23

El fin de la guerra

Un exhausto Cadderly atravesó la puerta que Aballister creó; la pared ya no estaba cubierta por una niebla arremolinada, y apareció en la habitación en la que había dejado a Danica. Allí había una docena de soldados enemigos; vagaban por la sala y se quejaban unos de otros, pero ¡cómo se alteraron cuando el joven clérigo apareció entre ellos! Gritaron y se pegaron unos a otros; luchaban por escapar del peligroso hombre. En menos que canta un gallo, sólo quedaban seis en la habitación, que tuvieron la suficiente sangre fría para sacar las armas y enfrentarse al joven clérigo.

—¡Ve a ver a Dorigen! —le soltó uno de ellos a otro, y el hombre salió corriendo.

—¡Quédate donde estás, te lo advierto! —le gritó otro a Cadderly mientras lo azuzaba con la lanza.

A Cadderly le dolía la cabeza; no quería luchar con esa pandilla, o con cualquier otro, pero no ignoraba su precaria situación. Accedió a la canción de Deneir, aunque el esfuerzo le dolió, y la siguiente vez que el hombre lo amenazó, descubrió que no aguantaba una lanza, sino una serpiente no muy contenta. El hombre soltó un chillido, dejó caer el animal al suelo y se alejó, aunque no hizo ademán de atacar.

—¡Tenemos a tus amigos! —gritó otro hombre; el soldado ordenó a su compañero que fuera a por Dorigen—. ¡Si nos matas, ellos también morirán!

Cadderly no oyó la segunda frase. La declaración de que sus amigos eran prisioneros y no cadáveres hizo que sus esperanzas aumentaran. Se apoyó contra la pared e intentó no pensar en el hecho de que acababa de matar a su padre.

Danica entró corriendo en la habitación un momento más tarde, se abalanzó sobre Cadderly y le dio un fuerte abrazo.

—Aballister está muerto —le dijo el joven clérigo a Dorigen por encima del hombro de Danica.

Dorigen le lanzó una mirada inquisitiva, y Danica extendió los brazos y posó la mirada en su amado.

—Lo sé —dijo Cadderly en tono calmado.

—¿Era tu padre? —preguntó Danica con una expresión tan dolorida como la de Cadderly.

Cadderly asintió, y apretó los labios cuando intentó endurecer la mandíbula.

—Iván te necesita —le dijo Danica, que observó al joven clérigo con atención, y luego sacudió la cabeza, al ver su evidente cansancio.

Dorigen condujo a Cadderly y a Danica de vuelta a la sala que habilitaron para curar a los heridos. Allí estaban los cuatro amigos de Cadderly, aunque Vander ya no parecía herido, junto a un puñado de soldados humanos del Castillo de la Tríada. Los orcos y otras criaturas goblinoides siguieron su costumbre de matar a los compañeros con heridas graves.

Pikel y Shayleigh estaban sentados, aunque ninguno parecía muy firme. Cuando Cadderly se acercó se les levantó el ánimo, y le hicieron señas en dirección a Iván, que descansaba, pálido como la muerte, en un catre cercano.

Cadderly se arrodilló junto al enano barbirrubio, sorprendido de que aún respirara, dado las numerosas heridas que había sufrido. El joven clérigo se dio cuenta de que a Iván, a pesar de toda su fortaleza, no le quedaba mucho tiempo, y que de algún modo tendría que encontrar la fuerza para seguir a la canción hasta la esfera de curación e invocar magia poderosa.

Cadderly empezó a cantar en voz queda, y oyó la música, pero era lejana, demasiado lejana. Extendió la mente hasta ella, sintió la presión en sus sienes y cerró los ojos cuando se zambulló en su fluir, guiándola. Dejó atrás los conjuros menores de curación; sabía que serían de poca utilidad para curar las heridas más serias del enano. La canción se tornó atronadora; se dirigió ante su demanda hacia el reino de los grandes conjuros de curación.

Lo siguiente que supo el joven clérigo era que estaba tirado en el suelo, miraba la cara preocupada de Danica. Lo ayudó a sentarse y miró a Iván con desesperación.

—¿Cadderly? —preguntó Danica, y el joven clérigo pensó en las emociones que se reflejaban en esa palabra.

—Está demasiado cansado —respondió Dorigen, que se arrodilló junto a los dos.

La maga miró en los ojos hundidos de Cadderly, asintió y comprendió.

