Baza ganadora
Cadderly salió corriendo del laboratorio de alquimia y cerró la puerta destrozada. Un momento más tarde el joven clérigo yacía espatarrado en el suelo, y de la puerta no quedaban más que astillas que ardían en la pared opuesta del pasillo. ¡Cadderly no esperaba que la mezcla reaccionara tan rápidamente! Se puso en pie y salió corriendo cuando una segunda explosión sacudió el área, arrancó la puerta de enfrente y agrietó las paredes a lo largo del corredor.
Cadderly dobló una esquina y echó una ojeada, y en ese momento una bola de fuego engulló la zona. Esperó que la puerta frente al laboratorio de alquimia no fuera otro portal de entrada a los planos, y que los habitantes malvados y horribles no entraran de un salto en el pasillo que estaba a su espalda.
Dejó atrás una puerta. Luego se detuvo cuando pasó ante la siguiente, de hierro, que estaba abierta.
—¿Qué has hecho? —dijo una voz enfadada desde el interior.
«Te obligo a enfrentarte a mí», respondió Cadderly en silencio. Una mirada de satisfacción borró el miedo de su cara. Se movió despacio hacia la puerta de hierro y la abrió por completo.
Jaulas de metal y cristal de varios tamaños se alineaban en las enormes paredes de la habitación, y un tumulto de gruñidos y graznidos dio la bienvenida al joven clérigo. El mago estaba al otro lado, frente a otra puerta y entre las cuatro cajas más grandes. Tres de ellas estaban vacías.
«¿La mantícora, la quimera, y la hidra?», se preguntó Cadderly. Pero la cuarta contenía una criatura que se convertiría en una bestia espantosa. Era un dragón joven, con escamas de un negro lustroso; sus ojos de reptil se entornaron cuando vio al joven clérigo.
Cadderly notó el ligero temblor en los hombros del mago y supo que había puesto a prueba las fuerzas mágicas del exhausto hombre. Y el pilar de llamas del joven clérigo había herido a Aballister; un lado del cuello del mago estaba enrojecido y lleno de ampollas, y su excelente túnica, hecha un andrajo.
Otra explosión sacudió el complejo extradimensional.
Aballister rechinó los dientes y sacudió la cabeza. Intentó decir algo, pero sus palabras salieron como un único gruñido.
Cadderly no supo cómo responder. ¿Debía exigirle que se rindiera? Él también estaba cansado, quizá tan cansado como el viejo mago. Tal vez el combate estaba lejos de acabar.
—Tu guerra contra Shilmista fue injustificada —dijo el joven clérigo, con tanta tranquilidad como pudo reunir—, al igual que el ataque de Barjin a la Biblioteca Edificante.
El mago rió entre dientes.
—¿Y qué me dices del ataque a Carradoon? —preguntó Aballister con insolencia—. Cuando envié a los Máscaras de la Noche a matarte.
Cadderly creyó que el hombre lo empujaba a actuar; lo atormentaba para que hiciera el primer movimiento. Volvió a mirar al dragón negro, que lo observaba hambriento.
—Siempre tienes la opción de rendirte —comentó Cadderly, intentando igualar la confianza del mago.
—Aceptaría tu rendición —replicó Aballister con sarcasmo—. ¡O no! —Los ojos oscuros del mago centellearon de pronto, y sus manos dibujaron movimientos circulares.
Cadderly levantó la ballesta cargada en un instante y lanzó el dardo a Aballister sin dudarlo. Su disparo fue perfecto, pero el dardo rebotó en el nuevo escudo mágico del mago e impactó en lo alto de la pared del fondo de la habitación y le arrancó un trozo. Las chispas brillaron en los bordes quemados; la fuerza de la explosión amenazaba con romper las fuerzas mágicas aglutinantes, y debilitadas por los continuados estallidos del laboratorio de alquimia.
Tan pronto el dardo hizo explosión, descubrió que era vulnerable. La opción de un ataque convencional le había impedido levantar un escudo defensivo. Por fortuna, el ataque del mago fue ígneo; lanzó una pequeña bola de fuego que atravesó la habitación. El fuego alcanzó a Cadderly por completo, y le habría quemado la cara de no haber sido porque le quedaba suficiente escudo protector, por lo que las llamas se dispersaron entre resplandores verdes.
