21

Tregua

Danica se quedó largo rato mirando a Dorigen con la boca abierta. La luchadora, que no estaba segura de lo que sentía y estaba aturdida por las noticias que Dorigen le acababa de dar, no sabía cómo ponerse. ¿Y qué tenía que hacer con esa peligrosa adversaria, esta mujer contra la que había luchado, pidiéndole a Cadderly que la matara cuando la tenía indefensa en el bosque de Shilmista?

—No tengo intención de interferir en esto —dijo Dorigen tratando de responder algunas de las preguntas grabadas en los delicados rasgos de Danica—. Contra Cadderly o contra ti y tus amigos.

¡Amigos! Con toda la locura de los últimos minutos —el combate con la hidra, el intento desesperado de llegar hasta el mago Aballister—. Danica se había olvidado de ellos.

—¿Dónde están? —exigió la luchadora.

Dorigen levantó las manos; mostraba una expresión curiosa.

—Nos separamos en un pasillo —explicó Danica al darse cuenta de que Dorigen no conocía probablemente el rumbo que habían tomado para llegar hasta su habitación—. Un pasillo lleno de trampas. La oscuridad nos engulló, y al final el suelo se inclinó cuando uno de nosotros intentó atravesarlo.

—El área de las salas de los clérigos —interrumpió Dorigen—. Son bastante expertos en defender su territorio.

El evidente tono burlón de la mujer cuando mencionó a los clérigos le dio la esperanza de que las aparentes rivalidades dentro del Castillo de la Tríada pudieran revelar una debilidad.

—Los enanos y la elfa cayeron por las trampillas —continuó Danica, aunque se preguntó si debía darle información al enemigo que podía usar en detrimento de sus amigos.

Danica sintió que confiaba en Dorigen, tenía que creer en ella, y tomar conciencia de eso la puso doblemente en guardia; de nuevo la asaltaron los miedos de que la maga hubiera lanzado algún encantamiento sobre ella. Danica se concentró; buscó la disciplina y la voluntad. Pocos embrujos afectarían su rígido control mental, en especial si era consciente de que había uno.

Cuando volvió a centrarse en Dorigen, la maga sacudía la cabeza despacio, con una expresión seria.

—El gigante cayó por un tobogán lateral —continuó Danica, que quiso acabar lo que recordaba antes de que la mujer le diera las malas noticias.

—Entonces, al gigante le fue mejor que a los otros —dijo Dorigen—. La caída lo dejó en un pasillo más profundo, pero las trampillas… —Dejó en el aire el final de la ominosa frase, mientras sacudía la cabeza despacio.

—Si están muertos… —avisó Danica, e hizo lo mismo que Dorigen.

Danica se agachó en posición defensiva cuando Dorigen se levantó detrás del escritorio.

—Descubramos dónde están —respondió la maga sin que aparentemente le diera importancia a la amenaza—. Luego, decidiremos con más tino nuestras siguientes acciones.

Danica acababa de enderezarse cuando la puerta se abrió de pronto y un contingente de varios guardias armados, mezcla de hombres y orcos, entró precipitadamente. Danica saltó hacia Dorigen, pero la maga pronunció un conjuro rápido y se desvaneció, y la luchadora sólo agarró aire.

Danica se dio media vuelta para enfrentarse a los soldados, que se acercaban; seis de ellos se extendieron en abanico con las armas prestas.

—¡Deteneos! —gritó Dorigen cuando reapareció ante la pared que estaba detrás de los soldados.

Los soldados se detuvieron y miraron hacia atrás con incredulidad.

—He declarado una tregua —explicó Dorigen, que miró en dirección a Danica mientras continuaba—. Los combates han acabado; al menos hasta que unos asuntos más importantes se resuelvan.

Ninguno de los soldados levantó las espadas. Observaron a la maga y a la luchadora; luego cruzaron sus miradas en busca de alguna explicación, como si se temieran que les tomaban el pelo.

—¿Qué pasa contigo? —le exigió un orco voluminoso a la maga—. Tengo cincuenta muertos en el comedor.

