18

Diez ojos

Allí —les dijo el prisionero a Cadderly y Danica, señalando una puerta sin nada de particular al otro lado de un cruce—. Ésa es la entrada a los aposentos de los magos.

«Cadderly».

La llamada surgió de nuevo en la mente del joven clérigo desde algún lugar no muy lejano. Cadderly cerró los ojos para concentrarse, y descubrió que la llamada venía de algún punto más allá de la insignificante puerta. Cuando los abrió, vio que Danica lo miraba con interés.

—El hombre no miente —le dijo Cadderly.

El prisionero pareció relajarse ante el comentario.

—Entonces, ¿por qué no hay guardias? —preguntó Danica, dirigiendo la pregunta al prisionero más que a Cadderly.

El hombre no supo responder.

—Es un mago —les recordó a los dos—. Y por lo que deduzco, poderoso. Desde luego puede ser que haya un guardián o un conjuro protector.

—Tú vas delante —dijo Danica en tono frío, después de empujar sin miramientos al prisionero.

Cadderly se movió de inmediato hasta el hombre, le cogió un brazo para retenerlo y miró a Danica.

—¿Vamos juntos? —preguntó a la vez que afirmó.

Danica observó la puerta, a Cadderly y al hombre. Comprendió la compasión de su amado hacia el prisionero indefenso. Estaba convencido de que no era malvado, y no lo usaría como cebo.

—Él y yo vamos delante —decidió Danica, apartando al hombre de Cadderly—. Tú nos sigues.

La luchadora caminó de puntillas por la intersección, se agachó y miró en ambas direcciones. Se volvió hacia Cadderly y se encogió de hombros. Luego hizo gestos al prisionero de que mantuviera el ritmo y casi atravesó el pasillo hasta la puerta con unos saltos rápidos.

La criatura pareció desplegarse en el mismo aire; primero se tornó una línea negra, y luego se expandió a derecha e izquierda, en dos dimensiones, y después en tres. Cinco cabezas de serpiente se agitaban frente a los sorprendidos compañeros.

Una hidra.

Danica se deslizó hasta detenerse y se lanzó a la izquierda, escapando a la embestida de tres grandes cabezas.

El prisionero, no tan rápido como la luchadora, apenas consiguió dar un paso cuando las fauces monstruosas lo sujetaron por la cintura. Gritó y golpeó en vano la cabeza escamosa mientras los colmillos afilados como agujas lo desgarraban. Una segunda boca descendió sobre la cabeza desprotegida del hombre, ahogando por completo sus gritos. Las dos mordieron al unísono, y partieron al hombre en dos.

Cadderly a punto estuvo de desmayarse ante el espectáculo. Levantó la ballesta, moviéndola en una y otra dirección; intentaba seguir el movimiento casi hipnótico de las cabezas.

¿Dónde disparar?

Disparó al centro del gran cuerpo, y la hidra rugió de rabia cuando el dardo impactó y detonó. Dos cabezas atacaban a Danica, que las esquivaba, las otras dos continuaban con el banquete del muerto, y la quinta salió disparada, a corta distancia de Cadderly, y obligó al voluminoso cuerpo a acercarse al joven clérigo.

Danica se fue en dirección a Cadderly, pero de improviso cambió de idea cuando la hidra se acercó. Decidió abrirse paso hacia el lomo de la bestia. Le gritó a Cadderly que huyera, aunque no podía verlo debido al cuerpo del monstruo.

Las fauces más avanzadas se dirigieron directas como una flecha hacia el joven clérigo, y éste atemperó los nervios cuando se esforzó por conseguir que la ballesta estuviera preparada por segunda vez. La mandíbula de serpiente estaba apenas a tres palmos cuando, al final, Cadderly levantó el brazo y disparó. El dardo rebotó en los colmillos de más de quince centímetros, se hundió en la boca del monstruo y estalló con un sonido amortiguado.

La cabeza y el cuello se desplomaron en el suelo y redujeron la fuerza de la carga.

Las dos cabezas que iban tras Danica, y la que había acabado con el prisionero muerto, descendieron, y el joven clérigo se retiró con buen juicio, y levantó el bastón a la desesperada para defenderse del siguiente ataque.

