20

Rayo por rayo, fuego por fuego

Cadderly no sabía dónde estaba; la habitación alfombrada no se parecía en nada a la áspera piedra del subterráneo del Castillo de la Tríada. Ornamentos de pan de oro y tapices finamente trabajados jalonaban las paredes; todos mostraban representaciones de Talona o su símbolo. El techo estaba esculpido y decorado con alguna madera exótica que Cadderly no reconoció. Cada una de las diez sillas de la enorme habitación, con sus respaldos y asientos labrados para semejarse a una lágrima, parecía valer el tesoro de un dragón, con rutilantes gemas engastadas en las patas y en los apoyabrazos, y el tapizado de seda que las cubría por completo. El conjunto le recordó a Cadderly el palacio de algún pachá en el lejano Calimport, o los aposentos de alguno de los señores de Aguas Profundas.

Hasta que aguzó la mirada. La canción de Deneir entró en la mente de Cadderly de modo inconsciente, como si su dios le recordara que ésa no era una habitación normal con un anfitrión excepcional. Se dio cuenta de que el lugar estaba en otra dimensión; había sido creado por la magia, tejido, hasta el último detalle, con energía mágica.

Al mirar de cerca la silla más próxima, mientras la canción sonaba con fuerza, Cadderly descubrió que las gemas eran variaciones de energía mágica; vio también que la suave seda era un campo uniforme de magia y nada más. Recordó su experiencia en la torre del mago Belisarius, cuando luchó con un minotauro en un laberinto ilusorio. En esa ocasión, el joven clérigo distorsionó el trabajo de Belisarius, metió la mano por la garganta del minotauro y le extrajo el corazón que diseñó él mismo.

Ahí, en ese desconocido y a todas luces peligroso escenario, necesitaba un estímulo para su confianza. Se concentró de nuevo en la silla, se agarró al campo mágico del respaldo, y lo transmutó, lo alargó y lo allanó.

—Aquí quedaría mejor una mesa —anunció al imaginarse que su anfitrión, Aballister, oía cada palabra.

Acto seguido, la silla se transformó en una mesa de madera pulida de patas curvadas y gruesas, con ojos y velas y pergaminos labrados, los símbolos de su dios y de su hermano, Oghma.

Cadderly volvió la mirada hacia la única salida apreciable de la habitación, un ancho vestíbulo con grandes arcadas esculpidas situadas en la pared opuesta a la que de algún modo atravesó. Alteró un poco la canción de Deneir para buscar objetos invisibles u otros bolsillos extradimensionales dentro de ese bolsillo, pero no vio signos de Aballister.

El joven clérigo se acercó a la mesa que había creado y sintió su suave lustre bajo las manos. Sonrió cuando una inspiración —«divina», pensó— le pasó por la cabeza. Luego invocó la magia y la lanzó contra el tapiz más cercano, y redibujó su diseño. Recordó el maravilloso tapiz del gran salón de la Biblioteca Edificante, rememoró todos sus detalles e hizo de ése casi una réplica exacta.

Una silla que estaba a su lado se transformó en un escritorio, completado con un tintero cubierto de runas de Deneir. Un segundo tapiz se convirtió en el pergamino de Oghma; las palabras de la oración más sagrada de ese dios reemplazaron el antiguo bordado de la malvada Talona y su daga emponzoñada.

Cadderly sintió cómo su fuerza crecía gracias a las imágenes de sus propias creaciones; sintió cómo su trabajo le llevaba más cerca de su dios, su fuente de poder. Cuanto más alteraba la habitación, más se parecía al santuario de la Biblioteca Edificante, y crecía más la confianza del joven clérigo. A cada imagen que creaba del culto de Deneir, sonaba más fuerte la música sagrada en la mente y en el corazón de Cadderly.

De pronto, Aballister —tenía que serlo— apareció en la entrada del abigarrado salón.

—He hecho algunas… mejoras —anunció Cadderly al enojado mago, mientras extendía los brazos hacia arriba.

La baladronada escondió su nerviosismo al enemigo, pero Cadderly no podía negar que el sudor le cubría las palmas de las manos.

En un movimiento repentino, Aballister dio una palmada y exclamó una palabra de poder que Cadderly no reconoció. De inmediato, los nuevos aderezos clericales desaparecieron y dejó la habitación en su antiguo estado.

Algo en relación con el ademán del mago, sobre el repentino destello de ira del moderado hombre, tocó una fibra familiar en Cadderly y tiró de los extremos de su conciencia desde un lugar lejano.