Los ojos de Danica resplandecieron ante las noticias; quizá sus amigos estuvieran vivos.

—Cincuenta muertos, ¿y dónde están los enemigos? —tuvo que preguntar Danica.

—¡Cállate! —rugió el orco.

Danica sonrió ante la ira desbocada. Un orco raras veces se preocupaba por las muertes de sus compañeros, siempre y cuando la amenaza para su pellejo fuera erradicada.

—La tregua sigue en pie —declaró Dorigen.

El orco corpulento miró al soldado que estaba junto a él, otro de su raza; sus asquerosas manos se retorcían en la empuñadura de la espada. Danica supo que estaban decidiendo lo que hacer, y pareció que la maga creía lo mismo, ya que murmuraba en voz baja. Dorigen desapareció una vez más; los orcos se volvieron hacia Danica, soltaron un rugido, y cargaron.

Dorigen reapareció enfrente del fornido orco con las manos extendidas, los dedos separados y los pulgares tocándose. El orco levantó los brazos a la defensiva, pero las llamas que surgieron de repente de las puntas de los dedos de la maga rodearon las pobres barreras de carne y lamieron la cara y el pecho de la criatura.

El otro orco se abalanzó sobre Danica. Empezó a dirigirse al escritorio como si quisiera saltar por encima. El orco se hizo a un lado, pero Danica cayó al suelo y le apartó la espada de una patada. El orco trató de recuperarla, pero Danica le agarró la muñeca, y luego la barbilla con la mano libre. Agitó con fuerza la cabeza del orco de atrás hacia adelante; luego soltó un veloz puñetazo a la garganta del monstruo, que lo derribó hecho un ovillo jadeante.

El pie de Danica se situó sobre un lado de la cara del orco, preparada para partirle el cuello si alguno de sus compañeros avanzaba.

No fue así, y todos menos uno ya tenían las espadas enfundadas. El único enemigo que aún sostenía la espada miró a Dorigen y al cuerpo humeante que estaba a sus pies, a la feroz Danica, y decidió al instante que los compañeros que quedaban tenían toda la razón.

—Declaro una tregua —soltó Dorigen con un gruñido, y ninguno de ellos hizo movimiento alguno que indicara lo contrario. Dorigen se volvió hacia Danica y asintió—. Al comedor.

Cadderly estaba en el suelo de piedra. Cogía aire por la garganta abrasada mientras los fuegos de la habitación que estaba a sus espaldas se apagaban después de consumir las manifestaciones mágicas de las cortinas, tapices, alfombra, y madera.

Cadderly comprendió que ese espléndido vestíbulo era puramente una representación de piedra, campos de magia demasiado densos para que se consumieran por las simples llamas. Se sintió a salvo de los fuegos que avanzaban y pensó que era curioso que las propiedades de esos bolsillos extradimensionales siguieran las mismas leyes de la física que gobernaban a los verdaderos materiales.

«Entonces ¿cuál sería mi potencial si pudiera crear algo en otra dimensión, a través de la magia, y traerlo al plano material?», se preguntó.

Cadderly archivó la idea en su mente al recordarse que la empresa de entonces era más acuciante que cualquier posibilidad hipotética que pasara por su siempre inquisitiva mente. Se esforzó en ponerse de rodillas y descubrió las huellas tiznadas del mago. Por la distancia y por la forma, Aballister había dejado la habitación a toda prisa.

Una docena de metros más adelante, con varias puertas a cada lado del pasillo, el mago se había dado cuenta de sus evidentes huellas y las había hecho desaparecer, dejando que Cadderly resolviera en qué dirección se había ido.

Todavía de rodillas, sacó la ballesta y cargó un dardo explosivo. Dejó el arma a su lado y se dio cuenta de que tenía una ventaja sobre Aballister. Sacudió la cabeza, más calmado, al descubrir la mayor ventaja de un clérigo sobre un mago. Desde su punto de vista, Aballister había sido tonto al posponer el combate. No importaba lo herido que lo hubiera dejado el pilar de fuego, ya que entonces se sumergió en la canción de Deneir y dejó que le llevara a donde antes lo guió, a la esfera de curación.

