Creer
Vio el dragón, de nuevo con su verdadero tamaño, muerto en el rocoso valle. Se fijó en la cabeza cortada, que descansaba a apenas un metro del torso escamoso. Observó todo lo que rodeaba la desagradable escena, restos desgarrados de goblins y gigantes, veintenas de bestias. Y saliendo del valle, cansados quizás, iban Cadderly y Danica, pero ninguno de ellos mostraba heridas serias, flanqueados por los dos enanos, la doncella elfa y el firbolg traidor.
Dorigen se deslizó de nuevo hacia la silla y permitió que la imagen desapareciera de la bola de cristal. Al principio, se sorprendió al atravesar las protecciones mágicas de Cadderly y localizar al joven clérigo, pero cuando miró fijamente la escena, la carnicería y la furia de Fyrentennimar, comprendió el excusable lapso defensivo del clérigo.
Dorigen pensó que era testigo del fin de Cadderly, y por tanto, de la amenaza para el Castillo de la Tríada. Estuvo a punto de llamar a Aballister para aconsejarle que saliera y reclutara a Fyrentennimar como aliado para el ataque sin trabas contra Carradoon.
Su sorpresa cuando Cadderly encogió literalmente al dragón. —Dorigen supuso que por quitarle años—, no pudo ser más completa, al igual que cuando se cruzó de brazos en la silla y reflexionó sobre lo que había sentido durante la escena.
Se sintió triste cuando pensó que Cadderly estaba condenado. Lógicamente, la ambiciosa Dorigen se decía que la muerte de Cadderly sería algo bueno para los designios del Castillo de la Tríada, que la interferencia del joven clérigo ya no era tolerable y que al matar al joven Fyrentennimar sólo le ahorraría el problema a Aballister. No debió sentir simpatía por Cadderly mientras estaba allí, en apariencia indefenso, ante el temido dragón.
Pero la sintió, y se alegró en silencio por Cadderly y sus bravos amigos; en realidad, había saltado de alegría cuando el firbolg se había acercado por detrás y le había cortado la cabeza al dragón.
¿Por qué había hecho eso?
—¿Hoy has visto algo?
La voz sobresaltó tanto a Dorigen que casi se cayó de la silla. Puso el manto sobre la bola de cristal deprisa, aunque su interior de nuevo era una bruma gris, e intentó enderezarse y calmarse cuando Aballister descorrió la cortina que entonces le hacía las veces de puerta y entró al vuelo.
—Druzil ha perdido el contacto con el joven clérigo —continuó Aballister, enfadado—. Parece que hace excelentes progresos por las montañas.
«No te lo imaginas», pensó Dorigen, pero permaneció callada. Aballister no podía imaginarse que el joven clérigo estaba a una jornada del Castillo de la Tríada, ni que Cadderly y sus amigos eran lo bastante ingeniosos y poderosos como para vencer a seres como el viejo Fyren.
—¿Qué sabes? —exigió el desconfiado Aballister, arrancando a Dorigen de sus ensoñaciones.
—¿Yo? —respondió Dorigen con inocencia y fingida sorpresa mientras se dirigía un dedo hacia sí misma con los ojos muy abiertos.
Si no llega a ser porque Aballister estaba ensimismado, habría captado la evidente sobreactuación de Dorigen.
—Sí, tú —soltó el mago—. ¿Has sido capaz de contactar hoy con Cadderly?
Dorigen volvió la mirada hacia la bola de cristal y pensó en la pregunta durante un instante.
—No —contestó entonces.
Cuando volvió la vista, vio que Aballister la miraba con desconfianza.
—¿Por qué has dudado cuando te he hecho la pregunta? —preguntó.
—Pensé que había hecho un contacto —mintió Dorigen—, pero al reflexionar en ello llegué a la conclusión de que sólo era un goblin.
El ceño de Aballister le demostró que no estaba convencido.
—Me temo que tu hijo desvió a propósito mi intento de observarlo —añadió Dorigen con rapidez, poniendo al viejo mago a la defensiva.
