La palabra sagrada
Danica apoyó la espalda contra el muro, empujando con todas sus fuerzas mientras intentaba plantar los pies en el suelo liso. Sólo consiguió deslizarse hacia adelante mientras el pasillo se estrechaba sin descanso.
El desesperado Cadderly miró a todas partes, de la losa de piedra al rastrillo, y a las paredes que se movían. Trató de invocar la canción de Deneir, pero no recordó nada que les pudiera ayudar en ese momento.
Las paredes estaban a más de dos metros.
Dos metros.
Cadderly rechazó el pánico, cerró los ojos, se concentró y confió en la armoniosa música.
Sintió que Danica le agarraba los brazos con brusquedad, pero trató de ignorar la molestia. Tiró de nuevo, más fuerte, obligando a Cadderly a mirarla.
—Mantén la manos rígidas frente a ti —instruyó mientras volvía las palmas hacia arriba.
Observó con interés cuando Danica se tendió sobre sus manos y plantó los pies sobre una de las paredes, y las manos, en dirección a la otra, que se acercaba.
—No puedes —empezó a protestar Cadderly.
Sin embargo, mientras hablaba, las paredes habían llegado al alcance de Danica y se habían detenido como si hubieran atravesado una barra de acero gracias al cuerpo rígido de la luchadora, que entró en estado meditativo.
Cadderly retiró las manos del estómago de Danica, pues la posición la sostenía por completo, y se obligó a apartar la atención de la sorprendente luchadora y pensar en un problema más acuciante. Si el enemigo detectaba que las paredes dejaban de moverse, entonces los dos tendrían compañía desagradable. Cadderly sacó la ballesta de mano y cargó un dardo explosivo.
Oyó murmullos al otro lado de la puerta, detrás del rastrillo, y se acercó, haciendo un esfuerzo por escuchar.
—Buga yarg grrr mukadig —dijo una voz gutural, y Cadderly, con sus excepcionales conocimientos de las lenguas de Faerun, comprendió que un ogro insistía en que a esas horas los muros ya habrían acabado con ellos.
Cadderly volvió atrás, se deslizó bajo Danica y situó el brazo de la ballesta sobre su espalda para tener un apoyo. También puso el buzak sobre Danica, a su alcance, y asió el bastón con la mano libre.
Se oyó un sonido metálico cuando el rastrillo empezó a levantarse, y oyó cómo se deslizaba una llave en la cerradura de la puerta. Estabilizó la ballesta y calmó los nervios al caer en la cuenta de que debía mantener a raya al enemigo lo bastante como para que Danica se soltara y corriera tras él.
La puerta se abrió, y tras ella apareció la cara de un ogro ansioso, que sonreía de manera estúpida mientras buscaba los restos aplastados de los intrusos.
El dardo de Cadderly pasó por el hueco que había entre los dos incisivos. El clérigo cargó con valentía, recogiendo el buzak.
Las mejillas del ogro se hincharon insólitamente, los ojos casi se le salieron de las órbitas, y luego los labios se agitaron, escupiendo un chorro de sangre y dientes rotos.
—¿Duh, Mogie? —preguntó el sorprendido ogro cuando el compañero destrozado se desplomó en el suelo.
El ogro se inclinó, intentando hacerse una idea de lo que sucedía; luego volvió la mirada hacia el pasillo trampa justo a tiempo de ser alcanzado por el buzak de adamantita en un lado de la nariz.
Cadderly giró la muñeca con fuerza, y los discos, que volvieron a su palma, le hicieron daño, pero volvió a arrojarlos. La mano del ogro fue a levantarse, pero no lo suficiente para bloquearlos, y alcanzaron a la bestia en un ojo.
Pero el brazo del ogro, que continuaba su movimiento ascendente, se enredó en la cuerda, y Cadderly no pudo recuperar el buzak para lanzarlo por tercera vez. Siempre dispuesto a improvisar, levantó el bastón con ambas manos y lo descargó con fuerza sobre el grueso antebrazo del aturdido ogro.
