I
La diferencia entre las relaciones de Martin con Madeline y con Leora era la diferencia entre un duelo vehemente y una serena camaradería. Leora y él se apoyaron desde su primera salida en su lealtad y estimación mutua, y ciertas cosas de su vida quedaron establecidas para siempre. Sin embargo, a Martin Leora no le absorbía de una forma paralizante. Siempre estaba haciendo descubrimientos sobre las observaciones de la vida que ella continuaba incubando en su cabecita en secreto, mientras hacía anillos de humo con sus cigarrillos y sonreía silenciosamente. Él anhelaba a la chica Leora; le estimulaba y ella le respondía con una pasión franca y alegre; pero a la otra Leora, sin sexo, le hablaba con más sinceridad que a Gottlieb o a su propio yo preocupado, mientras que ella con su cabeceo infantil o con una palabra esporádica le estimulaba a confiar en la validez de sus crecientes ambiciones y desdenes.
II
La hermandad Digamma Pi daba un baile. Era algo sobreentendido entre los estudiantes de Medicina, en sus cuchicheos ansiosos, que la Universidad de Winnemac se estaba haciendo tan cosmopolita que se esperaba que los asistentes vistiesen los símbolos de respetabilidad conocidos como «trajes de etiqueta». En la solitaria y nerviosa ocasión en que Martin había llevado ropa de etiqueta la había alquilado, pero ahora que iba a presentar a Leora al mundo como su orgullo y su florecer, debía comprarla.
Martin y Leora, como dos viejecitos absortos el uno en el otro que explorasen respetuosamente las nuevas calles hostiles de la ciudad, donde viven sus hijos alejados de ellos, penetraron en la adornada magnificencia de Benson, Hanley y Koch, los más excelsos grandes almacenes de Zenith. Ella se sentía intimidada por los marcos luminosos de caoba y vidrio cilindrado, por los sombreros de ópera y los lustrosos pañuelos de cuello y los pantalones de montar de color crema. Después de que Martin se probó un traje y salió a recibir la aprobación de ella, la larga corbata marrón y la camisa de cuello blando un tanto rústica con el chaleco bajo de etiqueta, y cuando el empleado se había ido a buscar cuellos, ella se quejó:
—Demonios, Sandy, es demasiado grande para mí. La verdad es que yo no soy capaz de preocuparme por la ropa, y tú vas y tienes ese aspecto tan elegante que no voy a tener nada que hacer contigo.
Él casi la besó.
—Yo creo, madame —balbuceó el empleado de regreso—, que le parecerá a usted que a su marido le sientan muy bien estos cuellos de pajarita.
Luego, mientras el empleado buscaba corbatas, él la besó, y ella dijo suspirando:
—Oh, sí, tú eres una de esas personas que salen adelante. Nunca creí que tendría que estar a la altura de un hombre que vistiese de etiqueta y llevase cuello de eclesiástico. ¡En fin, qué le vamos a hacer!
III
La Armería de la universidad estaba extraordinariamente decorada para el baile de Digamma, con las paredes de ladrillo deslumbrantes de banderas, salpicadas de crisantemos de papel y calaveras de yeso y escalpelos de madera de tres metros de longitud.
Martin, en los seis años que llevaba en Mohalis, había ido a menos de una veintena de bailes, aunque los refinados estremecimientos del abrazo comunal fuesen el principal aliciente de la enseñanza mixta. Cuando llegó a la Armería, con Leora timoratamente audaz con su vestido azul de crespón de seda de un estilo no identificable, Martin no se sentía preocupado por si iban a sacarla alguna vez a bailar o no, aunque deseaba ardientemente que los otros hombres se amontonasen a su alrededor y le pidieran un baile y la admiraran y le dieran la bienvenida. Era, sin embargo, demasiado orgulloso para ir presentándosela, porque podía parecer si lo hacía que estuviese rogando a sus amigos que bailasen con ella. Se quedaron parados los dos, bajo la galería, contemplando desconsoladamente la inmensidad de la pista de baile, donde, lejos de ellos, brillaban los bailarines, formidables, deseables. Leora y él se habían asegurado mutuamente que, tratándose de un asunto de estudiantes, el frac y el chaleco negro serían lo apropiado, tal como se indicaba en la Guía de la Ropa Adecuada para la Gente Distinguida de Benson, Hanley y Koch, pero empezó a sentirse mal ante el espectáculo de los voluptuosos chalecos blancos, y cuando aquel cirujano famoso en embrión, Angus Duer, pasó cerca de ellos, desdeñoso como un galgo y poniéndose unos guantes blancos (que son los objetos más blancos, más arrogantemente blancos de este mundo), Martin se sintió un adolescente.
