Capítulo 3

I

John A. Robertshaw, John Aldington Robertshaw, profesor de Fisiología de la Facultad de Medicina, era, además de bastante sordo, el único profesor de la Universidad de Winnemac que aún llevaba patillas de boca de hacha. Era bostoniano, de Back Bay, y como se enorgullecía de ello procuraba que se supiese. Junto con otros tres miembros de la clase alta de Boston formaba en Mohalis una colonia bostoniana partidaria de la dulzura decidida y de la alegría decorosamente matizada. Comentaba en toda ocasión: «Cuando estudiaba con Ludwig en Alemania…». Estaba demasiado absorto en su propia corrección para poder prestar atención a estudiantes individuales, y Cliff Clawson y los otros jóvenes técnicamente conocidos como «alborotadores» esperaban con ansia sus lecciones de Fisiología.

Se impartían en un anfiteatro cuyos asientos se curvaban tanto a los lados que el profesor no podía ver al mismo tiempo los dos extremos y, mientras el doctor Robertshaw, que peroraba sobre la circulación de la sangre, miraba hacia el lado derecho para descubrir quién estaba haciendo aquel ruido ofensivo que era como la bocina de un automóvil, en el lejano extremo de la izquierda Cliff Clawson se levantaba y le imitaba, serrando con una mano y dándose palmaditas en unas patillas imaginarias con la otra. En una ocasión, Cliff ejecutó la obra maestra de lanzar un ladrillo y encestarlo en el lavabo que había junto al estrado, en el momento preciso en que el doctor Robertshaw se esforzaba por alcanzar su clímax anual explicando cómo podía influir la música de instrumentos metálicos en la intensidad del reflejo rotular.

Martin había estado leyendo artículos científicos de Max Gottlieb (todo lo que podía leer en ellos, entre la ciénaga de símbolos matemáticos) y, basándose en esas lecturas, estaba convencido de que los experimentos tenían que ser algo que abordase los fundamentos de la vida y la muerte, la naturaleza de la infección bacteriana, la química de las reacciones corporales. Cuando Robertshaw gorjeaba sobre sus remilgados experimentillos, unos experimentos estándar, gazmoños, Martin se sentía incómodo. En la escuela preparatoria había pensado que la prosodia y la composición latinas eran inútiles, y esperaba con ansiedad el estudio de la medicina como una iluminación. Ahora, melancólicamente preocupado por su propia irracionalidad, se encontraba con que empezaba a sentir el mismo desprecio por las generalidades de Robertshaw… y por la mayor parte del trabajo de anatomía.

El profesor de Anatomía, el doctor Oliver O. Stout, era una anatomía en sí, un gráfico de disección, un nudo ligeramente cubierto de nervios, vasos sanguíneos y huesos. Sus conocimientos eran vastos y precisos; podía repetir con su voz seca más datos sobre el dedo meñique del pie izquierdo de los que podría uno haberse imaginado que alguien se hubiese molestado en aprender sobre el dedo meñique del pie izquierdo.

No había discusión más violenta en la mesa de la Digamma Pi durante las cenas que el debate inacabable sobre la importancia de recordar términos anatómicos para un médico, un médico decente y normal que se ganase bien la vida y no se preocuparse de leer artículos de asociaciones médicas. Pero, independientemente de lo que pensasen, todos se esforzaban por aprender las listas de nombres que permitían a un individuo aprobar los exámenes y convertirse en Persona Ilustrada, con un valor de mercado de cinco dólares la hora. Sabios desconocidos habían inventado rimas que les permitían memorizar. En la cena (los treinta digams piratas sentados en una mesa larga y llena de manchas, devorando sopa de almejas y alubias y albóndigas de bacalao y tarta de plátano) los estudiantes de primero repetían afanosos lo que iba diciendo un estudiante de último curso:

«Ocho orzuelos obstinados tenía Tomás…».

Así, por asociación con las letras iniciales, conseguían retener los doce nervios craneales: olfatorio, óptico, oculomotor, troclear, trigémino y el resto. Para los digams era el poema más noble del mundo, y lo recordarían muchos años después de que se hubiesen convertido en médicos practicantes y hubiesen olvidado del todo los nombres de los propios nervios.