Supo que tendría que alejarse lo suficiente para recargar la ballesta; tenía que zambullirse en la canción de Deneir y sacar algo de las notas, cualquier cosa. Pero con el laberinto de cabezas que pasaban a toda velocidad, y la criatura, que mantenía la distancia cada vez que Cadderly daba un paso atrás, no podía oír la canción; se tenía que concentrar en fustigar de un lado a otro con el bastón. Consiguió dar un golpe afortunado, y la cabeza mágica de carnero arrancó un colmillo de la boca más cercana. Ésta se elevó para lanzar un rugido, y Cadderly, por instinto, se precipitó bajo ella. Usó el cuello de serpiente como escudo contra las cabezas que lo azuzaban.

La cuarta, que estaba a la derecha, escupió a un lado el torso del muerto y habría alcanzado a Cadderly si no llega a ser porque Danica rodeó al monstruo por detrás y le soltó una patada bajo la mandíbula.

La cabeza del monstruo se cerró de golpe; la lengua cayó cortada al suelo.

Cadderly siguió su avance hacia la puerta, concentrado en recargar la ballesta. Danica llegó a su lado y miró a su espalda. La hidra se movía con lentitud, arrastrando la única cabeza muerta por el suelo.

—¡Métete dentro! —gritó.

Cadderly, sin embargo, a pesar de lo desesperado de la situación, tuvo la suficiente entereza como para dejar la puerta libre. Hombro con hombro con Danica, levantó la ballesta como si fuera a disparar a la hidra. Pero de pronto se volvió, disparó a la cerradura de la puerta, y la explosión creó un amplio agujero en la madera.

Danica golpeó a Cadderly en el hombro, y lo apartó a un lado. Se levantó apoyado en el muro, confuso, y descubrió a su amada rodeada de cuatro ansiosas cabezas de hidra que chasqueaban los dientes.

Se abalanzó hacia el monstruo, escapó a los mordiscos iniciales con giros y contorsiones, y se debatió como gato panza arriba. Una cabeza giró lo bastante como para llegar a ella. La agarró por el cuerno, la retorció de un tirón que inclinó las fauces de modo que no pudieron rodearla, y el hocico le golpeó las costillas. La mano libre de Danica salió disparada en dirección contraria, sus dedos rígidos atravesaron un ojo de otra de las que se cernían sobre ella.

Todas las cabezas de la hidra estaban giradas, encaradas hacia el voluminoso torso. Danica agarró la que estaba medio ciega, se lanzó de espaldas contra el cuello de serpiente, y luego tuvo que esquivar una de las cabezas cuando descendió a toda prisa. Con la boca totalmente abierta mordió con fuerza el cuello junto al que había estado Danica. Antes de que la hidra se diera cuenta de su error, la otra cabeza cayó muerta.

Danica seguía trabada en ese lugar infernal, pero se oyó el siseo de un dardo, que se clavó con fuerza en un cuello. Una cabeza se dio media vuelta para mirar al nuevo atacante mientras la fuerza de la resultante explosión apartó la otra a un lado y abrió un hueco para que Danica pudiera escapar.

—¡La puerta está protegida! —le gritó Cadderly a Danica mientras se dirigía hacia la puerta suelta.

Era algo debatible, ya que Danica no tenía intención de atravesarla. Se detuvo, y al notar que una cabeza se precipitaba hacia ella, saltó, se agarró a la parte de arriba del batiente y se subió a él. La cabeza de la hidra atravesó la puerta.

Los rayos destellaron varias veces. El fuego rugió desde todos los puntos del dintel.

Sólo quedaban dos cabezas, y la castigada hidra se retiró. Las cabezas de serpiente se cruzaron; los ojos de reptil miraron a los dos compañeros con un súbito respeto.

Cadderly intentó apuntar a una para disparar, pero vaciló, ya que no quería arriesgarse a fallar.

—Maldita —susurró, frustrado, después de malgastar un largo y repentino momento.

Disparó el proyectil al cuerpo de la hidra, y aunque al parecer no le causó daño, se apartó un paso más. Las cabezas vivas de la hidra rugieron al unísono. Saltó a un lado mientras los cuellos sin vida rebotaban.

—Apunta a mi espalda —instruyó Danica y antes de que Cadderly pudiera preguntarle qué pretendía, se abalanzó y cargó entre las dos cabezas bamboleantes para captar su atención—. ¡Ahora! —ordenó Danica.

