10

Ascendiendo

¡Uuf! —gimieron al unísono Iván y Pikel cuando la fuerza compensadora de la tempestad acabó de repente y cayeron, a toda velocidad, al suelo de piedra.

Vander también soltó un gemido, y se dejó caer contra el muro; los músculos de ambos brazos le temblaban por el esfuerzo excesivo. El viento paró, y al disiparse el humo aparecieron Cadderly, Danica, y Shayleigh, que descansaban amontonados uno sobre el otro.

—¿Te encuentras bien, humilde clérigo? —preguntó Fyrentennimar con sincera preocupación.

Cadderly levantó la mirada hacia el gran monstruo y asintió, muy contento de que el conjuro de ética invertida que había lanzado sobre Fyren no se hubiera disipado por su ausencia. Danica se obligó a ponerse en pie, y Cadderly, a su vez, se alejó de Shayleigh; las articulaciones le dolían a cada paso. Supo que el combate con Espectro había sido mental, no físico, una convicción afianzada por el hecho de que ni él, ni Danica, ni Shayleigh mostraban manchas de légamo, y lo cierto era que estaban exactamente igual que antes de hacer el viaje. Sin embargo, el joven clérigo se sentía como si le hubieran dado una fuerte paliza.

—¿Qué era ese monstruo? —preguntó Danica—. Me parecía que habías dicho que el asesino ya estaba muerto y enterrado.

—Ése no era Espectro —respondió Cadderly—. En realidad, no. Lo que encontramos era la personificación del Ghearufu, quizás un espíritu unido, objeto mágico y propietario.

—¿Dónde? —quiso saber Shayleigh.

Cadderly no tenía una respuesta determinante.

—En alguna zona del limbo entre los planos de existencia —respondió mientras se encogía de hombros para indicar que solamente era una suposición—. El Ghearufu ha existido durante milenios; fue creado por poderosos moradores del caos. Es por eso por lo que vinimos aquí, incluso antes de nuestra misión de vital importancia en el Castillo de la Tríada.

—¿No podrías haberte limitado a dejar esa maldita cosa con los clérigos? —gruñó Iván al mismo tiempo que apartaba piedras y escombros a patadas buscando el casco que le había arrancado el viento.

Cadderly iba a repetir la importancia de esa empresa, quería explicar cómo la destrucción del Ghearufu era más relevante para el esquema global de la armonía universal que nada que pudiera afectar directamente la relativa importancia de sus vidas; sin embargo, se dio por vencido al darse cuenta de que semejantes ideas filosóficas no tenían posibilidades de atravesar la dura cabeza del enano.

Danica le puso la mano en el hombro y le hizo un gesto con la cabeza cuando volvió la mirada hacia ella. Volvía a confiar en él; sus ojos lo mostraban con claridad. Por eso estaba alegre y, a la vez, asustado.

Les hizo señas a Danica y a Shayleigh para que se reunieran en la salida con los otros tres.

—Poderoso Fyrentennimar —le gritó al dragón mientras hacía una reverencia humilde y agradecida—. Las palabras de los dioses eran ciertas. —Cadderly dio un paso y levantó uno de los guantes destruidos que todavía humeaba—. Nada en todos los reinos sino el aliento del poderoso Fyrentennimar podía destruir el Ghearufu; ¡ninguna fuerza en todos los reinos es comparable a la furia de tus llamas!

La afirmación no era del todo verdadera, aunque el dragón todavía estaba, por lo que parecía, ofuscado por el caótico conjuro de Cadderly, y el joven clérigo pensó que acertaría al ser generoso con las alabanzas.

A Fyrentennimar pareció gustarle. El dragón sacó pecho de su ya portentoso torso y elevó la cabeza con orgullo.

—Y ahora mis amigos y yo debemos dejar que duermas —explicó Cadderly—. No temas, porque no volveremos a perturbar tu sueño.

—¿Debes irte, humilde clérigo? —preguntó el dragón, que parecía triste, lo cual incitó a Pikel un curioso y compasivo «oo» y un surtido de escépticas maldiciones de Iván.

—Sí —respondió Cadderly sin rodeos.

El joven clérigo invitó al dragón a que se acostara y descansara, y se volvió para irse, pero se detuvo a la entrada del túnel para reflexionar sobre sus amigos.

—¿Qué hay de los sapos? —preguntó al recordarlo por primera vez desde que había posado la mirada en el dragón.

—Plaf —le aseguró Pikel.