—No me gusta que los iconos de un dios falso decoren mis aposentos —dijo el mago con voz firme.

Cadderly asintió y mostró una sonrisa sencilla; en realidad, no había nada que discutir.

El mago caminó hacia un lado de la entrada, sus ropas oscuras se movieron con aire misterioso y sus ojos hundidos se posaron sobre el joven clérigo.

Cadderly se volvió para mantenerse frente al hombre, estudió cada uno de los movimientos que hizo el mago y mantuvo la canción de Deneir en su mente. Ordenó y clasificó los conjuros defensivos, y se preparó para lanzarlos.

—Me has demostrado que eres una gran incomodidad —dijo Aballister con voz jadeante; su garganta estaba marcada por los años de estudio de magia—, pero también un gran beneficio.

Cadderly se concentró en el tono de voz, no en las palabras concretas. Algo en relación con eso lo agobiaba desde un lugar lejano; algo de eso conjuraba imágenes de Carradoon de hacía mucho tiempo.

—Ya ves, pude perderme toda la diversión —continuó Aballister—. Sentarme aquí, cómodamente, y dejar que mis formidables poderes pusieran a las gentes de la región bajo mi yugo. Disfrutaré gobernando, pues también amo la intriga, pero la conquista, además, puede ser… deliciosa. ¿No estás de acuerdo?

—No tengo paladar para la comida que se consigue a expensas de los demás —dijo Cadderly.

—¡Pero la saboreas! —declaró el mago de inmediato.

—¡No! —replicó el joven clérigo aún más rápidamente.

—Estás muy orgulloso de tus logros hasta la fecha, de las conquistas que traes hasta mi puerta. Matas, querido Cadderly. Hombres. ¿Puedes negar el hormigueo delicioso de ese hecho, la sensación de poder? —dijo el mago, mofándose de él.

La afirmación era absurda. La idea de matar, el hecho de hacerlo, sólo le provocaba repulsión. A pesar de ello, si el mago le hubiera dicho eso unas semanas antes, cuando la culpa por matar a Barjin pesaba sobre sus hombros, las palabras habrían sido devastadoras. Pero nunca más. Llegó a aceptar el destino, a aceptar el papel que le cargaron sobre los hombros. Su alma ya no llevaría luto por la muerte de Barjin ni la de cualquiera de los otros.

—Hice lo que me obligaron a hacer —replicó con sincera confianza—. Esta guerra nunca debió empezar, pero si debe acabarse, entonces juego para ganar.

—Bien —ronroneó el mago—. ¿Con la justicia de tu parte?

—Sí. —Cadderly no se inmutó ni un ápice, convencido de su respuesta.

—¿Estás orgulloso de ti mismo? —preguntó Aballister.

—Estaré contento cuando la región esté segura —respondió Cadderly—. No es cuestión de orgullo. Es una cuestión de ética, y como bien dices, de justicia.

—Demasiado confiado —dijo el mago con una risa sofocada, más para sí mismo que para Cadderly.

Aballister se puso un huesudo dedo en los labios fruncidos y estudió con descaro al joven clérigo de arriba abajo.

Al joven clérigo le pareció un gesto curioso, como si por alguna razón deseara la aprobación de ese hombre, como si la estimación sobre sus capacidades fuera algo importante para él.

—Eres un gallito orgulloso en un corral lleno de zorros —anunció el mago al final—. Un resplandor de confianza y brillantez que se convierte de un día para otro en un charco de sangre.

—El asunto va más allá de mi orgullo —dijo Cadderly en tono sombrío.

—¡El asunto es tu orgullo! —replicó Aballister—. Y el mío. ¿Qué hay en este valle de lágrimas que llamamos vida sino nuestros logros, más allá del legado que dejaremos atrás?

Cadderly se estremeció ante las palabras, ante la idea de que cualquier hombre, y en particular uno lo bastante inteligente como para practicar el arte de la magia, pudiera estar tan condicionado y tan pagado de sí mismo.

—¿Eres capaz de ignorar los sufrimientos que has causado? —preguntó el joven clérigo con incredulidad—. ¿No oyes los gritos de los que agonizan y de aquellos muertos que han quedado en el camino?

—¡Ellos no importan! —gruñó Aballister, pero la intensidad de la negación llevó a Cadderly a creer que tocaba una fibra sensible, que quizás había una chispa de conciencia bajo la piel egoísta de ese hombre—. ¡Yo soy todo lo que importa! —bramó Aballister—. Mi vida, mis éxitos.