Cadderly tenía que creer en ella. La ballesta chasqueó, y de pronto Danica se dejó caer de espaldas al suelo. El virote pasó sobre ella y destrozó una cabeza de serpiente, pero no murió, y Danica, boca arriba, tenía entonces dos cabezas sobre ella.

—¡No! —soltó Cadderly, y cargó con audacia al mismo tiempo que asía el bastón de cabeza de carnero con ambas manos.

Danica dio una patada hacia arriba —primero un pie y luego el otro—, y mantuvo a raya las cabezas. Cadderly comprobó que la cabeza a la que había disparado no veía; saltó por encima del cuerpo tendido de Danica y golpeó con un tajo descendente del bastón, que asía a dos manos.

La cabeza retrocedió, y Cadderly la persiguió y la golpeó varias veces.

La segunda cabeza se abalanzó sobre la espalda de Cadderly, pero Danica levantó las piernas, arqueó la espalda y se puso en pie de un salto. Una sola zancada la llevó al costado de la cabeza y se colocó en cuclillas para sacar una daga de la bota; entonces, se levantó como una centella, y la daga plateada se hundió bajo la mandíbula hasta la empuñadura.

Los brazos de Cadderly se movieron arriba y abajo sin descanso, convirtiendo la ya desfigurada cabeza en una pulpa sanguinolenta.

La que quedaba se levantó en el aire, pero Danica trabó el brazo alrededor del cuello y ascendió con ella, agarrándose con fuerza a la daga clavada. Se hizo un ovillo alrededor del cuello, llevó la bota hacia la mano libre y se las arregló para sacar la segunda daga.

Entonces, se sujetó con fuerza, con testarudez, mientras el monstruo corcoveaba y agitaba el cuello. Al final, cuando los movimientos disminuyeron, Danica hundió el segundo cuchillo en el ojo, lo sacó y lo clavó de nuevo.

Volvieron a producirse los movimientos agónicos del monstruo. Cadderly, que intentaba alcanzar a Danica, se llevó un golpe que lo lanzó a tres metros.

Pero Danica siguió agarrada, mantuvo las dos dagas clavadas, y las hundió una y otra vez, girando las empuñaduras. Cayó con fuerza sobre su espalda, se golpeó contra el suelo, y el monstruoso cuello se desplomó sobre ella.

Atontada, la luchadora se quedó sin aliento. No pudo enfocar la vista, y apenas era consciente de que aún se agarraba a los cuchillos. Los instintos le gritaron que actuara, que escapara, que era vulnerable, que la cabeza de hidra podría liberarse y partirla en dos.

Pero la hidra ya no se movía, y un momento más tarde, Cadderly estaba sobre Danica, estirándole los brazos, apartando de ella el enorme cuello de serpiente.

Shayleigh oyó unos murmullos a lo lejos. Se trataba del amortiguado canturreo de muchas voces. Fue a dar un grito de advertencia a los hermanos Rebolludo, pero al parecer los enanos también habían oído el sonido, ya que bajaron las cabezas y aceleraron el paso. Las sandalias de Pikel daban palmadas y las botas de Iván aporreaban el suelo.

—¡Demasiados! —susurró la doncella elfa reduciendo el ritmo—. ¡Demasiados!

Unas puertas dobles bloqueaban el camino, pero instantes más tarde las puertas dobles a duras penas colgaban de las bisagras. Iván y Pikel irrumpieron en la sala, armas en alto.

—Uh-oh —murmuró el enano de barba verde, que repitió con exactitud las sensaciones de su hermano.

Habían llegado a un enorme salón. Era el comedor, que entonces hacía las veces de puesto de mando, lleno de docenas de mesas y algo más que unos pocos enemigos. Shayleigh suspiró con impotencia y aceleró el paso para alcanzar a los enanos, que, con el impulso, dejaban atrás las primeras mesas vacías.

Un grupo de orcos que estaban sentados cerca de la puerta apenas tuvo tiempo para levantar la cabeza de los platos antes de que los enanos cayeran sobre ellos. Iván cargó con el yelmo de astas de ciervo por delante, y Pikel, que era un remolino de codazos y rodillazos, con la frente y el enorme garrote.

