Capítulo 4

I

El profesor Max Gottlieb estaba a punto de asesinar a un conejillo de Indias con gérmenes de ántrax, y la clase de Bacteriología estaba nerviosa.

Habían estudiado las formas de las bacterias, habían manejado placas de Petri y asas bacteriológicas, habían cultivado orgullosamente en rebanadas de patatas los cultivos rojos inofensivos de Bacillus prodigiosus, y habían pasado ya a los gérmenes patógenos y a la inoculación de un animal vivo con una enfermedad rápida. Aquellos dos conejillos de Indias de ojos como cuentas, que gorjeaban en un vaso de pila, estarían tiesos y muertos en dos días.

Martin sentía una excitación no exenta de ansiedad. Se reía de ella, recordaba con ironía profesional lo necios que eran los visitantes legos que venían al laboratorio, que pensaban que saltarían sobre ellos microbios sanguinarios desde las misteriosas centrifugadoras, desde las mesas de trabajo, desde el propio aire. Pero él sabía muy bien que en el tubo de ensayo taponado con algodón, que estaba entre la bañera de instrumentos y el frasco de bicloruro de la mesa del demostrador, había millones de gérmenes mortíferos de ántrax.

La clase miraba con respeto y no se acercaba demasiado. El doctor Gottlieb, con la elegancia distintiva de la técnica, la rapidez segura que dignificaba hasta el más leve movimiento de sus manos, recortó el pelo del vientre de uno de los conejillos de Indias sostenido por el ayudante. Aplicó jabón en el vientre con una brocha, lo afeitó y lo pintó con yodo.

(Y Max Gottlieb estaba recordando durante todo ese tiempo el entusiasmo de sus primeros alumnos, cuando él acababa de volver de trabajar con Koch y con Pasteur, recién salido aún de las sesiones de enormes seidels de cerveza y Korpsbruder y fieras discusiones. ¡Días bellos y apasionados! Die goldene Zeit! En sus primeras clases en América, en Queen City College, los alumnos estaban sobrecogidos por los nuevos descubrimientos sensacionales en bacteriología; se agolpaban reverentes a su alrededor; deseaban saber. Ahora la clase era una chusma. Les miraba: Gordito Pfaff en la primera fila, la cara tan vacua como un picaporte; las estudiantes, impresionables y asustadas; los únicos visiblemente inteligentes eran Martin Arrowsmith y Angus Duer. Su recuerdo buscó a tientas un atardecer azul pálido en Múnich, un puente y una chica esperando y un rumor de música).

Sumergió las manos en la solución de bicloruro y las agitó: un movimiento rápido, los dedos hacia abajo, como los de un pianista sobre las teclas. Cogió una aguja hipodérmica de la bañera de instrumental y alzó el tubo de ensayo. Su voz fluía indolente, germánicas vocales y uves dobles borrosas.

—Esto, caballeros, es un cultivo de veinticuatro horas de Bacillus anthracis. Apreciarán, estoy seguro de que lo habrán apreciado ya, que en el fondo del vaso había algodón para impedir que se rompiese el tubo. No me parece aconsejable que se rompan tubos de gérmenes de ántrax y luego se metan las manos en el cultivo. Podrían ustedes simplemente contraer carbunclo…

La clase se estremeció.

Gottlieb sacó bruscamente el tapón de algodón con el dedo meñique, con una limpieza tal que los estudiantes, que se habían quejado de que «la bacteriología es basura; los análisis de orina y de sangre son todo el material de laboratorio que necesitamos conocer», le otorgaron en ese momento algo del respeto que sentían por el que es capaz de hacer trucos con las cartas o de extirpar un apéndice en siete minutos. Luego Gottlieb agitó la boca del tubo en el mechero Bunsen, salmodiando: «Cada vez que quiten el tapón de un tubo pasen la boca del tubo por la llama. Conviertan eso en una regla. Es una necesidad técnica, y la técnica, caballeros, es el principio de toda ciencia. Es también la cosa menos conocida de la ciencia».

La clase estaba impaciente. ¿Por qué no pasaba al asunto, al momento aterradoramente divertido de inocular al conejillo?

(Max Gottlieb, mirando al otro conejillo de Indias que estaba en la prisión de su vaso de pila, meditaba: «¡Pobre inocente! ¿Por qué he de asesinarle, para enseñar a Dummkopfe[2]? Sería mejor experimentar con ese joven gordo»).

