I
Aunque la Bacteriología era ya para Martin la vida entera, la universidad tenía la teoría de que él estaba estudiando también Patología, Higiene, Anatomía quirúrgica y un número suficiente de asignaturas más para empantanar a un genio.
Cliff Clawson y él vivían en una habitación grande con empapelado de flores, montones de prendas de ropa sucias, camas metálicas y escupideras. Se hacían ellos el desayuno; comían picadillo en un puesto ambulante, el Vagón Comedor Peregrino, o en el Mesón La Gota de Rocío. Cliff era a veces irritante; no soportaba las ventanas abiertas; hablaba de calcetines sucios; cantaba «Algunos mueren de diabetes» cuando Martin estaba estudiando; y era absolutamente incapaz de decir algo directamente. Tenía que introducir algo gracioso. Comentaba: «¿Es tu concepto combobulatorio que podríamos alimentar ahora estas viejas caras?» o «¿Qué tal si ingurgitamos algunas calorías?». Pero para Martin tenía un atractivo que no se podía definir como jovialidad: su perspicacia, su vago coraje. El todo de Cliff era más que la suma de sus partes.
Inmerso en el gozo de su trabajo de laboratorio, Martin apenas pensaba en sus recientes compañeros de Digamma Pi. Se quejaba de vez en cuando de que el reverendo Ira Hinkley era un policía de pueblo e Irving Watters un fontanero, de que Angus Duer era capaz de pasar por encima del cadáver de su abuela para triunfar, y de que el que un idiota como Gordito Pfaff practicase con seres humanos desvalidos era un crimen, pero en general les ignoraba y dejaba de ser un incordio. Y después de lograr sus primeros éxitos en clase de Biología y de descubrir la gran cantidad de cosas que no sabía, se volvió extrañamente humilde.
Aunque era menos cargante con sus condiscípulos, lo era más en las clases. Había aprendido de Gottlieb el truco de emplear la palabra «control» para referirse a la persona o el animal o la sustancia química que se dejaba intacto en un experimento, como elemento comparativo; y no hay en este mundo truco más irritante. Cuando un médico se ufanaba de su éxito con este medicamento o aquel armario eléctrico, Gottlieb siempre soltaba: «¿Dónde estaba su control? ¿Cuántos casos tuvo en condiciones idénticas y cuántos de ellos no recibieron tratamiento?». Martin empezó a utilizarlo entonces (control, control, control, ¿dónde está tu control? ¿Dónde está su control?), hasta que la mayoría de sus compañeros y unos cuantos profesores empezaron a sentir ganas de lincharle.
Era particularmente fastidioso en Materia Médica.
El profesor de Materia Médica, el doctor Lloyd Davidson, habría sido un tendero excelente. Era muy popular. El futuro médico podía aprender de él lo más importante de todo: los medicamentos adecuados que se le debían recetar a un paciente, sobre todo cuando no eras capaz de descubrir lo que tenía. La clase escuchaba con celo y memorizaba las ciento cincuenta recetas sagradas favoritas. (Estaba orgulloso de que se incluyesen en ella cincuenta más de las que había considerado necesarias su predecesor).
Pero Martin era rebelde. Preguntaba, y públicamente:
—Dr. Davidson, ¿cómo saben que el ictiol es bueno para la erisipela? ¿No es simplemente pescado fósil podrido? ¿No es como la carne momia y la oreja de cachorro que se recetaban antiguamente?
—¿Que cómo lo saben? ¡Bueno, mi crítico y joven amigo, porque miles de médicos lo han utilizado durante muchos años y han descubierto que sus pacientes mejoraban, por eso lo saben!
—Pero, en serio, doctor, ¿no es posible que los pacientes mejoraran de todos modos? ¿No se trata quizás de un post hoc, propter hoc? ¿Han experimentado alguna vez con un grupo de pacientes a la vez, con controles?