El joven clérigo se recuperó deprisa de la sacudida y metió la mano en la bolsa para lanzar algunas semillas. Aunque las volvió a dejar donde estaban, y se quedó helado; no era el momento de atacar, ni el del mago.
El dragón negro escupió un chorro de ácido entre las barras de su jaula.
Cadderly soltó un grito y giró, cayendo hacia un lado. No puso los brazos delante como le exigían sus instintos; si lo hubiera hecho, entonces habrían estado quemados. Usó los conocimientos que le había enseñado Danica; apartó su cuerpo de en medio tanto como pudo. El ácido hizo una marca de lado a lado en su pecho y le quemó la piel. Dio una voltereta y vio que su túnica ardía, y que su bandolera, también.
¡Su bandolera ardía!
Profirió gritos de dolor y terror. El joven clérigo rodó hasta situarse de rodillas y se sacó la bandolera por encima de la cabeza. Al parecer, Aballister pensaba que el combate estaba de su lado, y no le importaron los movimientos desesperados de Cadderly; estaba a mitad del lanzamiento de un conjuro.
Cadderly volteó el correaje sobre su cabeza como si de un lazo se tratara. Lo lanzó al otro lado de la habitación, se tiró cuerpo a tierra después de arrojarlo y se situó en posición fetal con las manos detrás de la cabeza.
Aballister chilló de miedo por la sorpresa, y el dragón rugió cuando el primero de los dardos mágicos estalló.
Una tras otra las diminutas bombas detonaron; cada explosión parecía más fuerte que la anterior. Las puntas metálicas y los extremos de los dardos saltaban por todas partes; hacían ruidos al chocar contra las barras de metal, rebotaban en las paredes y rompían cristales.
Cadderly no contó las explosiones, pero supo que aún quedaban casi unos treinta dardos en la bandolera. Por instinto afirmó las manos tras la cabeza y continuó chillando sin una razón mejor que la de bloquear el horrísono tumulto de la habitación.
Todo terminó, y se atrevió a mirar. Unos fuegos chispeantes prendían por toda la estancia. El dragón yacía muerto; su cuerpo había sido desgarrado por muchos dardos. Pero el mago no estaba por ninguna parte.
Cadderly comenzó a levantarse cuando por el rabillo del ojo descubrió que una serpiente gigante se escabullía de su jaula de cristal. Puso el bastón en la cara del reptil y la retuvo hasta que la dejó atrás.
Al otro lado, con un relámpago de luz, se desintegró una pértiga de metal; otra la siguió, y empezó a entender que sin quererlo había roto las ataduras de todo el bolsillo mágico.
El joven clérigo corrió hacia el otro lado de la habitación, atravesó la puerta y entró en otro pasillo más estrecho. El mago estaba a doce metros con un brazo fláccido, sangre que le salía del hombro y la cara negra por el hollín.
—¡Idiota! —le gritó Aballister—. ¡Has destruido mi casa, pero te has condenado a ti mismo!
Cadderly descubrió que era verdad. Las fuerzas aglutinantes se desataban. Estuvo a punto de responder, pero Aballister no le escuchó. El mago se escurrió por una puerta cercana y desapareció.
Cadderly se puso a correr e intentó seguirlo, pero la pesada puerta de madera no se movió. Se oyó otra explosión; el suelo tembló con violencia, y cayó sobre una rodilla. Miró, desesperado, a uno y otro lado del pasillo, buscando alguna vía de escape. Agarró la ballesta, pero recordó que no tenía más dardos.
Una luz cegadora parpadeó a través de la puerta que dejó atrás; sabía que era la energía liberada del material. Intentó concentrarse en la música, buscando una manera de escapar.
Un destelló recorrió el techo, y dejó una grieta ancha en su estela. Descubrió que no había tiempo.
Se armó con el buzak y se anudó la cuerda en el dedo. Lo hizo bajar con unos movimientos rápidos, y con unos gestos se lo subió a la palma, para tensar la cuerda.