El siguiente golpe lo dirigió más abajo, hacia las costillas expuestas, y el ogro, como Cadderly esperó, bajó el brazo en un acto reflejo. El siguiente bastonazo volvió a ser alto e impactó al ogro en la ya destrozada nariz. Lo completó, invirtió el agarre, y soltó otro golpe en dirección opuesta; la cabeza de carnero del bastón machacó la base del cráneo del ogro.
De pronto, el monstruo se arrodilló, con los brazos fláccidos.
Cadderly golpeó de un lado a otro, tres veces, cinco, y entonces Danica pasó a su lado, mientras dirigía una patada bajo la barbilla del monstruo.
La cabeza del ogro se fue hacia atrás con un chasquido, y por fin, la enorme cosa se desplomó al suelo junto a su compañero muerto.
—¡Cárgala! —le ordenó Danica a Cadderly al devolverle la ballesta.
A sus espaldas, oyeron el crujido de la madera cuando los muros que se acercaban se cerraron sobre la puerta abierta.
Ninguno de los dos se preocupó de mirar atrás.
La caída era resbaladiza y pronunciada, y Shayleigh, a pesar de todos sus esfuerzos, apenas pudo detener el descenso. Al final, consiguió situar la espalda contra el suelo inclinado y, con el arco, tanteó hacia arriba, en busca de algo a lo que agarrarse.
No había nada. El techo del tobogán, como el suelo, era perfectamente liso.
Una docena de imágenes desagradables pasaron por la cabeza de la doncella elfa; en la mayoría de ellas se veía empalada junto a Iván y Pikel en una pared de estacas con las puntas llenas de veneno. O encima de Iván y Pikel, empujando a sus ya empalados amigos para hundirlos más en las imaginarias estacas.
Mientras agarraba el arco con fuerza, Shayleigh se inclinó para situar los pies contra una de las paredes y el hombro en diagonal con el estrecho tobogán. Levantó la cabeza y observó la oscuridad que rodeaba su cuerpo, con la esperanza de ver algo que la advirtiera antes de tocar suelo. Con la visión que detectaba el calor, pudo descubrir algunas huellas del paso de los enanos, calor residual de Iván y Pikel, que aún se discernía en manchas a lo largo del suelo y en las paredes curvadas.
Y de pronto, apareció un muro de oscuridad, el final de la caída, y comprendió, en el instante en que colisionó, que aunque los enanos no estaban a la vista, había una trampilla.
La atravesó, pero se agarró a ambos lados de la puerta con los brazos extendidos. El arco cayó bajo ella, y oyó el gruñido de un enano, seguido de un pequeño chapoteo.
La trampilla se cerró, atrapándole los antebrazos entre la roca y la madera. Se agarró con testarudez, imaginando que podría ser la única vía de escape del tortuoso pozo.
—Estoy contento de que lo consiguieras, elfa —dijo Iván desde abajo—, pero deberías pensar en soltarte por si baja alguien más.
Shayleigh se las arregló para mirar bajo ella, y ver las borrosas y calientes formas de Iván y Pikel en un charco lóbrego que les llegaba a la cintura. No sabía con exactitud las dimensiones de la caverna, pero no era grande y, en apariencia, no había otra puerta.
—¿Estáis bien? —preguntó.
—Mojados —rebulló Iván—. Y tengo un chichón en la cabeza de cuando mi hermano me cayó encima.
Pikel empezó a silbar y se volvió. Un momento después, el enano de barba verde se dio media vuelta y saltó sobre su hermano, de modo que casi lo hundió en el agua.
—¿Qué te pasa? —exigió el arisco enano.
Pikel chilló y se esforzó en sacar los pies fuera del agua.
Iván soltó un grito repentino y arrojó a Pikel al aire. Cuando el enano de barba verde tocó el agua, Iván, hacha en mano, empezó a soltar tajos a lo loco, y las salpicaduras alcanzaron a Shayleigh, que estaba agarrada a la trampilla.
—¿Qué pasa? —gritó Shayleigh.