—Probablemente no… y hasta que un genio como usted, Arrowsmith, pueda reunir unos cuantos centenares de personas con casos exactamente idénticos de erisipela, es probable que no se haga nunca. Mientras tanto confío en que el resto de ustedes, caballeros, que quizás carezcan de los profundos conocimientos científicos del señor Arrowsmith y de su capacidad para utilizar términos técnicos tan apropiados como «control», continuarán, movidos solo por mi humilde consejo, utilizando ictiol.
Pero Martin insistió:
—Por favor, doctor Davidson, ¿de qué sirve aprender todas esas recetas de memoria? Olvidaremos la mayoría de ellas y además siempre podemos mirarlas en el libro.
Davidson apretó los labios, luego dijo:
—Arrowsmith, no me gusta contestarle a un hombre de su edad como le contestaría a un niño de tres años, pero al parecer eso es lo que he de hacer. Así que, debe aprender usted las propiedades de los medicamentos y el contenido de las recetas, ¡porque lo digo yo! Si no fuese porque no quiero hacer perder el tiempo al resto de la clase, intentaría convencerle de que lo que yo digo debe aceptarse, no por mi humilde autoridad, sino porque se trata de las conclusiones de hombres sabios, hombres más sabios o, desde luego, un poco mayores que usted, amigo mío… a lo largo de varios siglos. Pero como no tengo el menor deseo de entregarme a fantásticos despliegues de retórica y de elocuencia, me limitaré a decir que debe usted aceptar y estudiar y memorizar todo eso porque lo digo yo.
Martin consideró la opción de abandonar su curso de Medicina y especializarse en Bacteriología. Intentó comentarlo con Cliff, pero, como Cliff estaba harto de sus quejas, hubo de recurrir otra vez a la dinámica y esbelta Madeline Fox.
II
Madeline se mostró al mismo tiempo comprensiva y sensata. ¿Por qué no terminar el curso de Medicina y ver después lo que quería hacer?
Pasearon, patinaron, esquiaron, fueron a una representación del grupo de teatro universitario. La madre viuda de Madeline había ido a vivir con ella, y habían cogido un piso en la última planta en una de las casitas de apartamentos que empezaban a sustituir a las antiguas casonas de madera de Mohalis. El piso estaba lleno de literatura y decoración: un bronce de Buda procedente de Chicago, una copia del epitafio de Shakespeare, una colección de Anatole France traducido, una fotografía de la catedral de Colonia, una mesa de té de mimbre con un samovar cuyo funcionamiento nadie de la universidad entendía y un álbum de postales. La madre de Madeline era una duquesa viuda de calle Mayor de ciudad pequeña. Era señorial y tenía el pelo blanco pero asistía a la iglesia metodista. Allí, en Mohalis, se sentía azorada con la charla de los estudiantes; echaba mucho de menos su ciudad, por las reuniones de la iglesia y las del club de mujeres, que ese año estaban estudiando Educación, y lamentaba mucho perderse toda la información relacionada con usos y modales propios de la Universidad.
Con una casa y una carabina, Madeline empezó a «recibir»: veladas a las ocho con café, tarta de chocolate, ensalada de pollo y juegos de palabras. Invitaba a Martin, pero él prefería sus noches maravillosas de investigación. La primera vez que consiguió arrastrarle fue en el mes de enero, con ocasión de su gran fiesta de Año Nuevo. Hicieron «anuncios», es decir, adivinar a qué imágenes publicitarias correspondían los cuadros vivos que formaban; bailaron con el fonógrafo; y disfrutaron no simplemente de un tentempié con el plato sobre las rodillas, sino de unas mesitas excesivamente cubiertas de tapetitos.
Martin no estaba acostumbrado a tanta elegancia. Aunque había ido con hosca renuencia, se quedó impresionado con la cena, con los vestidos largos de las chicas; se dio cuenta de que como bailarín estaba oxidado, y envidió al estudiante de último curso que sabía bailar el nuevo vals llamado el «Boston». No existía ninguna fuerza, ninguna gracia, ningún conocimiento que Martin Arrowsmith no ansiase poseer, cuando su conciencia había atravesado las capas de su ensimismamiento. Aunque era poco codicioso de posesiones, no había habilidad que no desease dominar.