—Espero que lo construyeras bien —masculló como si Iván Rebolludo estuviera a su lado.
Con un gruñido de resolución, el joven clérigo lanzó los discos hacia la puerta, que partieron la madera, arrancando una gruesa astilla de la superficie. Un giro de muñeca se lo devolvió a la mano, y lo lanzó de nuevo, al mismo punto.
El tercer golpe abrió un agujero en la madera, y un fiero viento, lleno de una punzante ceniza roja, asaltó a Cadderly. Mantuvo el equilibrio y la calma, y aporreó la puerta de nuevo; el buzak ensanchó el agujero.
La luz oscilante que provenía de un lado se tornó continua, y en esa dirección vio cómo el corredor se disolvía. Unos arcos eléctricos se dirigían hacia él y rompían la piedra en trocitos.
Apenas a seis metros surgía la nada.
Cadderly lanzó el arma con todas sus fuerzas. No veía a través de la punzante ceniza; sólo agitó los brazos con impotencia.
Tres metros más allá, el pasillo desapareció.
Cadderly lo sintió. Arrojó los discos una tercera vez, y lanzó todo su peso contra la puerta debilitada.
Danica y Dorigen se abrieron paso entre veintenas de abarrotados soldados de la Tríada, monstruos y humanos por igual. Muchos se paraban a observar con curiosidad a la aguerrida luchadora, pero al ver a Dorigen junto a ella, se encogían de hombros y continuaban su camino.
Danica sabía que Dorigen podía apresarla en cualquier momento con una palabra, y pasó más tiempo mirándola a ella que a los desordenados soldados, intentando discernir qué era lo que motivaba a Dorigen.
Oyeron el lejano rugido del firbolg cuando llegaron a una esquina, escucharon cómo la gran espada de Vander cortaba el aire y los gritos desesperados de los enemigos que esquivaban. Un goblin dobló la esquina a la carrera y resbaló hasta detenerse ante Dorigen.
—¡Tres ellos caídos! —aullaba mientras levantaba cuatro dedos doblados—. ¡Tres ellos caídos! —Un sentimiento enfermizo se abrió paso en Danica—. ¡Tres ellos caídos! —La sonrisa del goblin se desvaneció bajo el peso del puño de Danica.
—Hay una tregua —le recordó Dorigen en tono tranquilo a la volátil luchadora, pero a Danica le pareció que la maga no estaba demasiado preocupada, incluso parecía divertida, por el goblin que se retorcía en el suelo.
Danica llegó hasta la esquina en un instante y miró con atención a su alrededor dado el espectáculo que temía encontrar. Iván, Pikel y Shayleigh yacían indefensos en el suelo, y Vander, que mostraba varias heridas graves, estaba sobre ellos, agitando la espada de un lado a otro para mantener a los enemigos a raya.
Un orco gritó algo que Danica no entendió, y las fuerzas enemigas rompieron la formación, se alejaron del firbolg, pasaron ante Danica y Dorigen, y doblaron la esquina adentrándose en el pasillo que seguía tras ellas. Comprendió la táctica cuando la escena se aclaró y surgieron unos ballesteros al otro lado del pasillo, con las armas apuntadas y preparadas.
Vander soltó un grito de protesta, y comprendió su destino. Entonces, una brillante mano fantasmal apareció detrás de él, lo tocó, y el firbolg lanzó una estocada, que no cortó más que aire.
La primera reacción de Danica fue volverse y golpear a la maga, al presumir que Dorigen era la que había invocado la mano espectral, y temer por lo que le hubiera hecho al firbolg. Aunque antes de que la luchadora se moviera, los ballesteros dispararon, lanzando una veintena de virotes en dirección a Vander.
Sin embargo, rebotaron y se desviaron sin causar daño al firbolg. Algunos se pararon en el aire, estremeciéndose, y luego cayeron al suelo al perder el impulso.
—Soy fiel a mi palabra —dijo Dorigen con sequedad mientras dejaba atrás a Danica y se adentraba en el pasillo; entonces le pidió a Vander que se tranquilizara, y a sus tropas, que cesaran las hostilidades.