II

En las clases de Anatomía del doctor Stout no había alboroto, pero en su sala de disección había muchas bromas y chanzas. La más suave fue la inserción de un petardo en el cadáver en el que trabajaban dos desdichadas y virginales estudiantes. Pero lo que provocó verdadera emoción durante el primer curso fue el incidente de Cliff Clawson y el páncreas.

Cliff había sido elegido presidente de la clase aquel año a causa de sus numerosos y cordiales saludos. Nunca se encontraba con un compañero de clase en el vestíbulo del edificio principal de la Facultad de Medicina sin que gritase: «¿Qué tal te funciona el apéndice vermiforme esta mañana?» o «Te dirijo una excelsa salutación, amiga pediculosis». Presidía con un decoro atronador las asambleas de clase (asambleas furiosas para oponerse a la propuesta de dejar a todos los «agros», es decir, los que estudiaban agronomía, utilizar las pistas de tenis del lado Norte), pero en la vida privada era menos decoroso.

El terrible suceso tuvo lugar cuando se estaba enseñando el campus al Consejo de Rectores. Los rectores eran las autoridades supremas de la universidad; eran banqueros, fabricantes y pastores de grandes iglesias; hasta el rector de la universidad era humilde con ellos. No había nada que les causase estremecimientos más interesantes que la sala de disección de la Facultad de Medicina. Los predicadores hablaban virtuosamente de los efectos del alcohol sobre los pobres, y los banqueros del desdén hacia las cuentas de ahorro que solía mostrar la clase de hombres que se empeñaban en convertirse en cadáveres de aquel género. En plena gira, dirigida por el doctor Stout y el secretario de la universidad, que llevaba un paraguas, el más grueso y más pedagógico de todos los banqueros se paró cerca de la mesa de disección de Cliff Clawson, con su sombrero hongo reverentemente sostenido a la espalda, y en ese sombrero gris Cliff dejó caer un páncreas.

Un páncreas es una cosa húmeda y repugnante cuando uno se lo encuentra en un sombrero nuevo, y cuando el banquero se encontró aquel en el suyo, tiró el sombrero y dijo que los estudiantes de Winnemac iban a saber lo que era bueno. El doctor Stout y el secretario le confortaron; limpiaron el sombrero y aseguraron que el castigo que recibiría el individuo que había sido capaz de meter un páncreas en el sombrero de un banquero sería terrible.

El doctor Stout convocó a Cliff, como presidente de primer curso. Cliff estaba muy dolido. Reunió a la clase, lamentó que hubiese podido haber un individuo en Winnemac capaz de meter un páncreas en el sombrero de un banquero y exigió que el culpable fuese lo bastante hombre para ponerse de pie y confesar.

Por desgracia el reverendo Ira Hinkley, que se sentaba entre Martin y Angus Duer, había visto a Cliff poner el páncreas en el sombrero.

—¡Esto es indignante! Voy a denunciar a Clawson, aunque seamos de la misma hermandad.

—No lo hagas —protestó Martin—. ¿No querrás que le expulsen?

—¡Deberían hacerlo!

Angus Duer se volvió en su asiento, miró a Ira y sugirió: «¿Tendrías la bondad de callarte?» y, como Ira se calló, Angus pasó a ser para Martin más admirable y más odioso que nunca.

III

Martin, cuando estaba deprimido porque se preguntaba por qué estaba allí escuchando al profesor Robertshaw, repitiendo versos sobre orzuelos obstinados, aprendiendo el oficio de la medicina como Gordito Pfaff o Irving Watters, se consolaba entregándose a lo que él consideraba el libertinaje. Se trataba en realidad de un libertinaje extremadamente modesto; rara vez iba más allá de demasiada cerveza en la contigua ciudad de Zenith, o de las sonrisas de una chica de la clase obrera paseando por las sórdidas avenidas secundarias, pero a Martin, que se enorgullecía con el esfuerzo firme, que cifraba su gozo en un cerebro claro, estos excesos le parecían después algo trágico.