—Venga, bailemos —dijo, como si fuera un desafío a todos los Angus Duer.
Estaba deseando en realidad irse a casa.
No disfrutó del baile, aunque bailaba con desenvoltura y no demasiado mal. Ni siquiera disfrutaba de tener a Leora entre sus brazos. No podía creer que la tuviese entre sus brazos. En uno de sus giros vio a Duer unirse a una colección deslumbrante de chicas guapas y mujeres de aspecto distinguido que rodeaban al gran doctor Silva, decano de la Facultad de Medicina. Angus daba una impresión apabullante de sentirse en casa, y salió a bailar con la más guapa de todas aquellas chicas, deslizándose y girando diestro y seguro en la pista. Martin intentó que le pareciese un imbécil odioso, pero recordó que el día anterior había sido elegido para la asociación honorífica de Sigma Xi.
Leora y él volvieron al punto exacto debajo de la galería donde habían estado parados antes, su madriguera, su único refugio seguro. Él, mientras intentaba mostrarse despreocupado y a la altura de su nueva indumentaria, estaba maldiciendo a los hombres que veía pasar riéndose con chicas, ignorando a su Leora.
—Aún no hay mucha gente aquí —alegó—. Pronto llegarán todos y entonces ya verás cómo habrá muchos que te saquen a bailar.
—Oh, a mí no me importa.
(«Dios mío, ¿es que no va a venir nadie a pedirle un baile a esta pobre chica?»).
Se sentía furioso por su propia falta de popularidad entre los bailarines de la Facultad de Medicina. Estaba deseando que apareciese por fin Cliff Clawson… a Cliff le gustaban todo tipo de festejos, pero no podía permitirse ropa de etiqueta. Luego, alegrándose de ello como ante la visión de la amada, vio a Irving Watters, aquel parangón de la normalidad profesional, que se dirigía hacia ellos, pero Watters pasó a su lado sin detenerse, limitándose a saludar con un cabeceo. Por tres veces albergó Martin la esperanza y se vio decepcionado, y había perdido ya todo su orgullo. Si Leora pudiese ser feliz…
«No me importaría absolutamente nada que se liase con el mayor fantasma de la universidad y me dejase solo toda la noche. ¡Cualquier cosa con tal de que lo pase bien! Si pudiese atraer hasta aquí a Duer… No, eso es algo que no podría soportar: arrastrarme delante de ese pretencioso de mierda… ¡Lo haré!».
Apareció ante ellos de pronto Gordito Pfaff, recién llegado. Martin se lanzó sobre él amorosamente.
—¡Hombre, Gordito! ¿No tienes pareja esta noche? Te presento a mi amiga la señorita Tozer.
Los ojos bulbosos de Gordito indicaron que aprobaba las mejillas y el cabello ámbar de Leora.
—Encantado de conocerte —dijo—. Ha empezado ya el baile… ¿me concedes el honor?
Lo dijo de una forma tan halagadora que Martin podría haberle besado.
Que él, por su parte, se quedase solo durante toda aquella pieza era algo en lo que no había pensado siquiera. Se apoyó en una columna muy complacido. Se sentía espléndidamente generoso… El que hubiese varias chicas a las que nadie sacaba sentadas cerca de él, esperando que las sacaran a bailar, no se le pasó siquiera por la cabeza.
Luego vio que Gordito presentaba a Leora a una decorativa pareja de digams, uno de los cuales le pidió que le concediese el baile siguiente. A partir de eso tuvo más invitaciones de las que podía satisfacer. La emoción de Martin se enfrió. Empezó a parecerle ya que se pegaba demasiado a su pareja, que seguía sus pasos con demasiado entusiasmo. Después del quinto baile estaba ya bastante nervioso. «¡Por supuesto! ¡Ella está disfrutando! No ha tenido tiempo de darse cuenta de que yo estoy aquí plantado… ¡sí, demonios, sosteniéndole el pañuelo, además! ¡Claro! Muy bien, muy bien. Podría ocurrírsele que a mí también me gustaría bailar un poco… y cómo le sonríe a ese imbécil de Brindle Morgan, y cómo le mira, ese… ese… majadero… ¡Tú y yo tenemos que tener una charla, jovencita! ¡Esos malditos perros intentando quitármela… la única cosa que he amado en toda mi vida! Solo porque sabe bailar mejor que yo, y soltar un montón de sandeces… y esa maldita orquesta, menuda música boba toca… A ella le entusiasman todos esos malditos cumplidos baratos que le dedican… ¡Tú y yo tendremos que aclarar cariñosamente unas cuantas cosas!».