Los dos enanos luchaban mientras daban golpes al agua con las armas.
—¡Algo largo y baboso! —respondió Iván con un rugido.
Se abalanzó hacia la pared justo debajo de donde colgaba la elfa, tratando en vano de alcanzar sus botas. Pikel se situó detrás en un instante y se encaramó a él, pero Iván se agachó, lanzó a Pikel de bruces sobre el cieno y luego, de un salto, se encaramó en la espalda de su hermano. Durante todo el rato, Shayleigh les pedía que se calmaran. Al final, lo hicieron, cansados, a pesar de no alcanzarla.
—Usad mi arco —razonó Shayleigh.
—¿Eh? —chilló Pikel, confundido.
Iván, en cambio, comprendió. Tanteó en el agua y al final recuperó el arco. Luego se acercó a la pared y enganchó el pie de Shayleigh.
—¿Estás seguro de que tienes suficiente apoyo? —preguntó el enano con buenos modales.
—Date prisa —respondió Shayleigh, e Iván saltó y se agarró, escaló el arco y asió la bota de la elfa.
—Pasa por encima de mí —instruyó Shayleigh—. Deberás llegar hasta el tobogán primero y buscar la manera de sujetarte tú mismo.
—Uh-oh —soltó Pikel alarmado.
El fornido Iván se sintió culpable de escalar sobre la doncella elfa de esa manera, pero comprendió el sentido práctico de la acción, en especial después del preocupante comentario de Pikel.
Iván bajó la mirada y vio a Pikel muy quieto; una cabeza de serpiente se elevó por encima del agua y se cimbreó despacio, de atrás hacia adelante, a solo palmo y medio de Pikel, y casi a la altura de los ojos del enano.
—Hermanito —susurró Iván casi sin voz.
Pensó en saltar al agua entre Pikel y la serpiente.
—Sube —le dijo Shayleigh.
Pikel empezó a balancearse con la serpiente; silbaba mientras se movía de lado a lado. Los dos parecían estar en armonía, casi bailaban, y la serpiente no dio indicios de atacar al enano.
—Sube —repitió Shayleigh al enano—. Pikel no podrá subir hasta que te apartes.
Iván siempre había sido protector con su hermano, y buena parte de él quería saltar sobre la serpiente, acometerla a lo loco para defender a Pikel. Se obligó a retener el impulso porque estaba de acuerdo con Shayleigh y porque tenía miedo a las serpientes. Escogió con cuidado dónde agarrarse en la ropa de elfa y subió, consolándose con los silbidos de Pikel, que aún continuaban, una canción tranquila que quitó tensión a la horrible situación.
Iván se abrió camino hasta la espalda de Shayleigh y se escurrió por el boquete abierto entre ella y la pesada trampilla. Cuando alcanzó el inclinado tobogán, se puso de costado, y se sujetó con manos y pies en las paredes.
—¿Pikel? —preguntó Shayleigh sin resuello cuando los silbidos terminaron.
—¡Oo oi! —respondió Pikel desde abajo.
Shayleigh notó el peso en sus pies cuando el segundo hermano empezó a escalar el arco. Pikel lo recogió mientras subía por la espalda de Shayleigh; luego se deslizó, entró en el tobogán cruzando por encima de Iván y plantó las sandalias mojadas sobre su hermano para ayudar a Shayleigh. Esa era la parte más difícil de la maniobra, ya que Pikel e Iván tendrían que abrir lo suficiente la trampilla para que Shayleigh pasara, y al mismo tiempo conseguir que la elfa se sujetara a algo sólido.
Pikel apuntaló el garrote sobre la trampilla, entre los brazos extendidos y doloridos de Shayleigh.
—Cuando mi hermano empuje, te sueltas de una mano y subes hasta mí —instruyó Iván—. ¿Preparada?
—Ábrela —rogó Shayleigh, y Pikel comenzó a empujar despacio.
Tan pronto la presión disminuyó, Shayleigh se estiró para alcanzar a Iván.