—Debo acceder a la magia —dijo el joven clérigo con determinación, y volvió a zambullirse en la canción, aunque entonces parecía aún más lejana.

Pasaron veinte minutos antes de que despertara otra vez, y entonces supo que necesitaría varias horas más de descanso antes de acceder a los grandes conjuros de magia curativa. También supo, al mirar al enano, que Iván no viviría tanto.

—¿Por qué me haces esto a mí? —preguntó Cadderly en voz alta a su dios, y todos los que le rodeaban lo miraron con interés.

—Deneir —le explicó en voz baja a Danica—. Me ha abandonado en un momento desesperado. No puedo creer que deje morir a Iván.

—Tu dios no controla el destino insignificante de peones menores —dijo Dorigen, que se acercó de nuevo a la pareja.

Cadderly le lanzó una mirada sarcástica; qué sabría Dorigen de ello.

—Conozco las propiedades de la magia —respondió Dorigen con sinceridad ante esa expresión de arrogancia—. La magia sigue donde estaba, pero no tienes la fuerza. El fallo no es de Deneir.

Danica hizo el ademán de soltarle una bofetada a la mujer, pero Cadderly la agarró al instante, la retuvo y asintió con la cabeza a Dorigen.

—Por eso no puedes lanzar conjuros —recalcó Dorigen—. ¿Es todo lo que puedes ofrecerle al enano moribundo?

Al principio, Cadderly se tomó las palabras como si significaran que tenía que despedirse del enano, como haría un amigo, pero después de pensar un momento, el joven clérigo acertó a interpretar las palabras de un modo diferente. Le hizo gestos a Danica de que se apartara, y se pasó un rato reflexionando, en busca de alguna respuesta posible.

—Tu anillo —le comentó a Vander de pronto.

El firbolg miró su mano, pero la emoción inicial del grupo se desvaneció de inmediato.

—No funcionará —explicó Vander—. El anillo debe llevarse cuando se producen las heridas.

—Dámelo a mí, te lo ruego —dijo Cadderly sin soltar una pista sobre la explicación.

Cogió el anillo del firbolg y se lo deslizó en el dedo.

—Hay dos tipos de magia curativa —le explicó Cadderly a Vander y a los demás—. Dos tipos, aunque sólo he invocado el método que suplica las bendiciones de los dioses para que sanen heridas y huesos rotos.

Danica iba a hacer más preguntas, pero Cadderly cerró los ojos y empezó a cantar una vez más. Le costó algún tiempo alcanzar el fluir de la canción. De nuevo, sintió la presión en sus sienes cuando siguió su corriente agotadora, pero mantuvo el ánimo; supo que esa vez no iría muy lejos.

Los cuatro amigos y Dorigen se reunieron alrededor del catre, y se quedaron sin aliento cuando la grave herida en la garganta de Iván desapareció, ¡y volvieron a quedarse boquiabiertos cuando reapareció en el cuello de Cadderly!

La sangre salió a borbotones por la herida en el cuello del joven clérigo mientras continuaba esforzándose en pronunciar las palabras. Otra de las heridas del cuerpo del enano desapareció para surgir en un lugar similar en el de Cadderly.

Danica soltó un grito y se encaminó hacia él, pero Dorigen y Shayleigh la refrenaron, y le argumentaron que confiara en el joven clérigo.

Poco después Iván descansaba plácidamente, y Cadderly, que mostraba todas y cada una de las brutales heridas que había sufrido el enano, cayó al suelo.

—Oooo —gimió Pikel con tristeza.

—¡Cadderly! —repitió Danica, y se libró de Shayleigh y Dorigen y corrió hacia él. Puso la cabeza en su pecho para oír sus latidos, le apartó los rizos de la cara y acercó su cara a la de él mientras le susurraba que viviera.

Las carcajadas de Vander hicieron que se volviera encolerizada.

—¡Lleva el anillo! —rugió el firbolg—. ¡Oh, es listo el muchacho!

—¡Oo oi! —gritó contento Pikel.

Cuando Danica se volvió, Cadderly, con la cabeza levantada, le dio un beso.

—Duele de verdad —gimió aunque consiguió sonreír mientras pronunciaba las palabras; bajó la cabeza despacio, y cerró los ojos.

—¿Qué le pasa? —gruñó Iván, al sentarse y mirar por toda la habitación con expresión confundida.