Sólo uno de los seis orcos se las arregló para levantarse de la silla, pero antes de que la sorprendida criatura diera dos pasos, una flecha se hundió en su sien, y se desplomó, muerto, en el suelo.

Los enanos siguieron corriendo mientras Shayleigh los seguía. La doncella elfa sabía que su única esperanza estaba en moverse, en atravesar a los enemigos a la carga, para que éstos no tuvieran tiempo de organizarse. Huyendo a toda prisa, lanzó una flecha que alcanzó a un soldado, que intentaba levantar el arco con el hombro.

Las mesas volcaron, las sillas resbalaron, mientras los hombres y los monstruos se debatían por escapar de los golpes. Un goblin desafortunado se quedó enredado en la silla de su compañero. Cuando los enanos lo dejaron atrás, el goblin y la silla estaban aplastados en el suelo. Un ogro se quedó, cruzó los enormes brazos sobre su pecho y plantó los pies en el suelo, creyendo que era una barrera infranqueable.

Acabó herido en algo más que el orgullo cuando Iván atravesó a toda velocidad las piernas extendidas con el hacha levantada por encima de la cabeza. El ogro trastabilló, agarrándose el bajo vientre desgarrado, y Pikel pasó junto a él hundiéndole el costado de la rodilla. El ogro aún no tocaba el suelo cuando Shayleigh saltó, plantó un pie en una de las mejillas del ogro y otro en las costillas, y descendió corriendo por el flanco de la criatura desplomada.

Parecía que no había método en la arremetida de los enanos, ningún propósito más allá del caos generalizado. Entonces, Pikel vislumbró la zona del servicio, un largo mostrador que recorría toda la pared trasera.

—¡Oooo! —chilló el enano de barba verde, que señaló en esa dirección.

Uno de los sirvientes levantó una ballesta, pero una flecha de Shayleigh lo abatió. Un segundo izó una bandeja de madera a modo de escudo, pero el hacha de Iván partió defensa y cabeza. El escudo del tercero, una olla de metal, parecía más imponente, pero el garrote de Pikel la golpeó, salió disparada y alcanzó la frente del hombre.

Los tres amigos saltaron al otro lado de la barra en un instante. Shayleigh se volvió y lanzó una andanada de flechas, ya que muchos enemigos iban tras ellos, aunque pareció que no habría manera de detener la horda que se acercaba.

Iván y Pikel saltaron sobre el mostrador al lado de la elfa, armados con una vajilla metálica. Los enanos levantaron una barrera de metal. Los platos zumbaban por el aire, giraban y se desviaban, machacando a los enemigos que se acercaban.

Y eso los retuvo lo suficiente para que Shayleigh los abatiera uno tras otro.

—Jee, jee, jee —rió Pikel.

El enano saltó de la barra y agarró una olla llena de sopa verde y espesa. La derramó sobre ellos, y los enemigos que se acercaban resbalaron en el suelo. Además el enano recogió un cucharón con agua hirviendo antes de subirse a la barra.

Una flecha rebotó en la oreja de Iván, y acabó hundida en la pared que estaba detrás del enano. Shayleigh, concentrada en el monstruo más grande que se aproximaba, otro ogro, descubrió a un arquero en el flanco, que se agachó detrás de una mesa volcada.

—¡Céntrate en el arquero! —gritó Iván—. ¡Nosotros nos encargaremos de los que se acerquen demasiado!

El razonamiento parecía atinado, y la doncella elfa se vio obligada a mantener la cabeza fría, a ignorar las amenazas más cercanas y a creer en sus compañeros. Apartó el arco, y mientras recargaba vio cómo la cadera del arquero asomaba por encima de la barrera, y sin pensárselo dos veces, le clavó una flecha.

El ogro que se acercaba llevaba cuatro flechas alojadas en el pecho, pero seguía adelante, en dirección a Pikel y Shayleigh.

El enano abrió los ojos con miedo fingido, y pareció que se acobardaba, lo que hizo que Shayleigh soltara un grito. Pikel se levantó en el último instante, y levantó el cucharón, que salpicó los ojos y la cara del sorprendido ogro.