—La última vez que Druzil vio a Cadderly, estaba cerca de la montaña llamada Lucero Nocturno —dijo Aballister, y Dorigen asintió—. Se cuece una tormenta en la zona, por lo que es difícil que llegue muy lejos.
—Eso sería lógico —afirmó Dorigen, aunque pensaba lo contrario.
—Se forma una tormenta —meditó mientras su boca dibujaba una sonrisa malévola—, pero ¡diferente a todas las que se ha encontrado el insensato de mi hijo!
—¿Qué has hecho?
Entonces era Dorigen quien lo miraba con desconfianza.
—¿Hecho? —dijo Aballister, soltando una carcajada—. ¡Mejor, pregunta qué haré!
Aballister dio una vuelta completa. Estaba tan animado como Dorigen no lo veía desde que había empezado todo el asunto, casi un año antes, cuando Barjin atacó la Biblioteca Edificante.
—¡Me empiezo a cansar del juego! —dijo Aballister de pronto con fiereza, y detuvo el giro de modo que su cara hundida estaba a unos dedos de la nariz torcida de Dorigen—. ¡Por lo tanto, le pondré fin!
Con un chasquido de los dedos, abandonó la habitación y dejó a Dorigen pensando en lo que iba a suceder. La cortina que le hacía de puerta le pareció un recuerdo punzante de la ira de Aballister, y no pudo contener un escalofrío cuando pensó en los conjuros que Aballister lanzaría contra Cadderly.
O donde creía que estaba Cadderly.
«¿Por qué no le había dicho la verdad a su mentor?», se preguntó Dorigen. Aballister planeaba algo grande, quizás iría en persona a tratar con su hijo, y no le había dicho lo que sabía de la ubicación de Cadderly, que estaba a muchos kilómetros del Lucero Nocturno.
En buena lógica, a la mujer le pareció que dejar que Aballister saliera y tratara con su hijo era lo más seguro para ella, porque si el asalto al Castillo de la Tríada acababa siendo un éxito, Dorigen, que no era aliada del joven clérigo, probablemente se encontraría en serios problemas.
Dorigen pasó un dedo por el puente de su nariz rota, se apartó el cabello de la cara y fijó la vista en la tela que cubría la bola de cristal. Cadderly llegaría en un día, ¡y no se lo había dicho a Aballister!
Se sintió extrañamente apartada de los eventos que sucedían a su alrededor, como una espectadora. Cadderly pudo haberla matado en el bosque de Shilmista, pues la tenía inconsciente a sus pies. Le rompió las manos y le quitó los objetos mágicos; la apartó del combate.
Pero tuvo piedad.
Quizá fuera el honor lo que entonces guiaba a Dorigen, un acuerdo tácito entre ella y el joven clérigo. Un sentido del deber le dijo que dejara que el juego continuara, que se apartara mientras se descubría quién era el más fuerte, el padre o el hijo.
De vuelta en sus aposentos, Aballister sostenía con manos temblorosas un vaso de laboratorio en alto. Centró sus pensamientos en el Lucero Nocturno, el objetivo, y concentró sus energías mágicas en el contenido del vaso, un elixir de gran poder.
Articuló las palabras del conjuro y pronunció las sílabas arcanas en un estado casi meditativo, dejándose llevar por las energías que se arremolinaban y crecían. Continuó durante casi una hora, hasta que el poder vibrante agazapado dentro del vaso amenazó con estallar y llevarse al Castillo de la Tríada por delante.
El mago lanzó el recipiente al otro lado de la habitación, donde se hizo añicos contra la pared. Una vaharada de humo se levantó, entre gruñidos y rugidos.
—Mykos, mykos makom deignin —susurró Aballister—. Sal, mi preferido.