Cuando volvió con él, asediada por tres juguetones estudiantes de Medicina, Martin le dijo en un murmullo: «¡Yo no importo nada, verdad!».
—¿Te gustaría bailar este? ¡Por supuesto que lo bailaré contigo! —dijo, centrándose plenamente en él; carecía por completo de aquella tendencia de Madeline a actuar siempre en beneficio de los observadores. A lo largo de una tensa eternidad de espera, mientras él miraba furioso, ella hacía comentarios sobre la pista de baile, sobre el tamaño del local y sobre sus «elegantes parejas». Al empezar la música, él estiró los brazos.
—No —dijo ella—. Quiero hablar contigo.
Le llevó a un rincón y se lanzó sobre él.
—Sandy, esta es la última vez que voy a aguantar que te pongas celoso. ¡Oh, lo sé! ¡Mira una cosa! Si vamos a seguir juntos, ¡y vamos a seguir!, bailaré con todos los hombres que quiera, y haré con ellos todas las tonterías que quiera. En cenas y cosas así… supongo que seguiré estando siempre muda como una almeja. Sin tener nada que decir. Pero bailar me encanta, y haré exactamente lo que quiera, y si tienes un poco de sentido común, tienes que saber muy bien que el único que me importa eres tú. ¡Tú! Nada más. No importa las bobadas que hagas… y probablemente serán muchas. Así que cuando vayas y te pongas otra vez celoso conmigo, lo que tienes que hacer es largarte y librarte de ello. ¡Es que no te avergüenzas de ti mismo!
—No estaba celoso… bueno, sí, lo estaba. ¡Es que no puedo evitarlo! Te quiero tanto. ¡Sería un buen amante, dime, lo sería si nunca me pusiese celoso!
—Está bien. Solo que tienes que procurar que no se note. Ahora acabemos el baile.
Era su esclavo.
IV
En la Universidad de Winnemac se consideraba inmoral bailar después de medianoche, y a esa hora la gente del baile se amontonaba en la Cafetería Imperial. Normalmente cerraba a las ocho, pero esa noche estaba abierta hasta la una, y eso fomentaba un espíritu de alegría casi lasciva. Gordito Pfaff bailó una giga, otro estudiante guasón, con un servilleta en el antebrazo, fingía ser un camarero, y una chica (aunque provocó mucha desaprobación) fumó un cigarrillo.
Cliff Clawson estaba esperando en la puerta a Martin y Leora. Vestía su traje gris habitual lleno de brillos, con una camisa azul de franela.
Cliff daba por supuesto que él era la autoridad ante la que debían comparecer en juicio todas las amistades de Martin. Él no había conocido a Leora. Martin había confesado su compromiso doble; había explicado que Leora era sin discusión posible la chica más gentil de este mundo; pero como había hecho un uso abusivo anteriormente de todos sus adjetivos laudatorios y de toda la paciencia de Cliff en el asunto de Madeline, Cliff no le había hecho caso y estaba predispuesto a que no le gustase Leora y a considerarla otra sirena de la moralidad.
Así que la miraba con una hostilidad condescendiente. Le dijo a Martin por detrás de ella: «Una chica guapa, lo reconozco… ¿dónde está la pega?». Después de que recogieron sus emparedados y el café y el pastel de damero del largo mostrador, Cliff dijo con voz áspera:
—Bueno, es todo un detalle que una pareja de elegantes de etiqueta como vosotros dos alternéis conmigo, que tengo un sastre que es el mayor desastre de la sociedad. En fin, es terrible que tuviese que perderme los selectos placeres de una velada con Ansioso Duer y elegantes relacionados, y tuviese que conformarme con una vulgar partida de póquer… en la que aquí papá les birló la suma de seis dólares con diez a los haraganes y patanes reunidos. Bueno, Leory, supongo que tú y aquí el amigo Martykins habréis departido sobre todas esas cuestiones importantes del deporte del polo y, bueno, Montecarlo y demás.