Como era de esperar, el ogro trastabilló y se llevó las manos hacia los ojos quemados. El movimiento hizo que resbalara sobre la sopa verde, y cayó de rodillas contra la recia barra de piedra. Arrodillado, mientras luchaba por recuperar el equilibrio y la vista, el ogro oyó un ruido, un crujido seco producido por el garrote que se hundió en su cráneo.

Pikel dejó a un lado el garrote con trozos de cerebro y recogió más platos. Los lanzó hacia los enemigos, que, de pronto, estuvieron más interesados en poner tierra de por medio que en llegar hasta ellos.

—Nadie es mejor en la lucha culinaria que un Rebolludo —comentó Iván, y al observar el caos y la carnicería, Shayleigh no hizo otra cosa que asentir.

Pero la elfa supo que se necesitaría algo más que la furia inicial para ganar esa batalla. Quedaban docenas de enemigos, ya que entraban más en el comedor; volcaban mesas y se ponían a cubierto tras ellas. Vio cómo otro arquero asomaba por encima de una mesa, y levantaba el arco.

Shayleigh fue más rápida, y disparó. La flecha del hombre se desvió sin causar daño, y Shayleigh se la hundió entre los ojos. La satisfacción de la elfa duró poco al darse cuenta de que le quedaban cinco flechas, y a Iván y Pikel también se les acabaron los suministros de platos metálicos.

Cadderly se arrodilló ante lo que quedaba del prisionero, que tenía la cabeza y los hombros destrozados. El joven clérigo se sintió culpable; sintió que la muerte de ese hombre indefenso era culpa suya.

Danica estaba junto al clérigo y lo apremiaba a ponerse en pie.

Cadderly liberó el brazo y clavó los ojos en el horripilante espectáculo. Pensó en ir al reino de los espíritus, para encontrar al hombre y…

«¿Y que?», comprendió Cadderly. ¿Recuperaría el espíritu? Miró a su espalda, al abdomen masticado. ¿Adónde? ¿Tenía el conjuro para recomponer el cuerpo destrozado?

—No es culpa tuya —susurró Danica; lo que pensaba era obvio para ella—. Le diste al hombre una oportunidad. Eso es más de lo que muchos ofrecerían en nuestra situación.

Cadderly comprendió las sabias palabras de Danica y dejó que se alejaran las ideas oscuras, la culpabilidad.

—Pudo ser uno de nosotros —le recordó Danica.

Cadderly asintió y se apartó del cuerpo. La hidra había cargado contra todos ellos; podía haber partido en dos a Danica, y lo habría hecho de no haber sido tan rápida. Incluso si Cadderly hubiera permitido que el prisionero conservara el arma, no podría haber mantenido una digna defensa contra la carga brutal del monstruo.

—Debemos irnos de aquí —dijo Danica.

Cadderly asintió de nuevo, y se volvió para mirar la puerta destrozada. Pasaron juntos el dintel, y llegaron a una pequeña antecámara. No se presentó ningún enemigo, pero ese hecho hizo poco por calmar los ánimos, ya que unas gárgolas los miraban desde lo alto de una repisa que recorría la pared de la habitación; portaban dagas afiladas como agujas, el arma favorita de Talona. Bajorrelieves demoníacos cubrían los pilares de piedra, hordas de cosas cadavéricas danzaban alrededor de la engañosa belleza de la Señora de la Ponzoña. Los tapices cubrían la habitación. Todos mostraban escenas sangrientas de batallas donde las hordas de goblins y orcos, con armas ensangrentadas y llenas de veneno, se abalanzaban sobre huestes de elfos y humanos que huían.

Una silla dominaba la habitación; descansaba sobre un estrado y estaba flanqueada por dos altas estatuas de hierro de fieros guerreros que sostenían una espada gigantesca en una mano, y en la otra, una daga diminuta. No había puertas evidentes, aunque una cortina cubría una parte de la pared que había detrás de la silla.

Mientras Danica, al amparo, se movía a su alrededor, Cadderly se unió a la canción de Deneir. Buscó claves que le dieran indicios sobre la naturaleza de lo que los rodeaba. Se quedó más tranquilo cuando detectó que no había influencia mágica en las gárgolas, pero casi se echó atrás cuando se volvió hacia las estatuas de hierro. Parte de ellas —en su mayoría las bocas y los brazos— hormigueaban con la energía mágica residual.

—¿Golems? —susurró Danica al ver los ojos asustados de Cadderly.