Su compañero más seguro era Cliff Clawson. Cliff, por mucha mala cerveza que bebiera, jamás se hallaba mucho más embriagado de lo que parecía en su estado normal. A Martin le levantaba el ánimo o se lo hundía la alegría de Cliff, mientras que a Cliff se lo levantaba o se lo hundía el talante especulativo de Martin. Un día que estaban en un reservado, en una mesa en la que brillaban círculos de vasos de cerveza, Cliff blandió el dedo índice y proclamó:

—Tú eres el único que me entiende, Mart. Mira, a pesar de todas las peleas y las discusiones sobre lo de ganar dinero que les suelto a esos que van de altruistas como Ira Hinkley, me da tanto asco el comercialismo como a ti.

—Claro. Ya lo sé —ratificó Martin con alcohólica cordialidad—. Tú eres como yo. Dios mío, te das cuenta… ¡Tipos que aceptan lo que sea como Irving Watters o arribistas sin corazón como Angus Duer, y luego el bueno de Gottlieb! ¡El ideal de la investigación! ¡No contentarse nunca con lo que parece verdad! ¡Solitario, sin hacer caso a nada, firme como un capitán en el puente, trabajando toda la noche, yendo al fondo de las cosas!

—Ese es el asunto. Esa es también mi idea. Vamos a tomar otra cerveza. ¡Choca esa mano! —ratificó Cliff Clawson.

Zenith, con sus bares, quedaba a unos veinticinco kilómetros de Mohalis y de la Universidad de Winnemac; media hora con los inmensos y estruendosos tranvías de acero interurbanos. Era allí adonde iban los estudiantes de Medicina en sus correrías. Decir que uno había «ido a la ciudad anoche» era motivo de guiños y miradas pícaras. Pero Martin descubrió un nuevo Zenith con Angus Duer.

—Ven conmigo a la ciudad a escuchar un concierto —le dijo Duer de pronto en la cena.

Pese a su supuesta superioridad al resto de la clase, Martin era de una ignorancia sin límites en cuanto a literatura, pintura y música. Le asombró que el pálido y ambicioso Angus Duer perdiese el tiempo escuchando violines. Descubrió, además, que le entusiasmaban en especial dos compositores llamados Bach y Beethoven, presumiblemente alemanes, y que él, por su parte, aún no entendía bien del todo cómo funcionaba el mundo. Duer atenuó su seriedad en el tranvía y exclamó: «¡Muchacho, si no hubiese nacido para trinchar vísceras, habría sido un gran músico! ¡Esta noche voy a llevarte directo al Cielo!».

Martin se encontró en una confusión de sillitas y enormes arcos dorados, de damas educadas pero reprobatorias con programas en el regazo, músicos antirrománticos haciendo ruidos desagradables abajo y, finalmente, una belleza incomprensible, que dibujaba para él colinas y bosques profundos, y luego de pronto pasaba a ser de una minuciosidad dolorosa. Se sentía entusiasmado: «Voy a conseguirlo todo… la fama de Max Gottlieb… quiero decir su capacidad… y la música encantadora y las mujeres encantadoras… ¡Jolín! Voy a hacer grandes cosas. Y ver el mundo… ¿Es que no va a acabar nunca esta pieza?».

IV

Fue una semana después del concierto cuando redescubrió a Madeline Fox.

Madeline era una chica guapa, ruborosa, diligente y testaruda a la que Martin había conocido en la escuela preparatoria. Seguía allí, aparentemente para hacer un curso de posgrado en Inglés; en realidad, para no tener que volver a casa. Se consideraba una jugadora de tenis soberbia; jugaba con energía y con raquetazos irregulares y una gran falta de dirección. Creía ser muy entendida en literatura; los afortunados a los que ella otorgaba su aprobación eran Hardy, Meredith, Howells y Thackeray, pese a que llevaba cinco años sin leerlos. Había reprendido muchas veces a Martin por desdeñar a Howells, por vestir camisas de franela y por no ofrecerle la mano cuando bajaba del tranvía a la manera de un héroe de novela. En la escuela preparatoria, habían ido juntos a bailes, aunque Martin era más dinámico que preciso como bailarín, y sus parejas tenían a veces dificultad para decidir qué era exactamente lo que intentaba bailar. A él le gustaba el encanto espigado de Madeline y su vigor; tenía la sensación de que con su pujante cultura ella era de algún modo «buena para él». Durante el curso, apenas la había visto. Solía pensar en ella al final del día, y aunque siempre se prometía telefonearla nunca lo hacía. Pero cuando empezó a dudar de la medicina ansiaba su comprensión, y una tarde de domingo de primavera la llevó a dar un paseo por las orillas del río Chaloosa.