Cadderly estuvo a punto de desmayarse. Ya había oído esas palabras, pronunciadas exactamente del mismo modo. De nuevo, recordó Carradoon, pero la imagen era borrosa, perdida en los remolinos de… «¿De qué?», se preguntó Cadderly. ¿De la distancia?

Volvió a levantar la mirada y descubrió que el mago vocalizaba y movía los dedos de una mano; la otra mano estaba extendida y sostenía una pequeña vara metálica.

Cadderly se reprendió por haber sido tan tonto al bajar la guardia. Cantó a pleno pulmón, desesperado por levantar las defensas antes de que el mago lo dejara frito.

Las palabras se atoraron en su garganta cuando un rayo tronó y lo cegó.

—¡Excelente! —aplaudió el mago al ver que el estallido lo absorbían unos tonos azules que rodeaban al joven clérigo.

Cadderly, que ya veía, comprobó el escudo protector y vio que el ataque lo había debilitado bastante.

Un segundo estallido rugió con gran estruendo; impactó a los pies de Cadderly y quemó la alfombra que los rodeaba.

—¿Cuántos puedes detener? —gritó el mago, de pronto enfurecido.

Retomó el canto por tercera vez, y Cadderly supo que su escudo protector no desviaría toda la fuerza del siguiente.

Cadderly metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de semillas encantadas. Tenía que atacar con rapidez, para interrumpir el ataque del mago. Gritó una runa de encantamiento y arrojó las semillas al otro lado de la habitación, provocando una serie de explosiones llameantes.

Todas las representaciones desaparecieron en el despliegue violento de las arremolinadas llamas, pero Cadderly fue lo bastante listo como para dudar de que ese simple conjuro venciera a su enemigo. Tan pronto las semillas dejaron sus manos, reemprendió otro canto.

Aballister temblaba de rabia. Toda la habitación alrededor del mago ardía; varios fuegos siseaban y se encendían en los pliegues del tapiz mágico que estaba a sus espaldas. Parecía ileso, y la zona que lo rodeaba, también.

—¿Cómo te atreves? —preguntó el mago—. ¿No sabes quién soy?

La mirada alocada en los ojos del mago, de pura incredulidad, asustó a Cadderly; le hizo recordar momentos e imágenes olvidados, y el joven clérigo se sintió pequeño. Cadderly no comprendía nada; ¿qué desconocido control poseía ese mago sobre él?

—Tu magia absorbió el rayo —graznó Aballister—. ¿Cómo te las arreglarás con el fuego?

Una esfera pequeña y brillante surcó el aire, y Cadderly, distraído, no pudo disipar la magia a tiempo. La bola de fuego engulló la habitación, excepto la zona protegida por Aballister, y el escudo de Cadderly se tornó verde, como el mismo conjuro defensivo que había usado con éxito contra el aliento del viejo Fyren.

Pero fueron más insidiosas las consecuencias del conjuro del mago. De los tapices, salió humo, y las chispas volaron en todas direcciones ante la continua liberación de energía mágica. Cada una creó una mancha verde o azul en los escudos defensivos de Cadderly, y los atravesaron hasta tocarlo. No tenía defensa contra el humo espeso que se le metía en los ojos y le robaba el aire.

Cadderly pudo oír que Aballister iba a lanzar otro conjuro.

¡Fete! —gritó después de levantar el puño en un simple acto reflejo.

Un haz de fuego salió disparado del anillo al mismo tiempo que el siguiente rayo de Aballister se abatió sobre él.

Éste acabó con la esfera azul, culebreó hasta alcanzarlo en el pecho y lo lanzó de espaldas contra la pared que ardía. Su pelo se encrespó; la capa azul y la parte de atrás del ala de su sombrero ardieron con el contacto.

El aire se aclaró a su alrededor lo bastante como para ver una vez más a Aballister, ileso, con la cara huesuda en una expresión de rabia.

«¿Qué conjuros utilizaré para atravesar el aparentemente impenetrable globo del mago?», se preguntó el joven clérigo. Cadderly sabía desde el principio que los conjuros de los magos eran una fuerza ofensiva más poderosa que la clerical, pero no esperaba que las defensas de Aballister fueran tan formidables.

El pánico brotó en el joven clérigo, pero se concentró en las dulces armonías de la canción y apartó los miedos. Actuó deprisa para crear el mismo campo reflectante que había usado contra la mantícora; la única oportunidad de volver los conjuros del mago en su contra.

