I
Los camareros del Mesón Nokomis, emplazado entre los pinos de Ontario, eran todos ellos estudiantes universitarios. No estaba previsto que apareciesen en los bailes del mesón… simplemente aparecían, y les quitaban las chicas más guapas a los pretendientes mayores e indignados de blancos pantalones de franela. Tenían que trabajar, pero solo siete horas al día. El resto del tiempo pescaban, nadaban y recorrían los sombreados senderos y Martin regresó a Mohalis sereno… y enormemente enamorado de Madeline.
Se habían escrito, cartas corteses y apesadumbradas, una vez cada quince días; luego apasionada y diariamente. Porque el verano a ella la había arrastrado a su ciudad natal, cerca de la frontera de Ohio y Winnemac, una ciudad mayor que la Elk Mills de Martin pero más tostada por el sol y con pequeñas fábricas que la hacían aún más desolada. Se quejaba de ello en sus cartas, con una letra suelta inmensa que se extendía por toda la página:
Tal vez no volvamos a vernos nunca, pero quiero que sepas lo mucho que aprecio las conversaciones que tuvimos sobre ciencia e ideales y educación, etc… desde luego las aprecio aquí cuando escucho a estos vejestorios ignorantes, hablar, oh, es demasiado horrible, de sus automóviles y de cuánto tienen que pagar a sus criadas y así sucesivamente. Tú me diste mucho pero yo te di algo también, ¿verdad que sí? No puede ser que me equivoque siempre, ¿verdad que no?
—¡Mi niña querida, mi pequeña! —se lamentó él—. ¡No puede ser que me equivoque siempre! ¡Pobre niña, pobre niña querida!
A mediados de verano se habían vuelto a prometer firmemente y, aunque a Martin le encandilase un poco la cajera, una maestra de Wisconsin joven y risueña con botas hasta los tobillos, echaba tanto de menos a Madeline que se quedaba despierto en la cama pensando en dejar el trabajo y huir buscando sus caricias… se quedaba despierto así durante varios minutos seguidos.
El tren de regreso era de una lentitud torturante y se bajó en Mohalis enfebrecido con visiones de ella. Veinte minutos después, estaban abrazados en la tranquilidad de su cuarto de estar. Y aunque es cierto que veinte minutos después de eso ella estaba burlándose de Cliff Clawson, de la pesca y de las maestras de escuela, ante la furia de él sucumbió en lágrimas.
II
Su tercer curso fue vertiginoso. Tenía que asistir a clases sobre diagnosis física, cirugía, neurología, obstetricia y ginecología por la mañana, a prácticas en el hospital por la tarde; tenía que supervisar la elaboración de medios de cultivo y la esterilización de los recipientes de cristal para Gottlieb; que instruir a una nueva clase en el uso del microscopio y el filtro y el autoclave; que leer una página de vez en cuando de alemán o francés científico; que ver a Madeline constantemente; cumplir con todo eso le obligaba a un apresuramiento histérico, y en la bruma más espesa de ese apresuramiento fue cuando inició su primera investigación original… su primera experiencia lírica, su primera ascensión a montañas inexploradas.
Había inmunizado conejos al tifus, y creía que si mezclaba suero procedente de esos animales inmunes con gérmenes tifoideos, los gérmenes morirían. Por desgracia (fue su sentimiento) los gérmenes prosperaron alegremente. Eso le desconcertó; estaba seguro de haber cometido alguna torpeza técnica; realizó el experimento una y otra vez, trabajando hasta la medianoche, despertando al amanecer para considerar sus notas. (Aunque en las cartas a Madeline su letra era torpe y desigual, en las notas de laboratorio era regular y precisa). Una vez seguro del todo de que la Naturaleza insistía en hacer algo que no debía hacer, acudió culpablemente a Gottlieb, protestando: «Esos malditos bichos deberían morir en este suero inmune y no lo hacen. Tiene que haber algún fallo en las teorías».
—¿Se pone usted en contra de la ciencia, joven? —refunfuñó Gottlieb, agitando los papeles de su escritorio—. ¿Acaso se considera usted competente para atacar los dogmas de la inmunología?
—Lo siento, señor. No puedo saber cuál es el dogma. Aquí están mis protocolos. Sinceramente, he repetido una y otra vez la operación y he obtenido los mismos resultados, como puede usted ver. Solo sé lo que observo.
—¡Le otorgo mis bendiciones episcopales, hijo! —dijo Gottlieb con una sonrisa oronda—. ¡Ese es el camino! Atente a lo que observes, y si choca con todos los bonitos puntos de vista correctos de la ciencia… ¡fuera con ellos! Estoy muy contento, Martin. Pero ahora busca el Porqué, el principio subyacente.
Gottlieb solía llamarle «Arrowsmith» o «usted» o «Uj». Cuando estaba furioso le llamaba «doctor», como al resto de los estudiantes. Solo en momentos muy especiales le honraba con «Martin» y el muchacho salió de allí trotando beatíficamente, decidido a intentar descubrir (sin conseguirlo nunca) aquel Porqué que hacía que las cosas fuesen así.
III
Gottlieb le había enviado a Zenith, al inmenso Hospital General de allí, a buscar una cepa de meningococcus de un paciente interesante. El aburrido empleado de recepción (que solo estaba interesado en obtener los nombres, las direcciones de trabajo y las religiones de los pacientes, y que no se interesaba por quién moría o quién escupía sobre el bello linóleo azul y blanco o quien acudía a recoger meningococci, siempre que la dirección estuviese adecuadamente registrada) le dijo arrogantemente que subiese al pabellón D. Martin fue recorriendo los largos pasillos con numerosas puertas desde las que se atisbaban ancianas de rostro amarillento y camisones raídos sentadas en la cama, procurando parecer importante, con la esperanza de que le tomasen por un médico, y no consiguiendo más que sentirse extraordinariamente azorado.
Pasó rápidamente al lado de varias enfermeras, medio saludándolas con un cabeceo, a la manera (o lo que él creía que era la manera) de un brillante y joven cirujano que está a punto de iniciar una operación. Tan absorto estaba en la tarea de parecer un joven y brillante cirujano que se perdió completamente, y cuando se quiso dar cuenta se encontraba en un pabellón lleno de habitaciones privadas. Se estaba retrasando. No tenía tiempo ya para parecer impresionante. Le fastidiaba mucho, como a todos los varones, confesar su ignorancia preguntando direcciones, pero se paró a regañadientes en la puerta de un dormitorio en el que había una aprendiz de enfermera fregando el suelo.