Desde los riscos de la orilla del río se extiende la llanura en onduladas colinas exuberantes. En los grandes campos de cebada, los pastos agrestes, los robles achaparrados y los brillantes abedules, está presente la abundancia de la frontera, y como jóvenes llaneros paseaban por los riscos contándose uno a otro cómo iban a conquistar el mundo.

—Esos puñeteros estudiantes de Medicina… —se quejaba él.

—Oh, Martin, ¿tú crees que «puñetero» es una palabra bonita? —dijo Madeline.

A él, en realidad, le parecía que era una palabra muy bonita, y que siempre era útil para un trabajador atareado, pero la sonrisa de ella era tan deseable.

—Verás… esos malditos estudiantes no están intentando aprender ciencia; solo están aprendiendo una profesión. Lo único que quieren es conseguir unos conocimientos que les permitan ganar dinero. No hablan de salvar vidas sino de «perder casos»… ¡de perder dólares! ¡Y hasta no les importaría perder casos si se tratase de una operación sensacional que les proporcionase publicidad! ¡Me ponen malo! ¿Cuántos crees tú que se interesan por el trabajo que está haciendo Ehrlich en Alemania?… ¡Sí, o en lo que ese Max Gottlieb está haciendo justo aquí precisamente ahora! Gottlieb acaba de descubrir un fallo horroroso en la teoría de la opsonina de Wright.

—¿De veras…?

—¡Y tanto! ¡Claro que sí! ¿Y tú crees que alguno de esos estudiantes se ha interesado por eso? ¡Ninguno! Dicen todos: «Oh, sí claro, la ciencia está muy bien a su manera; ayuda al médico a tratar a sus pacientes», y luego empiezan a discutir sobre si se puede ganar más ejerciendo en una ciudad grande o en una ciudad pequeña, y si es mejor para un médico joven hacer el papel de buen tipo campechano y salir de caza con la gente o si es mejor ir a la iglesia y parecer devoto. Tendrías que oír a Irve Watters. Solo tiene una idea: ¿el que sale adelante en medicina es el que sabe patología? Oh, no; ¡para triunfar en la profesión hay que abrir un consultorio en un rincón del Noreste, cerca de un enlace de tranvías, con un número de teléfono que les resulte fácil de recordar a los pacientes! ¡Hablo en serio! ¡Es lo que dice él! Te juro que cuando me gradúe creo que seré médico de un barco. Así ves mundo, y no tienes que andar corriendo de aquí para allá en el barco para quitarle los pacientes a algún médico rival que abra un consultorio en otra cubierta.

—Sí, tienes razón; es terrible que la gente no tenga ideales en su trabajo. Son muchos los que estudian un curso de posgrado de inglés que lo único que quieren es ganar dinero enseñando, en vez de disfrutar el conocimiento como yo.

A Martin le pareció sorprendente que Madeline se considerase una persona superior igual que él, pero le sorprendió aún más que añadiese:

—Al mismo tiempo, Martin, hay que ser práctico, ¿no te parece? Piensa cuánto más dinero… No, quiero decir, cuánta más posición social y más poder para hacer el bien tiene un médico de éxito que uno de esos científicos que se limitan a perder el tiempo y que no saben lo que pasa en el mundo. Piensa en un cirujano como el doctor Loizeau, yendo al hospital en un automóvil precioso con un chófer uniformado, y todos sus pacientes sencillamente le adoran, y luego piensa en tu Max Gottlieb… Me lo señalaron el otro día y llevaba un traje viejo horroroso, y desde luego me pareció que le habría ido bien un corte de pelo.

Martin lanzó sobre ella furia, estadísticas, vituperios, celo religioso y confusas metáforas. Se sentaron en una valla de raíles anticuada y torcida, donde zumbaban sobre las resplandecientes matas de llantén empapadas de sol los primeros insectos de la primavera. Ante aquella tormenta de fanatismo ella perdió su liviana cultura y chilló: «Sí, ya lo veo, ya lo veo», sin explicar qué era lo que veía. «Oh, eres tan inteligente… y tan íntegro».