Para cuando sus amigos apartaron a Iván y pusieron a Cadderly en el catre, el joven clérigo tenía una respiración más tranquila, y muchas de sus heridas estaban en vías de curarse.

Esa noche, el clérigo, todavía cansado, se levantó de la cama y se paseó por la improvisada enfermería, cantando en voz baja una vez más, atendiendo las heridas de sus amigos, y las de los soldados del Castillo de la Tríada.

—Él era mi padre —dijo Cadderly sin miramientos.

Se pasó una mano por los ojos llorosos e intentó ordenar el repentino estallido de recuerdos que le asaltó, recuerdos que había enterrado muchos años antes.

Danica se acercó más, dándole el brazo.

—Dorigen me lo dijo —explicó la luchadora.

Siguieron juntos en la oscuridad durante mucho rato.

—Mató a mi madre —dijo Cadderly de pronto.

Danica levantó la mirada hacia él con una expresión de horror en su cara.

—Fue un accidente —continuó Cadderly, apartando la mirada—. Pero no sin culpa. Mi padre… Aballister siempre estaba experimentando con nuevos conjuros, siempre forzaba la magia hasta sus límites, y hasta los límites del control. Un día conjuró una espada, una magnífica espada brillante que se movía de un lado a otro y flotaba por voluntad propia.

Cadderly no pudo contener una ligera e irónica sonrisa.

—Era demasiado orgulloso —dijo el joven clérigo mientras sacudía la cabeza, lo que agitó sus rizos castaños—. Demasiado orgulloso. Pero no pudo controlar el encantamiento. Sobrepasó sus capacidades, y antes de que disipara la espada, mi madre murió.

Danica musitó el nombre de su amado, lo abrazó con fuerza y posó la cabeza en su hombro, aunque el joven clérigo se apartó para mirar a Danica a los ojos.

—No recuerdo su nombre —dijo con voz temblorosa—. Su cara vuelve a ser clara, la primera que vi en este mundo, ¡pero no recuerdo su nombre!

Permanecieron en silencio, Danica pensaba en sus padres muertos, y Cadderly recomponía la multitud de imágenes que surgían en su cabeza, intentaba encontrarles algún recuerdo lógico de su niñez. También recordó una de las broncas del maestre Avery, cuando le llamó clérigo de Gond, al referirse a una particular religión de clérigos conocidos por construir ingeniosas y, a menudo, destructivas herramientas sin pensar en las consecuencias de sus creaciones. Entonces, al conocer a Aballister, al recordar lo que le sucedió a su madre, comprendía mejor los miedos de Avery.

Pero no era como su padre, se recordó a sí mismo. Encontró a Deneir, la verdad, y la llamada de su conciencia. Y dirigió la guerra —que había precipitado Aballister— a su única conclusión posible.

Cadderly se quedó sentado allí, asaltado por un tumulto de recuerdos confusos hacía tiempo enterrados, por deseos vacíos de lo que pudo ser, por una hueste de recuerdos a los que miraba desde otro punto de vista. No pudo evitar que lo inundara una profunda tristeza, un sentimiento de pena que nunca había sentido; por Avery, por Pertelope, por su madre y por Aballister.

La pena por su padre no era por la muerte del hombre, sino por su vida.

Cadderly recordó varias veces cómo el suelo rojo de ese mundo lejano se cerraba sobre el mago, y acabó con un capítulo de un potencial malgastado y desaprovechado.

—Tuviste que hacerlo —dijo Danica inesperadamente.

Cadderly mostró una expresión de sorpresa que pronto se tornó divertida. ¡Qué bien lo conocía!

Su respuesta fue asentir y una sonrisa, aunque resignada, sincera. Cadderly no se sentía culpable por lo que había hecho; había encontrado la verdad, al contrario que su padre. Aballister, no Cadderly, forzó el final.

La pequeña habitación se iluminó cuando entró Dorigen, que llevaba un candelabro.

—Los soldados del Castillo de la Tríada se esparcen a los cuatro vientos —dijo la maga—. Todos sus líderes están muertos; excepto yo, y no deseo continuar lo que Aballister empezó.

Danica asintió, pero Cadderly frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —le preguntó la sorprendida luchadora.

—¿Vamos a dejar que corran libres, quizá para que causen más problemas? —preguntó.

—Aquí quedan casi tres mil de ellos —le recordó Dorigen—. En realidad, tienes poco que hacer. Pero tranquilo, ya que la amenaza a Carradoon, a la biblioteca, a toda la región seguramente acabó. Y volveré contigo a la biblioteca para enfrentarme al juicio de tus superiores.