No lo sabía a ciencia cierta. Los golems eran entes mágicos, cuerpos animados de hierro, piedra u otros materiales inertes. Allí serían apropiados; esos seres los creaban a menudo los magos o clérigos para que les sirvieran de guardianes. Desde luego, con todo lo que sabía de Aballister, la idea de que el mago poseyera golems de hierro, la más poderosa de esas construcciones, no era descabellada. Pero Cadderly esperaba detectar más magia en semejante criatura.

—¿Adónde vamos? —preguntó Danica, cuyo tono demostró que se sentía incómoda, vulnerable, en la antecámara del mago.

Cadderly reflexionó un rato. Sintió que debían dirigirse hacia la cortina, pero si ésos eran golems de hierro, y los dos caminaban entre ellos…

Cadderly apartó la desagradable imagen de su cabeza.

—La cortina —dijo decidido.

Danica echó a andar, pero Cadderly la asió del brazo. Si creía en él, aun cuando sentía inseguridad, entonces caminaría a su lado.

Cadderly asió el bastón y apartó la cortina con cautela. Descubrió una puerta. Empezó a volverse hacia Danica, a punto de sonreír, pero de pronto, antes de que cualquiera de los dos reaccionara, las estatuas de hierro se dieron la vuelta. Las espadas se detuvieron a un dedo de ellos, una delante y la otra detrás.

—Di la palabra —exigieron las dos estatuas al unísono.

Cadderly observó cómo Danica se tensaba, y esperó que se lanzara a la carga contra el adversario metálico. Unas notas fluctuantes cruzaron su conciencia, y vio la creciente energía mágica de los brazos de las estatuas de hierro, en particular en los brazos que sostenían las dagas. No necesitó usar la magia para adivinar que las puntas de esas armas viles probablemente estarían envenenadas.

—Di la palabra —exigieron las estatuas de nuevo.

Cadderly concentró sus sentidos en la energía mágica, que vio aumentar hasta niveles peligrosos.

—No te muevas —le susurró a Danica, al intuir que si atacaba, las dos dagas harían su trabajo con una efectividad mortal.

Las manos de Danica bajaron a sus costados, aunque apenas pareció relajarse. Creía en su juicio, pero Cadderly se preguntó si era algo bueno. La energía mágica creció como si fuera a entrar en ebullición, y aún no había resuelto cómo disiparla o contrarrestarla.

El joven clérigo creyó que la impaciencia de los golems crecía.

—¡Di la palabra!

La orden unánime sonó como una advertencia final. Cadderly quiso decirle a Danica que escapara, con la esperanza de que ella, al menos, consiguiera huir antes de que las dagas golpearan, o arremetieran las espadas.

—La palabra es Bonaduce —dijo una voz desde el otro lado de la puerta, una voz de mujer que los dos reconocieron.

—Dorigen —resolló Danica con una expresión de rabia en la cara.

Cadderly asintió, y supo que confiar en Dorigen sería un acto forjado por la desesperación. Pero algo en la palabra, Bonaduce, daba la impresión de veracidad, una nota familiar, en la cabeza del joven clérigo.

—¡Bonaduce! —gritó Cadderly—. ¡La palabra es Bonaduce!

La mirada incrédula de Danica creció cuando los golems volvieron a su posición inicial.

Cadderly tampoco entendió nada. ¿Por qué los ayudaba Dorigen, en especial cuando se encontraban en una situación tan difícil? Se dirigió hacia la puerta y apartó la cortina.

—Debe tener una trampa —razonó Danica en voz baja mientras agarraba el brazo de Cadderly para impedir que asiera la argolla.

Cadderly sacudió la cabeza y agarró el aro. Antes de que Danica dijera nada, tiró con fuerza y abrió la puerta.

Entraron en una habitación confortablemente amueblada: abundantes sillas acolchadas, tapices de colores vivos revistiendo todas las paredes, y una alfombra de piel de oso en el suelo. El único mueble llamativo era un escritorio de madera, situado en la pared opuesta a la puerta. Allí estaba sentada Dorigen, y le daba golpecitos a su torcida nariz con una varita.

Danica se agachó en una postura defensiva al instante, y una mano bajó hacia una bota para desenfundar una daga.