La admiración renuente de los demás la ahogaba en este caso su admiración de Madeline. La había conocido como a una chica de chaqueta, al aire libre, pero aquella era una Madeline exquisita de interior, esbelta y envuelta en seda amarilla. Le pareció un milagro de tacto y de habilidad cómo ponía en su sitio a los invitados aparentando hablarles en broma. Necesitó desplegar ese tacto porque estaba allí el doctor Norman Brumfit, y era una de las ocasiones en que el doctor había decidido ser travieso y original. Intentó besar a la madre de Madeline, lo que incomodó mucho a la pobre señora; cantó una canción de negros sumamente impropia que contenía la palabra infierno; sostuvo ante un grupo de estudiantes graduadas que las aventuras amorosas de George Sand tal vez pudiesen estar parcialmente justificadas por la influencia que habían tenido en hombres de talento; y cuando le miraron sobrecogidas, se pavoneó un poco y le brillaron las gafas.
Madeline se hizo cargo de él.
—Doctor Brumfit —le reconvino— es usted muy culto y esto y lo otro y lo de más allá, y a veces en las clases de Inglés me siento sencillamente muerta de miedo ante usted, pero otras veces es usted un niñito malo, y no aceptaré que se dedique a tomarles el pelo a las chicas. Puede ayudarme con el sorbete, eso es lo que puede hacer.
A Martin le pareció adorable. Le dio mucha rabia que Brumfit disfrutase del privilegio de desaparecer con ella en aquella cocina del piso, que era como un armario. ¡Madeline! ¡Ella era la única persona que le entendía! Allí, donde todo el mundo estaba pendiente de ella y el doctor Brumfit la sonreía con un cariño casi matrimonial, resultaba preciosa, y era algo que debía ser suyo.
Con el pretexto de ayudarla a poner las mesas, tuvo un instante con ella y le susurró quejumbrosamente: «¡Dios mío, eres tan encantadora!».
—Me alegra que pienses que soy un poquito agradable.
Ella, la rosa y la adorada de todos, le otorgaba su favor.
—¿Puedo venir a verte mañana a última hora?
—Bueno, yo… Quizás.
III
No puede decirse, en esta biografía de un joven que no era en modo alguno un héroe, que se consideraba un buscador de la verdad aunque tropezarse y resbalase toda su vida y se empantanase en cada evidente cenagal, que las intenciones de Martin hacia Madeline Fox fuesen lo que se llama «honorables». No era un don Juan, sino un pobre estudiante de Medicina que tendría que esperar años para poder llegar a ganarse la vida. No pensaba, ciertamente, en proponer matrimonio. Él quería, como la mayoría de los jóvenes pobres y fogosos en tales casos, lo que pudiese conseguir.
Corría hacia el piso de ella lleno de esperanzas de aventura. Se la imaginaba derritiéndose; sentía la caricia de su mano en la mejilla. Se prevenía a sí mismo: «¡No seas tonto! Probablemente no pase nada de nada. No te entusiasmes tanto para luego decepcionarte. Lo más probable es que te eche una bronca por algo que hiciste mal en la fiesta. Lo más probable es que tenga sueño y piense que ojalá no hubieses ido. ¡Nada!». Pero ni por un segundo lo creía.
Llamó al timbre, vio que abría la puerta ella, la siguió por el exiguo pasillo, ansiando cogerla de la mano. Entró en un cuarto de estar con demasiada luz… y allí estaba, como una sólida pirámide, su madre, tan inamovible como un invierno sin sol.
Pero, por supuesto, Madre se iría amablemente, y le dejaría conquistarla.
Madre, sin embargo, no lo hizo.