Era una aprendiz de enfermera bajita y delgada, con un tosco vestido azul de dril, un enorme delantal blanco y un turbante a la cabeza sujeto con un elástico: un uniforme tan mugriento como su cubo de agua de fregar. La muchacha alzó la vista con el descaro vivaz de una ardilla.
—Enfermera —dijo él—, quiero encontrar el pabellón D.
—¿Quiere? —perezosamente.
—¡Quiero! Si puede usted interrumpir su trabajo…
—No importa. Esa maldita superintendente de enfermeras me ha puesto a fregar porque me cogió fumando, aunque se supone que nosotras no tenemos nunca que fregar suelos. Menudo bicho está hecha. Si encontrase a un crío como tú andando por aquí te sacaría de una oreja.
—Mi querida jovencita, puede que le interese saber…
—¡Oh! «Mi querida jovencita, puede que…». Así exactamente era como hablaba nuestro viejo profe de allá del pueblo.
Su guaseo indolente, su modo de tratarle como si fuesen un par de niños sacándose la lengua en una estación de ferrocarril, estaba enfureciendo al joven e impulsivo ayudante del profesor Gottlieb.
—¡Soy el doctor Arrowsmith —replicó— y según tengo entendido hasta las aprendices de enfermera aprenden que el primer deber de una enfermera es ponerse de pie cuando se dirigen a un médico! Quiero encontrar el Pabellón D, recoger una cepa de, ¡puede que le interese a usted saberlo!, de un microbio muy peligroso y si tiene usted la bondad de indicarme…
—Vaya, bueno, otra vez he sido descarada. Parece que no me va a mí esta disciplina militar. Está bien. Me pondré de pie —lo hizo; su movimiento fue tan suave y ágil como el de un gato corriendo—. Vuelve atrás, gira a la derecha, luego a la izquierda. Perdóname por ser tan descarada. Pero si vieses algunos de los viejos cascarrabias de médicos con los que una enfermera tiene que ser mansita… sinceramente, doctor… si es que tú eres un médico…
—¡No veo por qué voy a tener necesidad de convencerte! —dijo él furioso, mientras se alejaba. Durante todo el camino hasta el Pabellón D siguió enfurecido por el desdén velado con que le había tratado aquella muchacha. Él era un científico eminente, y resultaba ofensivo tener que soportar las impertinencias de una aprendiz de enfermera… una aprendiz de enfermera de lo más vulgar, una jovencita flaca y mal hablada que parecía del Oeste. Repitió su respuesta: «No veo por qué voy a tener necesidad de convencerte». Estaba orgulloso de sí mismo por haber sido altivo. Se imaginó contándole el incidente a Madeline y concluyendo: «Yo solo le dije tranquilamente: “Mi querida jovencita, no creo que sea usted la persona a la que tenga yo que explicar mi misión aquí”, dije, y con eso la puse en su sitio».
Pero la imagen de aquella jovencita no se quedaba en su sitio después de que encontró al interno que tenía que ayudarle y de recoger el fluido espinal. Seguía ante él, provocativa, firme. Tenía que verla de nuevo, y convencerla… «¡Hace falta un hombre mejor de lo que ella es, un hombre mejor que todos los que he conocido en mi vida, para ofenderme a mí e irse de rositas!», dijo el joven y modesto científico.
Había vuelto corriendo a aquella habitación, y estaban mirándose fijamente antes de que él cayera en la cuenta de que no había preparado las cosas aplastantes que iba a decirle. Ella ya no estaba fregando arrodillada, estaba de pie. Se había quitado el turbante y tenía un pelo sedoso color miel, los ojos azules, la cara infantil. No había en ella nada de la esclava. Podía imaginarla corriendo ladera abajo, subiéndose a un saco de paja.
—Oh —dijo con seriedad—. No quería ser grosera antes. Solo estaba… es que lo de fregar me pone de malhumor. La verdad es que me pareciste muy majo y siento haber herido tus sentimientos, pero parecías muy joven para ser médico.
—No lo soy. Soy estudiante de Medicina. Estaba presumiendo.
—¡Yo también!
Martin sintió una camaradería instantánea y completa con ella, una relación libre del antagonismo y el fingimiento de su lucha con Madeline. Supo que aquella chica era de los suyos. Aunque fuese vulgar, cómica, franca, era también valiente; estaba muy dispuesta a reírse de los presuntuosos, era capaz de una lealtad demasiado despreocupada y natural para parecer heroica. La voz de Martin tenía un tono alegre, aunque sus palabras fuesen solo:
—Supongo que son muy duros estos cursos de enfermería.
—No son tan terribles, pero son tan románticos como hacer de criada… así es como decimos en Dakota.
—¿Eres de Dakota?
—Soy de la población más emprendedora (362 habitantes) de todo el estado de Dakota del Norte: Wheatsylvania. ¿Tú estudias Medicina en la universidad?
A una enfermera que pasase por allí le habría parecido que aquellos dos jóvenes estaban ocupados en cosas del hospital. Martin estaba parado a la puerta, ella junto al cubo de fregar. Había vuelto a ponerse el turbante; le colgaba un poco, oscureciéndole el cabello claro.
—Sí, estudio primero de Medicina en Mohalis… no sé. No me tira demasiado la medicina. Lo que a mí me gusta es el laboratorio. Creo que seré bacteriólogo, y me cargaré algunas de las teorías tontas sobre la inmunología. Y no me interesa gran cosa lo de ser médico de cabecera.
—Me alegro de que no te interese. Es lo que hay aquí. Tendrías que oír a algunos de ellos, son todo dulzura y suavidad con los pacientes… pero cómo les gritan luego a las enfermeras. Y los laboratorios… parecen una cosa más real. A las bacterias no las puedes engañar… ¿qué es lo que son?, ¿se llaman así, no?
—Sí, sí, bacterias… ¿cómo te llamas tú?
—¿Yo? Oh, es un nombre muy feo… Leora Tozer.