—Deberías preocuparte más por el tiempo —remarcó Vander en tono serio—. No conoces la fuerza de las tormentas en la alta montaña ni el precio que tu aventura privada nos exigirá a todos nosotros.

Cadderly aceptó la reprimenda que el firbolg le lanzó, e Iván, incluso Shayleigh, se unieron a ella. El joven clérigo quiso defenderse para convencerlos a todos, como había convencido a Danica de que destruir el Ghearufu era la empresa más importante. Aunque terminaran incomunicados hasta la primavera, aunque el retraso les costara las vidas contra Fyrentennimar, y la batalla contra el Castillo de la Tríada le saliera cara a la región, la destrucción del maligno objeto mágico valía la pena. Un Cadderly más joven habría replicado a sus acusadores.

Entonces permaneció callado; no se defendió del justificable enojo de sus compañeros. Había escogido con la conciencia tranquila la única opción que la fe y el corazón podían aceptar, y acataría las consecuencias por sí mismo, por sus amigos y por toda la región.

La leal e incondicional Danica, agarrada con fuerza a su brazo, le demostró que no sufriría las consecuencias en solitario.

—Atravesaremos los puertos de montaña —dijo Danica cuando Vander agotó su rabia—. Y prevaleceremos contra el mago Aballister y sus secuaces en la fortaleza de nuestro enemigo.

—Quizá sólo yo pueda atravesarlas —dijo el firbolg—, porque vivo en las frías montañas. Mi sangre es cálida, y mis piernas son fuertes y largas, capaces de abrirse paso a través de imponentes capas de nieve.

—Mis piernas no son tan largas —añadió Iván con sarcasmo—. ¿Qué tienes para mí? —le preguntó a Cadderly con brusquedad—. ¿Qué conjuros, y cuántos? Maldito botarate. Si querías venir aquí, ¿no podías esperar hasta el verano?

—Sí —acordó Pikel inesperadamente.

Esa intervención le dolió más a Cadderly de lo que lo haría cualquier discurso del brusco Iván. Pero entonces volvió la vista hacia Danica en busca de apoyo y vio una mirada traviesa en sus ojos.

—¿Es muy amistoso este dragón? —preguntó, y dirigió todas las miradas hacia el calmado Fyrentennimar.

Cadderly sonrió de inmediato, aunque a Iván le costó más tiempo entenderlo.

—¡Oh, no, no lo hagas! —bramó el enano barbirrubio.

Sin embargo, por la intriga que mostraban las caras de Cadderly y Danica, y por las repentinas sonrisas de Shayleigh y el firbolg, Iván supo que acababa de perder una discusión.

«¡Destruido!», comunicó Druzil telepáticamente, enfatizando quizá por decena vez. «¡Bloqueado! ¡Desaparecido!». Desde el otro extremo de la conexión mental no hubo respuesta inmediata, como si Aballister no entendiera de lo que hablaba Druzil. El mago ya le había ordenado dos veces que buscara al muerto viviente, que descubriera qué había sucedido para que la forma corpórea de la criatura desapareciera. Ambas veces Druzil respondió que la tarea era harto imposible, que no tenía ni idea de por dónde empezar.

Dondequiera que el espíritu hubiese acabado, Druzil sabía que no estaba conectado en ninguna parte con el plano material. El imp le recordó con toda la intención que sólo se le había proporcionado una bolsa roja y una azul de polvo mágico, que la falta de previsión de Aballister lo había incomunicado a más de cien kilómetros del Castillo de la Tríada sin forma alguna de atravesar portales mágicos.

Una oleada de ira, lanzada por Aballister, impactó en Druzil. La mente del imp estalló de dolor, y temió que la creciente rabia del mago pudiera destruirlo. Una docena de órdenes se filtraron, cada una acompañada de una depravada amenaza. Druzil no sabía qué hacer. Nunca había visto a Aballister tan enfurecido, ni semejante exhibición de poder por su parte, o incluso por parte de los poderosos habitantes de los planos inferiores con los que había pactado en los siglos que había habitado allí.

Druzil trató de romper la conexión —lo había hecho a menudo en el pasado—, pero ésta continuó activa y lo sujetó con fuerza.

Al final, cuando Aballister terminó y soltó al exhausto imp, éste se sentó contra un tocón de árbol con la cabeza perruna apoyada con total desamparo en las manos. Se quedó mirando las partículas de polvo del maligno monstruo, dejó que los ojos vagaran hasta la imponente ladera del Lucero Nocturno, hacia la bruma y las nubes en las que Cadderly y sus amigos se habían adentrado. Aballister quería que Druzil encontrara al joven clérigo y siguiera sus pasos, incluso que tratara de asesinar a Cadderly si la ocasión se presentaba.