Falló, y la sujeción del otro brazo no fue lo bastante fuerte como para sostenerla. Con un grito, la doncella elfa empezó a caer.
Iván le agarró la muñeca; sus dedos rechonchos la envolvieron con fuerza y la mantuvieron contra la pared resbaladiza.
—Oooo —gimió Pikel mientras el grupo empezaba a deslizarse hacia abajo.
Pero Iván soltó un gruñido, enderezó su fuerte espalda y se encajó con firmeza en el sitio. Y Pikel, a pesar de que los brazos le dolían por el esfuerzo del complicado ángulo, mantuvo la presión sobre la pesada puerta para que Shayleigh se escurriera por la abertura. Subió por encima de Iván hasta la altura de Pikel, y dejó que la trampilla se cerrara de golpe. Entonces, Pikel se enderezó de manera perpendicular a su hermano, y Shayleigh escaló por encima de él y se situó igual que Iván.
Después, Iván escaló a Pikel, mientras éste se agarraba con fuerza a la doncella elfa. Se puso de través con relación a Shayleigh, en la misma dirección que el tobogán. Pikel trepó hasta arriba, se colocó de costado, y se encajó como si se tratara de otro escalón, y así siguieron; los tres hacían de escalera viviente.
—¿Eh? —chilló Pikel cuando se afianzó junto a un ángulo lejos del extremo del tobogán.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Iván, que subió hasta él.
Entonces Iván también vio las líneas en la pared del tobogán; líneas paralelas, como las de una puerta.
El enano se plantó sobre la espalda de Pikel; las manos tantearon la pared. Notó una ligera depresión —sólo un enano podía detectar un detalle tan inconsistente en la pared— y presionó con fuerza. La puerta secreta se deslizó a un lado, revelando un segundo pasillo; se inclinaba hacia arriba como el otro, pero en un ángulo más llevadero.
Iván volvió la mirada hacia Shayleigh y Pikel.
—Sabemos lo que hay sobre nosotros —razonó Shayleigh.
—Pero ¿podemos atravesar la trampilla? —preguntó Iván.
—Sssh —les pidió Pikel, señalando con la barbilla el nuevo pasadizo.
Cuando los otros se callaron, oyeron ruido al otro extremo, lejano, como si empezara una reyerta.
—¡Puede ser que sean amigos y nos necesiten! —rugió Iván.
El enano entró en el nuevo pasillo, arrastrando a Shayleigh y luego a Pikel. Tanteó de nuevo la depresión en la piedra, se las arregló para cerrar la puerta secreta, y gracias a la menor pendiente, los tres avanzaron más deprisa.
Llegaron a una bifurcación un rato más tarde. El pasillo continuaba la subida por un lado, pero se inclinaba hacia abajo en un tobogán más estrecho por el otro. Sus instintos les dijeron que debían seguir subiendo —habían dejado a sus amigos más arriba—, pero los sonidos de combate llegaban del túnel más bajo.
—Podría ser Cadderly —razonó Shayleigh.
—¡Perro gigante! —dijo una voz familiar desde abajo.
—¡Traidor! —rugió otra voz fuerte, aún más grave.
Pikel entró en el tobogán con la cabeza por delante.
—¡Vander! —gritó Iván más tarde.
«¿Qué puerta?», se preguntó Cadderly al descubrir la gran cantidad de salidas que le rodeaban en la enorme habitación circular mientras dejaba atrás los cuerpos de los dos ogros muertos. También descubrió que había muchos símbolos grabados en las paredes, tridentes con pequeños viales en las puntas, intercalados con triángulos que contenían tres lágrimas, el símbolo modificado de Talona.
—Debemos estar cerca de la capilla —susurró Cadderly a Danica.
Como si acabaran de confirmárselo, la puerta del lado opuesto de la habitación se abrió, y un hombre, lleno de cicatrices horribles y vestido con la típica túnica gris y verde de los clérigos talonitas, entró de un salto en la habitación.
Danica se agachó; Cadderly apuntó la ballesta a la cara del hombre.