Como si oyera la petición del mago, la nube gris se filtró por una grieta en el muro de piedra, se abrió camino a través de todas las paredes y salió del Castillo de la Tríada. Se elevó con el viento, algunas veces lo seguía, otras se movía por voluntad propia, y durante todo el rato la tormenta mágica del mago empezó a crecer y oscurecerse.
Los truenos retumbaron mientras la tormenta surcaba los cielos por encima de las montañas. La nube ominosa aún crecía y se oscurecía, y pareció que iba a estallar por la energía acumulada.
Atravesó a gran velocidad los altos picos de las Copo de Nieve, en un avance inexorable hacia la zona del Lucero Nocturno.
Cadderly y sus amigos advirtieron la extraña nube, mucho más oscura que el cielo encapotado que auguraba nieve. Al mismo tiempo, Cadderly descubrió que mientras las nubes más comunes parecían desplazarse de este a oeste, como era normal en esas fechas, la nube extraña se dirigía al sur a toda velocidad.
Oyeron el fragor del trueno poco después. Fue un estallido tremendo, aunque lejano, que sacudió el suelo bajo sus pies.
—¿Trueno? —respingó Iván—. ¿Quién ha oído un trueno en medio del maldito invierno?
Cadderly le pidió a Vander que les dirigiera hacia las alturas, donde podrían ver qué pasaba a sus espaldas. Cuando alcanzaron una llanura más alta, que les ofreció una vista entre varias montañas del Lucero Nocturno, el joven clérigo no estaba tan seguro de que quisiera observarlo.
Un rayo tras otro, que se veían con prístina claridad a kilómetros de distancia mientras la atenuada luz del sol empezaba a decaer, impactaron en la ladera, partieron rocas y árboles, y sisearon en la nieve. Unos vientos formidables doblaron los abetos de la base de la montaña, mientras el granizo se acumuló en las ramas, inclinando los árboles todavía más.
—Hicimos bien en volar con el dragón —comentó Shayleigh, bastante abrumada, como sus compañeros, por la ferocidad de la tormenta.
Vander refunfuñó, como si se lo hubiera advertido, pero, en realidad, incluso el firbolg, que se había criado en el áspero clima de la Columna del Mundo, no sabía cómo explicar el poder desatado de aquella tormenta lejana.
Otro tremendo rayo impactó en la ladera, iluminó la creciente penumbra y su retumbante despertar desplazó toneladas de nieve, que cayeron por la ladera norte del Lucero Nocturno en una avalancha continua.
—¿Quién ha oído alguna vez algo así? —preguntó Iván con incredulidad.
Lo peor estaba por llegar. Pronto empezaron otras avalanchas. Toneladas y toneladas de nieve descendían por la ladera de la montaña para asentarse más abajo. Entonces, surgió un tornado más oscuro que la inminente noche; parecía tan ancho como los cimientos de la Biblioteca Edificante. Rodeó el Lucero Nocturno, arrancó árboles e hizo agujeros en la nieve.
—Debemos irnos —les recordó el firbolg a los demás, pues ya habían visto más que suficiente.
Shayleigh volvió a mencionar que habían sido afortunados por viajar en el dragón, y Vander añadió que las nieves a tanta altura eran impredecibles y, en último término, mortales.
Todos estuvieron de acuerdo con el firbolg, pero comprendieron que lo que sucedía en el Lucero Nocturno era algo más que una tormenta de invierno.
Vander pronto encontró una cueva deshabitada no muy lejos del valle de la carnicería, y todos se alegraron de estar a resguardo de los aterradores elementos.
El firbolg y los enanos pusieron los sacos de dormir en la entrada de la cueva, la sala más grande. Cadderly escogió la más pequeña, a la izquierda, mientras Danica y Shayleigh iban a la derecha. La luchadora observó, preocupada, a Cadderly.
El crepúsculo llegó poco después, y luego, una tranquila noche estrellada, todo lo contrario que la tormenta. Pronto los usuales ronquidos de Iván y Pikel reverberaron por toda la caverna.