—¿Qué tiene de feo Leora? Es bonito.
Cantos de pájaros emparejándose, rumor de flores de primavera cayendo en el aire tranquilo, ladrar de perros soñolientos a medianoche; ¿quién es capaz de oír eso y considerarlo solo algo trillado? Pues tan natural, tan convencional, tan juvenilmente desmañado, tan eternamente bello y auténtico como esos antiguos sonidos fue la charla de Martin y Leora, en aquella media hora apasionada en que cada uno de ellos encontraba en el otro una parte de su propio yo, que siempre había echado de menos vagamente y descubría ahora con atónito gozo. Conversaban los dos como el héroe y la heroína de un relato sensiblero, como operarios explotados, como robustos rústicos, como príncipe y princesa. Sus palabras eran estúpidas e inconsecuentes oídas una por una, pero consideradas juntas eran tan sabias e importantes como las mareas o el ruido del viento.
Él le explicó a ella lo que admiraba a Max Gottlieb, que había cruzado su Dakota del Norte en un tren y que era un jugador de hockey excelente. Ella le contó a él que «adoraba» el vodevil, que su padre, Andrew Jackson Tozer, había nacido en el Este (con lo que quería decir Illinois) y que no le interesaba especialmente la enfermería. No tenía ninguna ambición personal especial; había ido allí porque le gustaba la aventura. Comentó, con jovial pesadumbre, que no le caía demasiado bien a la superintendente de las enfermeras; aunque quería ser buena siempre, se veía arrastrada de algún modo a rebeliones relacionadas con las fugas o escapadas a medianoche. No había nada heroico en su historia, pero a él le causaba una impresión de alegre coraje por su plácida forma de contarla.
—¿Cuándo puedes salir del hospital a cenar? —la interrumpió con urgencia—. ¿Esta noche?
—Bueno…
—¡Por favor!
—Vale.
—¿Cuándo puedo pasar a buscarte?
—Tú crees que debería… Bueno, a las siete.
Martin sentía cólera y gozo alternativamente en el viaje de vuelta a Mohalis. Se decía que era un imbécil por hacer aquel largo viaje a Zenith dos veces en un día; se recordaba que estaba comprometido con una chica llamada Madeline Fox; le inquietaba el asunto de la infidelidad; se aseguraba que Leora Tozer era solo una enfermera de imitación, que era tan inculta como una ayudante de cocina y tan impertinente como un repartidor de periódicos; decidió, lo decidió varias veces, telefonearla y librarse de aquel compromiso.
A las siete menos cuarto estaba en el hospital.
Tuvo que esperar veinte minutos en una sala de recepción que era como la de una funeraria. Estaba aterrado. ¿Qué hacía allí? Lo más probable era que aquella chica resultase mortalmente aburrida en una larga cena. ¿La reconocería, incluso sin uniforme? Luego se levantó de un salto. Ella estaba en la puerta. Su deprimente uniforme azul había desaparecido; parecía tan esbelta y ligera como una niña con un traje de princesa recto, desde el alto cuello y el suave y joven pecho hasta los pies. Parecía natural coger su mano bajo el brazo cuando salieron del hospital. Caminaba a su lado con pasitos de baile, más tímida ahora de lo que había sido en la dignidad de su trabajo, pero mirando hacia arriba, hacia él, muy segura de sí.
—¿Contenta de que viniese? —le preguntó.
Ella lo pensó. Utilizaba el truco de pensar seriamente sobre cuestiones obvias; y seriamente (pero con la seriedad de una niña, no con la seriedad grave de un político o un jefe de oficina) admitió: «Sí, estoy contenta. Tenía miedo de que fueras y te enfadaras conmigo por lo fresca que fui, y quería disculparme y… me gustó lo de que estuvieses tan chiflado con tu bacteriología. Creo que yo estoy también un poco chiflada. Los internos aquí… vienen mucho por aquí a fastidiar, pero son tan, no sé… tan sosos, con sus estetoscopios nuevos y su dignidad recién estrenada. Bueno…» y, más seriamente aún, añadió: «En fin, bueno, sí, me alegro de que vinieras… ¿Soy una idiota por confesarlo?».
—Eres un encanto por confesarlo —se sentía un poco desconcertado con ella; le apretó la mano con el brazo.
—No pensarás que salgo con cualquier estudiante o cualquier médico, ¿verdad?
—¡Leora! Y tú no pensarás que yo intento salir con todas las chicas guapas que me encuentro, ¿verdad? Me gustó… no sé por qué, pero tuve la sensación de que podríamos ser amigos. ¿No podemos? Dime. ¿No podemos?
—No sé. Ya veremos. ¿Dónde vamos a ir a cenar?
—Al Gran Hotel.
—¡Allí no! Es carísimo. Salvo que seas muy rico. No lo eres, ¿verdad?
—No, no lo soy. Solo tengo dinero suficiente para estudiar la carrera. Pero quiero…
—Vayamos al Bijou. Es un sitio estupendo, y no es caro.
Él recordó cuántas veces le había dicho Madeline Fox que sería maravilloso ir al Gran Hotel, el hotel más relumbrante de Zenith, pero esa fue la última vez que pensó en Madeline aquella velada. Leora le tenía absorto. Veía en ella una naturalidad, una falta de prejuicios, una claridad sorprendentes en la hija de Andrew Jackson Tozer. Era femenina pero no exigente; nunca intentaba Mejorar y raras veces se sorprendía; no era ni coqueta ni fría. Era, en realidad, la primera chica a la que había hablado sin timidez en toda su vida. Es dudoso, por otra parte, que Leora tuviese una oportunidad de decir algo, ya que él la hizo partícipe de todas sus confidencias como discípulo de Gottlieb. Para Madeline, Gottlieb era un viejo malvado que se burlaba de la santidad del matrimonio y de la de los lirios de Pascua, para Cliff era un pelma, pero Leora sonreía muy contenta mientras Martin aporreaba la mesa y citaba a su ídolo: «Hasta el presente, incluso en el trabajo de Ehrlich, la mayor parte de la investigación ha sido sobre todo una cuestión de prueba y error, de tanteo, el método empírico, que es lo contrario del método científico, por el que uno pretende establecer una ley general que rige un grupo de fenómenos para poder así predecir lo que pasará».
