manera que en vez de soñar despierto y de perder el tiempo hablando de «ética», por muy espléndida que sea, y de «caridad», aunque sea una virtud gloriosa, nunca olvida que desgraciadamente el mundo juzga a un hombre por la cuantía de buen dinero en efectivo que puede ganar. Los graduados de la Universidad de Los Nudillos Duros juzgan a un médico lo mismo que juzgan a un hombre de negocios, no simplemente por sus supuestos «elevados ideales» sino por la potencia en caballos de vapor que aplica a ponerlos en práctica… ¡y a hacerlos rentables! Y desde un punto de vista científico, no han de pasar por alto el hecho de que la impresión de competencia adecuadamente remunerada que inspiran a un paciente es exactamente igual de importante, en estos tiempos de la nueva psicología, que los medicamentos que introducen ustedes en él o las operaciones que él les permite practicarle.

»Nada es más importante para inspirarle que el que tengan ustedes un consultorio en el que en cuanto el paciente entre en él hayan empezado ustedes ya a venderle la idea de que va a ser curado como es debido. A mí me da igual que un médico haya estudiado en Alemania, Múnich, Baltimore o Rochester. Me da igual que tenga toda la ciencia en las yemas de los dedos, que pueda diagnosticar instantáneamente con un grado considerable de exactitud el mal más abstruso, que posea la técnica quirúrgica de un Mayo, un Crile, un Blake, un Ochsner, un Cushing. Si tiene un consultorio sucio y viejo, con asientos desvencijados y un montón de revistas de segunda mano, el paciente no tendrá confianza en él; se resistirá al tratamiento… y el médico tendrá dificultades para facturar y cobrar unos honorarios apropiados.

»Para ahondar muy por debajo de la superficie de este asunto y captar la filosofía básica y la estética del mobiliario de consultorio médico, hay hoy dos escuelas enfrentadas, la Escuela del Tapizado y la Escuela Aséptica, si se me permite aventurarme a denominarlas así y a diferenciarlas adecuadamente. Ambas tienen sus méritos. La Escuela del Tapizado afirma que asientos lujosos para los pacientes que esperan, bellos cuadros pintados a mano, una estantería de libros llena de la mejor literatura del mundo en colecciones con encuadernación cara y lujosa, junto con jarrones de cristal de roca y palmas en maceta, dan una impresión de esa opulencia que solo puede proceder de una habilidad y un conocimiento profundos. La Escuela Aséptica, por otra parte, sostiene que lo que el paciente quiere es esa apariencia de higiene escrupulosa que solo puede lograrse amueblando la sala de espera exterior, así como las dependencias interiores del consultorio, con sillas y mesas pintadas de blanco, con solo un grabado japonés sobre una pared gris.

»Pero, caballeros, a mí me parece evidente, tan evidente que me asombra que no se haya planteado antes, que la sala de espera ideal es una combinación de estas dos escuelas. Tengan sus palmeras en macetas y sus bonitos cuadros… para el médico práctico son una parte tan necesaria de su equipamiento de trabajo como un esterilizador o un baumanómetro. Pero en la medida de lo posible tengan ustedes todo de un blanco de aspecto sanitario… ¡y piensen en las combinaciones de color que se les puedan ocurrir a ustedes!, ¡o a sus buenas esposas, si gozan de la bendición del gusto artístico! ¡Opulentos cojines en rojo o en oro, en una butaca barnizada en el blanco más puro! ¡Un recubrimiento del suelo en barniz blanco, con solo un borde de rosa delicado! ¡Números recientes e inmaculados de revistas caras, con portadas artísticas, colocadas en una mesa blanca! Caballeros, es la idea del arte de vender imaginativo lo que quiero dejarles a ustedes; es el Evangelio que tengo la esperanza de difundir en mi nuevo campo de actividad, la empresa de instrumental Nueva Idea de Jersey City, donde estaré encantado de recibirles y de estrecharles la mano, cuando gusten, a todos y cada uno de ustedes.

III

Durante la tormenta de sus exámenes de Navidad, Martin tenía una necesidad intensificada de Leora. La habían llamado a casa, a Dakota, tal vez para estar allí meses, alegando que su madre no se encontraba bien, y él tenía que verla, o pensaba que tenía que verla, diariamente. Debía de dormir menos de cuatro horas por noche. Estudiando para los exámenes en el interurbano, corría hasta ella, alzando la vista para fruncir el ceño cuando pensaba en los vivaces internos y en los pacientes masculinos con los que ella se encontraba en el hospital, burlándose de sí mismo por ser tan primitivo, y volviendo a preocuparse de nuevo otra vez. Para poder verla tenía que esperar horas en el vestíbulo, o pasear arriba y abajo fuera, en la nieve, hasta que ella pudiese escurrirse hasta una ventana y mirar fuera. Cuando estaban juntos, estaban completamente absortos. Ella tenía un talento especial para la pasión franca; le destrozaba, le torturaba, pero era tierna e intrépida.

Martin se sintió terriblemente solo cuando la vio partir en la Union Station. Las respuestas que había dado en los exámenes escritos eran competentes pero, salvo en Bacteriología y en Medicina Interna, eran esquemáticas. Volvió vacuamente al laboratorio durante el período de vacaciones.