Se pasó la mano por la mejilla quemada, cerró la herida y regeneró la piel por completo. La situó con firmeza sobre la marca del pecho, donde el rayo había impactado. Cuando recogió la ballesta y se puso en pie, las heridas no parecían tan serias.

«Pero ¿adónde voy?», se preguntó el joven clérigo. ¿Y qué trampas y defensas había puesto Aballister para él?

Se dirigió a la puerta más cercana, una puerta normal y corriente, a su izquierda. Examinó la puerta en busca de posibles trampas, y luego invocó la magia para inspeccionarla con detenimiento. Parecía corriente y estaba abierta.

Cogió aire para tranquilizarse, levantó la ballesta, agarró el pomo y lo giró despacio. Oyó un chasquido peculiar, un sonido sibilante cuando el batiente de la puerta se separó de la jamba.

El pomo se le escapó de la mano y se abrió en un instante. Un viento embravecido que aspiraba asió a Cadderly, tirando de él hacia el portal. Sus ojos se abrieron desmesuradamente por el miedo cuando se dio cuenta de que ésta era una puerta a otro plano, uno de los inferiores a juzgar por las sombras y el humo acre que llenaba la ilimitada región que surgía ante él. Se agarró a la jamba y se sujetó con todas sus fuerzas, y con la mano libre asió su preciosa ballesta.

Estaba estirado por completo en el nuevo plano, con los pies por delante. Unos hormigueos espantosos acariciaron su cuerpo, y tuvo la sensación de que había cosas malvadas cerca de él, ¡tocándolo! El tirón era demasiado fuerte; supo que no podría sujetarse durante mucho tiempo.

Cadderly afirmó la mano en el sitio y se obligó a entrar en un estado de calma. Como había hecho en la sala anterior, usó la magia para estudiar la de esta zona, la de la puerta y el umbral.

Toda el área del portal era mágica, por supuesto, pero se destacó un punto; sus emanaciones eran diferentes y más intensas que los campos que lo rodeaban. El joven clérigo enderezó la ballesta y apuntó.

No estaba seguro si era el verdadero lugar del portal, la llave específica a la barrera interplanar, pero sus acciones estaban condicionadas por la desesperación. Alineó la ballesta y disparó. El proyectil no dio en el blanco, pero golpeó lo bastante cerca, de modo que la explosión resultante abarcó el blanco.

El viento se detuvo. Los instintos de Cadderly y sus crecientes conocimientos de magia le gritaron que rodara hacia el umbral, que doblara las piernas y soltara las manos de la jamba. Fue lo bastante listo como para no cuestionar esos instintos, y se lanzó de cabeza hacia el quicio, justo delante de la puerta que se cerraba con fuerza.

La puerta se cerró de golpe, alcanzó a Cadderly y lo empujó en la misma dirección. Paró de dar vueltas cuando impactó contra la pared opuesta del pasillo, con las piernas y trasero contusionados y doloridos. Miró atrás y se quedó asombrado mientras la puerta se hinchaba y cambiaba de forma; giraba sobre sí misma en tanto parecía que se fundía con la jamba que la rodeaba.

La mansión extradimensional de Aballister aparentemente se autoprotegía de esas grietas planares. Cadderly sonrió, contento de que el trabajo de Aballister fuera tan perfecto y precavido, contento de no estar suspendido en el plano astral.

Avanzó diez pasos por el pasillo y surgieron dos puertas más. Una era corriente, como la que se acababa de encontrar Cadderly, pero la otra tenía refuerzos de hierro con gruesas bandas y mostraba una cerradura bajo el pomo. Cadderly buscó trampas, inspeccionó los extremos en busca de zonas que pudieran descubrir si aquélla también era un portal a otro plano. Por lo que parecía no había nada peligroso, por lo que bajó la mano y giró despacio el pomo.

La puerta estaba cerrada.

La idea de que una de las mascotas de Aballister estuviera acechando tras la puerta pasó por su mente más de una vez en los siguientes instantes; abrirla de sopetón lo trabaría en combate con otra hidra, o quizás algo peor.