Leora tenía una capacidad inmensa para aceptar a la gente tal como era. Mientras Cliff esperaba, riendo entre dientes, ella investigó plácidamente el contenido de un emparedado de pollo y asintió: «Hum-uj».
—¡Buena chica! ¡Creí que ibas a soltar ese rollo de «Si eres un palurdo, no entiendo por qué piensas que tienes que presumir de ello» que me suelta Mart!
Cliff se convirtió en un compañero jovial y (para ser él) insólitamente silencioso… Ex peón agrícola, exvendedor de libros, exmecánico, tenía muy poco dinero pero tenía sin embargo un deseo tan grande de brillar esplendorosamente que se refugiaba en enorgullecerse de la pobreza, en enorgullecerse de ser ofensivo. Pero al ver que aquella chica parecía darse cuenta de lo que había detrás de su fanfarronería, le gustó Leora tan instantáneamente como le había gustado a Martin, y rebosaban alegría los tres. Martin se sentía impulsado a la benevolencia hacia el género humano, incluido Angus Duer, que estaba al fondo del local en una mesa con el decano Silva y sus plateadas mujeres. Así que, sin pensarlo siquiera, se levantó, corrió hasta allí y le alzó la mano gritando:
—Angus, amigo, quiero felicitarte por conseguir Sigma Xi. Es estupendo.
Duer miró la mano extendida como si fuese un instrumento que hubiese visto antes pero cuyo uso no pudiese del todo recordar. La retiró y la agitó dubitativamente. No le dio la espalda; fue más que grosero… hizo un gesto paciente.
—En fin, buena suerte —dijo Martin, helado y tembloroso.
—Muy amable. Gracias.
Volvió con Leora y Cliff, para contarles el incidente como una tragedia cósmica. Los dos coincidieron en que a Angus Duer había que pegarle un tiro. En medio de ello Duer pasó a su lado, siguiendo al grupo del decano Silva, y dirigió un cabeceo a Martin, que le miró furioso, sintiéndose maduro y distinguido.
Al despedirse, Cliff retuvo la mano de Leora y la instó: «Querida, estimo mucho a Mart, y en una ocasión tuve miedo de que fuese a acabar atado a… a gentes que le convertirían en un estrechamanos. Yo mismo soy un estrechamanos. Sé menos de medicina que el profesor Robertshaw. Pero este idiota tiene una cierta conciencia, y yo me alegro muchísimo de que ande con una chica que es una persona de verdad y… ¡Oh, estoy en tal estado que estos pies torpes ya no me sostienen! Pero solo quiero decir que espero que no te importe que el tío Cliff te diga que le caes muy bien».
Eran casi las cuatro cuando Martin regresó de llevar a Leora a casa y se metió en la cama. No podía dormir. El desdén de Angus Duer le torturaba como un insulto hacia él, pero también en cierto modo como un insulto implícito a Leora; pero su rabia infantil se había convertido en una preocupación más sombría. ¿No tenía Duer, pese a toda su presunción y su superficialidad, algo de lo que él carecía? ¿No se tomaba Cliff, con su humor de cachorrillo, su charla de campesino de vodevil, su sospecha de que los buenos modales eran hipocresía, la vida de un modo demasiado fácil? ¿No sabía Duer controlar y guiar su dura y pequeña inteligencia? ¿No había una técnica de los buenos modales como la había de la experimentación… la técnica fluida del trabajo de laboratorio de Gottlieb frente a las manos torpes y gordas de Ira Hinkley… o eran todas aquellas dudas una traición, un sometimiento al propio patrón engreído de Duer?
Estaba tan cansado que detrás de los párpados cerrados había flashes de fuego. Su pensamiento vertiginoso volaba sobre cada frase que había dicho u oído aquella noche, hasta que alrededor de su cuerpo inquieto hubo todo un griterío enfebrecido.
V
Cuando cruzaba el campus de Medicina al día siguiente, se encontró inesperadamente con Angus y le asaltó esa sensación culpable y embarazosa que se tiene con una persona que ha pedido dinero prestado y que probablemente nunca lo devolverá. Empezó a balbucir mecánicamente «Hola», pero lo reprimió convirtiéndolo en un gruñido, frunció el ceño y siguió su camino.