Algunos soldados, la mayoría orcos, que estaban cerca de Danica le lanzaron miradas de odio, aferrando sus armas como si no comprendieran y no creyeran en los extraños incidentes.
Los soldados que acompañaban a la luchadora y a Dorigen desde el área de los magos, y que fueron testigos de la ira de Dorigen con el orco que había ido contra sus designios, pasaron la voz, que se propagó entre los demás, y Danica pronto se relajó; la amenaza desaparecía. Dobló la esquina a todo correr y entonces encontró a Vander apoyado contra la pared, totalmente agotado y herido de gravedad.
—¿Se ha acabado? —preguntó el firbolg sin resuello.
—No más combates —respondió Danica.
Vander cerró los ojos y se deslizó despacio hasta el suelo, y Danica pensó que iba a morir.
Por lo menos, encontró a Shayleigh y a los enanos vivos; de hecho, la elfa consiguió sentarse y levantar una mano para saludar. Iván era de lejos el que peor estaba de los tres. Había perdido mucha sangre y perdía mucha más mientras Danica intentaba, inútilmente, detener la hemorragia. Peor aún, las piernas se le paralizaron.
—¿Tenéis sanadores? —le preguntó Danica a Dorigen, que estaba junto a ella.
—Todos los clérigos han muerto —respondió un soldado por la maga en tono duro mientras él también atendía a un herido, un soldado de la Tríada que se adentraba deprisa en el reino de los muertos.
Danica se estremeció al recordar el brutal ataque de Cadderly contra ese grupo, pensando en la terrible ironía; el combate contra los clérigos del Castillo de la Tríada podría salirles caro.
¡Cadderly! La palabra golpeó a Danica igual que lo haría una lanza enemiga.
«¿Dónde estará?», se preguntó. Las consecuencias potencialmente desastrosas en su enfrentamiento contra Aballister, su padre, entonces le parecieron claras, con Iván en sus brazos. Shayleigh parecía más fuerte a cada momento que pasaba; los cortes de Vander se coagulaban y de algún modo misterioso se estaban curando.
—¿Uh? —masculló Pikel cuando rodó boca arriba, después de soltar unos gemidos.
Pero Iván… Danica sabía que sólo su considerable resistencia enana lo mantenía con vida, pero dudaba que lo ayudara mucho más. Iván necesitaba un clérigo que accediera a poderosos conjuros de curación; Iván necesitaba a Cadderly.
Dorigen ordenó a varios hombres que se sumaran a los esfuerzos de Danica, y envió a varios más a los aposentos de los clérigos en busca de vendajes y pociones de curación y emplastos. Ninguno de ellos, que estaban sobre la sangre de sus camaradas, pareció muy ansioso por colaborar con los brutales intrusos, pero no se atrevieron a desobedecer a la maga.
Danica, que presionaba con fuerza una herida en el pecho de Iván, con el brazo cubierto por la sangre, sólo podía esperar y rezar.
El pequeño sol rojo brillaba. El aire era brumoso por la ceniza arremolinada, y el paisaje rocoso y desértico pasaba de los tonos anaranjados al escarlata oscuro. Todo estaba tranquilo, salvo la llamada triste de las ráfagas punzantes del viento.
Cadderly no vio vida a su alrededor, ni animales, ni plantas, ni signos de agua, y no pudo imaginarse algo que viviera en ese lugar desolado. Se preguntó dónde estaba y descubrió que esa región árida no estaba en la superficie de Toril.
—Un lugar sin nombre —respondió Aballister a la muda pregunta del joven clérigo. El mago salió de detrás de unas rocas y se quedó frente a Cadderly—. Al menos ninguno del que haya oído hablar.
Cadderly se sintió aliviado por el hecho de que la canción de Deneir todavía sonara en su mente. Empezó a cantar en voz baja, y con la mano del anillo mágico crispada en un puño.
—Sería muy cuidadoso antes de lanzar un conjuro —advirtió Aballister, adivinando sus intenciones—. Aquí las propiedades de la magia son diferentes a las de nuestro mundo. Una simple llama… —el mago miró el anillo mientras hablaba— bien podría engullir el planeta entero en una bola de llamas.