Desde otro punto de vista, podía ser que Aballister estuviera tras la puerta, mientras se recuperaba, para preparar algún conjuro diabólico.

Cadderly apuntó la ballesta hacia la cerradura y disparó, y escudó sus ojos del previsto destello. Usó el momento para cargar otro dardo, y cuando volvió a mirar, descubrió una marca ennegrecida donde estaban la cerradura y el pomo, y la puerta, entreabierta.

Cadderly se deslizó a un lado y empujó la puerta, con la ballesta preparada. Se le escapó el arma. Su sonrisa se ensanchó una vez más cuando descubrió los contenidos de la habitación; era un laboratorio de alquimia.

—¿Qué puede sacarte de tu escondite, mago? —murmuró en voz baja el joven clérigo.

Cerró la puerta y se encaminó hacia las mesas cubiertas de cubetas. Cadderly conocía muchos textos de pociones e ingredientes mágicos, y aunque no era alquimista, sabía qué ingredientes podía mezclar con seguridad.

Y no había nada más importante para lo que el joven clérigo tenía en mente que los ingredientes.

Iván y Pikel encabezaron la carga por un pasillo, se desviaron a una habitación lateral y se dirigieron por la puerta trasera a otro corredor. Vander venía rugiendo tras ellos; todavía acunaba a Shayleigh, aunque la doncella elfa estaba consciente y exigía que la dejaran en el suelo. Ningún enemigo se enfrentó a los compañeros en esa primera carga. Los soldados que se encontraron, incluidos dos ogros, tropezaron entre ellos mientras intentaban huir. Iván, más herido de lo que era capaz de admitir, los dejó escapar. Sólo quería encontrar a Cadderly y Danica, o algún lugar donde sus tres compañeros y él pudieran esconderse y recuperarse.

Los dos enanos se encontraron de cara a un humano que caminaba en dirección contraria. Acababa de asir el pomo de la puerta cuando Pikel lo golpeó y lo lanzó contra la pared que había al otro lado del pasillo. Los dos enanos se precipitaron hacia el otro lado del corredor y cayeron sobre él. Iván le alcanzó con un gancho de izquierda, y Pikel con uno de derecha, al unísono, en lados opuestos de la cara del hombre.

Iván pensó en acabar con el soldado inconsciente cuando pasaron a su lado, pero se puso el hacha al hombro y corrió tras ellos.

—Maldito potrillo —murmuró al referirse a Cadderly, cuyas constantes demandas de piedad al parecer habían calado hondo en el correoso enano.

—¡Por la derecha! —gritó Shayleigh cuando Vander y Pikel pasaron a toda velocidad junto a un pasillo lateral.

—¡Oo! —chilló Pikel, que, junto con el firbolg, aceleró.

Un grupo de soldados enemigos doblaba la esquina que se encontraba a su espalda. Iván cargó hacia el centro del destacamento. Su enorme hacha lanzaba tajos a diestro y siniestro.

A seis metros, Vander dejó a Shayleigh en el suelo, que de inmediato se puso a disparar flechas. El firbolg y Pikel se dieron media vuelta, decididos a lanzarse al rescate de Iván.

—¡A vuestra espalda! —gritó Shayleigh cuando sus compañeros apenas dieron dos pasos.

Sin duda, los enemigos entraban en el pasillo por otro corredor lateral más alejado, una gran fuerza dirigida por un contingente de ogros. Shayleigh disparó tres flechas en un suspiro y abatió a uno de los ogros principales, pero otro tomó su lugar, y corrió sobre su espalda cuando se desplomó al suelo.

Shayleigh disparó otra vez; consiguió otro blanco, y puso la siguiente flecha en la cuerda, aunque no pudo detenerlos. Incluso si cada tiro fuera perfecto, si cada uno matara a un enemigo, acabaría enterrada donde estaba.

Disparó de nuevo, y entonces el ogro se abalanzó sobre ella, con el garrote levantado. Un grito de victoria surgió de su monstruosa boca.

El antebrazo de Vander le dio en la barbilla y lo lanzó de vuelta a sus camaradas. La gran espada del firbolg golpeó de un lado a otro, y despanzurró al siguiente ogro, lo que alejó aún más a los enemigos.