Explicaba esto reverentemente, mirándola fijamente desde el otro lado de la mesa, casi echando chispas por los ojos.
—¿Te das cuenta —insistía— de dónde deja él a todos esos mascadatos, esos investigadores hechos a máquina que andan revoloteando alrededor del estercolero y también a los médicos comerciales? ¿Lo entiendes? ¿Te das cuenta?
—Sí, creo que sí. Y de todos modos, de lo que me doy cuenta es de tu entusiasmo por él. ¡Pero no me mires así, como si me riñeras, por favor!
—¿Estaba riñéndote? No lo pretendía. Es que cuando me pongo a pensar que a la mayoría de esos malditos profes no les interesa siquiera saber qué es lo que está buscando él…
Martin estaba otra vez disparado, y aunque Leora no entendía del todo la relación de la síntesis de los anticuerpos con los trabajos de Arrhenius, escuchaba con un placer estimulante al ver el entusiasmo de él, sin ninguna de las amonestaciones amablemente correctoras de Madeline Fox.
Tuvo que avisarle de que debía volver al hospital a las diez.
—¡He hablado demasiado! Dios mío, espero no haberte aburrido —dijo él.
—Me encantó.
—Y me puse tan técnico y tan voceras… ¡Oh, soy un pesado!
—Me gusta que confíes en mí. Yo no soy «seria», y no tengo nada de cerebro, pero me encanta que los hombres que son amigos míos piensen que tengo la suficiente inteligencia para oír lo que ellos piensan y… ¡Buenas noches!
Cenaron juntos dos veces en dos semanas, y solo dos veces en ese tiempo, aunque ella le telefoneó, vio Martin a su auténtica prometida, Madeline.
Llegó a conocer todo el pasado de Leora. Su tía abuela de Zenith, postrada en cama, que era la excusa que ella había utilizado para adquirir experiencia hospitalaria tan lejos. La aldea de Wheatsylvania, Dakota del Norte; una calle de casuchas de madera con los elevadores de grano rojos al final. Su padre, Andrew Hugo Jackson Tozer, conocido a veces como Jackass[3] Tozer; propietario del banco, de la mantequería y de un elevador, y en consecuencia la persona más importante del pueblo; piadoso los miércoles en la reunión vespertina para el rezo, protestaba por cada céntimo que tenía que darles a Leora o a su madre. Bert Tozer, su hermano; dientes de ardilla, una cadena de oro sobre la oreja para las gafas, cajero y único empleado del banco de una sola habitación propiedad de su padre. Las cenas de ensalada de pollo y café en la iglesia de los Hermanos Unidos; granjeros luteranos alemanes cantando antiguos himnos teutónicos; los holandeses, los bohemios y los polacos. Y alrededor de la aldea, el trigo vivo, con un arco de tremendas nubes sobre él. Martin veía a Leora, siempre como una «niña rara», bastante obediente en la ejecución de las tediosas tareas domésticas, pero manteniendo oculta la creencia de que algún día encontraría a un joven con el que, arrostrando cualquier peligro o pobreza que se presentasen, vería todo el pintoresco mundo.
Fue al final del esfuerzo vacilante de ella por hacerle ver su infancia cuando Martin exclamó: «Querida, no tienes que contarme nada sobre ti. Te conozco desde siempre. No voy a dejarte marchar, pase lo que pase. Vas a casarte conmigo…».
Así fue como se declararon, manos cogidas, ojos reveladores, en aquel restaurante ruidoso. Las primeras palabras de ella después fueron:
—Quiero llamarte «Sandy»[4]. ¿Por qué? No sé por qué. Ya sé que ese nombre no te va nada, pero en cierto modo tú significas «Sandy» para mí y… ¡oh, cuánto me gustas, querido mío, me encantas!
Y Martin se fue a casa comprometido con dos chicas a la vez.
IV
Había prometido ver a Madeline a la mañana siguiente.
De acuerdo con cualquier canon de conducta respetable debería haberse sentido un miserable; se aseguraba a sí mismo que debía sentirse un miserable; pero no era capaz de conseguirlo. Pensaba en los entusiasmos patéticos de Madeline: su «pleasaunce provenzal» y los volúmenes de poesía encuadernados en fláccido cuero que ella golpeteaba amorosamente con las yemas de los dedos; en la corbata que le había comprado, y en lo orgullosa que se sentía del pelo de él cuando conseguía que se lo cepillara como los héroes de zapatos de charol de las revistas ilustradas. Él se lamentaba de su pecado de infidelidad. Pero su agitación se estrellaba contra la solidez de su unión con Leora. Su camaradería con ella le liberaba el alma. Hasta cuando, como abogado defensor de Madeline, alegaba que Leora era una jovencita trivial que probablemente mascase chicle en privado y, desde luego, era despreocupada en cuanto al aspecto de sus uñas en público, su sencillez le resultaba grata a la sencillez que también había en él, tan válida como la ambición o la veneración, una base terrenal tanto para la alegría de ella como para la nerviosa curiosidad científica de él.
No conseguía concentrarse en el laboratorio aquel fatídico día siguiente. Gottlieb tuvo que preguntarle por dos veces si había preparado la nueva tanda de caldo de cultivo, y Gottlieb era un autócrata, más duro con sus favoritos que con la masa general de estudiantes. Le reprendió: «Arrowsmith, ¡estás en la luna! Dios mío, ¿es que voy a pasarme la vida con Dummkopfe[5]? ¡No puedo estar siempre solo, Martin! ¿Es que vas a fallarme tú? Llevas ya varios días sin concentrarte en el trabajo».
Martin se fue murmurando: «¡Cuánto quiero a este hombre!». En aquel estado de ánimo confuso, catalogó las ínfulas de Madeline, su acoso, su egoísmo, su ignorancia básica. Fue preparándose hasta alcanzar un estado de virtud en el que le resultó gratamente claro que debía prescindir de ella, que debía romper con ella definitivamente. Fue a verla a última hora del día dispuesto a estallar a la primera queja que le hiciese, a perdonarla al final, pero a romper su compromiso y conseguir que la vida fuese de nuevo decididamente sencilla.
Ella no se quejó. Corrió hacia él.