»Es la ceniza, ves —continuó el mago, levantando la mano; luego dobló los huesudos dedos para frotar el polvo rojo que reposaba en su palma—. Muy volátil.
La sincera calma de Aballister preocupó al joven clérigo.
—Tu mansión extradimensional ya no existe —dijo Cadderly para intentar pisarle la fanfarronada.
—Sí, querido Cadderly, te has convertido en una molestia. Me costará muchos meses reconstruir esa magnífica obra. Era magnífica, ¿no estás de acuerdo? —dijo Aballister después de fruncir el ceño.
—No podemos volver. —Lo dijo como una afirmación, pero Cadderly, temeroso de que sus palabras fueran verdad, pensó en ella como una pregunta.
Aballister levantó las cejas, como si pensara que la afirmación era absurda. Cadderly se sintió aliviado por eso, ya que si el mago poseía algún conjuro que podía devolverlo a casa, creyó que Deneir también le mostraría el camino.
—No eres un viajero —comentó Aballister, y sacudió la cabeza con aparente decepción—. Nunca imaginé que te volverías tan perezoso por las comodidades de esa miserable biblioteca.
Entonces fue Cadderly el que hizo el gesto. ¿De qué hablaba el hombre? «¿Nunca imaginé?». ¿Qué secretos se escondían tras la elección de palabras del mago, la elección del tiempo verbal?
—¿Quién eres? —preguntó Cadderly de pronto, sin pensar, sin la intención de verbalizar sus pensamientos.
Las repentinas carcajadas de Aballister se burlaron de él.
—Soy uno que ha vivido más años que tú, que sabe más de ti de lo que tú crees, y que ha vencido a hombres y monstruos mucho más poderosos que tú —presumió el mago, y de nuevo su tono reflejaba serenidad.
»Puede ser que me hayas hecho un favor con tu constancia y tu sorprendente ingenio —continuó Aballister—. Barjin y Ragnor, mis principales rivales, y también Dorigen, presumo, puesto que has llegado solo a mi hogar.
—Dorigen me mostró el modo de entrar —corrigió Cadderly, más interesado en desinflar a Aballister que en proteger a la mujer—. Está vivita y coleando.
Por primera vez, Aballister pareció bastante preocupado, o al menos perplejo.
—No apreciará que me hables de su traición —razonó.
Empezaba a seguir el hilo de la conversación, pero de pronto se detuvo al sentir una intrusión en su mente, una presencia ajena.
Cadderly lanzó el conjuro de dominación, el mismo que había utilizado para convencer al decano Thobicus de que tenía que permitirle ir al Castillo de la Tríada. Se concentró en la zona de oscuridad que sabía que era la identidad de Aballister y envió una bola brillante de energía para asaltar la mente del mago.
Aballister detuvo la esfera y la empujó de vuelta al joven clérigo.
«Con qué facilidad evitas las limitaciones de lo que te rodea —se congratuló el mago telepáticamente—. ¡Aunque demuestras ser un idiota al desafiarme de ese modo!».
Cadderly ignoró el mensaje, siguió empujando con toda su fuerza mental. La bola brillante de energía pareció que se distorsionaba y achataba, sin moverse ni un ápice, cuando empujó Aballister.
«Eres fuerte», comentó el mago.
Cadderly sintió algo similar por su adversario. Sabía que su concentración en la bola era absoluta, y a pesar de todo, Aballister lo mantenía a raya. El joven clérigo vislumbró los movimientos sinápticos de los pensamientos de Aballister, el claro fluir del raciocinio, la desesperación de la curiosidad, y le pareció que miraba en un espejo mental. Eran demasiado parecidos, ¡y sin embargo tan diferentes!
La mente de Cadderly empezó a divagar, comenzó a preguntarse cuánta gente de Faerun poseería un poder mental y unos enlaces sinápticos similares. Muy pocos, creyó, y eso le llevó a calcular las probabilidades de ese encuentro…
La esfera brillante, la manifestación mental del puro dolor, saltó hacia él, y Cadderly apartó los pensamientos, y en un instante recuperó la concentración. El forcejeo continuó durante un rato sin que ninguno de los dos cobrara ventaja y sin intenciones de ceder ni un milímetro.