Ni una amenaza que Aballister llevara a cabo ni una exhibición de poder obligarían a Druzil a realizar ese intento desesperado. El imp sabía que no era una amenaza para Cadderly, y también que Aballister era el único que podía hacerle frente.

Pero era evidente que el mago no quería llegar a eso. Cualquiera que fuera la satisfacción que ganaría por aplastar personalmente a Cadderly no compensaría las inconveniencias; no en un momento en que asuntos más importantes se destacaban en los designios del mago. Aballister había señalado al muerto viviente como posible aliado. Entonces ya no estaba, y Druzil sentía que Cadderly había desempeñado algún papel en su destrucción. El imp también creía que su parte en esa obra llegaba a su fin. La criatura lo condujo hasta Cadderly. Sin ella, Druzil dudaba que pudiera localizar al joven clérigo. Y con el viento que cada día se hacía más frío, descubrió que le llevaría semanas volver al Castillo de la Tríada, después de que Cadderly no fuera más que una mancha escarlata en un suelo de piedra.

Bene tellemara —dijo el imp varias veces, maldiciendo al estúpido Aballister por no darle más polvo encantado que abría portales mágicos. Maldijo el tiempo frío y asqueroso, al muerto viviente por su fracaso y, al final, a Cadderly.

Bene tellemara —murmuró.

Sintiéndose del todo miserable, Druzil no hizo un solo movimiento hacia el Lucero Nocturno. Durante muchas horas —la nieve se asentó en su hocico perruno y las alas plegadas—, el obstinado imp se quedó sentado en el tocón de árbol.

—No sé el tiempo que aguantará el encantamiento —admitió Cadderly.

Hacía ya un rato que Fyrentennimar los guiaba, entusiasmado, hacia la entrada principal de la guarida, una caverna gigantesca en la ladera norte de la montaña con la anchura suficiente para que el dragón subiera y bajara con las alas extendidas.

—¡Será una verdadera fiesta para el dragón recordar al antiguo Fyren cuando estemos sobre su maldita espalda a gran altura! —resopló Iván en voz alta, arrancando miradas de enfado de sus cuatro compañeros y una colleja de Pikel.

—Acabas de decir… —empezó a protestar el enano a Cadderly.

—¡Lo que acabo de admitir no es información que le tengas que dar libremente a Fyrentennimar! —replicó Cadderly en un susurro.

El dragón estaba bastante lejos, mirando en el aullante viento y pensando en el rumbo que tomarían, pero Cadderly había leído muchas historias que describían los aguzados sentidos de los dragones, muchas historias en las que un susurro espontáneo le salió caro al grupo que poco antes elogió al dragón.

—El vuelo será rápido —razonó Shayleigh—. No tendrás que refrenar a Fyrentennimar durante mucho tiempo.

Cadderly pudo ver que la valiente doncella elfa pensaba en el vuelo. Danica no ofrecía reservas ante las posibles ganancias. El humor de Pikel no era difícil de descifrar: saltaba, aplaudía y sonreía todo el rato.

—¿Qué dices? —le preguntó Cadderly a Vander, el único miembro que no mostró su opinión.

—Digo que estás ciertamente desesperado para pensar en este rumbo —respondió el firbolg sin rodeos—. Pero estoy en deuda contigo para toda la vida, y si decides cabalgar, iré contigo. —Miró a Iván por el rabillo del ojo—. Como el enano, no lo dudes.

—¿Por quién hablas? —respondió Iván con un gruñido.

—Entonces, ¿te quedarás en esta cueva y esperarás a que vuelva el dragón? —preguntó el firbolg como quien no quiere la cosa.

Iván pensó en ello durante unos minutos.

—Buena observación —resopló, desafiante.

Poco después salieron precipitadamente hacia las fauces de la entonces enfurecida tormenta, aunque el viento fue incapaz de detener el avance del enorme dragón, y el calor del horno interior de Fyrentennimar, calor que prestaba el poder al temible aliento del dragón, mantuvo a los seis compañeros lo bastante calientes.