En Mohalis, la hora adecuada para que los jóvenes de visita se vayan son las diez, pero Martin libró una batalla con la señora Fox desde las ocho hasta las once y cuarto; hablando con dos lenguas, una charla audible y una protesta muda pero furiosa, mientras Madeline… estaba presente; estaba allí sentada y estaba preciosa. La señora Fox contestaba a Martin también en una lengua silenciosa, hasta que la habitación se llenó a rebosar de hostilidad, mientras parecían estar hablando en realidad del tiempo, de la universidad, del servicio de tranvías de Zenith.
—Sí, por supuesto, supongo que algún día tendrán un vehículo cada veinte minutos —decía cansinamente Martin.
(«Maldita sea, ¿por qué no se va a la cama? ¡Bravo! Ya termina el ovillo, va a dejar de tejer. Nada de eso. ¡Maldita sea! Ha cogido otro ovillo»).
—Oh, sí, estoy segura de que tendrán que mejorar el servicio —dijo la señora Fox.
(«Joven, no sé mucho de usted, pero no creo que sea el tipo de persona adecuada para salir con Madeline. De cualquier modo, ya es hora de que se vaya usted a su casa»).
—Oh, sí, claro, seguro. Tendrán que mejorarlo mucho.
(«Sé que es hora ya de que me vaya, y sé que usted lo sabe, ¡pero me da igual!»).
Parecía imposible que la señora Fox pudiese soportar su impasible perseverancia. Martin hizo uso de proyecciones mentales, de la fuerza de la voluntad, del hipnotismo, y cuando se levantó, derrotado, ella aún seguía allí la mar de tranquila. Se dijeron adiós no demasiado calurosamente. Madeline le acompañó a la puerta; por un medio minuto emocionante la tenía a ella sola.
—Tenía tantas ganas… ¡tenía tantas ganas de hablar contigo!
—Lo sé. Lo siento. ¡En otra ocasión! —susurró ella.
La besó. Fue un beso apasionado, y muy dulce.
IV
Fiestas de dulces de chocolate, fiestas de patinar, fiestas de trineo, una fiesta literaria en la que la invitada de honor era una dama periodista que hacía la página de ecos de sociedad del Advocate-Times de Zenith… Madeline se lanzó a una orgía de diversiones joviales pero extraordinariamente agotadoras, y Martin la siguió obediente y ardientemente. Ella parecía tener problemas para conseguir hombres suficientes, así que Martin arrastró al irritado Cliff Clawson a la velada literaria. «Este es el zoo de gorriones más condenado que he visto en mi vida», refunfuñaba, pero se llevó de él un tesoro… había oído a Madeline llamar a Martin por el que era para ella su nombre favorito: «Martykins». Eso era muy valioso. Empezó a llamarle él también Martykins. Y además animó a otros a que le llamasen así. Gordito Pfaff e Irving Watters lo hicieron. Y cuando Martin quería irse a dormir, Cliff graznaba:
—Bueno, lo más probable es que te cases con ella. Es de las que no fallan, de las que tienen muy buena puntería. Puede acertarle a un joven médico listo a noventa pasos. Oh, sí, lo pasarás muy bien con la ciencia después de que esa muñequita te ponga a arrancar amígdalas… Es una de esas pájaras literarias. Sabe todo lo que hay que saber de literatura salvo, a lo mejor, leer… claro que no tiene mala pinta. Aunque engordará, seguro. Como su mamá.
Martin dijo lo que había que decir y concluyó: «Es la única chica de la escuela de posgrado que tiene algo de brío. Las otras lo único que hacen es sentarse por ahí a hablar, y es la que da las mejores fiestas…».
—¿Da alguna de esas de besitos?
—¡Oye, cuidado con lo que dices! ¡Me voy a enfadar, sabes! Tú y yo somos unos palurdos, pero Madeline Fox… ella es como Angus Duer, en algunos sentidos. Yo me doy cuenta de todo lo que no tenemos: música y literatura, sí, y ropa decente, también… no hay nada malo en vestir bien…
—¡Eso es precisamente lo que te decía yo! Ella te pondrá todo emperifollado con traje príncipe Albert y camisa de pechera, diagnosticando toda clase de cosas, por ejemplo, «riquiviuditis». Cómo puedes dejarte atrapar por una dama tan farolera… ¿Dónde está tu control?