«No es útil», dijo la mente de Aballister.
«De este lugar sólo saldrá uno», respondió Cadderly.
Continuó la presión, que se mantuvo donde estaba. Pero entonces empezó a escuchar la melodía de la canción de Deneir, siguió su fluir, se adaptó a él y entró. Ésas eran las notas de la armonía perfecta; agudizaron la concentración de Cadderly hasta un punto al que el escéptico mago no le siguió. La mente de Aballister igualaría a la de Cadderly, pero al mago le faltaba la armonía espiritual, la compañía de la figura de un dios. Aballister no tenía respuestas para las preguntas más importantes de la existencia humana, y ahí yacía su debilidad, su desconfianza.
La esfera brillante empezó a moverse hacia el mago, despacio pero de forma inexorable. Cadderly sintió el creciente pánico de Aballister, y eso sólo debilitó su concentración aún más.
«¿Sabes quién soy?», preguntó el mago por medio de la telepatía. La desesperación de sus pensamientos le hizo creer que las palabras eran otra bravata sin sentido; se negaba a admitir que alguien fuera capaz de vencerlo en un combate mental. El joven clérigo no se distrajo, y mantuvo la concentración y la presión; hasta que Aballister jugó su baza ganadora.
—¡Soy tu padre! —chilló Aballister.
Las palabras impactaron a Cadderly con más fuerza que un relámpago. La bola brillante desapareció, y el contacto se rompió por la aplastante sorpresa. Todo tenía sentido para el joven clérigo. Innegable y abominable, y después de ver los procesos mentales del mago, tan parecidos, casi idénticos a los de él, no encontró las fuerzas para dudar de la afirmación.
«¡Soy tu padre!». Las palabras sonaron en la mente de Cadderly, un clamor maldito, una punzada de soledad y remordimientos por todo aquello que pudo ser.
—¿No lo recuerdas? —preguntó el mago, y su voz sonó muy dulce para el abrumado joven.
Cadderly abrió los ojos, y observó al hombre que mantenía una postura resignada y afable.
Aballister dobló los brazos como si estuviera acunando a un bebé.
—Recuerdo que te sostenía —arrulló—, te cantaba algo. ¡Te convertiste en lo más preciado para mí cuando tu madre murió en el parto!
Cadderly sintió cómo la fuerza de las piernas se le escapaba.
—¿Recuerdas eso? —preguntó el mago con delicadeza—. Por supuesto. Hay ciertas cosas arraigadas profundamente en tu mente, en nuestros corazones. No puedes olvidar esos momentos en que estuvimos juntos, tú y yo, padre e hijo.
Las palabras de Aballister urdieron una miríada de imágenes en la mente de Cadderly, de sus primeros días, la serenidad y la seguridad que sintió en brazos de su padre. ¡Qué maravillosas eran entonces aquellas sensaciones! ¡Cuán llenas de amor y de armonía perfecta!
—Recuerdo el día en que tuve que abandonarte —ronroneó Aballister con la voz rota, y una lágrima cayó por su fatigada y vieja cara—. Lo recuerdo tan vivamente. El tiempo no ha borrado ese dolor.
—¿Por qué? —consiguió articular Cadderly.
Aballister sacudió la cabeza.
—Tenía miedo —respondió—, miedo de que yo solo no pudiera darte la vida que te merecías.
Cadderly sólo sintió compasión por el hombre, y perdonó a Aballister antes de que éste se lo pidiera.
—Todos estaban en contra de mí —continuó Aballister, cuya voz tomó un cariz inequívoco; y para Cadderly, la crudeza de la creciente ira de Aballister parecía validar todo lo que Aballister afirmaba—. Los clérigos, los gobernantes de Carradoon. Será mejor para el niño, dijeron todos, y ahora comprendo su razonamiento.
Cadderly levantó la mirada y se encogió de hombros, sin entender su lógica.
—Me habría convertido en el burgomaestre de Carradoon —explicó Aballister—. Era inevitable. Y tú, mi legado, mi corazón y alma, habrías seguido los pasos. Mis adversarios políticos no soportaron que eso llegara a suceder, que la familia Bonaduce obtuviera semejante predominio. ¡Los celos les dominaron a todos!