—¿De veras? ¿Crees que lo soy?

—Oh, claro que lo creo, y estoy segura de que tendrás un futuro maravilloso. Y me alegra mucho que no pienses en el dinero como los demás. ¡No importa lo que digan ellos!

Y Martin se dio cuenta de que Madeline no solo era un espíritu comprensivo y excepcional, sino también una mujer muy deseable: el color saludable, los ojos tiernos, la adorable loma del hombro hasta el costado. Cuando regresaban caminando, se percató de que ella era la pareja perfecta para él. Educada por él entendería la diferencia entre vagos «ideales» y la certeza firme de la ciencia. Se detuvieron en el risco, contemplando el cenagoso Chaloosa que corría abajo, un río del Oeste en primavera lleno de ramas flotantes. Ansiaba poseerla; lamentaba las aventuras casuales de estudiante y decidió ser un joven puro y trabajar de firme, para ser, de verdad, «digno de ella».

—Oh, Madeline —dijo quejumbroso—, ¡eres tan adorable!

Ella le miró, tímidamente.

Le cogió la mano; en un arranque desesperado intento besarla. Lo hizo muy mal. Solo consiguió besarla en la punta de la barbilla, mientras ella se debatía y suplicaba: «¡Oh, no!». No reconocieron, mientras volvían caminando a Mohalis, que hubiese ocurrido aquel incidente, pero había una suavidad especial en sus voces y ya, sin impaciencia, ella le escuchó criticar al profesor Robertshaw, diciendo que era como un fonógrafo, y él escuchó los comentarios de ella sobre la superficialidad y la vulgaridad del doctor Norman Brumfit, aquel vivaz profesor auxiliar de Inglés. Cuando llegaron a la pensión ella le dijo:

—Ojalá pudiera pedirte que entraras, pero es ya casi la hora de cenar… ¿Me llamarás por teléfono algún día?

—¡Puedes apostar que sí! —dijo Martin, ajustándose a las normas del discurso amoroso en la Universidad de Winnemac.

Corrió a casa arrobado. Acostado en su estrecha litera de arriba, a medianoche, veía sus ojos, ya impertinentes, ya reprobatorios, ya cálidos y llenos de confianza en él. «¡La amo! ¡La amo! La telefonearé… No sé si estaría bien llamarla mañana mismo muy temprano, ¿a las ocho?».

Pero a las ocho estaba demasiado ocupado estudiando el aparato lagrimal para pensar en los ojos de las damas. Solo vio a Madeline una vez, y en la publicidad del porche de su pensión, lleno de compañeras suyas, cojines rojos y malvaviscos, antes de verse precipitado en el frenético período de estudio previo a los exámenes de final de curso.

V

En época de exámenes la hermandad Digamma Pi mostraba su valor para los que buscaban ávidamente sabiduría. Generaciones de digams habían reunido los exámenes y los habían conservado en el sacrosanto Libro de Exámenes; genios del detalle habían trabajado en aquel volumen y habían marcado con lápiz rojo los problemas que más a menudo salían en los exámenes a lo largo de los años. Los estudiantes de primero se agolpaban en el salón formando un anillo alrededor de Ira Hinkley, que les leía las preguntas que era más probable que salieran. Se retorcían, se tiraban del pelo, se rascaban la barbilla, se mordían las uñas y se daban palmadas en las sienes intentando dar con la respuesta correcta antes de que Angus Duer se la leyera en el libro de texto.

En medio de sus propios sufrimientos tenían que trabajar además con Gordito Pfaff.

Gordito había suspendido el examen de Anatomía de mitad de curso y tenía que pasar por una prueba especial para poder presentarse a los exámenes finales. Se sentía un cierto cariño por él en Digamma Pi; Gordito era blandéngue, Gordito era supersticioso, Gordito era un imbécil, pero sentían por él el mismo afecto exasperado que podrían haber sentido por un automóvil de segunda mano o por un perro manchado de barro. Trabajaban todos con él; intentaban levantarle el ánimo y conseguir que pasase el examen como quien pasa por una trampilla. Jadeaban y gruñían y se quejaban en sus esfuerzos, y Gordito jadeaba y gemía con ellos.