La oposición de Cliff le impulsó no a considerar a Madeline solo como alguien con un interés taimado y avaricioso, sino a convencerse dramáticamente de que ansiaba casarse con ella.
V
Pocas mujeres pueden contener durante largos períodos el afán de intentar Mejorar a sus hombres, y Mejorar significa cambiar a una persona de lo que es, sea lo que sea, a otra cosa distinta. A chicas como Madeline Fox, jóvenes de tendencias artísticas pero que no les dan salida, no se les puede impedir que Mejoren durante más de un día seguido. Desde el momento en que el apremiante Martin demostró que estaba conmovido por sus encantos, ella empezó a arremeter contra su indumentaria (los pantalones de pana y los cuellos blandos y el viejo y excéntrico sombrero gris de fieltro), contra su vocabulario y contra su gusto literario, con un vigor nuevo y más arrogante y prepotente. Su forma esquemática de decirlo: «Bueno, como pensador, Emerson fue el más grande, eso lo sabe todo el mundo, claro» le irritaba, y aún más comparada con la oscura paciencia de Gottlieb.
—¡Oh, déjame en paz! —le gritaba—. No hay nada en el mundo que se te pueda comparar cuando hablas de cosas sobre las que sabes, pero cuando sueltas tus ideas sobre política y quimioterapia… ¡Maldita sea, deja de fastidiarme! Supongo que tienes razón en lo de la jerga. En lo de no decir cosas como lo de «alimentar tu cara» y demás. ¡Pero no me pondré un cuello duro! ¡No lo haré!
Podría no haberle propuesto nunca matrimonio de no ser por aquella noche de primavera en la terraza.
Ella utilizaba la azotea de su casa de pisos como jardín. Había instalado una caja de geranios y un banco de hierro colado como los que se veían en otros tiempos en los cementerios; había colgado dos farolillos… eran harapientos y colgaban torcidos. Madeline hablaba despectivamente de los otros habitantes de la casa, que eran «tan prosaicos, tan convencionales, que nunca subían a aquel retiro encantador». Comparaba su refugio con la terraza de un palacio moruno, con un patio español, con un jardín japonés, con una «pleasaunce de la vieja Provenza». Pero a Martin le parecía más bien un tejado plano. Se sentía vagamente dispuesto a una pelea, aquella noche de abril que fue a casa de Madeline y su madre le dijo desdeñosa que podía encontrarla en la azotea.
—Malditos farolillos. Parecen más bien secciones de hígado —masculló, mientras subía la curva escalera.
Madeline estaba sentada en el banco de hierro funerario, con la barbilla apoyada en las manos. Por una vez no parecía recibirle con florida emoción, sino con un esquivo «Hola». Parecía abatida. Él se sintió culpable por no tomarla en serio; se dio cuenta de pronto de lo patética que era su pretensión de que aquella extensión de papel alquitranado y senderos de pizarra fuese un jardín esplendoroso.
—Oye —gorjeó al sentarse a su lado—, queda muy bien esta tira de estera que has puesto aquí, es muy elegante.
—¡No lo es! ¡Es asquerosa! —se volvió hacia él y gimió—: Oh, Mart, estoy tan harta de mí misma, esta noche. Siempre intentando hacer que la gente piense que soy alguien. No lo soy. Soy una farsa.
—¿Pero qué pasa, querida?
—Oh, muchas cosas. El doctor Brumfit, menudo está hecho… aunque tenía razón, claro… ha llegado al extremo de decirme que si no me esfuerzo más tendré que dejar la escuela de posgrado. No voy a conseguir doctorarme, según él, y si no consigo el doctorado, no podré conseguir un buen trabajo como profesora de Inglés en un colegio decente, y tengo que conseguirlo porque no parece que la pobre Madeline sea alguien con quien alguien se vaya casar.