Hasta entonces había desplegado más emoción que logros en sus pequeñas investigaciones originales. Gottlieb era paciente. «Es un magnífico sistema, esta educación. Todo lo que les metemos en la cabeza a los estudiantes, ni Koch y dos Dieners lo podrían aprender. No te preocupes por la investigación. Acabaremos haciéndola». Pero esperaba que Martin realizase un milagro o dos a lo largo de la quincena de las vacaciones, y Martin no tenía fuerzas para pensar. Jugaba en el laboratorio; pasaba el rato limpiando los recipientes de cristal, y cuando trasplantaba cultivos de sus conejos, sus notas eran incompletas.

Gottlieb no tardó en ponerse ceñudo. «Was gibt es dann? ¿Llamas a esto notas? ¿Es que cuando alabo a alguien tiene que dejar de trabajar? ¿Te crees que eres un Theobald Smith o un Novy, que solo debes sentarte y meditar? ¡Tienes la habilidad de un Pfaff!».

Martin se mostró impenitente por una vez. Murmuró para sí, mientras Gottlieb salía pisando fuerte como un Gran Duque: «Demonios, tengo que tener algún descanso. Jolines, la mayoría de la gente, bueno, se va a casas estupendas de vacaciones, tiene bailes y padres y todo. Si Leora estuviese aquí, iríamos a algún espectáculo esta noche».

Cogió con furia su gorra (un objeto insulso y dudoso), buscó a Cliff Clawson, que se dedicaba en aquellas vacaciones a dormir entre partida y partida de póquer en Barney, y perfilaron los dos el proyecto de ir a la ciudad y emborracharse. Lo ejecutaron con tal éxito que se repitió durante aquellas vacaciones siempre que Martin pensaba en que tenía que volver al potro de tortura del trabajo sin inspiración, siempre que caía en la cuenta de que eran solo Gottlieb y Leora los que le mantenían allí. Después de las vacaciones, a finales de enero, descubrió que el whisky le aliviaba del frenesí del trabajo, del terror de la soledad… luego le traicionaba y le dejaba más agotado, más solo. Se sentía súbitamente viejo; tenía veinticuatro años ya, se recordaba, y era aún un escolar, su verdadero trabajo aún no había empezado. Su refugio era Cliff; Cliff admiraba a Leora y le escuchaba babear hablando de ella.

Pero luego llegó para Cliff y Martin el acontecimiento desventurado del Día del Fundador.

IV

El 30 de enero, el día del nacimiento del difunto doctor Warburton Stonedge, fundador de la Facultad de Medicina de Winnemac, se celebraba anualmente con un banquete pródigo en fraternidad y discursos y una gran escasez de vino. Todos los miembros del cuerpo docente reservaban sus comentarios más sesudos para aquel acontecimiento, y se esperaba que todos los estudiantes estuviesen presentes.

Ese año se celebró en el gran salón de la Asociación de Jóvenes Cristianos de la Universidad, un escenario moral de empapelado rojo, retratos de antiguos alumnos patilludos que habían salido de allí para ser misioneros, y cajas de madera de pino largas y finas que pretendían parecer vigas de roble vistas. Alrededor de los invitados famosos (el doctor Rouncefield, el cirujano de Chicago, un especialista en diabetes de Omaha, un internista de Pittsburgh) se agrupaban los miembros del cuerpo docente. Intentaban parecer festivos, pero estaban agotados y nerviosos después de cuatro meses de clases. Tenían arrugas y ojos cansados. Llevaban todos trajes normales, la mayoría sin planchar. Parecían interesados y científicos; utilizaban palabras como flebarteriectasia y hepatocolangioenterostomía y preguntaban a los invitados: «¿Así que estás ahora en Rochester? Vaya, vaya, ¿y cómo les va a Charlie y a Will con la ortopedia?». Pero estaban hambrientos y melancólicos. Eran las siete y media y, entre ellos, los que normalmente no cenaban a las siete lo hacían a las seis y media.

En medio de esta alegría mugrienta irrumpió un ser esplendoroso, un personaje tremendo de barba negra, majestuoso con su glacial pechera, su vasta frente, unos ojos en los que ardía la genialidad o la locura. Con una gran voz maravillosa, con un aroma de acento alemán, preguntó por el doctor Silva y puso rumbo al grupo del decano como una fragata entre barquitas de pesca.

—¿Quién demonios es ese? —preguntó Martin.

—Vamos hasta allí a descubrirlo —dijo Cliff, y se unieron a la masa en rápido crecimiento que rodeaba al decano Silva y al misterio, que fue presentado como el doctor Benoni Carr, farmacólogo.

Oyeron luego al doctor Carr, ante la pálida admiración de los profesores ayudantes vinculados a la facultad, tronar afablemente sobre cómo había trabajado con Schmiedeberg en Alemania en el aislamiento de la dihidroxipentametilendiamina, sobre las posibilidades de la quimioterapia, de la cura inmediata de la enfermedad del sueño, de la era de la curación científica. «Aunque he nacido en América, tengo la ventaja de hablar alemán desde la infancia, y tal vez por eso puedo entender mejor la obra de mi querido amigo Ehrlich. Le vi recibir una condecoración de manos de Su Alteza Imperial el Kaiser. ¡Mi querido y buen Ehrlich, era como un niño!».