Introdujo la jeringuilla en el tubo, accionó el émbolo diestramente con el dedo índice y explicó:

—Tomen medio cc del cultivo. Hay dos clases de médicos, aquellos para los que c.c. significa centímetro cúbico y aquellos para los que significa catártico compuesto. Los del segundo tipo se hacen más ricos.

(Pero es imposible transmitir los matices: el leve arrastre de las palabras, la cordialidad sardónica, el silbido de las eses, las des convertidas en tes contundentes y desafiantes).

El ayudante aproximó el conejillo de Indias; Gottlieb pellizcó la piel del vientre e introdujo la aguja hipodérmica con un movimiento rápido. El conejillo hizo un leve movimiento espasmódico, emitió un chillido y las estudiantes se estremecieron. Los dedos sabios de Gottlieb tenían claro cuándo se llegaba a la pared peritoneal. Presionó el émbolo de la jeringuilla. Dijo quedamente: «Este pobre animal pronto estará tan muerto como Moisés». Los alumnos se miraban unos a otros inquietos. «Algunos de ustedes pensarán que no importa; algunos de ustedes pensarán, como Bernard Shaw, que soy un verdugo y que lo más monstruoso es que además lo soy fríamente; y algunos de ustedes no pensarán nada en absoluto. Esta diferencia de filosofías es lo que hace interesante la vida».

Mientras el ayudante etiquetaba al conejillo con un disco de estaño en la oreja y volvía a colocarlo en el vaso de pila, Gottlieb anotó en un cuaderno su peso, con la hora de la inoculación y de la formación del cultivo bacterial. Estas notas las reprodujo en la pizarra, con su letra meticulosa, musitando: «Caballeros, la parte más importante de la vida no es el vivir sino el reflexionar sobre ello. Y la parte más importante de la experimentación no es hacer el experimento sino tomar notas, notas cuantitativas muy precisas… a tinta. Les aseguro que hay gran número de personas inteligentes que piensan que pueden guardar notas en la cabeza. He podido observar a menudo con placer que esas personas no tienen cabeza en que guardar sus notas. Y eso está muy bien, porque así el mundo nunca ve sus resultados y el progreso de la ciencia no se ve obstaculizado por ellos. Inocularé ahora al segundo conejillo de Indias, y la clase se dará por terminada con ello. Antes de la próxima hora de laboratorio me gustaría mucho que leyesen Mario el Epicúreo de Pater, para extraer de él esa calma que es el secreto de la habilidad en las prácticas del laboratorio».

II

Cuando iban por el pasillo, Angus Duer le comentó a un hermano digam: «Gottlieb es una vieja rata de laboratorio; no tiene ninguna imaginación; se queda aquí en vez de salir al mundo y disfrutar de la lucha. Pero no hay duda de que es hábil. Su técnica es excelente. Podría haber sido un cirujano de primera y ganar 50 000 dólares al año. ¡Pero haciendo lo que hace no creo que gane más de 4000!».

Ira Hinkley iba solo, preocupado. Aquel párroco inmenso e inepto era un hombre muy bondadoso. Aceptaba reverentemente todo lo que le decían sus profesores, por mucho que contradijese todo lo demás, pero aquello de matar animales… resultaba odioso. Por una conexión no evidente para él recordó que el domingo anterior, en la capilla miserable donde predicaba mientras hacía aquel curso de Medicina, había ensalzado el sacrificio de los mártires y luego habían cantado sobre la sangre del cordero, la fuente alimentada con sangre extraída de las venas de Emmanuel, pero esta meditación se le fue de la cabeza y se encaminó hacia la Digamma Pi envuelto en una bruma de piedad reflexiva.

Cliff Clawson, que iba caminando con Gordito Pfaff, gritó: «¡Jolines, cómo se estremeció el pobre conejillo cuando el amigo Gottlieb le clavó la aguja!». Y Gordito suplicó: «¡No sigas! ¡Por favor!».

Pero Martin Arrowsmith se veía a sí mismo haciendo el mismo experimento y, mientras recordaba los dedos infalibles de Gottlieb, sus manos se curvaban imitándole.