—Oye, Mart —le llamó Angus; estaba tranquilo y melancólico—. ¿Te acuerdas que me hablaste anoche? Me pareció cuando me iba que estabas enfadado conmigo. No sé si pensaste que había sido grosero. Si es así perdona. La verdad es que tenía un dolor de cabeza terrible. Mira. Tengo cuatro entradas para As It Listeth en Zenith, para la noche del próximo viernes… ¡El reparto es el mismo de Nueva York! ¿Te gustaría verla? Y me fijé que ibas con un bombón, en el baile. ¿Crees que a ella le gustaría ir con nosotros, ella y alguna amiga suya?
—Bueno… vale… la llamaré… Eres muy amable por la invitación…
Hasta el melancólico oscurecer, después de que Leora hubiera aceptado y prometido llevar a una aprendiz de enfermera llamada Nelly Byers, no empezó Martin a cavilar:
«¿Sería verdad que tenía dolor de cabeza anoche?
»¿Le habrá dado alguien las entradas?
»¿Por qué no le pidió a la hija de Papá Silva que fuese con nosotros? ¿Creerá que Leora es alguna fulana que yo me he agenciado?
»Claro, él en realidad nunca se enfada con nadie… quiere que seamos todos amigos suyos para que le mandemos pacientes quirúrgicos algún día, cuando nosotros seamos médicos de pueblo y él sea Grande y Único.
»¿Por qué me arrastré tan dócilmente?
»¡Es igual! Si Leora lo pasa bien… A mí personalmente me importa un pimiento todo este asunto… aunque por supuesto no está mal lo de ver mujeres guapas con ropa elegante y vestirse tan bien como el que más… ¡En fin, no sé!».
VI
En la ciudad ligeramente Medio Oeste de Zenith la aparición de una obra «con el reparto original de Nueva York» era un acontecimiento. (No importaba mucho qué obra fuese). El Teatro Dodsworth estaba esplendoroso con toda la aristocracia de las grandes mansiones de Royal Ridge. Leora y Nelly Byers admiraron a los grandes linajes (graduados de Yale y Harvard y Princeton, abogados y banqueros, fabricantes de automóviles y herederos de propiedades inmobiliarias, virtuosos del golf, familiares de Nueva York) que con sus estridentes y resplandecientes mujeres ocupaban las primeras filas. La señorita Byers señaló a los Dodsworth, a los que se mencionaba a menudo en los Ecos de Sociedad.
Leora y la señorita Byers dieron saltitos de admiración cuando el héroe rechazaba el cargo de gobernador; Martin estaba molesto porque la heroína era más guapa que Leora; y Angus Duer (que daba la impresión de saberlo todo sobre las obras sin haber visto más de media docena de ellas en toda su vida) confesó que el decorado que representaba «el Campamento de Jack Vanduzen en Adirondack: puesta de sol, al día siguiente» estaba realmente muy bien.
Martin estaba de un talante resueltamente hospitalario. Iba a convidarles a todos a cenar y no había más que hablar. La señorita Byers explicó que ellas tenían que estar en el hospital a las once y cuarto, pero Leora dijo perezosamente: «Oh, a mí me da igual. Entraré por una ventana. Si estás allí por la mañana, esa vieja bruja no puede demostrar que llegaste tarde». Moviendo la cabeza críticamente ante esta maldad mentirosa, la señorita Byers corrió a coger un autobús, mientras Leora, Angus y Martin se dirigían al café Alt Nuremberg de Epstein a tomar cerveza y emparedados de queso suizo sazonados con la visión de lemas de brindis alemanes y una armadura de cartón piedra.
Angus estaba estudiando a Leora, la miraba a ella y luego a Martin, observando cómo se miraban con cariño. Probablemente fuese inconcebible para él que un joven listo y aplicado convirtiese en camarada suya a una chica que no podía proporcionarle un ascenso social, que pudiese existir una cosa como la pasión amorosa entre Martin y Leora. Decidió que ella era adecuadamente frágil. Dedicó a Martin una versión refinada de sonrisa burlona y se lanzó a apoderarse de aquella chica para sus propios fines.
—Espero que te haya gustado la obra —le dijo condescendiente.
—Oh, sí…
—Cielos. Os envidio a los dos. Por supuesto comprendo por qué las chicas se enamoran de alguien como aquí Martin, con sus ojos románticos, pero un empollón como yo, tiene que seguir trabajando sin que haya nadie que muestre ninguna simpatía por mí. Pero, claro, me lo merezco por ser tímido con las mujeres.