—¿Os he mencionado antes lo mucho que me asombráis? —les preguntó la mujer en tono calmado.

Cadderly envió un mensaje telepático a Danica para pedirle que se tranquilizara y esperara a ver cómo acababa la cosa.

—¿Estamos nosotros menos sorprendidos? —respondió el joven clérigo—. Nos diste la contraseña.

—Para matarnos ella misma —añadió Danica, inflexible.

Danica volteó la daga, agarrándola por la punta de modo que la pudiera lanzar en un abrir y cerrar de ojos.

—Eso es una posibilidad —admitió la maga—. Conozco muchos conjuros —se dio golpecitos con la varita en la mejilla— que podría usar contra vosotros, y quizás esta vez el combate acabaría de modo distinto.

—¿Podría? —advirtió Cadderly.

—Acabaría de modo distinto si tuviera intención de reanudar el combate —explicó Dorigen.

Danica sacudía la cabeza, escéptica. Cadderly tenía problemas para creer en el repentino cambio de actitud de la mujer. Se zambulló en las notas de la canción, buscaba la aurora, ver el aura.

Las sombras fluctuaron sobre los delicados hombros de Dorigen, reflejos de lo que había en su mente y en su corazón. No eran cosas malvadas y agazapadas, como esperaba Cadderly, sino sombras tranquilas, sentadas a la espera.

Cadderly disipó el conjuro, y clavó la mirada en Dorigen con más interés. Advirtió que Danica daba un paso a un lado y comprendió que intentaba separarse de él, acrecentando el número de blancos.

—Dice la verdad —anunció el joven clérigo.

—¿Por qué? —replicó Danica.

Cadderly no supo qué decir.

—Porque me he cansado de esta guerra —respondió Dorigen—, y de hacer de esbirro de Aballister.

—¿Crees que los horrores de Shilmista se olvidarán con tanta facilidad? —preguntó Danica.

—No deseo repetir los errores de Shilmista —respondió Dorigen de inmediato—. Estoy cansada. —Levantó las manos, con los dedos todavía rotos por los golpes que les dio Cadderly—. Y lesionada.

Las palabras hirieron a Cadderly, pero no así el tono afable y suave de Dorigen.

—Hubieses podido matarme, joven clérigo —continuó la maga—. Ahora también, probablemente, con mi antiguo anillo, además de otras cosas.

Cadderly cerró la mano inconscientemente, y acarició el anillo de ónice con el pulgar.

—Y dejar que los golems te mataran —continuó Dorigen—. O atacarte con un surtido de conjuros mortales cuando entrabas en la habitación.

—¿Es eso lo que te resarce? —preguntó Cadderly.

—La fatiga, más que nada —dijo Dorigen después de encogerse de hombros, y de hecho parecía cansada—. He pasado muchos años junto a Aballister; he visto cómo reunía un poderoso ejército con promesas de gloria y poder sobre la región. —Dorigen soltó una carcajada ante la idea—. Míranos ahora —lamentó—: Un puñado de elfos, un par de enanos necios, y dos niños —señaló a Cadderly y a Danica con un gesto de la mano, mostrando una expresión de incredulidad— nos han puesto de rodillas.

Danica volvió a alejarse, y Dorigen hizo un gesto rápido con la varita. Su expresión se tornó seria.

—¿Podemos continuar? —solicitó, agitando la varita—. ¿O dejamos que esto acabe como los dioses desearon siempre?

Otro mensaje telepático llegó a Danica, obligándola a relajarse.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Cadderly.

—¿No es evidente? —respondió Dorigen, y luego soltó una risita al recordar que Cadderly aún no tenía ni idea de que Aballister era su padre—. Tú contra Aballister; es sobre lo que gira toda esta guerra.

Cadderly y Danica cruzaron sus miradas, ambos se preguntaban si Dorigen estaba loca.

—Ésa no era la intención de Aballister —continuó Dorigen mientras reía entre dientes—. No sabía que existías cuando Barjin empezó todo el asunto.

El nombre del clérigo muerto hizo que Cadderly diera un respingo.

—Y desde luego no era nuestra intención —prosiguió Dorigen—. Tú no comprendiste ni comprendes el significado; no sabías que Aballister existía.

—Deliras —dijo Cadderly.

Las carcajadas de Dorigen aumentaron.