Aballister lanzó más rápidamente, movió los dedos de nuevo y pronunció algunas palabras. Estallidos de energía verdosa salieron de sus dedos y atravesaron la habitación. El primero quemó con fuerza el hombro de Cadderly. Pero el joven clérigo mantuvo la concentración con tenacidad, y levantó el escudo reluciente, y el segundo proyectil, y los tres que volaban tras éste, volvieron por donde vinieron.

Los ojos de Aballister mostraron sorpresa, y por instinto empezó a esquivar, aunque, como había hecho con los de Cadderly, el globo absorbió la energía.

—¡Maldito seas! —gritó, frustrado, Aballister.

Mostró la vara metálica, y salió otro rayo, y Cadderly, todavía atontado y dolorido por los impactos anteriores, se agachó, al mismo tiempo que trataba de coger aire en el espeso humo.

El rayo impactó en el campo reflectante y salió disparado en dirección contraria, golpeando el escudo de Aballister y lanzando chispas multicolores en todas direcciones.

—¡Maldito seas! —gruñó Aballister de nuevo.

Cadderly notó la frustración; se preguntó si el mago se quedaba sin conjuros de ataque o si el globo estaba a punto de acabarse. El apaleado joven intentó agarrarse a esa esperanza, usar la evidente angustia de Aballister como letanía contra el dolor y la desesperanza. Intentó decirse que Deneir estaba con él, que no estaba acabado.

Otro rayo crepitó, éste a baja altura, cortó un trozo de la alfombra y se escabulló bajo el escudo de Cadderly. El joven clérigo sintió el estallido bajo sus pies; de pronto se vio a sí mismo dando vueltas en el aire.

—¡Un escudo no tan grande! —gritó Aballister con un tono que de nuevo rebosaba confianza—. Y me gustaría preguntarte ¿cómo maneja los ángulos?

Tirado en el suelo, mientras intentaba sacudirse los efectos que lo entumecían, se dio cuenta de que estaba a punto de morir. Concentró sus pensamientos en la última pregunta del mago; vio que éste volvía a gesticular y que sostenía la vara de metal, pero mirando a un lado, a la pared.

La desesperación se apoderó del joven clérigo, una urgencia instintiva por sobrevivir, que, por el momento, lo insensibilizó al dolor. Oyó la canción de Deneir, recordó el puente que destruyó en Carradoon y las paredes en el valle de las montañas, que transformó para que se cerraran. A la desesperada, buscó el aderezo mágico de la pared desnuda que estaba a su espalda.

El rayo de Aballister golpeó la pared lateral y salió en ángulo recto. Cadderly, extendiendo su mente hacia la pared a su espalda, agarró la piedra con la energía mágica y tiró de la sección de la losa hacia afuera, cambiando su forma.

El rayo alcanzó la pared trasera. Se habría desviado de nuevo en un ángulo perfecto para destruir a Cadderly, si no hubiera sido porque la superficie cambió; entonces tenía un ángulo diferente. El rayo rebotado salió disparado hasta el otro lado de la habitación, que de nuevo estalló en el globo del mago para soltar una lluvia de chispas multicolores.

Todavía en el suelo, Cadderly cerró los ojos y se zambulló más en la canción. Impactaron más proyectiles mágicos, que rodeando el escudo reflectante, hundiéndose para quemar y golpear al joven clérigo. La música divina forzó a Cadderly a caer en las notas más dulces, las notas de la magia sanadora, pero comprendió que el retraso que crearía al atender sus heridas sólo invitaría al mago a realizar más ataques.

Empujó la canción en una dirección diferente, oyó el graznido de su voz agónica y pensó que se ahogaría en el humo acre. Otro proyectil alcanzó su cara, quemándole la mejilla; notó como si le hubiera quemado hasta el hueso.

Cadderly cantó con todas sus fuerzas. Llevó la canción hacia el plano elemental del fuego, y de allí arrancó una bola de llamas suspendida en el aire que lanzó una lengua de fuego sobre el mago.

Cadderly no pudo ver nada de ello, pero oyó el grito de agonía de Aballister y los pasos en retirada que resonaban en el vestíbulo El humo siguió espesándose, ahogándolo.

¡Tenía que salir!

Cadderly intentó aguantar la respiración, pero descubrió que no tenía aire en los pulmones. Intentó agarrarse a la canción, pero su mente estaba demasiado entumecida, demasiado llena de las confusas imágenes de su inminente muerte. Se debatió, se agarró a los extremos de la alfombra desgarrada y se deslizó a ciegas, con la esperanza de recordar la dirección correcta para salir de la habitación.