—Querido, estás tan cansado… se te nota en los ojos. ¿Has estado trabajando muy duro, verdad? He sentido tanto que no pudieras venir esta semana. Querido, te estás matando. Piensa en todos los años que tienes por delante para hacer cosas espléndidas. No, no hables. Quiero que descanses. Madre se ha ido al cine. Siéntate aquí. Mira, voy a ponerte estos cojines para que estés bien cómodo. Tú échate, y duerme si quieres, y yo te leeré La olla de oro. Te encantará.
Es dudoso que lo apreciase en todo su valor, pues aunque estaba decidido a que no le encantase y, es probable que no tuviese absolutamente ningún sentido del humor, su carácter diferente le interesó. Aunque la voz de Madeline era chillona y áspera después de la suavidad perezosa de Leora, leía con tanto empeño que él se avergonzó mucho de su intención de herirla. Vio que era ella, con sus ínfulas, la niña, y Leora, distante y sin miedo, la que era madura, señora de un mundo real. Los reproches con los que había planeado aplastarla se desvanecieron.
De pronto, ella estaba a su lado, suplicando: «¡Te he echado tanto de menos toda la semana!».
Y empezó entonces a traicionarlas a las dos. Era Leora la que le había excitado insoportablemente; era en realidad a Leora a la que estaba acariciando; pero era a Madeline a la que satisfacía con su anhelo vehemente, y cuando ella gimió: «Me alegra tanto que te guste estar aquí», él no pudo decir nada. Quería hablar de Leora, decir a gritos cosas sobre ella, ufanarse de ella, de su mujer. Consiguió decir a la fuerza unos cuantos halagos, con firmeza pero sin pasión; le comentó que era una chica guapa y que sabía mucho de literatura; y consiguió irse, a las diez, dejándola boquiabierta de decepción con su tibieza. Había acabado consiguiendo verdaderamente un gran éxito en la tarea de sentirse un miserable.
Corrió en busca de Cliff Clawson.
A Cliff no le había dicho nada de Leora. Tenía miedo a sus probables burlas. Se sintió orgulloso de la calma con la que entró en la habitación que compartían. Cliff estaba sentado con solo la punta del trasero apoyada en la silla y con los pies descalzos sobre la mesa de estudio, leyendo un relato de Sherlock Holmes, que descansaba sobre el potente volumen de Medicina de Osler que teóricamente estaba estudiando.
—¡Cliff! Necesito echar un trago. Estoy cansado. Vayamos hasta Barney a ver si podemos conseguir algo.
—Habláis como quien tiene el don de lenguas y pone en marcha velozmente al buen romboencéfalo comprimiendo el cerebelo y la médula oblongata.
—¡Oh, deja de hacerte el gracioso! Estoy de muy mal humor.
—Vaya, ¡el amigo ha tenido una pelea con su casta y pequeña Madeline! ¿Se portó muy mal ella con el chiquitín de Martykins? Vale, hombre. Lo dejaré. Vamos. A echar ese trago.
Cliff le contó tres nuevas historias sobre el profesor Robertshaw, todas ellas groseras y en su mayor parte falsas, a su manera, y casi consiguió hacerle reír. Barney era un salón de billar, despacho de tabaco y, dado que en Mohalis imperaba la prohibición por opción local, un encomiable garito clandestino donde se expedían furtiva e ilegalmente bebidas alcohólicas. Cliff estrechó la mano peluda de Barney y se saludaron de una forma digna y excelsa:
—Las bendiciones del atardecer para ti, Barney. Que tu circulación proceda sin trabas y, especialmente, la rama dorsocarpiana de la arteria ulnaria, y en cuanto a la nuestra y para su mejora, camarada, el profesor doctor colegiado Egbert Arrowsmith y yo querríamos dar cuenta de otra botella de esa afamada gaseosa de fresa tuya.
—Jolines, Cliff, menuda música de mandíbula que te gastas. Si alguna vez necesito que me amputen un brazo cuando tú seas médico, me acercaré a tu consulta y dejaré que me lo amputes hablando. ¿Así que gaseosa de fresa, eh amigos?
La habitación delantera de Barney era un cuadro impresionista en el que se mezclaban caóticamente una mesa de billar, montones de cigarrillos, chocolatinas, barajas y periódicos deportivos rosa. La habitación de atrás era más sencilla: cajas de soda dulce y ligeramente aromatizada, y dos mesas pequeñas con sillas rotas. Barney sirvió, de una botella etiquetada claramente como Ginger Ale, dos vasos de potente whisky de una aspereza aterradora, y Cliff y Martin se los llevaron a la mesa del rincón. El efecto fue rápido. Los confusos pesares de Martin se convirtieron en optimismo. Le dijo a Cliff que iba a escribir un libro desenmascarando el idealismo, pero lo que quería decir era que iba a hacer algo inteligente sobre su doble compromiso. ¡Ya lo tenía! Invitaría a Leora y a Madeline a comer juntas, les diría la verdad, y vería cuál de ellas le amaba. Lanzó un viva, y pidió otro whisky; le dijo a Cliff que era un tipo estupendo y a Barney que era un benefactor público y se retiró con paso inseguro hacia el teléfono, que estaba metido en un cuartito a resguardo de la audición pública.
En el Hospital General de Zenith consiguió hablar con el portero de noche y el portero de noche era un hombre frío y receloso. «¡Estas no son horas de llamar a una estudiante de enfermería! ¡Son las once y media! ¿Además, quién es usted?».
Martin contuvo el «¡ahora mismo le diré a usted quién soy yo!», que era su reacción natural, y explicó que estaba llamando en nombre de la tía abuela inválida de Leora, que la pobre señora se encontraba muy mal, y que si al portero de noche no le importaba echarse sobre la conciencia el asesinato de una buena señora decente y sin tacha…
Cuando Leora llegó al teléfono le dijo rápida y sobriamente, ya, sintiendo como si hubiese pasado de la amenaza de un montón de extraños a la seguridad de su presencia:
—¿Leora? Sandy. Reúnete conmigo mañana en el vestíbulo del Gran Hotel, a las dos y media. ¡Sin falta! ¡Es importante! Invéntate algo… tu tía está enferma.
—Está bien, querido. Buenas noches —fue todo lo que dijo ella.