La noche previa a esa prueba especial que tenía que pasar le mantuvieron despierto hasta las dos, con paños húmedos, café, rezos y lenguaje profano. Le repetían listas y listas y más listas; blandían los puños ante su cara redonda, roja y afligida, y aullaban: «Maldita sea, tienes que recordar que la válvula bicúspide es lo mismo que la válvula mitral y no otra cosa». Corrían de un lado a otro por el salón, alzando las manos y gritando: «¿Es que nunca va a ser capaz de recordar nada?». Y se lanzaban de nuevo a ronronear con una calma ficticia: «Bueno, no hay que preocuparse, Gordito. Tómatelo con calma. Tú solo escucha esto, tranquilamente, eh, e intenta», en tono persuasivo, «e intenta recordar ¡una cosa, por lo menos!».

Le llevaron con cuidado a la cama. Estaba tan lleno de datos que al más leve empujón se habrían derramado.

Cuando despertó a las siete, con ojos inyectados en sangre y labios temblorosos, había olvidado todo lo que había aprendido.

—No hay nada que hacer —dijo el presidente de Digamma Pi—. Tendrá que llevar una chuleta y correr el riesgo de que le cacen con ella. Eso es lo que yo creo. Le hice una ayer. Es una maravilla. Abarca suficientes preguntas, así que con ella aprobará.

Hasta el reverendo Ira Hinkley, que había sido testigo de los horrores de la medianoche anterior, se hizo el sordo ignorando el delito. Fue el propio Gordito el que protestó: «Es que a mí no me gusta hacer trampas. No creo que a un tipo que no sea capaz de aprobar un examen se le deba permitir ejercer la medicina. Eso fue lo que me dijo mi papá».

Vertieron más café en su interior y (por consejo de Cliff Clawson, que no estaba muy seguro del efecto que podría tener pero que estaba deseoso de saberlo) le administraron una pastilla de bromuro potásico. El presidente de Digamma asió con cierta firmeza a Gordito y gruñó: «Voy a meterte esta chuleta en el bolsillo… Mira, aquí, en el bolsillo del pecho, detrás del pañuelo».

—No la utilizaré. Aunque suspenda —gimoteó Gordito.

—Está bien, pero tú llévala ahí. A lo mejor puedes absorber un poco de información de ella a través de los pulmones, porque bien sabe Dios… —el presidente se tiró del pelo, elevó el tono, y en su voz estaba presente toda la tragedia de las guardias nocturnas y las píldoras negras y las derrotas sin esperanza—… ¡Bien sabe Dios que por la cabeza no puedes absorberla!

Le sacudieron el polvo, le pusieron de pie y le sacaron a empujones de allí, rumbo al edificio de anatomía. Observaron cómo se dirigía hacia él: un globo con piernas, una salchicha con pantalones de pana.

—¿Es posible que sea sincero y no vaya a copiar? —preguntó maravillado Cliff Clawson.

—Bueno, si lo es, será mejor que subamos y empecemos a hacerle la maleta. Y esta vieja hermandad nunca habrá tenido un tonto del calibre de Gordito —se lamentó el presidente.

Luego vieron que Gordito se paraba, se sacaba el pañuelo, se sonaba melancólicamente… y descubría un trozo de papel largo y estrecho. Vieron que lo miraba ceñudo, lo abría, empezaba a leerlo, volvía a guardarlo en el bolsillo y seguía su camino con paso más resuelto.

Bailaron todos cogidos de la mano por el salón de la hermandad, asegurándose unos a otros devotamente: «La utilizará… seguro… ¡si no le cazan aprueba!».

Aprobó.

VI

Digamma Pi estaba más irritada por las inquietas dudas de Martin que por la estupidez de Gordito, la voz ronca de Cliff Clawson, la aspereza de Angus Duer o el acoso del reverendo Ira Hinkley.