Todo tuvo sentido para el sorprendido joven. Se descubrió odiando la Biblioteca Edificante, al decano Thobicus, el viejo embustero, e incluso al maestre Avery Schell, el hombre que le hizo de padre adoptivo durante tantos años. ¡A Pertelope también! ¡Qué farsante fue! ¡Qué hipócrita!
—Y por eso me rebelo contra ellos —proclamó Aballister—. Y te he buscado. Ahora estamos juntos de nuevo, hijo mío.
Cadderly cerró los ojos, bajó la cabeza y absorbió esas preciosas palabras, palabras que quiso oír desde sus primeros recuerdos. Aballister continuó hablando, pero la mente de Cadderly se quedó absorta en esas seis palabras. «Estamos juntos de nuevo, hijo mío».
Su madre no murió en el parto.
En realidad, no la recordaba; sólo tenía imágenes, destellos de su cara sonriente, pero esas imágenes no venían del momento de su nacimiento.
«Y te he buscado».
«¿Y qué pasa con los Máscaras de la Noche? —le gritó su mente—. Por supuesto que Aballister te buscó, y envió asesinos para asesinarte a ti y a Danica».
Fue entonces cuando Cadderly sospechó que el mago lo había hechizado y endulzaba sus palabras con una sutil energía mágica. El corazón del joven clérigo se defendió del razonamiento, de las protestas lógicas, ya que no quería creer que lo engañaban; quería creer desesperadamente en la sinceridad de su padre.
¡Pero su madre no murió en el parto!
El hechizante tapiz de Aballister empezó a deshilacharse. Cadderly se concentró una vez más en lo que decía Aballister, y descubrió que ya no lo engatusaba con dulces palabras; lanzaba un conjuro.
Cadderly había bajado la guardia y no tenía defensa contra el inminente conjuro. Levantó la mirada para ver cómo Aballister soltaba una lámina de relámpago azulado, que se bamboleó y zigzagueó a través de la volátil ceniza roja. El mago, al parecer, conocía las propiedades físicas de lo que le rodeaba, ya que el rayo inexorable se desvió hacia Cadderly.
El joven clérigo levantó los brazos; sintió el estallido ardiente que sacudió sus músculos en todas direcciones, sintió cómo se agarraba a su corazón y lo apretaba con fuerza. Notó que volaba, pero no sintió nada. Notó el fuerte golpe contra alguna roca, pero estaba más allá de la sensación de dolor.
—Ahora estás muerto —oyó decir a Aballister, a lo lejos, como si ya no estuvieran uno frente al otro, ya no estuvieran en el mismo plano de existencia.
Cadderly comprendió la verdad de esa noción; notó cómo su fuerza vital escapaba de su cuerpo mortal y se deslizaba al mundo espiritual, el reino de los muertos. Bajó la mirada y se vio a sí mismo sobre la tierra roja, destrozado y humeante. Entonces su espíritu fue bañado por la luz divina, la misma sensación que había sentido unas semanas antes en la Bragueta del Dragón cuando fue en busca del espíritu del maestre Avery.
Uno, dos, sonaron las notas de Deneir.
Sólo conocía la paz y la tranquilidad, y se sintió más que nunca en su hogar. Supo que llegaba a un lugar en el que encontraría algún descanso.
Uno, dos.
Todos los recuerdos del mundo material empezaron a desvanecerse. Incluso las imágenes de Danica, su amada, no estaban mancilladas por la pena, tenía fe en que los dos volverían a reunirse un día. Su corazón se elevó; sintió cómo su espíritu ascendía.
Uno, dos, acudió la canción. Como un latido.
Cadderly vio su cuerpo de nuevo, allá en el suelo; vio cómo un dedo se contraía.
«¡No!», protestó.
Uno, dos, apremió la canción. No lo consultaron, se lo dijeron. Miró a Aballister, que volvía a lanzar un conjuro, creando un portal brillante en el aire rojo. De pronto, el joven clérigo descubrió que Aballister volvería al Castillo de la Tríada, y toda la región se hundiría en la oscuridad.