—Quizás —admitió—. Y con todo debo creer que era más que una coincidencia lo que nos condujo hasta este punto. Aballister mismo desempeñó una parte, una parte que posiblemente lamenta.

—Al empezar la guerra —razonó Cadderly.

—Al salvarte la vida —corrigió Dorigen.

Cadderly torció la cara todavía más.

—Sin darse cuenta —añadió la mujer deprisa—. Su odio hacia Barjin, su rival, sobrepasaba su capacidad para predecir la espina venenosa en la que te convertirías.

—Miente —decidió Danica, avanzando poco a poco hacia el escritorio, aparentemente preparada para saltar y estrangular a la enigmática maga.

—¿Recuerdas el último combate con Barjin? —preguntó Dorigen.

Cadderly asintió, sombrío. Nunca olvidaría ese día aciago, el día en que mató a un hombre por primera vez.

—El enano, el de barba rubia, estaba paralizado por la magia de Barjin —indicó Dorigen.

La imagen apareció clara en la mente del joven clérigo. Iván se detuvo en su avance hacia el clérigo malvado, se quedó paralizado, dejando a Cadderly prácticamente indefenso. Entonces Cadderly no era un poderoso clérigo, apenas podía vencer a un simple goblin, y el clérigo malvado habría acabado con él. Pero Iván escapó del conjuro en el último momento, y permitió que Cadderly se escabullera de las garras de Barjin.

—Aballister contrarrestó la magia del clérigo —anunció Dorigen—. El mago no es tu amigo —añadió con prontitud—. No siente nada por ti, joven clérigo, como se evidencia por la banda de asesinos que envió para matarte en Carradoon.

—Entonces, ¿por qué me ayudó? —preguntó Cadderly.

—Porque Aballister temía a Barjin más que a ti —respondió Dorigen—. No anticipó lo que los dioses le tenían reservado en lo que al joven Cadderly concernía.

—¿Y, cómo continúa el juego, sabia Dorigen? —preguntó Cadderly con sarcasmo, cansado de la críptica diversión de Dorigen y sus misteriosas referencias a los dioses.

Dorigen hizo un gesto hacia la pared y pronunció la palabra de activación que reveló un portal arremolinado de niebla.

—Me ordenaron que te atacara a plena potencia, y luego me retirara. Tenía que intentar separarte de tus amigos y dirigirte hasta ese portal —explicó—. Allí dentro está la mansión de Aballister, el lugar donde planeó acabar con el joven clérigo que se convertía en un problema.

Cadderly estudió a Dorigen con cuidado mientras hablaba. Usó la visión del aura para descubrir cualquier trampa que la maga pudiera tener guardada. Danica lo miró en busca de respuestas, y él se encogió de hombros, convencido, contra toda lógica, de que Dorigen volvía a decir la verdad.

—Y por eso me entrego a ti —dijo Dorigen, y la sorpresa de Danica y Cadderly no pudo ser más grande.

La mujer dejó la varita sobre el escritorio y se acomodó en la silla.

—Ve y continúa el juego hasta el final, joven clérigo. —Se despidió de Cadderly, y volvió a señalar el portal—. Deja que el destino de la región lo determine este combate personal, como pretendió desde el principio.

—No creo en el destino —respondió Cadderly con firmeza.

—¿Crees en la guerra? —preguntó Dorigen.

—No lo hagas —susurró Danica.

En la cara de Dorigen volvió a formarse una amplia sonrisa.

—Bonaduce también te hará atravesar el portal.

—No —repitió Danica, esa vez en voz alta.

Cadderly se apartó de ella, se acercó a la pared.

—¡Cadderly! —gritó Danica a su espalda.

El joven clérigo no escuchaba. Había llegado hasta allí para derrotar a Aballister, para decapitar las huestes del Castillo de la Tríada, de modo que las gentes no necesitaran morir en una guerra. Eso podía ser una trampa, un portal que lo llevaría a los planos inferiores y lo dejaría allí para toda la eternidad. Pero Cadderly no ignoró las posibilidades que le ofrecía Dorigen a través de esa puerta, y tampoco las verdades que la magia le mostraba.

Oyó cómo Danica se acercaba a él.

—Bonaduce —gritó, saltó hacia el remolino, y desapareció.