Tardó varios largos minutos en conseguir que le contestaran en el piso de Madeline, luego sonó la voz de la señora Fox, soñolienta, temblorosa.
—¿Sí, diga?
—Martin.
—¿Quién es? ¿Quién es? ¿Qué pasa? ¿Está usted llamando al piso de la señora Fox?
—¡Sí, sí! Señora Fox, soy Martin Arrowsmith.
—¡Oh, oh, querido mío! El teléfono me despertó de un sueño profundo, y no podía entender lo que estabas diciendo. Estaba tan asustada. Pensé que podría ser un telegrama o algo así. Pensé que a lo mejor le había pasado algo al hermano de Maddy. ¿Qué pasa, querido? ¡Oh, espero que no haya pasado nada!
Aquella confianza en él, el afecto de aquella anciana, desarraigada y desconcertada en una tierra extraña, le abrumaron; perdió del todo su convencimiento coloreado por el whisky de que era un tipo hábil, y de una forma melancólica, con todo el peso de la vida de nuevo sobre él, dijo suspirando que no, que no había pasado nada, que era solo que se le había olvidado decirle una cosa a Madeline… lo sentía mucho… sentía mucho haber llamado tan tarde… podría hablar un momento con Mad…
Luego era ya Madeline la que parloteaba: «Marty, querido, ¿qué quieres? ¡Espero que no haya pasado nada! Si acabas de irte de aquí hace un ratito…».
—Escucha, querida. Se me olvidó decírtelo. Hay una… una gran amistad mía de Zenith que quiero presentarte…
—¿Quién es?
—Ya lo verás mañana. Escucha, quiero que vengas y nos encontremos… que vengas y nos encontremos para comer. Voy a —con una jocosidad pesada—, voy a convidarte a una elegante comida en el Gran Hotel…
—¡Oh, qué bien!
—… así que quiero que quedemos en el interurbano a las once cuarenta, en College Square. ¿Puedes?
—Oh —vagamente—, me encantaría pero… pero es que tengo una cita a las once y media, y no me gustaría anularla, le prometí a May Harmon ir de compras con ella… anda buscando unos zapatos que le vayan con su traje de crespón de China pero que al mismo tiempo sean cómodos para caminar… y habíamos pensado que quizás podríamos comer en Ye Kollege Karavanserai… y había medio planeado ir al cine con ella o con alguien. Madre dice que la nueva película de Alaska es sencillamente estupenda, ella la vio anoche, y pensé que podría ir a verla antes de que la quitaran, aunque bien sabe Dios que debería volver derecha a casa y estudiar y no ir a ningún sitio…
—¡Mira, escucha! Es importante. ¿No confías en mí? ¿Vendrás o no?
—Bueno, por supuesto que confío en ti, querido. De acuerdo, intentaré estar allí. ¿A las once y cuarenta?
—Sí.
—¿En College Square? ¿O en la librería Bluthman?
—¡En College Square!
Su amable «confío en ti» y su vacilante «lo intentaré» batallaban en los oídos de Martin cuando salía de la celda sofocante de la cabina telefónica y volvía con Cliff.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Cliff—. ¿Se murió la esposa? ¿O ganaron los Gigantes en la novena? Barney, nuestro juerguista parece una necropsia. Sirve otra gaseosa de fresa a toda prisa. Caramba, doctor, creo que sería mejor que llamase a un médico.
—Oh, cállate —fue todo lo que dijo Martin, y eso sin convicción. Antes de telefonear disfrutaba de una cierta alegría; había alabado la habilidad de Cliff jugando al billar y había llamado a Barney «mi buena Cimex lectularius»; pero ahora, mientras el afectuoso Cliff intentaba animarle, estaba caviloso y no hablaba, salvo cuando masculló (con un repunte de autosatisfacción): «Si supieses todos los problemas que tengo… todo el lío puñetero en que puede uno meterse… te sentirías igual de deprimido que me siento yo…».
Cliff se sintió alarmado.
—Oye, amigo mío, si te has metido en deudas conseguiré dinero, encontraré la forma. Si se trata de que… ¿has ido quizás demasiado lejos con Madeline?
—¡Pero qué dices! Solo piensas en marranadas. No soy digno de tocar la mano de Madeline. La miro solo con respeto.
—¡Un cuerno! Pero vale, si tú lo dices. En fin, ojalá hubiese algo que pudiese hacer por ti. ¡Bueno! ¡Toma otro trago! ¡Barney! ¡Deprisa!
Tras varios tragos más Martin se aposentó en una despreocupación nebulosa y Cliff le arrastró solícitamente a casa después de impedir que se pelease con tres corpulentos estudiantes de segundo. Pero, por la mañana, despertó con el cráneo chisporroteando y la clara conciencia de que iba a tener que enfrentarse a Leora y a Madeline a la hora de comer.
V
Su viaje de media hora con Madeline a Zenith parecía una cosa visible y agobiante, como una nube de tornado. No solo tendría que soportar cada minuto cuando pasaba; todos los desagradables treinta minutos estaban presentes al mismo tiempo. Mientras practicaba el ponderado comentario que iba a formular dos minutos más tarde, podía oír aún la bobada que había dicho dos minutos antes. Luchaba por apartar la atención de Madeline de aquella «gran amistad suya» con la que iban a encontrarse. Describió con fatua complacencia una noche en el local de Barney; intentó ser divertido sin el menor éxito; y cuando ella le aleccionó sobre los males del alcohol y los males de relacionarse con individuos inmorales, se sintió por una vez aliviado. Pero no podía desviarla.
—¿Quién es ese hombre al que vamos a ver? ¿Por qué estás tan misterioso? Oh, Martin, ¿es una broma? ¿No vamos a ver a nadie? ¿Solo quieres huir un rato de mamá, que vayamos los dos solos a divertirnos al Gran Hotel? ¡Oh, qué estupendo! Siempre he querido comer allí. Por supuesto, me parece un poco demasiado, bueno, rococó, pero de todos modos es impresionante y… ¿lo he adivinado, cariño?
—No, hay alguien… ¡Vamos a ver a alguien, vale!
—¿Por qué no me dices entonces quién es él? De veras, Mart, me tienes impaciente.
—Bueno, te lo diré. No es él; es ella.
—¡Oh!