Danica volvió de puntillas a la gruta de la entrada y vio a Vander apoyado contra la salida. Aunque se ofreció voluntario una vez más para hacer la guardia, el firbolg dormía, y no se lo reprochó. La noche parecía bastante segura, como si todo el mundo se hubiera tomado un descanso, y se deslizó a la sala de Cadderly sin hacer ruido, sin molestar a los demás.
El joven clérigo estaba sentado en mitad del suelo, inclinado sobre una vela diminuta. La meditación era tan profunda que no oyó que Danica se acercaba.
—Deberías dormir —propuso la luchadora al mismo tiempo que posaba la mano sobre el hombro de su amado.
Cadderly abrió los ojos soñolientos y asintió. Asió la mano de Danica y tiró de ella para que se sentara cerca de él.
—He descansado —le aseguró.
Danica le había enseñado varias técnicas de meditación revitalizadora, y no discutió la afirmación.
—El camino era más difícil de lo que esperabas —dijo Danica en tono bajo y con una evidente huella de inquietud en la voz, que normalmente era firme—. Y quizá el obstáculo más difícil esté aún ante nosotros.
El joven clérigo entendió su razonamiento. Él también creía que la furia que se había abatido sobre las laderas del Lucero Nocturno era la tarjeta de visita de Aballister. Y también estaba asustado. Habían sobrevivido a duras experiencias durante el último año y en los días que llevaban de camino, pero si aquella tormenta era una pista, las pruebas más duras estaban por venir; los esperaban en el Castillo de la Tríada. Desde el ataque de la quimera y la mantícora, sabía que Aballister se cernía sobre ellos, pero no había imaginado el gran poder del mago.
Una imagen de la avalancha y el tornado asaltó su mente. Cadderly había utilizado grandes conjuros hacía poco, pero creía que esa exhibición estaba más allá de sus poderes, ¡más allá de su imaginación!
El joven clérigo, tratando de agarrarse con fuerza a sus decisiones, cerró los ojos y suspiró.
—No esperaba tantos problemas —admitió.
—Incluso un dragón —comentó Danica—. Todavía no puedo creer… —Su voz se convirtió en un suspiro escéptico.
—Sabía que tratar con el viejo Fyren no sería nada fácil —acordó Cadderly.
—¿Teníamos que ir allí? —No quedaban asomos de ira en los tonos suaves de Danica.
Cadderly asintió.
—El mundo es un lugar mejor sin el Ghearufu, y sin Fyrentennimar, aunque no lo contemplaba como una posibilidad ni como una probabilidad. De todo lo que he hecho en mi vida, lo más importante ha sido la destrucción del Ghearufu.
Una sonrisa triste cruzó la cara de Danica cuando captó el brillo en los ojos entornados de Cadderly, que desde luego sonreía.
—Pero no lo más importante que intentas hacer —dijo la luchadora con timidez.
Cadderly miró a Danica con sincera admiración. ¡Qué bien lo conocía! Acababa de pensar en las acciones que resolvía delante de ella, en las exigencias de su especial relación con Deneir. Danica lo veía, miraba en sus ojos y descubría con exactitud lo que pensaba, incluso los detalles.
—Veo un camino ante mí —admitió con la voz cansada pero firme—. Un camino peligroso y difícil, no lo dudo. —Cadderly sonrió ante la ironía, y Danica lo miró desconcertada, sin comprender.
—Incluso después de lo que hemos sido testigos antes de acampar, me temo que los obstáculos más difíciles del futuro serán los que levanten mis amigos —explicó.
Danica se enderezó y se alejó.
—No de ti —le aseguró Cadderly con rapidez—. Preveo cambios en la Biblioteca Edificante, cambios drásticos que no contaran con el apoyo de aquellos que tienen mucho a perder.
—¿El decano Thobicus?
Cadderly asintió con expresión seria.
—Y los maestres —añadió—. La jerarquía se ha separado del espíritu de Deneir, se ha vuelto algo perpetuado por tradiciones falsas y montones de papeles sin valor. —Sonrió de nuevo, pero había algo triste en su voz—. ¿Comprendes lo que le hice a Thobicus para que nos permitiera salir? —preguntó.