—Yo sé exactamente quién… —exclamó él rodeándola con un brazo.
—No, no estoy intentando cazarte. Esta noche soy casi sincera. No sirvo para nada, Mart. Ando siempre diciéndole a la gente lo lista que soy. Supongo que nadie se lo cree. ¡Lo más probable es que luego se rían de mí!
—¡No es así! Si lo hiciesen… si yo viese que alguien se ríe de ti…
—Eres muy bueno, eres un encanto por decirme eso, pero no lo merezco. La poética Madeline. ¡Con su vocabulario hiperrefinado! Soy una… soy una… ¡Soy un ser despreciable, Martin! Soy todo lo que dice tu amigo Cliff que soy. Oh, no hace falta que me lo cuentes. Se ve muy claro lo que piensa. Y… tendré que irme a casa con Madre, y no puedo soportarlo, querido, ¡no puedo soportarlo! ¡No volveré! ¡A esa ciudad! ¡Nunca hay nada que hacer allí! Las viejas cotillas, y esos viejos brutales, contando siempre los mismos chistes viejos. ¡No volveré!
Había apoyado la cabeza en el hueco del brazo de Martin; lloraba, fuerte; él le acarició el pelo, sin codicia ya, tiernamente, susurrando:
—¡Cariño! Tengo casi la sensación de atreverme a amarte. Te casarás conmigo y… dame un par de años más para terminar Medicina y un par más en el hospital, luego nos casaremos y… ¡Con tu ayuda llegaré hasta la cima, te lo juro! ¡Seré un gran cirujano! ¡Lo tendremos todo!
—Oh, querido, sé juicioso. Yo no quiero apartarte de tu trabajo científico…
—Bueno. Bueno, me gustaría seguir haciendo algo de investigación. Pero no soy solo una rata de laboratorio, te lo juro. Hay que participar también en la batalla de la vida. Abrirse camino con empuje. Competir con hombres reales en una lucha real de hombres. Si no soy capaz de hacer eso y de hacer también algo de trabajo científico, es que no valgo nada. Por supuesto, mientras esté con Gottlieb, quiero aprender todo lo posible de él, pero después… ¡Oh, Madeline!
Luego todo razonamiento se perdió en una bruma de proximidad a ella.
VI
Martin temía la entrevista con la señora Fox; estaba convencido de que le diría: «¿Joven, cómo espera usted mantener a mi Maddy? Y utiliza usted un lenguaje grosero». Pero ella le estrechó la mano y dijo quejumbrosamente: «Tengo la esperanza de que usted y mi niña sean felices. Es muy buena chica, aunque a veces sea un poco frívola, y sé que usted es bueno y honrado y trabajador. Rezaré para que sean felices… ¡Oh, sí, rezaré con todas mis fuerzas! Ustedes los jóvenes no parecen creer que sirva de mucho rezar, pero si supiese usted cómo me ayudó a mí… ¡Rezaré para que sean muy felices, sí!».
Estaba llorando; besó a Martin en la frente con el beso seco, suave y cortés de una anciana, y él estuvo a punto de llorar también.
—Oye Martin —cuchicheó Madeline al despedirle—, a mí me da igual, pero a Madre le gustaría mucho que fuéramos a la iglesia con ella. ¿No crees que podrías, solo por una vez?
El atónito mundo, el atónito y profano Cliff Clawson pudieron gozar del espectáculo de Martin con ropa flamante y bien planchada, un doloroso cuello de lino y un pañuelo arduamente atado al cuello, acompañando a la señora Fox y a la castamente parlanchina Madeline a la iglesia metodista de Mohalis, a oír discursear al reverendo doctor Myron Schwab sobre «El único camino justo».
Pasaron al lado del reverendo Ira Hinkley, e Ira se regodeó con santo regodeo de la cautividad de Martin.