—Es… Ya sabes que mi trabajo me lleva a los hospitales, y algunas de las enfermeras del Hospital General de Zenith me han ayudado muchísimo.
Jadeaba. Le dolían los ojos. Dado que la tortura de la comida inminente era inevitable, se preguntó por qué tenía que seguir intentando resistirse al castigo.
—Hay una enfermera en especial allí que es una maravilla. Sabe muchísimo sobre el cuidado de los enfermos, y me indica muchos casos interesantes y parece una chica muy maja… la señorita Tozer, se llama así… Creo que su nombre de pila es Lee o algo parecido… y es tan… Su padre es uno de los hombres más importantes de Dakota del Norte… asombrosamente rico… un gran banquero… Supongo que ella aceptó el trabajo de enfermería para poder aportar su colaboración en las tareas del mundo —había logrado alcanzar el tono de exaltación poética de la propia Madeline—. Pensé que os podría gustar a las dos conoceros. Recuerda que me comentabas que había muy pocas chicas en Mohalis que apreciasen de verdad… que apreciasen los ideales.
—Sí, sí. —Madeline miraba algo a lo lejos y, fuese lo que fuese, no le gustaba—. Tendré mucho gusto en conocerla, por supuesto. Cualquier amistad tuya… ¡Oh, Mart! Espero que no andes flirteando; espero que no te hagas demasiado amigo de todas esas enfermeras. Yo no sé nada de esas cosas, claro, pero no hago más que oír que algunas de las enfermeras son verdaderas cazadoras de hombres.
—Bueno, déjame que te lo diga ya, ¡Leora no lo es!
—No, estoy segura, pero… Oh, Martykins, ¿no serás un tonto y dejarás que esas enfermeras se diviertan contigo? Quiero decir, por tu propio bien. Tienen una ventaja muy grande. A la pobre Madeline no la dejarían andar por las habitaciones de los hombres aprendiendo… cosas, y te crees que eres muy sicológico, Mart, pero la verdad es que a ti cualquier mujer lista puede darte cien vueltas con un dedo.
—¡Bueno, creo que soy capaz de cuidarme solo!
—Bien, quiero decir… no es que diga que… Pero tengo la esperanza de que esa Tozer… estoy segura de que me caerá bien, si te cae bien a ti, pero… ¡yo soy tu verdadero amor, verdad que sí, para siempre!
Ella, la decorosa, ignoró al resto de los pasajeros y le cogió la mano. Parecía tan asustada que la cólera de Martin por los comentarios que había hecho sobre Leora se convirtió en pesar. Por otra parte, estaba clavándole dolorosamente el pulgar en el dorso de la mano. Martin alegó, esforzándose por parecer tierno: «Claro, claro… oye, Mad, ten cuidado, fíjate, ese viejo idiota del otro lado del pasillo no hace más que mirarnos».
Cualquier infidelidad que pudiese haber cometido Martin en toda su vida antes de que llegasen al Gran Hotel había recibido ya adecuado castigo.
El Gran Hotel era, en 1907, el mejor de Zenith. Los viajantes lo comparaban con el Parker House, el Palmer House, el Hotel West. Ha sido humillado más tarde por la modestia arrogante del inmenso Hotel Thornleigh; hoy su suelo de mosaico está sucio y todos los dorados desvaídos, y en sus majestuosos sillones de cuero hay costuras rotas y ceniza de puros baratos y tratantes de caballos. Pero era en sus tiempos el hotel más soberbio que había entre Chicago y Pittsburgh; un palacio oriental, la entrada con una veintena de arcos de herradura de ladrillo, el vestíbulo elevándose desde el suelo de mármol negro y blanco, por encima de las galerías de hierro dorado, hasta llegar a la claraboya verde, rosa, perla y ámbar situada siete pisos por encima.
Encontraron a Leora en el vestíbulo, minúscula en un enorme sofá construido alrededor de una columna. Miró fijamente a Madeline, silenciosa, esperando. Martin apreció que Leora era extraordinariamente descuidada… esa fue la palabra que usó. A él no le importaba lo torpemente que tenía recogido el pelo color miel debajo del sombrero negro, un pequeño hongo informe, pero percibió y le dolió el contraste entre la blusa, a la que le faltaba el tercer botón, la falda de cuadros, la lamentable chaquetilla corta de un color castaño, y el lustre y la lisura del vestido de sarga azul de Madeline. El resentimiento no era hacia Leora. Examinándolas juntas (no arrogantemente, como el macho altivo que elige, sino con angustia) se sentía más irritado que nunca con Madeline. El que ella fuese mejor vestida era una afrenta. Su afecto corría a proteger a Leora, a envolverla y ampararla.
Y no dejaba de hablar un momento, divagando:
—… pensé que vosotras dos, chicas, teníais que conoceros… Señorita Fox, quiero presentarle a la señorita Tozer… esto es una pequeña celebración… Soy un perro afortunado por tener dos reinas de Saba…
Y a sí mismo se decía: «¡Oh, demonios!».
Las condujo al famoso comedor del Gran Hotel, mientras ellas murmuraban cosas sin decirse nada en particular. Estaba lleno de candelabros dorados, sillas rojas tapizadas de felpa, gruesa cubertería de plata y ancianos camareros negros con chalecos verde y oro. En las paredes había vistas selectas de Pompeya, Venecia, el lago de Como y Versalles.
—¡Qué comedor tan elegante! —gorjeó Leora.
Había dado la sensación de que Madeline se propusiese decir la misma cosa con palabras más largas, pero consideró los frescos de nuevo y explicó: «Bueno, es muy grande…».
Martin estaba eligiendo los platos con angustia. Había asignado cuatro dólares para la orgía, incluyendo rigurosamente la propina, y su medida de la buena comida era que debía costar todo el importe de los cuatro dólares. Mientras se preguntaba qué podría ser «puré San Germain», y el camarero se mantenía odiosamente plantado detrás de él mirando por encima de su hombro, Madeline empezó a hablar. Canturreó con una urbanidad horripilante:
—El señor Arrowsmith me ha contado que es usted enfermera, señorita… Tozer.
—Sí, algo así.
—¿Y le parece interesante?
—Bueno… sí… sí, creo que es interesante.