Había por esta época (aunque eso cambió curiosamente en 1914 y 1915) una activa sección germanófila entre el cuerpo docente. Se inclinaban ante aquel tornado de erudición. Angus Duer olvidó que era Angus Duer; y Martin escuchaba con una estimulación emocionada. Benoni Carr tenía toda la individualidad de Gottlieb, todo su escarnio de los profesores hechos a máquina, todo su aire de un gran mundo que hacía patente que Mohalis era provinciana, sin nada de la susceptibilidad nerviosa de Gottlieb. Martin pensó que ojalá Gottlieb estuviese presente; se preguntó si los dos gigantes chocarían.

El doctor Carr estaba situado en la mesa de los oradores, cerca del decano. Martin se quedo atónito al ver que el eminente farmacólogo, tras una inspección sorprendida del pollo agrio y la torpe ensalada que componían la mayor parte de la cena, se servía algo en su vaso de agua de una inmensa petaca plateada… y que se servía ese algo frecuentemente. Se ponía además muy bullicioso. Se inclinó por encima de dos comensales para dar una palmada en el hombro al indignado decano; contradecía a sus vecinos; se puso a cantar una estrofa de «Me voy para el salvaje Missouri».

Pocos fenómenos de la cena fueron tan detenidamente observados por los estudiantes como la actuación del doctor Benoni Carr.

Después de una hora de tensa celebración, cuando el decano Silva se había levantado para presentar a los oradores, Carr se puso de pie vacilante y gritó: «Que no haya ningún discurso. Solo los idiotas hacen discursos. Los sabios cantan canciones. ¡Iuuupi! ¡Oh, tirolí, oh, tirolí, oh, tirolí, una dama para mí! ¡Vosotros los profes sois la caraba en bicicleta!».

Había que ver al decano Silva implorándole, luego sacándole de la habitación, con la ayuda de los profesores y un placador de fútbol americano y, en el silencio de un horror jubiloso que siguió, Cliff le dijo a Martin:

—¡Ahora me la voy a cargar yo! ¡Ese maldito imbécil me prometió que no bebería!

—¿Cómo?

—Podría haber supuesto que aparecería cocido y la armaría. ¡Pero bueno, tal vez el decano no me mande al infierno en realidad!

Se explicó. El doctor Benoni Carr se llamaba en realidad Benno Karkowski. Había estudiado medicina en una escuela que daba títulos en dos años. Había leído muchísimo, pero nunca había estado en Europa. Había sido vendedor ambulante de aceite de serpiente, quiropodista, médium espiritista, maestro esotérico, jefe de sanatorios para el recreo de mujeres neuróticas. Cliff le había conocido en Zenith, estando borrachos los dos. Había sido él quien le había dicho al decano Silva que el célebre farmacólogo, que acababa de llegar de Europa, estaba en Zenith pasando unos días y tal vez podría aceptar una invitación…

El decano le había dado las gracias a Cliff efusivamente.

El banquete terminó pronto, y no se prestó la atención debida al valioso discurso del doctor Rouncefield sobre la esterilización del catgut.

Cliff se levantó preocupado y admitió que Martin tenía toda la razón en varios comentarios que le hizo. Al día siguiente (sabía convencer a las mujeres cuando se dignaba a interesarse por ello) sonsacó a la secretaria del decano y descubrió su destino. Se había reunido un comité del cuerpo docente; se había echado la culpa del ultraje de Benoni Carr a Cliff; y el decano había dicho todas las cosas que Cliff había imaginado, con una serie más que él no había tenido el talento necesario para imaginar. Pero el decano no tenía previsto convocarle inmediatamente; quería tenerle esperando torturado para ejecutarle luego públicamente.

—¡Adiós, mi buen título de médico! A la mierda, nunca me pareció gran cosa, en realidad. Supongo que seré un vendedor de bonos —dijo Cliff a Martin. Y luego fue a ver al decano y le explicó:

—Mire, decano Silva, me he acercado un momento para decirle que he decidido dejar la Facultad de Medicina. Me han ofrecido un trabajo estupendo en, ejem, en Chicago y además no tengo demasiada buena opinión de la manera que tiene usted de dirigir la facultad. Hay un exceso de memorización y muy poco espíritu científico auténtico. Que le vaya bien, doctor. Adiós.

—Grrrrrr… —dijo el decano Silva.

Cliff se trasladó a Zenith y Martin se quedó solo. Cambió la habitación doble de fachada de la pensión por una de pasillo de la parte de atrás, y en aquella estrecha madriguera se sentaba y se acongojaba en su solitaria desolación. Miraba afuera y veía un solar vacío en el que en una valla publicitaria torcida aleteaba un anuncio hecho jirones de carne de cerdo y alubias. Pensaba en los ojos de Leora y en las gratas burlas de Cliff, y la quietud que le rodeaba era tal que no la podía soportar.