—Lo embaucaste —respondió Danica.
—Lo controlé —corrigió Cadderly—. Entré en su mente y doblegué su voluntad. Pude matarlo en el intento, y los efectos del ataque permanecerán en él durante el resto de su vida.
—¿Hipnosis? —preguntó Danica con expresión confundida, que pronto se tornó de horror.
—Más allá de la hipnosis —respondió Cadderly seriamente—. Con ella, podría convencer a Thobicus de que cambiara de idea. —Cadderly apartó la mirada, parecía avergonzado—. No lo hice. Pensé en el cambio contra su voluntad, y luego entré en su mente una vez más y modifiqué sus recuerdos de modo que no repercutiría cuando… volvamos, si lo hacemos, a la biblioteca.
Los ojos de Danica se abrieron como platos por la sorpresa. Sabía que Cadderly estaba incómodo por lo que le había hecho a Thobicus, pero había asumido que su amado había lanzado un hechizo sobre el decano. Pero, de lo que hablaba Cadderly entonces, aunque los resultados fueran similares a los del hechizo, era de algún modo más siniestro.
—Agarré su voluntad con la mano y la aplasté —admitió Cadderly—. Le robé la mismísima esencia de su ego. Si Thobicus recuerda el incidente, su orgullo nunca se recuperará del trauma.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —requirió Danica en voz baja.
—Porque mi camino lo establecen poderes más grandes que yo —dijo Cadderly—. Y que Thobicus.
—¿Cuántos tiranos han argumentado lo mismo? —preguntó Danica al mismo tiempo que intentaba no parecer sarcástica.
Cadderly sonrió con impotencia y asintió.
—Ése es mi temor. Sin embargo, sé lo que debo hacer —continuó—. El Ghearufu tenía que destruirse porque estudiar un artefacto tan vil e inteligente sólo habría llevado al desastre, y la guerra con el Castillo de la Tríada, si llega a suceder, confirmará un engaño que no puede tolerarse, no importa quien gane.
»Fui en busca de Thobicus de un modo que me dejó mal sabor de boca —admitió Cadderly—. Pero lo haría otra vez, y puede ser que tenga que hacerlo si mis temores se confirman.
Se calló un momento y reflexionó sobre los muchos errores de que había sido testigo, las cosas de la Biblioteca Edificante que hacía tiempo que se habían desviado del camino de Deneir; buscaba algún ejemplo sólido que ofrecer a Danica.
—Si un clérigo joven de la biblioteca tiene una inspiración —dijo al fin— que cree que es divina, no puede actuar sin recibir primero la aprobación del decano y el permiso de robar tiempo de deberes absurdos.
—Thobicus debe supervisar… —empezó a argumentar Danica, que desempeñó el punto de vista pragmático.
—Ese proceso a veces dura un año —interrumpió Cadderly, harto de oír argumentos lógicos para una cosa que sabía que era incorrecta.
Cadderly había oído esos argumentos por parte del maestre Avery durante toda su vida, y fomentaron en él una indiferencia que creció tanto que casi logró que abandonara la religión de Deneir.
—Has visto cómo trabaja Thobicus —dijo con firmeza—. Se malgastará un año, y aunque las historias de la idea que el clérigo joven deseaba escribir, o la pintura que quería enmarcar, siguieran en su mente, ese sentimiento, esa aura, de que algo divino guiaría su mano habría desaparecido hace tiempo.
—Hablas desde la experiencia —razonó Danica.
—La mayoría de las veces —respondió Cadderly sin asomo de duda—. Y sé que muchas de las cosas de la vida con las que me sentía cómodo debo cambiarlas, pero no lo deseo porque estoy asustado.
Levantó el dedo hasta los labios de Danica para acallar su siguiente pregunta.