—Cuando alguien dice eso —dijo Leora con un tono inesperado de desafío— quiere decir que no es tímido, y que desprecia a las mujeres.
—¿Despreciarlas? Vamos, niña, de verdad, me encantaría ser un don Juan. Pero no sé cómo. ¿Por qué no me das tú una lección?
La voz áridamente correcta de Angus se había vuelto arrulladora; se concentró en Leora como podría haberse concentrado en diseccionar un conejillo de Indias. Ella sonreía a Martin de vez en cuando para decir: «No estés celoso, idiota. Desdeño majestuosamente a este hipnotizador engreído». Pero la aturdía la sedosa seguridad de Angus, el homenaje que brindaba a sus ojos y su ingenio y su reserva.
Martin sentía retortijones de celos. Farfulló que debían irse… Leora tenía realmente que volver… Los tranvías pasaban con mucha menos frecuencia después de medianoche y fueron caminando hasta el hospital a través de calles vacías y resonantes. Angus y Leora mantenían una charla tensa, mientras Martin caminaba a su lado, silencioso, hosco, orgulloso de estar hosco. Deslizándose por la calleja de un garaje fueron a encontrarse frente a la masa del Hospital General de Zenith, toda una manzana, cinco plantas de ventanas negras con esporádicas manchas tenues de luz. No había nadie por allí a la vista. El primer piso estaba a solo metro y medio del suelo, y alzaron a Leora hasta el saliente de piedra caliza de la ventana de un pasillo que estaba medio abierta. Ella se deslizó dentro, cuchicheando: «¡Buenas noches! ¡Gracias!».
Martin se sintió vacío, y satisfecho. La noche estaba llena de una tristeza fría. Chispeó de pronto una luz en una ventana sobre ellos, y se oyó un grito de mujer que se quebraba en gemidos. Martin sintió la tragedia de la despedida… el que tuviese que perder un instante de la presencia viva de ella en la brevedad de la vida.
—Voy a ir detrás de ella; a ver si llega sin problema a su cuarto —dijo.
El frío borde del saliente de piedra le mordió las manos, pero saltó, metió la rodilla, se coló rápidamente por la ventana. Delante de él, en el pasillo con suelo del corcho iluminado solo por un pequeño globo eléctrico, Leora se dirigía de puntillas hacia un tramo de escaleras. Corrió tras ella, de puntillas también. Ella gritó cuando la cogió del brazo.
—¡Teníamos que decirnos buenas noches mejor! —murmuró—. Con ese condenado Duer…
—¡Chsss! Si te cogen aquí me matarán. ¿Quieres que me expulsen?
—¿Te importaría, si fuese por mi culpa?
—Sí… no… bueno… Pero probablemente te expulsarían también a ti de la Facultad de Medicina, amigo mío. Si…
Las manos acariciadoras de Martin podían sentirla temblar de angustia. Ella atisbó a lo largo del pasillo. La imaginación acelerada de él creaba formas furtivas, ojos que atisbaban desde los quicios de las puertas. Luego ella suspiró y dijo resueltamente:
—No podemos hablar aquí. Subiremos a mi habitación… Mi compañera de cuarto esta fuera esta semana. Quédate aquí, en la sombra. Si no hay nadie a la vista arriba, volveré.
Volvió enseguida y la siguió hasta el piso de arriba, hasta una puerta blanca; luego, conteniendo la respiración, entró. Cuando cerró la puerta le conmovió aquel refugio tan reducido, con las literas y con las fotos de casa y la ropa de cama ligeramente arrugada. Intentó abrazarla, pero ella le detuvo poniéndole una mano en el pecho y dijo quejosa:
—¡Estuviste celoso otra vez! ¿Cómo puedes desconfiar de ese modo de mí? ¡Con ese imbécil! ¿Las mujeres no le quieren? ¡Tendrían que tener una oportunidad! Se quiere a sí mismo demasiado bien. ¡Y luego tú celoso!
—No lo estaba… Sí, bueno, lo estaba, ¡pero claro, tienes que estar allí sentado y sonreír como una hiena, con él entre los dos, cuando lo que yo quería era hablar contigo, besarte! ¡Está bien! Probablemente seré celoso siempre. Eres tú la que tienes que conseguir confiar en mí. No soy una persona tranquila y pacífica; nunca lo seré. Oh, confía en mí…
Su beso, profundo y sin resistencias, fue el momento más apasionado en el recuerdo de aquella hora estéril con Angus. Olvidaron que la superintendente de las enfermeras podría irrumpir allí aterradoramente; olvidaron que Angus estaba esperando. «¡Oh, maldito Angus… que se vaya a casa!», fue la única reflexión de Martin, cuando sus ojos se cerraron y se esfumó su larga soledad.