Doblado hacia adelante y con los ojos cerrados, Cadderly se sentaba más cerca de la cabeza del dragón, justo en la base del cuello serpenteante. El joven clérigo alcanzó de nuevo la esfera de magia caótica y centró todos sus esfuerzos en extender el vital conjuro. Para su alivio, el dragón parecía bastante complacido de llevar a los jinetes, de volver de nuevo al ancho mundo. Esa idea inspiró algo de miedo en Cadderly (¿qué había dicho Iván sobre dejar que un dragón dormido descansara?), que reparó en las potenciales implicaciones para la gente de la región y, en particular, para Carradoon, a la distancia de un paseo para el dragón. Aunque Cadderly hizo su elección, y entonces tenía que creer en la sabiduría de esa decisión y esperar lo mejor.

Danica se sentaba justo detrás de su amado. Los brazos rodeaban la cintura de Cadderly, aunque tuvo cuidado de no romper la concentración del joven clérigo.

Subieron por encima de la tormenta, hacia la brillante luz del sol, ascendiendo por el nítido aire. Cuando pasaron la zona nubosa, Fyrentennimar picó hacia una garganta entre dos montañas y alabeó en el estrecho paso. Sus alas coriáceas recogieron las corrientes ascendientes, y las extendió por completo en un descenso abrupto, ganando una velocidad que los estremecidos jinetes no habrían sido capaces de imaginar.

Al dejarse llevar por la sensación, que era mucho más excitante que caminar por el aire, Danica soltó a Cadderly, levantó y extendió los brazos, y dejó que el viento azotara sus descuidados cabellos.

El mundo se tornó confuso bajo ellos. Iván se quejó de mareos, pero a nadie le importó ni escuchó.

Ante ellos surgió un risco a toda velocidad, y todos, a excepción del concentrado Cadderly, soltaron un grito de miedo pensando que se iban a estampar. Pero Fyrentennimar no era un novato en el arte del vuelo, y el risco desapareció de repente, quedó atrás en un instante.

—¡Hijo de un goblin astuto! —chilló Iván, demasiado estupefacto para recordar que quería vomitar—. ¡Hazlo otra vez! —gritó de alegría.

Al parecer el dragón le oyó, ya que un risco tras otro, y al final un destacado pico, pasaron a toda velocidad debajo o por un lado, con un coro de alegres gritos que fueron superados por los rugidos elogiosos del enano barbirrubio.

Ninguno de ellos llegó a imaginar lo rápido que viajaban ni comprendieron lo que impulsaba el vuelo de un dragón. Cruzaron la mayor parte de las Copo de Nieve en pocos minutos, y todos ellos, Vander e Iván incluidos, estuvieron de acuerdo en que la decisión de cabalgar el dragón había sido buena.

Pero entonces, de golpe y porrazo, el poderoso Fyrentennimar se detuvo —pareció detenerse en el aire—, mientras la enorme cabeza se volvía para observar a Cadderly.

—Uh-oh —murmuró Pikel, pensando que se acababa la diversión.

Cadderly se enderezó, temiéndose que rebasaba los límites de su control. No podía predecir la magia caótica, ya que su esencia se basaba en lo ilógico y de ningún modo estaba descrita en la canción armoniosa de Deneir.

Cadderly volvió la cabeza hacia Danica y Shayleigh, que ya no mostraban expresiones de libertad y emoción, y hacia el serio Vander, que asentía como si hubiese esperado ese desastre desde el principio. Quería pedir ayuda al dragón, preguntarle qué sucedía, pero sentado sobre la caprichosa bestia, suspendido a trescientos metros por encima del suelo, no fue capaz de reunir el coraje.

Dorigen observó, asombrada, mientras su puerta se hinchaba y crujía. Unas grandes burbujas de madera se expandieron en su habitación y luego se retiraron. Con prudencia, se hizo a un lado en el pequeño cuarto, alejándose del peligro.

Se formó una burbuja enorme en el centro de la puerta, lo que llevó a la madera hasta el extremo durante un rato. Luego, la puerta explotó en un centenar de astillas; cada una de ellas mostraba un brillo plateado de energía residual. Las chispas se tornaron azules casi de inmediato, y ni una sola astilla golpeó el suelo o la pared opuesta; simplemente, se consumieron en el aire.

Aballister saltó a través del portal abierto.

—El espectro falló —comentó Dorigen antes de que el mago furioso dijera una palabra.

Aballister se detuvo en el dintel y miró a la maga con suspicacia.

—Lo viste a través de tu bola de cristal —siseó al observar el objeto que había en la mesa ante Dorigen.

—Lo llevas escrito en la cara —respondió Dorigen rápidamente, que temía que el mago la tratara como a la puerta.

Se apartó el pelo de la cara y lo recorrió con los dedos, y siguió con una serie de movimientos seductores, todos encaminados a evitar la furia creciente de Aballister.