—No estás entre esas cosas —le aseguró a ella, y entonces se quedó callado, y todo lo que les rodeaba, incluso el ronquido de los enanos, pareció serenarse, expectante—. Aunque creo que nuestra relación debe cambiar —continuó Cadderly—. Lo que empezó en Carradoon debe crecer, o morir.
Danica le agarró la muñeca y le apartó la mano de la cara, mirándolo sin pestañear, insegura de lo que ese joven sorprendente iba a decir.
—Cásate conmigo —dijo Cadderly de repente—. Como es debido.
Danica parpadeó, y cerró los ojos. Oyó los ecos de esas palabras un millar de veces durante el segundo que siguió. Esperaba demasiado ese momento; lo anhelaba y temía al mismo tiempo. Porque a pesar de que amaba a Cadderly con todo su corazón, ser una esposa en Faerun conllevaba la servidumbre. Y Danica, orgullosa, no era criada de nadie.
—¿Aceptas los cambios? —dijo Cadderly—. ¿Aceptas el rumbo que tomará mi vida? No lo puedo hacer solo, amor mío. —Se calló y casi titubeó—. ¡No quiero hacerlo solo! Cuando acabe lo que Deneir me ha pedido, cuando reflexione sobre el trabajo, no habrá satisfacción a menos que estés a mi lado.
—¿Cuando yo acabe el trabajo? —preguntó y repitió Danica, enfatizando el uso del pronombre e intentando descubrir el sentido del papel que quería que desempeñara.
Cadderly pensó en el énfasis de su respuesta y a continuación asintió.
—Soy un discípulo de Deneir —explicó—. Muchas de las batallas a las que me dirige las debo combatir solo. Creo en ello como tú crees en tus estudios. Sé que cuando llegue a una meta, mi satisfacción será más grande si…
—¿Qué hay de mis estudios? —interrumpió Danica.
Cadderly estaba preparado para la pregunta y comprendió su preocupación.
—Cuando rompiste la piedra y alcanzaste el Gigel Nugel —dijo refiriéndose a una antigua técnica que Danica había completado hacía poco—, ¿qué pensabas?
Danica recordó aquel momento, y una sonrisa se extendió en su cara.
—Sentí que me abrazabas —respondió.
Cadderly asintió y la empujó hacia él, besándola con delicadeza en la mejilla.
—Tenemos muchas cosas que aprender el uno del otro —dijo.
—Mis estudios pueden llevarme lejos —dijo Danica mientras se apartaba.
Cadderly soltó una carcajada.
—Si lo hacen, entonces deberás ir —dijo—. Pero volverás conmigo, o iré yo. Tengo fe, Danica, en que nuestras vocaciones no nos separen. Tengo fe en ti, y en mí.
La sombra de la duda desapareció de las facciones de Danica. Mostró una sonrisa de oreja a oreja, y sus ojos castaños brillaron con la humedad de las lágrimas de alegría. Tiró de Cadderly hacia ella y lo besó con fuerza durante un rato.
—Cadderly —dijo con timidez mientras su sonrisa traviesa evocaba un raudal de ideas. Un escalofrío le subió por la espalda y luego bajó cuando añadió—: Estamos solos.
Esa noche, mucho más tarde, con la dormida Danica acunada en sus brazos y mientras los ronquidos de los enanos prolongaban su implacable ritmo, Cadderly se recostó en el muro y repitió la conversación.
—¿Cuántos tiranos han hecho esa afirmación? —susurró a la vacía oscuridad.
Una vez más pensó en su rumbo, en el profundo impacto que sus pretendidas acciones tendrían en toda la región que rodeaba el lago Impresk. Creía en lo más hondo que los cambios serían buenos para todo el mundo, que la biblioteca asumiría otra vez el verdadero camino de Deneir. Creía que tenía razón, que su camino estaba inspirado por un dios sincero. Pero ¿cuántos tiranos habían hecho esa afirmación?
—Todos ellos —respondió sombrío después de una larga pausa, y abrazó a Danica con más fuerza.