—Buenas noches, amor mío… mi amor eterno —exclamó extasiado.
En la quietud fantasmal del pasillo, se rio al pensar que Angus debía de haberse marchado furioso. Pero desde la ventana descubrió que estaba encogido en las escaleras de piedra, dormido. Cuando tocó el suelo, silbó, pero se detuvo bruscamente. Vio brotar de la sombra a un hombre corpulento que parecía llevar uniforme de portero y que gritaba:
—¡Te he pescado, amigo! ¡Vuelve a entrar en el hospital y veremos qué es lo que andabas buscando!
Se trabaron. Martin era nervudo, pero el vigilante le asfixiaba en su abrazo. Percibió un hedor a mono sucio, a carne sin bañar. Le asestó una patada en la canilla, aporreó la roca de su mejilla encarnada, intentó retorcerle un brazo. Se libró de él, empezó a huir y se detuvo. La lucha, en su contraste con la dulzura dolorosa de Leora, le había enfurecido. Se enfrentó indignado al vigilante.
Del despertado Angus, que apareció súbitamente a su lado, brotó un leve sonido de disgusto.
—¡Oh, vamos hombre! Olvídate de este asunto. ¿Por qué vas a ensuciarte las manos con una basura como él?
—¿Qué, que soy una basura, yo? ¡Ahora vas a ver! —aulló el vigilante.
Cogió a Angus por el cuello y le abofeteó.
Bajo el farol soñoliento, Martin vio a un hombre volverse loco. No era el insensible Angus Duer el que miraba fijamente al vigilante; era un asesino, y sus ojos eran los ojos terribles de un asesino, comunicando hasta al más inexperto un mensaje de muerte. Solo balbuceó: «¡Se atrevió a tocarme!». Y de pronto apareció en sus manos una navaja, y se lanzó sobre el vigilante y empezó a intentar afanosa y vehementemente degollarle.
Martin oyó, mientras intentaba contenerlos, el golpeteo nervioso del bastón nocturno de un policía en la acera. Aunque era delgado había paleado heno y tendido cable telefónico. Golpeó al vigilante, juiciosamente, al lado de la oreja derecha, sujetó la muñeca de Angus y le sacó de allí a rastras. Subieron corriendo por una calleja, cruzaron un patio. Llegaron a una avenida y vieron brillar y traquetear un tranvía nocturno doblando la esquina; corrieron a su lado, saltaron a la escalerilla y estuvieron seguros.
Angus se quedó parado en la plataforma trasera, sollozando. «¡Dios mío, ojalá le hubiese matado! ¡Me puso sus sucias manos encima! ¡Martin! No me dejes bajar del tranvía. Creí que había superado esto. Una vez, cuando era un crío, intenté matar a un tipo… ¡Dios Santo, ojalá le hubiese cortado el cuello a ese cerdo asqueroso!».
Mientras el tranvía penetraba en el centro de la ciudad, Martin le instó: «Hay un restaurante que está abierto toda la noche en la avenida Oberlin donde podemos conseguir algo de bebida. Vamos. Te calmará».
Angus estaba temblando y caminaba con dificultad… Angus el puntilloso. Martin le condujo al comedor donde, entre botellas de salsa de tomate, tomaron áspero whisky en tazas de café que parecían de granito. Angus, con la cabeza apoyada en un brazo, lloraba, sin que le importase que le miraran, hasta que la bebida le embotó y Martin le acompañó a casa. Luego para él, en su habitación amueblada, con Cliff roncando, aquella noche se convirtió en algo increíble y nada más increíble que Angus Duer. «Bueno, ahora será un buen amigo mío, para siempre. ¡Estupendo!».
A la mañana siguiente, en el vestíbulo del edificio de anatomía, vio a Angus y se acercó rápidamente a él. Angus le dijo con aspereza: «Anoche estabas muy borracho, Arrowsmith. Si no puedes manejar mejor el alcohol, es mejor que lo dejes del todo».
Y siguió su camino, juicioso y sereno.