«¿Mis superiores?», pensó Cadderly con incredulidad. ¿El decano Thobicus? La idea le recordó que aún tenía muchas cosas que cumplir si tenía que seguir el camino que Deneir le había mostrado. Acababa una guerra, pero aún tenía que luchar en otra.

—Su sentencia será dura —respondió Danica, y por el tono era obvio que no deseaba que le impusieran un severo castigo a la maga—. Pueden… —Danica dejó que la sombría frase quedara en el aire mientras Dorigen asentía aceptando el hecho.

—No, no lo harán —dijo Cadderly en voz baja—. Volverás, Dorigen, y cumplirás la penitencia. Pero con tus conjuros y tus deseos sinceros, hay mucho en lo que puedes ayudar. Ayudarás a curar las cicatrices de esta guerra, y a mejorar la región. Ése es el camino apropiado, y el que seguirá la biblioteca.

Danica miró a Cadderly con una expresión de duda en los ojos, pero cambió de parecer cuando vio la determinación grabada en la cara del joven clérigo. Sabía lo que Cadderly le había hecho al decano Thobicus para llegar hasta allí; entonces sospechó lo que Cadderly tenía intención de hacerle al hombre cuando regresaran a la Biblioteca Edificante.

De nuevo, Dorigen asintió, y en su cara se formó una sonrisa afectuosa dirigida a Cadderly, el hombre que tuvo piedad de ella, y que por lo que parecía la tendría una vez más.

—Háblame de la clemencia, Cadderly —comentó Dorigen—. ¿Es fuerza, o debilidad?

—Fuerza —respondió el joven clérigo sin dudarlo.

Cadderly estaba en la rocosa cuesta que flanqueaba el Castillo de la Tríada, flanqueado por sus cinco amigos.

—¿Les ordenaste que abandonaran el lugar? —le preguntó Cadderly a Dorigen, que se acercaba por la pendiente para unirse a ellos.

—Les he dicho que serán bienvenidos en Carradoon —respondió la maga—, aunque dudo que muchos vayan en esa dirección. Les he dicho a los ogros, los orcos y los goblins que se vayan y encuentren guaridas en las montañas, que huyan y no causen más problemas.

—Ogros, orcos y goblins son criaturas testarudas —dijo Dorigen mientras miraba las murallas incompletas de la Tríada.

Cadderly miró la fortaleza con desdén. Se acordó del otro plano, el terremoto que invocó para enterrar a Aballister, y pensó en hacer lo mismo, destruir el Castillo de la Tríada y purificar la ladera de la montaña. Con una sonrisa malévola, el joven clérigo se zambulló en la canción de Deneir, en busca del poderoso conjuro.

No encontró nada para reproducir el terremoto. Confuso, buscó en las notas, y algo que lo orientara.

Entonces, lo comprendió. La magia desatada en el otro plano había sido una reacción a emociones primitivas, conjuradas inconscientemente, pero forzada por los eventos que se produjeron.

Cadderly soltó una carcajada, y abrió los ojos para ver a sus seis compañeros a su alrededor, con una mirada de curiosidad en los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó Danica.

—Pensabas en destruir la fortaleza —razonó Dorigen.

—¡Venga, hazlo! —aulló Iván—. ¡Abre el suelo y húndela!

—¡Oo oi!

Cadderly miró a sus compañeros, los que le creían invencible, divino. Cuando su mirada se cruzó con la de Shayleigh, descubrió que la doncella elfa sacudía la cabeza. Ella le comprendía.

Al igual que Danica.

—¿Abrir el suelo y hundirla? —le preguntó la luchadora a Iván con incredulidad—. Si Cadderly supiera hacer eso, entonces ¿para qué entramos en ese maldito lugar?

—Generamos grandes expectativas —añadió Shayleigh.

—Oo. —Lo dijo Pikel, pero reflejó apropiadamente lo que pensaba Iván.

—Bien, entonces vamos —remarcó Iván después de una larga pausa. Posó las manos en la espalda de Cadderly y lo condujo camino abajo—. Tenemos un mes de excursiones ante nuestras narices, pero no os preocupéis, ¡yo y mi hermano os llevaremos de vuelta!

Era un buen principio, decidió Cadderly. Iván tomaba el liderazgo, asumía algo de responsabilidad.

Un buen principio para un largo camino.