Aunque el clérigo sonrió, y un momento más tarde todas las puertas de la habitación circular se abrieron. Cadderly y Danica se encontraron frente a una horda de orcos, goblins y hombres sonrientes, incluidos varios más que llevaban las ropas de los clérigos talonitas. Los dos volvieron la mirada hacia el corredor, él único escape posible, pero las paredes ya estaban juntas y no mostraban signos de separarse.
Por alguna razón, la fuerza enemiga no atacó de inmediato. Más bien, sus miradas pasaban de la pareja al primer clérigo que entró, que parecía el líder.
—¿Crees que será tan fácil? —chilló el hombre lleno de cicatrices—. ¿Crees que pasarás por nuestra fortaleza sin que nadie te lo impida?
Cadderly posó la mano en el brazo de Danica para detener su inminente salto sobre el repugnante clérigo. Podrían llegar a él, matarlo, pero no tenían oportunidad de vencer a esta multitud, a menos que…
Cadderly oyó cómo la canción sonaba en su mente. Tenía la extraña sensación de que algún sirviente poderoso de su dios le llamaba, le instruía, le impelía a oír la armonía de la música.
El clérigo malvado graznó y dio una palmada, y el suelo delante de él se levantó de improviso, ascendió y se convirtió en una gigantesca forma humana.
—Elementales —resolló Danica, captando la atención de Cadderly.
Efectivamente, dos criaturas del plano de la tierra se habían levantado ante la llamada del clérigo, y Cadderly se dio cuenta de que el hombre debía ser poderoso para dominar semejantes aliados.
Pero desechó el sombrío pensamiento, se zambulló en la canción y oyó que la música se elevaba en un glorioso crescendo.
—¡Lanza un conjuro! —gritó otro de los clérigos, y la advertencia hizo que toda la fuerza enemiga se pusiera en acción.
Los soldados cargaron mientras agitaban las armas. Un soldado aprestó el arco y disparó, y los clérigos empezaron a lanzar sus conjuros; algunos defensivos, otros para atacar a los intrusos.
Danica aulló y, en un acto reflejo, dio una patada, que apenas desvió una flecha que se dirigía al pecho de Cadderly. Quería proteger a Cadderly; sabía que estaban condenados, ya que no tenían tiempo…
Una sola palabra, si es que lo era, escapó de los labios del joven clérigo. Como si se tratara de un cuerno, tan claro y tan perfecto que unos escalofríos de alegría recorrieron la espalda de Danica, la invitó a entrar en su resonancia perfecta y la agarró, similar a un trance, en su acompasada belleza.
La nota creó un efecto muy diferente en los enemigos de Cadderly, en los hombres malvados y los monstruos, que no podían tolerar la armonía de la canción de Deneir. Goblins y orcos, y algunos de los hombres, se agarraron las orejas sanguinolentas y cayeron muertos o inconscientes, con los tímpanos destrozados por la palabra. Otros se desmayaron. La gloria desnuda de la verdad de Deneir les robó las fuerzas, y los elementales se desplomaron sobre el suelo de piedra y huyeron a su plano de existencia.
Danica tembló durante un rato, con los ojos cerrados, y entonces, cuando los últimos ecos de la nota perfecta se desvanecieron, se acordó de que había titubeado y esperó que la horda estuviera sobre ella. Pero cuando abrió los ojos, sólo vio a tres enemigos en pie: el primer clérigo que había entrado en la habitación y un compañero junto a la pared —ambos se tapaban las orejas—, y un soldado, que no estaba muy lejos y miraba a su alrededor confundido.
Danica dio un salto al frente y le arrancó el arma de una patada. El soldado levantó la mirada, todavía demasiado sorprendido para reaccionar, y la luchadora lo agarró por la pechera de la túnica y descendió para dar una voltereta hacia atrás, plantó el pie en el estómago cuando éste pasaba sobre ella y lo lanzó con fuerza a la pared que había detrás de Cadderly, donde se desplomó. Danica se abalanzó sobre el soldado en un instante, con el puño cerrado para dar el golpe mortal.
—No lo mates —le dijo Cadderly.