Iván cortó y giró, y cada golpe dio en el blanco. Vio que salía un brazo volando del torso de un orco y mostró una sonrisa maliciosa, pero ésta se le borró de la cara cuando al proseguir el giro el garrote de un goblin le volvió el rostro, arrancándole un diente.

Atontado, aunque a pesar de ello soltaba golpes, el enano retrocedió e intentó conservar el equilibrio; sabía que si caía se le echarían encima. Oyó cómo su hermano lo llamaba desde no muy lejos, cómo un enemigo soltaba un gruñido cuando el arma de Pikel golpeó con fuerza la piel desnuda. Algo hizo un corte en la frente de Iván. Cegado por su propia sangre, bajó el arma con fuerza, e impactó. Volvió a oír a Pikel, por el flanco, y dio un traspié en esa dirección.

El garrote de un ogro alcanzó al enano barbirrubio en el trasero y lo lanzó dando tumbos por el aire. Se estrelló contra varios cuerpos. El último era Pikel, que cayó sobre su hermano.

Pikel lanzó a su hermano hacia atrás y se puso en pie de un salto. Soltó porrazos a lo loco a la masa enmarañada que tenía al frente. Desesperado, le chilló a su hermano que se uniera a él, e Iván lo intentó, pero descubrió que las piernas no le seguían.

Iván se esforzó en ponerse en pie para ir junto a su hermano. Sólo entonces se dio cuenta de que no tenía el hacha, y descubrió que no veía y no podía ponerse en pie. La oscuridad descendió sobre su mente como lo había hecho con sus ojos, y lo último que sintió fueron unas delgadas pero fuertes manos que le agarraban los hombros y lo arrastraban por el pasillo.

Las recibieron en la entrada del comedor los quejidos y los gritos de los heridos. Danica empezó a avanzar; sus instintos le decían que atravesara la carnicería a toda prisa y buscara a sus amigos, aunque se detuvo de inmediato y se dio media vuelta con las manos cruzadas.

La visión de sus camaradas muertos enfureció a los soldados que acompañaban a Dorigen y Danica. Dos de ellos estaban delante de la luchadora, con las lanzas prestas, y las caras decididas a entablar batalla.

—La tregua se mantiene —dijo Dorigen en tono calmado, que actuó no del todo sorprendida por los montones de soldados muertos y mutilados del Castillo de la Tríada.

Uno de los lanceros dio un paso atrás, pero el otro ni pestañeó, sin moverse, intentó decidir si las consecuencias de la desobediencia compensarían la satisfacción de ensartar a esa intrusa.

Danica leyó sus pensamientos a la perfección; vio cómo el odio ardía en sus ojos.

—Hazlo —azuzó Danica con tantas ansias de golpearle como el otro tenía.

Dorigen puso la mano en la espalda del hombre. Unos destellos eléctricos recorrieron el cuerpo de la maga, se deslizaron por el brazo y por sus dedos, y lanzaron al hombre a más de un metro de distancia. Rodó hasta sentarse; el hombro de su armadura de cuero humeaba, la punta metálica de la lanza estaba partida en dos y tenía el pelo erizado.

—La próxima vez, morirás —prometió Dorigen en tono sombrío, a él y a todos los soldados que merodeaban nerviosos por la zona—. La tregua se mantiene.

La maga le hizo un gesto a Danica, que se alejó a toda velocidad para buscar por el comedor. Descubrió que sus amigos habían aguantado detrás de la pequeña barra al final del comedor. Seguir el camino por el que dejaron la sala no era difícil, ya que estaba manchado de sangre.

—Lady Dorigen —gritó un hombre, que se lanzaba en pos de la maga y sus soldados—. ¡Los tenemos!

Los ojos exóticos de Danica parpadearon ante las dolorosas noticias, y atravesó de vuelta la sala.

—¿Dónde? —exigió Dorigen.

—Dos pasillos más allá —comunicó el hombre con alegría, aunque su sonrisa se atenuó cuando descubrió que Danica venía corriendo. Agarró el arma con fuerza, pero, bastante confundido, no hizo ademán de amenazar a la peligrosa luchadora.