III

Los conejillos de Indias fueron adormilándose cada vez más. A los dos días se desplomaron, patalearon convulsivamente y murieron. La clase se reunió de nuevo para la necropsia, llena de expectación dramática. En la mesa del demostrador había una bandeja de madera con huellas de las tachuelas con que se habían fijado los cadáveres a lo largo de los años. Los conejillos estaban en un tarro de cristal, rígidos, el pelo alborotado. La clase intentó recordar cómo mordisqueaban llenos de vida. El ayudante estiró uno de ellos fijándolo con tachuelas. Gottlieb le untó el vientre con un trocito de algodón empapado en lisol, lo abrió hasta el cuello y cauterizó el corazón con una espátula al rojo vivo (la clase se estremeció al oír cómo se quemaba la carne). Gottlieb recogió la sangre ennegrecida con una pipeta como el sacerdote de unos misterios diabólicos. El ayudante trazó manchas onduladas sobre portaobjetos de cristal con los pulmones, el bazo y los riñones y el hígado distendidos. Los estudiantes que habían aprendido a mirar por el microscopio sin tener que cerrar un ojo se sentían orgullosos y profesionales, y todos hablaban de lo maravilloso que era identificar el bacilo, mientras hacían girar los tornillos metálicos correctamente y las células salían de la bruma, hasta adquirir una claridad precisa en el portaobjetos. Pero se sentían inquietos, porque Gottlieb continuaba con ellos aquel día, apostado detrás, sin decir nada, vigilándoles constantemente, controlando la eliminación de los restos de los conejillos; y circulaban entre ellos nerviosos rumores sobre un antiguo estudiante que había muerto de una infección de ántrax en el laboratorio.

IV

Martin experimentaba esos días un gozo muy satisfactorio; el celo y la emoción de un partido de hockey jugado a ritmo acelerado, la serenidad de la pradera, la perplejidad ante la gran música y un sentimiento de creación. Despertaba temprano y pensaba muy contento en el día; corría a su trabajo, devoto, ciego.

La confusión del laboratorio bacteriológico era para él un éxtasis: los estudiantes en mangas de camisa, filtrando gelatina nutriente, con dedos pegajosos de las hojas crujientes; o calentando medios de cultivo en un autoclave que parecía un obús plateado. El rugir de llamas Bunsen bajo los hornos de aire caliente, el vapor de los esterilizadores Arnold rodando hacia las balsas y empañando las ventanas, eran para Martin cosas activas, seductoras; y lo más esplendoroso del mundo eran las hileras de tubos de ensayo llenos de suero acuoso y taponados con algodón teñido de un marrón café, un asa delicada de platino inclinando una probeta relumbrante, un fantástico seto de tubos altos de cristal que conectaban matraces misteriosamente, o un frasco enriquecido con tintura violeta de genciana.

Había empezado, tal vez en una juvenil imitación de Gottlieb, a trabajar solo en el laboratorio, de noche… la larga habitación estaba en tinieblas, sumida en una oscuridad completa, salvo por el manguito incandescente que había detrás de su microscopio. El cono de luz proyectaba un brillo sobre el tubo metálico reluciente, un lustre sobre su cabello negro, cuando se inclinaba sobre el ocular. Estaba estudiando tripanosomas de una rata: un florón de ocho brazos tintado de un polícromo azul de metileno; un racimo de organismos delicado como un narciso, con sus núcleos violáceos, sus células azul claro y las pequeñas líneas de los flagelos. Estaba emocionado y un poco orgulloso; había pintado los gérmenes a la perfección, y no es fácil pintar un florón sin romper la forma de los pétalos. Unos pasos en la oscuridad, el paso cansino de Max Gottlieb, y una mano en el hombro de Martin. Martin alzó silenciosamente la cabeza, empujó el microscopio hacia él. Gottlieb, inclinado, con una colilla en la boca (el humo habría irritado los ojos de cualquier ser humano), examinó el preparado.

Ajustó la luz de gas medio centímetro y musitó: «¡Espléndido! Tiene usted habilidad. Oh, hay un arte en la ciencia… para unos pocos. Ustedes los americanos, muchos de ustedes… todos llenos de ideas, pero son impacientes; no aprecian la bella monotonía de los trabajos largos. Ya veo, sí… y le he observado antes en el laboratorio… tal vez deba probar usted con los tripanosomas de la enfermedad del sueño. Es una enfermedad muy bonita. En algunas aldeas de África, la tiene el 50 por ciento de la población, y siempre es mortal. Sí, yo creo que usted podría trabajar con los bichos».

Lo que, para Martin, era lanzar su brigada al combate.

—Tendré —dijo Gottlieb— unos pequeños emparedados en mi habitación a medianoche. Si por casualidad se queda trabajando hasta tan tarde, me gustaría mucho que se acercase a tomar algo.