El joven clérigo se había dado cuenta de que si el hombre había escapado a los efectos del conjuro más sagrado, si el hombre había resistido la nota de más armoniosa pureza, entonces no era de naturaleza malvada. Cadderly le echó un vistazo, pero descubrió algo revelador sobre el hombro del soldado, la encarnación del aura. Ésas no eran sombras malvadas agazapadas como las que a menudo veía cuando miraba de manera similar a hombres perversos.
Danica, confiando en el juicio de Cadderly, inmovilizó al hombre, y éste volvió su atención sobre los clérigos que aún estaban en pie.
—¡Maldito! —gritó con voz grave el líder lleno de cicatrices horribles, y el desmañado volumen de esa respuesta le reveló que su palabra sagrada había ensordecido al hombre.
—¿Dónde está Aballister? —solicitó Cadderly.
El hombre lo miró con interés; luego se tapó las orejas, cosa que confirmó las sospechas de Cadderly.
Los dos clérigos malvados empezaron a invocar con desesperación, lanzaron nuevos conjuros, y Danica estampó al soldado contra el suelo y empezó a avanzar.
—¡Atrás! —advirtió Cadderly.
La luchadora se quedó sin saber qué hacer. Conocía la importancia de llegar hasta los clérigos antes de que éstos completaran los conjuros, pero también sabía hacer caso a las advertencias de Cadderly.
Con una confianza suprema, al sentirse invulnerable a los clérigos de una diosa malvada, Cadderly se zambulló en la música y reanudó el cántico. Sintió oleadas de energía paralizadora cuando el clérigo que estaba a un lado le lanzó un conjuro de paralización, pero dentro del río protector de la música de Deneir semejante conjuro no funcionaría sobre Cadderly.
El líder levantó el brazo y arrojó una gema que resplandecía por las energías mágicas contenidas en ella. Danica dio un salto al frente para bloquearla, como había hecho con la flecha, mientras Cadderly la señalaba y soltaba un grito.
El resplandor de la gema desapareció, y con una inspiración repentina —un mensaje telepático de Cadderly—, danica asió la piedra.
Cadderly agarró la parte de atrás de la túnica de Danica y tiró de ella para situarla a su espalda mientras cantaba. Con cada nota pasaron por su mente ecuaciones y números. Vio la verdadera estructura de la zona que lo rodeaba, las relaciones y las densidades de los diferentes materiales. La energía fluía de las antorchas situadas en los candelabros de pared, y una energía más estática, la verdadera fuerza aglutinante que lo mantenía todo en su sitio, se mostró con claridad.
Los clérigos malvados volvieron a salmodiar, tercos, pero entonces era el turno de Cadderly. El joven se centró en la fuerza aglutinante, reinterpretó las ecuaciones y cambió sus factores; obligó a la verdad a ser mentira.
«No; mentira, no», descubrió Cadderly. No era caos, como el conjuro que había lanzado al viejo Fyren. En las ecuaciones reveladoras, Cadderly encontró una verdad alternativa, una distorsión, no una perversión de las leyes físicas. Por la voluntad y el entendimiento que la canción de Deneir le daba, doblegó la fuerza aglutinadora, la giró sobre el líder enemigo y lo convirtió en el centro de la gravedad.
Para cada objeto suelto cercano al hombre lleno de cicatrices, el suelo ya no era un lugar en el que reposar.
Soldados muertos y abatidos cayeron hacia su líder; no se deslizaron por el suelo, sino que, en realidad, cayeron y se desplomaron, como si el suelo no fuera la horizontal. Un escritorio de la habitación de atrás chocó contra la espalda del sorprendido clérigo, y todos los objetos se adhirieron a él como si fuera un imán viviente. Dos de las antorchas de la zona de realidad alterada se inclinaron hacia el clérigo malvado y se deslizaron con lentitud por los costados de los candelabros de pared; descansando ladeadas en una situación precaria, las llamas ardían en dirección contraria al líder.