—¿Están muertos? —preguntó de forma exigente Danica.

El hombre miró quejumbroso a Dorigen, y ella asintió para que contestara.

—Estaban vivos, por lo que he oído —respondió—, pero rodeados y en apuros.

Danica se sorprendió de nuevo por la sinceridad en la expresión de alarma de Dorigen.

—Deprisa —le dijo la maga, y le cogió la mano a Danica y salió corriendo mientras los soldados confusos del Castillo de la Tríada formaron detrás de ellas.

Pikel esquivó golpes de un lado a otro del pasillo; el garrote retenía las líneas enemigas mientras Shayleigh escogía los blancos que lo rodeaban. El garrote de Pikel rara vez llegaba a impactar algo que no fuera un arma enemiga, pero el pasillo empezaba a llenarse rápidamente de muertos y heridos.

Shayleigh vació una aljaba, y empezó a vaciar la siguiente como una fiera.

—¡Ogro! —oyó que gritaba Vander, y tuvo que girar sobre sus talones.

Un ogro había conseguido escabullirse del firbolg y se abalanzaba sobre la elfa. Levantó el arco a toda prisa y disparó a bocajarro; la flecha desapareció en la masa carnosa. Pero el ogro no se detuvo, y el garrotazo que le soltó la envió por los aires contra la pared, donde se desplomó sobre Iván. Muy al límite de la conciencia, intentó cargar el arco mientras el monstruo avanzaba.

Pikel miro por encima del hombro; una espada pasó sobre el garrote y le hizo un corte en el brazo.

—Au —gimió Pikel, y se volvió justo a tiempo para ver cómo otra espada cortaba en dirección contraria y hería el otro brazo.

—Au.

El enano salió disparado hacia adelante fingiendo una carga, y sus enemigos se retiraron; entonces se dio media vuelta y transfirió el impulso del giro al garrote. El ogro rugió cuando le crujió la cadera, y se tambaleó hacia un lado.

La siguiente flecha de Shayleigh se hundió en su pecho. La pesada espada de Vander le hizo un tajo en el costado.

—Uh-oh —murmuró Pikel cuando el ogro cayó de bruces sobre él, y se tiró en plancha, para intentar desesperadamente salir de en medio.

Un hombre, absorto por completo en el enano, no reaccionó a tiempo y fue aplastado por un cuarto de tonelada de ogro.

Pikel, que estaba tirado en el suelo, se debatió y se abrió paso para salir de debajo del cuerpo derribado, justo entre sus piernas.

Otros enemigos corrieron por encima de la espalda de la criatura, lo esperaron y le golpearon en el momento en que éste apareció.

—¡Au! ¡Au! —gritó varias veces, aunque soportó golpe tras golpe, e intentó recuperar el equilibrio y darse la vuelta, de modo que pudiera apartarse de la oleada de golpes.

Una flecha cortó el aire por encima de su cabeza, y usó la distracción y el escudo que le ofrecía el cuerpo que caía para escapar con una voltereta de debajo del ogro muerto. Tres pasos a gatas lo situaron junto a Shayleigh; entonces la elfa aguantaba la espada en una posición insegura.

—Juntos —masculló la elfa a Pikel, pero mientras hablaba, un garrote atravesó el aire y le golpeó la cara, y cayó a peso sobre el suelo.

Más palos y dagas salieron volando en dirección al enano. El arma de Pikel bloqueó unos cuantos; bajó la mirada para ver cómo la empuñadura de una daga sobresalía de su hombro y miró su brazo, que colgaba inerme.

Pikel intentó retirarse, tropezó y cayó sobre Shayleigh, y no tuvo fuerzas para ponerse en pie.

Con un lado de la cara contra la piedra, y un solo ojo abierto, Shayleigh notó el medido avance de los enemigos, aunque su efímera conciencia no comprendió las sombrías consecuencias. La elfa sólo vio negrura cuando una recia bota pisó el suelo justo ante su cara, el tobillo estaba a sólo un dedo de su nariz sangrante.