Martin cruzó respetuosamente el vestíbulo a medianoche camino del inmaculado laboratorio de Gottlieb. En la mesa había café y emparedados, unos emparedados curiosamente pequeños y excelentes, exóticos para el gusto de restaurante barato de Martin.

Gottlieb habló hasta que Cliff se hubo esfumado de la existencia y Angus Duer parecía solo un absurdo arribista. Evocó laboratorios de Londres, cenas en noches de helada en Estocolmo, paseos por el Pincio con el sol poniéndose detrás de la cúpula de San Pietro, el extremo peligro y la agobiante repugnancia de las prendas de ropa manchadas de excrementos durante una epidemia en Marsella. Se desprendió de su reserva y habló de sí mismo y de su familia como si Martin fuese contemporáneo suyo.

Habló del primo que era coronel en Uruguay y del primo, un rabino, que había sido torturado en un pogromo en Moscú. De su esposa enferma… podría ser cáncer. De sus tres hijos… de que la más pequeña, una chica, Miriam, había estudiado música y era buena en lo suyo, pero el muchacho, de catorce años, era un quebradero de cabeza; no estudiaba, era un impertinente. Él, por su parte, había trabajado años en la síntesis de anticuerpos; se encontraba en aquel momento en un callejón sin salida, y en Mohalis no había nadie que estuviese interesado, nadie que le estimulase, aunque estaba pasando por un período agradable refutando la teoría de la opsonina, y eso le alegraba.

—No, no he hecho nada más que poner en su sitio a gente que tenía demasiadas pretensiones, pero sueño con hacer auténticos descubrimientos algún día. Y… No. Ni siquiera cinco veces en estos cinco años he tenido estudiantes con la habilidad y la precisión necesarias, y que tengan además un poco de imaginación para elaborar hipótesis. Y pienso que usted podría tenerlas. Si puedo ayudarle… ¡En fin!

»No creo que llegue usted a ser un buen médico. Los buenos médicos son gente magnífica, son a menudo artistas, pero su oficio no es para nosotros los solitarios que trabajamos en laboratorios. En cierta época ejercí como médico. Fue en Heidelberg… Herr Gott, ¡eso fue en 1875! No podía conseguir que me interesase demasiado vendar piernas y mirar lenguas. Yo era seguidor de Helmholtz… ¡qué joven más loco! Intenté hacer investigaciones en la física del sonido… Era malo en eso, una cosa increíble, pero aprendí que en este valle de lágrimas lo único seguro es el método cuantitativo. Y también fui químico… un buen fabricante de malos olores. Y luego al final la biología, con muchos problemas. Ha estado bien. He descubierto una o dos cosas. Y aunque a veces me siento un exiliado, indiferente… tuve que salir de Alemania una vez por negarme a cantar Die Wacht am Rhein e intentar matar a un capitán de caballería… era un tipo fuerte… tenía que estrangularle… bueno ya se dará cuenta de que estoy presumiendo, pero hace treinta años yo era un Kerl muy animado. ¡Oh, sí!

»Solo hay un problema para un bacteriólogo filosófico. ¿Por qué deberíamos destruir esos amables gérmenes patógenos? ¿Estamos seguros del todo, cuando contemplamos a esos, oh sí, a esos horribles estudiantes jóvenes que asisten a las reuniones de la Asociación de Jóvenes Cristianos y cantan esas canciones y llevan sombreros con iniciales grabadas a fuego, estamos seguros de que merece la pena protegerles de alguien con un funcionamiento tan elegante como el Bacillus typhosus, con sus encantadores flagelos? Sabe, en una ocasión le pregunté al decano Silva si no sería mejor dejar sueltos en el mundo los gérmenes patógenos, y resolver así todos los problemas económicos. Pero no se interesó por mi método. En fin, es mayor que yo; tengo entendido además que da banquetes a los que asisten obispos y jueces, todos vestidos con ropas elegantes. Ha de saber más que un judío alemán que ama al padre Nietzsche y al padre Schopenhauer (¡aunque, maldita sea, tenía una mentalidad teológica!) y al padre Koch y al padre Pasteur y al hermano Jacques Loeb y al hermano Arrhenius. ¡Ay! Digo tonterías. Vamos a ver esos portaobjetos suyos y luego hasta mañana».

Después de dejar a Gottlieb en su ridícula casita marrón, con una expresión tan evasiva como si la cena de medianoche y toda la charla divagatoria no hubiesen existido jamás, Martin corrió a casa completamente ebrio.