En el tenso período de preparación de exámenes Martin se sentía especialmente irritado con lo de «valerse de los términos médicos de más calidad como los esterilizadores de más calidad… no para usarlos sino para impresionar a tus pacientes». Los digams le dijeron, todos a una: «Mira, si no te gusta la manera que tenemos de estudiar Medicina, haremos con mucho gusto una colecta y te pagamos el viaje de vuelta a Elk Mills, donde ya no te molestará más gente inculta como nosotros, que solo pensamos en el dinero. ¡Escucha! Nosotros no te decimos cómo tienes que trabajar. ¿De dónde has sacado que tú tienes que decírnoslo a nosotros? ¡Bah, cállate de una vez!».

Angus Duer comentó con agria dulzura: «Aceptaremos que nosotros somos simples carpinteros, y que tú eres un gran investigador. Pero hay varias cosas que podrías considerar cuando termines con la ciencia. ¿Qué sabes tú de arquitectura? ¿Cómo andas de verbos franceses? ¿Cuántas grandes novelas has leído en tu vida? ¿Quién es el primer ministro de Austria-Hungría?».

—No pretendo saber nada —se defendió Martin—, lo único que sé es lo que significa un hombre como Max Gottlieb. Ha conseguido el método correcto, todos esos otros profesionales de pacotilla son simples curanderos. Tú crees que Gottlieb no es religioso, Hinkley. Escucha, el simple hecho de que él esté en un laboratorio es una oración. ¿No os dais cuenta, idiotas, de lo que significa tener un hombre como ese aquí, elaborando nuevas ideas sobre la vida? No os dais cuenta…

—¡Rezando en el laboratorio! —reflexionó Cliff Clawson, con un bostezo monumental—. ¡Apuesto a que papá Gottlieb me da una buena tunda si me pesca rezando en las horas de experimentos cuando haga Bacteriología!

—¡Escuchad, maldita sea! —clamó Martin—. Lo que yo digo es que vosotros, amigos, sois de los que pensáis que la medicina no es más que hacer diagnósticos, y ahí tenéis un hombre que…

Y seguían discutiendo así durante horas, después de su laborioso barajar de datos.

Cuando los demás se fueron a la cama, cuando la habitación era un estercolero de ropa tirada y jóvenes cansados roncando en literas metálicas, Martin siguió sentado en la larga mesa de estudio de pino desvencijada, muy preocupado. Angus Duer se sentó a la mesa también, y le dijo:

—Mira una cosa, muchacho. Estamos hartos todos de tus críticas. Si la medicina y la forma que tenemos de estudiarla te parecen una porquería, si eres tan puñeteramente honrado, ¿por qué no te largas?

Esto dejó a Martin sumido en un calvario: «Tiene razón. Tengo que callarme o largarme. ¿Qué es lo que quiero hacer en realidad? ¿Qué quiero yo? ¿Qué voy a hacer yo?».

VII

La aplicación de Angus Duer al estudio y su respeto reverente a los buenos modales se sentían ofendidos por igual por las canciones indecentes de Cliff, la conversación vociferante de Cliff, la afición de Cliff a echar cosas en la sopa de la gente y la melancólica incapacidad de Cliff para tener las manos limpias. Pese a toda su apariencia de tranquilidad serena, durante la tensión del período de exámenes, Duer estaba tan nervioso como Martin; y, una noche en la cena, cuando Cliff estaba gritando, le soltó: «¿Tendrías la bondad de no armar tanta bulla?».

—¡Armaré toda la bulla que me dé la gana! —afirmó Cliff y se inició un enfrentamiento.

A partir de entonces Cliff era tan ruidoso que casi hasta él se cansaba de su propio ruido. Era ruidoso en el salón, era ruidoso en el baño y hasta se mantenía despierto con cierto sacrificio para fingir que roncaba. Aunque Duer era tranquilo y estaba siempre inmerso en los libros, no tenía nada de tímido; se enfrentaba a Cliff mirándole con ojos de magistrado y le acobardaba. Cliff se quejaba en privado a Martin: «Maldito imbécil. Actúa como si yo fuese un gusano. Tenemos que salir de la hermandad uno de los dos, él o yo, eso está claro… ¡Y no seré yo!».

Hablaba de ello con ferocidad y muy ruidosamente, pero al final fue él el que abandonó la hermandad. Dijo que los digams eran «una pandilla de desarrapados; que ni siquiera tienen una partida de póquer decente», pero de lo que huía era de los ojos implacables de Angus Duer. Y Martin abandonó la hermandad también, para alquilar una habitación con él el otoño siguiente.