El clérigo que estaba a un lado de la habitación quedó colgado en el aire, con los pies en dirección a su superior y las manos agarradas en la jamba de la puerta.
Danica no pudo evitar una sonrisa ante el ridículo espectáculo. Una bola de objetos y cuerpos convergía sobre el líder, golpeándolo desde todas direcciones. El clérigo que estaba a un lado cayó el último y se estampó con fuerza contra un orco muerto. Y entonces, todo estuvo asentado de nuevo, todo lo que estaba suelto o sin apoyo a quince metros del clérigo malvado descansaba sobre él; había quedado enterrado.
De ese montón confuso salieron varios gruñidos, la mayoría del apaleado líder, sepultado en algún lugar debajo de la masa confusa.
El compañero, que descansaba en la capa superior del montón, miró a Cadderly con odio y volvió a empezar su tenaz recitar.
—¡No lo hagas! —le advirtió Cadderly.
El clérigo se detuvo, pero no debido a la advertencia de Cadderly. De la misma habitación en la que había estado el escritorio cayó un gigante increíblemente gordo, golpeando el cúmulo con tanta fuerza que los cuerpos del lado opuesto de la masa confusa, cercanos a Cadderly y Danica, rebotaron, y luego volvieron a descansar en el montón una vez más. El líder, lleno de cicatrices, enmudeció por primera vez, y Cadderly se estremeció al descubrir que el gigante había aplastado al hombre.
Aunque el gigante ni siquiera estaba muerto. Rugió y se debatió, lanzó cuerpos hacia un lado, y luego los destrozó cuando inevitablemente volvían a caer.
—¿Cuánto durará? —preguntó Danica.
Los ojos de la mujer revelaban miedo, ya que al parecer no había manera de que Cadderly y ella salieran de la zona. Muchos de los hombres que quedaron inconscientes por la palabra sagrada se levantaron, y ese feroz gigante no estaba malherido.
La inquietud se abrió paso en la mente de Cadderly; eran temores oscuros por lo que tenía que hacer para acabar el combate. Buscó entre sus conjuros y escuchó con cuidado la canción, en busca de algo que les permitiera salir a los dos sin más derramamiento de sangre.
«Pero ¿qué pasará con sus amigos?», se preguntó. Si emergían por detrás, y el conjuro se terminaba, se enfrentarían a una fuerza formidable.
De nuevo, el clérigo encolerizado que estaba en la parte exterior de la masa confusa empezó a lanzar un conjuro; un soldado que se encontraba a su lado lanzó una daga en dirección a Cadderly, pero fue como si la arrojara hacia arriba, y el cuchillo descendió en dirección al revoltijo y se hundió en la espalda de un goblin muerto. El gigante atravesó la masa de cuerpos y objetos; sus ojos mostraban odio.
Cadderly miró a Danica. La gema que aguantaba era un trozo de ámbar. De todas las pruebas a las que se enfrentaría el joven clérigo, ninguna sería tan agónica como ese examen de conciencia. Pero entonces no podía fallar. No permitiría que su debilidad amenazara la misión; se lo debía a la buena gente de la zona. Pasó la mano sobre la gema, pronunció algunas palabras, y la piedra volvió a brillar, repleta de energía mágica.
—Lánzala —instruyó.
—¿A ellos?
Cadderly pensó por un momento y se encogió de hombros como si no importara.
—A un lado —dijo señalando el batiente de la puerta de donde había colgado el clérigo.
Danica continuaba sin entenderlo, pero lanzó la piedra encantada. Siguió el rumbo esperado durante unos metros, luego cruzó la zona distorsionada por el conjuro de Cadderly y descendió en una curva inexorable para impactar en el revoltijo.
Con un destello cegador, el montón prendió. Los hombres gritaron durante un momento; luego, callaron. El gigante se debatió frenéticamente, pero no tenía adónde huir; no pudo encontrar nada sobre lo que rodar que ya no estuviera ardiendo. Prosiguió durante lo que parecieron horas de agonía, pero fueron pocos minutos. Luego, el único ruido que siguió fue el crepitar de las llamas hambrientas.