Cadderly comprendió el ruego de Deneir, y su espíritu ya no siguió protestando. Uno, dos, latió su corazón.
Cuando abrió los ojos y posó la mirada en Aballister, volvió a sentirse desbordado por la cálida sensación de las imágenes de su infancia que el mago había invocado. Comprendió que había estado bajo los efectos de un conjuro, que la simple lógica demostraba las mentiras de Aballister. Pero el atractivo de lo que Aballister le mostró no sería vencido con facilidad.
Entonces, le sobrevino otra imagen, un recuerdo que apartó, empaquetado en una esquina remota de su mente hacía mucho, mucho tiempo. Estaba ante las puertas de la Biblioteca Edificante; un joven y no tan gordo maestre Avery se encontraba frente a su padre. La cara de Avery estaba roja por la ira. Gritó a Aballister, incluso lo maldijo, y reiteró que estaba expulsado para siempre de la Biblioteca Edificante.
Aballister no mostró signos de arrepentimiento; al contrario, se rió del corpulento clérigo.
—Entonces, quédate con el mocoso —dijo entre risas, y empujó a Cadderly con tanta rudeza que arrancó un puñado del cabello del niño cuando apartó la mano.
El dolor era intenso, física y emocionalmente, pero Cadderly no lloró, ni entonces ni en ese momento. Al mirar atrás, a ese instante horroroso, se dio cuenta que no lo hizo porque estaba acostumbrado a los abusos de Aballister. Fue el desahogo de las frustraciones del mago, al igual que su madre.
¡Su madre!
De algún modo estaba en pie, gruñía. Aballister se dio media vuelta, con los ojos abiertos como platos cuando vio que se hijo seguía vivo. Detrás del mago, el portal refulgió; a veces mostraba imágenes del vestíbulo de la mansión del mago. Aballister iba a abandonarlo, como lo hizo entonces; se ocuparía de sus asuntos y abandonaría a su hijo, el mocoso, a su suerte.
Al joven clérigo le asaltaron más recuerdos, como si abriera una puerta que no podía cerrar. Vio la cara de Aballister, deformada por la ira, oyó los gritos lastimeros de su madre y sus propios sollozos.
Ante él, en el aire rojo apareció la manifestación de una espada enorme, que se movía amenazadora.
—Muere —oyó que decía el mago.
¡Esa espada! Aballister la usó contra su madre, ¡para matarla!
—¡Oh, amado Deneir! —oyó sus propios quejidos.
La canción tamborileó en su mente de propio acuerdo; no la obligó a sonar, apenas oía la armonía de sus dulces notas. En ese momento pensó que oía la voz del maestre Avery, pero la sensación se perdió cuando vio que la espada descendía en su dirección, para cortar su desprotegido cuello, demasiado cerca para esquivarla.
La espada le golpeó, y entonces se disolvió con un agudo siseo.
—¡Maldito! —gritó el mago, su padre.
Cadderly no veía más que la cara de su madre; no sintió nada más que una rabia primitiva concentrada en ese asesino, ese impostor. Oyó cómo un sonido escapaba de sus labios, un estallido de rabia y energía mágica demasiado grande para contenerlo. Salió como la nota más discordante que hubiera oído nunca en la canción de Deneir. Un aspecto puramente destructivo de las preciosas notas.
El mismísimo suelo se levantó ante él y continuó gritando. Como la ola de un océano, el suelo escarlata se enrolló hacia Aballister; una grieta se ensanchó en su poderoso despertar.
—¿Qué haces? —protestó el mago, ¡y su vocecita sonó muy débil ante el rugido primitivo de Cadderly!
Aballister se tambaleó en el aire, alcanzado por la ola. Batió los brazos mientras descendía, agitándolos en vano, y cayó en la grieta.
La ola disminuyó mientras avanzaba; el suelo se calmó una vez más.
—¡Soy tu padre! —suplicó Aballister, con un sollozo atormentado desde no muy lejos del borde de la grieta.
Otro grito surgió de los doloridos pulmones de Cadderly, y extendió los brazos arriba y dio una palmada.
Y siguiendo su orden, la grieta del suelo se cerró de golpe. Los gritos de Aballister cesaron.