A Martin la fanfarronería de Cliff le molestaba tanto como a Duer. Cliff no paraba de hablar; cuando no estaba contando cenagosas historias estaba preguntando: «Cuánto has pagado por esos zapatos… ¡Debes de pensar que eres un Vanderbilt!» o «Te he visto paseando con esa Madeline Fox… ¿qué es lo que te propones?». Pero Martin se sentía distanciado de aquellos buenos chicos civilizados e industriosos de Digamma Pi, en cuyos rostros veía ya recetas, esterilizadores blancos y brillantes, elegantes automóviles cerrados y carteles de consultorio de cristal con las mejores letras doradas. Prefería una soledad rústica, porque al año siguiente estaría trabajando con Max Gottlieb y no podría permitir que le molestasen.

Había pasado el verano trabajando con una brigada de instaladores de teléfonos en Montana.

Trabajaba en el tendido del cable. Su tarea consistía en trepar por los postes, clavando los aguijones de los hierros que llevaba en las piernas en la blanda y plateada madera de pino, para subir el cable, fijarlo en los aislantes de cristal, luego bajar y pasar a otro poste.

Hacían entre siete y ocho kilómetros al día; de noche paraban en pequeñas y destartaladas poblaciones de casas de madera. El acto de acostarse era muy simple: se quitaban los zapatos y se tapaban con una manta de caballo. Martin vestía un mono y una camisa de franela. Parecía un jornalero. Trepaba por los postes todo el día, respiraba hondo, y se le aclararon los ojos de preocupaciones y un día experimentó un milagro.

Estaba en lo alto de un poste y de pronto, sin ninguna causa apreciable, se le abrieron los ojos y vio; vio como si acabase de despertar en aquel instante que la pradera era inmensa, que el sol caía bondadosamente sobre el áspero pasto y sobre el trigo que maduraba, sobre los viejos caballos, aquellos caballos dóciles, de poderosas grupas, amistosos, y sobre sus jocosos compañeros de caras rojizas; vio que los sabaneros cantaban jubilosos, y que brillaban radiantes los tordos junto a las charcas, y con el sol vivo todo cobraba vida. Aunque los Angus Duers y los Irving Watters fuesen unos comerciantes miserables, ¿qué importaba eso? «¡Yo estoy aquí!», se dijo entusiasmado.

La brigada del tendido de cable era tan sana y sencilla como el viento del Oeste; allí no había la menor presunción; aunque manejaban equipamiento eléctrico no aprendían, como los estudiantes de Medicina, una confusión de términos científicos y no pretendían hacerse pasar por científicos con los granjeros. Se reían sin problema y estaban satisfechos de ser ellos mismos, y con ellos Martin se olvidaba gustoso de lo noble que era. Sentía hacia ellos un afecto que no sentía hacia nadie en la universidad salvo hacia Max Gottlieb.

Llevaba en la bolsa un libro, la Inmunología de Gottlieb. Podía leer a menudo media página de él antes de empantanarse en las fórmulas químicas. De cuando en cuando, los domingos o los días que llovía, intentaba leerlo, y ansiaba verse en el laboratorio; también pensaba de cuando en cuando en Madeline Fox, y acababa llegando a la conclusión de que él era abrumadoramente solitario para ella. Pero las semanas se deslizaban despreocupadas y potentes y cuando despertaba en un establo, con el dulce olor del heno y de los caballos y la pradera en que cantaban los sabaneros, que llegaba casi hasta el corazón de aquellos pueblos miserables, solo pensaba en la tarea del día, en la ruta del día, hacia el Oeste, camino del crepúsculo.

Recorrieron así las tierras de trigales de Montana, ducados enteros de trigo en una sola extensión de trigal relumbrante, atravesaron las tierras ganaderas y el desierto de artemisia y, de pronto, cuando miraba fijo una nube insistente, Martin se dio cuenta de que lo que veía eran ya las montañas.

Luego iba en el tren; la brigada del tendido de cable telefónico estaba ya olvidada; y pensaba solo en Madeline Fox, en Cliff Clawson, en Angus Duer, en Max Gottlieb.