Pikel se abrió camino a través de otra puerta inclinada y descendió quince metros para caer sobre el suelo de un pasillo con un resonante «¡oof!».
El enano, atontado e incapaz de mantener el equilibrio, volvió la mirada hacia un lado y vio a Vander —al menos las botas de piel de éste— que tropezaban entre los cuerpos de varios ogros muertos. Unas botas aún más grandes se movían para mantener a raya al firbolg, a lo mejor un gigante de las colinas, junto a los pies desnudos y sucios de otro ogro más.
Pikel sabía que Vander le necesitaba, por lo que soltó un gruñido de determinación y empezó a levantarse del suelo.
Iván, que caía en picado, le dio de lleno en la espalda. El enano barbirrubio rebotó en el amortiguado punto de aterrizaje y se abalanzó hacia adelante al reconocer la situación desesperada de Vander. El gigante de las colinas mantenía abrazado al firbolg, y el ogro, que llevaba un garrote enorme lleno de clavos, daba vueltas para buscar un resquicio.
—¡Traidor! —aulló el gigante una vez más.
Vander dio un cabezazo, que aplastó la nariz del gigante. Con un rugido, el coloso se revolvió y lanzó a Vander contra la pared con tanta fuerza que sacudió el pasillo entero. Vander rebotó un metro. Intentó levantar la espada, pero el ogro se abalanzó hacia él y le sacudió un golpe lateral que le hundió un clavo en la sien.
De rodillas, el agonizante firbolg descubrió que Iván cargaba y, con un esfuerzo heroico, levantó la espada como si de una lanza se tratara. Ésta hizo un corte en el hombro del gigante de las colinas, que apartó al monstruo, y se desplomó sobre la pared contraria. Las enormes manos intentaron buscar algún apoyo para arrancarse el arma.
El descomunal garrote del ogro impactó de nuevo, y Vander cayó.
Las lágrimas brotaron de los ojos oscuros de Iván mientras avanzaba por el pasillo. Saltó sobre el gigante y hundió el hacha en el grueso cráneo del monstruo. El ogro rugió ante la visión del enano y se abalanzó desde el otro lado del pasillo, dando golpes a diestro y siniestro.
Iván se alejó de un salto, y el garrote claveteado del ogro arrancó pedazos de la cara del gigante y lo despatarró en el suelo.
—Duh —gruñó el ogro estúpido, y luego dio un tirón a un lado cuando el hacha de Iván hizo un tajo en su pierna.
Como un leñador, el resuelto enano empezó a trabajar y lanzó tajos con desenvoltura, y cuatro hachazos más tarde, el ogro cayó al suelo.
Detrás de Iván, el gigante soltó un gruñido e intentó levantarse.
—¡Ooooooo!
A ese grito siguió el retumbante impacto de un garrote parecido al tronco de un árbol, lo que hizo que el enano barbirrubio mostrara los dientes.
Pikel golpeó de nuevo al gigante atontado y se preparó para un tercer porrazo. Pero el terco coloso, lejos de la muerte, agarró el arma y la apartó.
Pikel soltó una mano y señaló al gigante, que pareció confundido; algo saltó de la manga de Pikel y salió disparado hacia la cara del sorprendido gigante con unos colmillos llenos de veneno.
El gigante soltó el garrote y se desplomó hacia atrás mientras se arañaba la punzante herida, horrorizado. Oyó el «¡ooooooo!» de Pikel cuando el enano, garrote en mano, acabó con él, aunque nunca vio el descenso del arma.
Sin su arma, el ogro levantó los brazos a la defensiva y pidió rendirse.
Pero aquellos brazos, aunque gruesos, no eran rival para la furia ciega de Iván. Vander estaba muerto, y el enano no estaba de humor para escuchar nada de lo que pudiera decir el desesperado monstruo. El hacha del enano descendió repetidas veces, atravesó carne y hueso, y para cuando Shayleigh llegó hasta el enano y le puso una mano en el hombro para calmarlo, los gritos del ogro ya no se oían.