VII
Martin, pese a mantenerse fiel a la visión pesimista de Max Gottlieb de la inteligencia humana, siempre había creído que existía eso que se llama progreso, que los acontecimientos significaban algo, que la gente podía aprender algo, que si Madeline había admitido en una ocasión que era una joven normal que se equivocaba algunas veces, estaba salvada. Así que se quedó desconcertado cuando ella empezó a mejorarle más despreocupadamente que nunca. Se quejaba de su vulgaridad y de lo que ella afirmaba que era su escasa ambición. «Piensas que al sentirte superior eres terriblemente listo. A veces me pregunto si no es solo holgazanería. Te gusta soñar despierto con los laboratorios. ¿Por qué te deberías ahorrar tú el trabajo de memorizar la materia médica y esas otras cosas? Todos los demás tienen que hacerlo. No, no te besaré. Quiero que crezcas y atiendas a razones».
Entre la furia por aquel acoso, y el deseo de sus labios y su sonrisa de perdón, fue viéndose empujado hasta final de curso.
Una semana antes de los exámenes, mientras intentaba dedicar veinticuatro horas al día a amar a Madeline, veinticuatro a estudiar para los exámenes y veinticuatro al laboratorio bacteriológico, le prometió a Cliff que pasaría las vacaciones de verano con él, trabajando de camarero en un hotel canadiense. Se lo explicó a Madeline a última hora del día, cuando paseaban por el huerto de cerezos del recinto de la Estación Agrícola Experimental.
—Sabes muy bien lo que pienso de tu horrible Cliff Clawson —se quejó ella—. Supongo que no hace falta que te explique la opinión que me merece.
—Ya me has dicho lo que piensas de él, amor mío —el tono de Martin era el de un hombre maduro, y no demasiado amable.
—Bueno, ¡pues ahora voy a decirte mi opinión sobre lo de que tú seas camarero! No puedo entender, la verdad, por qué no coges un trabajo de más categoría para las vacaciones, en vez de dedicarte a lavar platos. ¿Por qué no intentas trabajar en un periódico, donde tendrías que vestir decentemente y conocerías a gente interesante?
—Claro. Podría dirigir el periódico. Pero ya que lo dices, no trabajaré en todo el verano. Es una tontería hacerlo, en realidad. Me iré a Newport y me dedicaré a jugar al golf y a vestirme de etiqueta todas las noches.
—¡No te haría ningún daño! Yo respeto el trabajo honrado. Es lo que dice Burns. ¡Pero servir mesas! Por Dios, Mart, ¿por qué te enorgullece tanto ser un palurdo? Deja de hacerte el listo, por un momento. Escucha la noche. Y huele las flores de cerezo… ¡o es que un gran científico como tú, que es tan superior a la gente ordinaria, no se interesa por bobadas como las flores de cerezo!
—Bueno, si tenemos en cuenta el hecho de que todas las flores de cerezo hace ya semanas que cayeron, tienes toda la razón.
—¡Oh sí, claro! Puede que se hayan caído pero… ¿serías tan amable de explicarme qué es esa masa de un blanco pálido que se ve ahí arriba?
—Lo haré. A mí me parece la camisa de un criado.
—Martin Arrowsmith, si crees por un momento que yo voy a casarme alguna vez con un sabihondo cazamicrobios vulgar, grosero y egoísta…
—Y si tú crees que yo voy a casarme con una dama que se pasa el día jorobándome y fastidiándome…
Se hicieron daño uno a otro; había placer en ello; y se separaron para siempre, se separaron para siempre dos veces, la segunda con mucha aspereza, junto a la residencia de una hermandad en la que los estudiantes entonaban canciones que destrozaban el corazón al compás de la música de un banjo.
Al cabo de diez días, en los que no volvieron a verse, él se fue con Cliff a los North Woods y a causa de su pesadumbre por perderla, del anhelo de su piel suave y de su disposición a escucharle, no le emocionó más que un poquito el hecho de haber tenido que dirigir la clase de Bacteriología y de que Max Gottlieb le hubiese nombrado ayudante pregraduado para el curso siguiente.