La verdad era que el viejo mago parecía a punto de estallar. Entornó los ojos hundidos y oscuros mientras sus manos se abrieron y cerraron en los costados.

—Tus agobios se ven a la legua —dijo Dorigen sin ambages, pues sabía que era precisamente ese hecho lo que preocupaba al mago.

Dorigen sabía que Aballister era un hombre que se enorgullecía de esconder sus emociones; permanecía críptico a todas horas, de modo que sus enemigos y rivales no encontraran ventajas emocionales que usar contra él. «Estar tranquilo, frío, es el secreto de la fuerza del mago», decía a menudo Aballister en el pasado, pero entonces ése no era el caso, no mientras el molesto Cadderly hacía progresos en su búsqueda del Castillo de la Tríada.

—Lo viste con la bola de cristal —acusó Aballister de nuevo.

La voz del mago era un refunfuño grave, y Dorigen supo que no sería inteligente disentir por segunda vez.

—La quimera y la mantícora han muerto —aventuró Dorigen, algo que ya sospechaba desde la última visita de Aballister a su habitación, cuando se enfureció porque la bola de cristal no funcionaba.

Aballister admitió la pérdida con un gesto de la cabeza.

—Y ahora el muerto viviente —continuó Dorigen.

—No sé si Cadderly desempeñó algún papel en la derrota de este último —soltó Aballister—. Tengo a Druzil analizando el problema mientras hablamos.

Dorigen asintió, pero no estaba de acuerdo con eso. Si el espectro había muerto, entonces el formidable Cadderly estaba sin duda tras ello. Tanto si lo admitía abiertamente como si no, Aballister también lo sabía.

—¿Tenemos a alguien al que enviar? —preguntó Dorigen.

—¿Lo has localizado con tu preciosa bola de cristal? —replicó Aballister con un gruñido.

Dorigen apartó la mirada; no tenía ganas de que su superior viera la ira en sus ojos. Si él consideraba que sus intentos de observación eran lamentables, entonces ¿por qué no hacía él mismo el trabajo? Después de todo, Aballister no era un novato en el uso de bolas de cristal. Observó los movimientos de Barjin cuando el clérigo entró en la Biblioteca Edificante, incluso destruyó su espejo mágico al lanzar conjuros para ayudar a Cadderly.

Desde ese momento, Aballister no había intentado espiar, a excepción de un ensayo fallido en la habitación de Dorigen.

—Bien, ¿lo has hecho? —exigió Aballister.

Dorigen lo miró, enfadada.

—Los conjuros sencillos pueden bloquear la detección —replicó—. ¡Y te aseguro que tu hijo tiene pocas dificultades con los conjuros simples!

Los ojos de Aballister se abrieron como platos. El viejo mago parecía sorprendido de que Dorigen le hablara sin miramientos; una vez más había enfatizado que el peligro sobre el Castillo de la Tríada lo provocaba su propio hijo. El mago casi tembló de ira y, por unos momentos, pensó en desatar todo su poder para castigar a Dorigen.

—Prepara tus defensas —le dijo Dorigen.

De nuevo, su sinceridad aturdió al viejo mago.

—Cadderly nunca llegará a acercarse al Castillo de la Tríada —prometió Aballister con una sonrisa maligna en la cara que lo calmó a ojos vistas—. Ha llegado el momento de conocer en persona a ese niño problemático.

—¿Saldrás?

—Mi magia saldrá —corrigió Aballister—. ¡Las mismas montañas se estremecerán, y el cielo llorará la muerte de ese chaval imprudente que es Cadderly! —Soltó una risotada de júbilo y se dio media vuelta, alejándose deprisa de la habitación.

Dorigen se recostó en la silla y posó la mirada en el dintel destrozado; el batiente aún estaba incandescente un tiempo después de que Aballister se hubiese ido. Seguiría los intentos con la bola de cristal, más por curiosidad hacia el joven clérigo y sus excepcionales amigos que por el bien de Aballister. En realidad, Dorigen creía que había hecho algún contacto unos minutos antes de que Aballister la molestara, pero no estaba segura de por qué no se lo había mencionado al incordiante mago. Era una fugaz sensación de viento, una sensación de libertad, o de vuelo.

No vio al dragón, ni podía estar realmente segura de haber contactado con Cadderly. Pero si era el joven clérigo, sospechó que llegaría antes de tiempo y pronto llamaría a la puerta del Castillo de la Tríada.

Aballister no necesitaba saber eso.