—Imagino que debe de ser maravilloso aliviar el sufrimiento. Por supuesto mi trabajo… estoy haciendo mi doctorado en Letras, en Inglés… —hizo que sonase como si estuviese adquiriendo el título de condesa— es algo bastante árido y teórico. Tengo que conocer la historia de la formación del idioma y todo eso. A usted, con su formación práctica, supongo que le parecerá bastante estúpido eso.
—Sí, debe de serlo… bueno no, tiene que ser muy interesante.
—¿Es usted de Zenith, señorita… Tozer?
—No, yo soy de… de una ciudad pequeña. Bueno, ni siquiera es una ciudad… de Dakota del Norte.
—¡Oh! ¡Dakota del Norte!
—Sí… Hacia el Oeste.
—Oh, sí… ¿Lleva usted tiempo viviendo en el Este? —era precisamente lo que le había dicho una vez a Madeline una prima suya de Nueva York a la que odiaba.
—Bueno, yo no… Sí, debo de llevar aquí ya bastante tiempo.
—¿Y qué, le gusta a usted vivir aquí?
—Oh, sí, es muy bonito. Estas grandes ciudades… Tanto que ver.
—¿Grandes? Bueno, supongo que todo depende del punto de vista, ¿no es así? A mí Nueva York siempre me parece grande pero… Por supuesto… ¿Le parece interesante el contraste con Dakota del Norte?
—Bueno, claro, es diferente.
—Cuénteme cómo es Dakota del Norte. Me he preguntado siempre cómo serán esos estados del Oeste —era el segundo plagio que hacía Madeline de su prima—. ¿Qué impresión general le causa?
—Me parece que no sé exactamente qué es lo que quiere decir.
—Quiero decir que cuál es el efecto general… la… impresión.
—Bueno, hay muchísimo trigo y muchísimos suecos.
—Pero, quiero decir… supongo que son ustedes terriblemente viriles y llenos de energía, comparados con nosotros los del Este.
—Yo no… Bueno, sí, puede.
—¿Ha conocido usted a mucha gente en Zenith?
—No demasiada.
—Oh, ¿no conoce al doctor Birchall, que opera en su hospital? Es un hombre tan encantador, y no solo es un buen cirujano sino que además tiene un talento tremendo. Canta maravillosamente, y es de una familia tremendamente distinguida.
—No, creo que no lo he conocido aún —se lamentó Leora.
—Oh, debe conocerle. Y juega tan magníficamente… tan espléndidamente al tenis. Va siempre a todas esas fiestas millonarias de Royal Ridge. Es una persona muy brillante.
Martin interrumpió aquí por primera vez.
—¿Brillante? ¿Él? No tiene ni pizca de cerebro.
—¡Oh, queridito, no quería decir «brillante» en ese sentido!
Martin siguió sentado allí, solo y desvalido, mientras ella volvía a la carga con Leora y, con un lenguaje cada vez más brillante, inquiría si conocía al hijo de un abogado empresarial y a una famosa debutante, esta sombrerería, aquel club. Hablaba con familiaridad de aquellos a los que se conocía como los Puntales de la Sociedad de Zenith, los personajes que aparecían diariamente en los ecos de sociedad del Advocate-Times, los Cowxes y los Van Antrim y los Dodsworth. A Martin aquella familiaridad le dejaba atónito; recordaba que ella había ido una vez a un baile de caridad en Zenith, pero no tenía noticia alguna de que tuviese aquella relación tan íntima con la aristocracia. Desde luego Leora jamás había oído hablar sorprendentemente de aquellos personajes, ni había asistido jamás a los conciertos, conferencias, recitales en los que daba la impresión que Madeline pasaba sus brillantes veladas.
Luego, Madeline se encogió un poco de hombros, y dijo:
—Bueno… claro, con los doctores fascinantes y toda la gente que conocerá en el hospital, supongo que las conferencias le parecerán tremendamente aburridas. En fin… —y desechó a Leora y miró condescendiente a Martin—. ¿Qué, estás planeando algún trabajo más con ese asunto tuyo de los conejos?
Él estaba ceñudo. Se sentía capaz de hacerlo ya, si lo hacía rápido.
—¡Madeline! Quise juntaros a las dos porque… no sé si os llevaréis bien o no, pero me gustaría que os llevaseis bien, porque yo he… no estoy intentando disculparme. No pude evitarlo. Me he comprometido con las dos, y quiero saber…
Madeline se había levantado bruscamente. Nunca había parecido tan orgullosa y refinada. Les miró fijamente a los ojos y se fue, sin decir palabra. Luego volvió, tocó en el hombro a Leora y la besó silenciosamente.
—Querida, lo siento por usted. ¡No sabe lo que le espera! ¡Pobre niña! —Y tras decir esto se fue con paso resuelto, muy erguida.
Martin, encogido, asustado, no era capaz de mirar a Leora.
Sintió la mano de ella en la suya. Alzó la vista. Leora sonreía, tranquilamente, un poco burlona.
—Sandy, te advierto que yo nunca voy a dejarte. Supongo que eres tan malo como ella dice; supongo que soy tonta… solo una palurda. ¡Pero eres mío! Y te advierto que no te servirá de nada comprometerte de nuevo con otra. ¡Te sacaré los ojos! ¡Aunque no creas que eres ninguna maravilla! Creo que eres bastante egoísta. Pero no me importa. ¡Eres mío!
Él dijo con voz entrecortada muchas cosas bellas en su sencillez.
—Yo creo que tú y yo estamos más próximos que tú y ella —reflexionó Leora—. Tal vez te guste yo más porque a mí puedes apabullarme… porque yo te sigo a ti y ella nunca lo haría. Y sé que tu trabajo es más importante para ti de lo que lo soy yo, quizás más importante de lo que lo eres tú. Pero soy estúpida y vulgar y ella no lo es. Yo simplemente te admiro muchísimo (Dios sabe por qué, pero es así), mientras que ella tiene el suficiente sentido para hacerte admirarla a ella y que seas tú el que la sigas.
—¡No! Juro que no es porque pueda apabullarte, Leora… te juro que no es eso… no creo que lo sea. Queridísima, yo no creo que ella sea más inteligente que tú. Ella tiene mucha labia pero… ¡Oh, dejemos de hablar! ¡Te he encontrado! ¡Ha empezado mi vida!