8

El viejo Fyren

La bestia medía treinta metros, la cola ensortijada treinta más, y estaba blindada, a cada centímetro, con escamas grandes y superpuestas, que brillaban como el metal; Cadderly no dudó ni por ni momento que eran tan fuertes como el acero templado. Las grandes alas coriáceas del dragón estaban plegadas, envolviendo a la criatura como una manta a un bebé.

Pero esa ilusión no podía mantenerse contra la realidad de Fyrentennimar.

«¿Un sueño intranquilo ha inspirado esas marcas de quince centímetros de las garras del dragón en la mismísima roca?», se preguntó Cadderly. ¿Cuántos humanos habían formado parte de la comida que había saciado el hambre del dragón de tal modo que había dormido tantos siglos?

En el momento que siguió, Cadderly dio gracias a los dioses un millar de veces por haber tropezado con Fyrentennimar cuando éste estaba dormido. Si hubiera llegado corriendo y a ciegas con el viejo Fyren despierto, Cadderly nunca habría sabido lo que hubiera pasado acto seguido. La suerte continuaba, ya que ninguno de los sapos lo perseguía; las criaturas eran más listas de lo que había esperado. No obstante, sabía que el sopor de un dragón era, en el mejor de los casos, una cosa impredecible. Tenía que hacerlo rápido; levantar las defensas mágicas y prepararse mentalmente para combatir a la bestia, que inspiraba un temor reverencial.

Invocó la canción de Deneir en su mente, pero durante un rato (interminable para el aterrorizado Cadderly) no pudo mantener las notas en una secuencia lógica. No podía apreciar por completo la armonía de la música y encontrar su devoto interés en las notas místicas. Era esa misma armonía, la comprensión de las verdades universales, lo que prestaba su fuerza mágica a Cadderly.

Finalmente, Cadderly se las arregló para levantar una esfera mágica defensiva, una alteración elemental del aire que lo rodeaba para que lo protegiera, según esperaba, de las llamas del aliento del dragón.

El joven clérigo sacó el Tomo de la Armonía Universal, pasando las páginas hasta una que había marcado antes de dejar la Biblioteca Edificante. No se conocía el origen de los dragones, pero era evidente para los eruditos que esas criaturas no seguían las leyes naturales esperadas. Grandes como eran, no había una lógica que permitiera que las alas de un dragón fueran capaces de mantenerlo en vuelo, y a pesar de ello los dragones se contaban entre las criaturas voladoras más veloces del mundo. Normalmente, la magia druídica, muy eficaz contra el más poderoso de los animales, tenía poca fuerza contra los dragones, de tal modo que los magos y clérigos que trataban de sobrevivir en el mundo salvaje milenios atrás, habían ideado protecciones especiales para protegerse contra esas poderosas bestias.

La página en el Tomo de la Armonía Universal le mostró a Cadderly esas defensas, y guió la mente hacia la canción de Deneir de una manera ligeramente diferente, alterando algunas de las notas. Pronto erigió una barrera, llamada rechazadragones, de un lado a otro a apenas unos metros delante de él; de acuerdo con lo descrito, el poderoso dragón no podría atravesarla.

Fyrentennimar se movió inquieto. Cadderly se figuró que el monstruo había sentido probablemente las energías mágicas liberadas en la sala. El joven clérigo suspiró profundamente y se dijo una y otra vez que tenía que pasar por esa empresa tan importante; tenía que creer en sí mismo y en su magia. Sacó el maligno Ghearufu de la mochila, escondió sus débiles armas (incluso la potente ballesta de mano haría poco daño contra una bestia semejante) y se secó el sudor de las manos en la túnica.

Pronunció un simple conjuro, aunque una palmada de sus manos sonó como un trueno. Las grandes alas zumbaron mientras batían el aire, levantando la parte frontal del dragón. La cabeza del viejo Fyren se separó del suelo en lo que se tarda en guiñar un ojo; se cernía a cinco metros frente a Cadderly, que tuvo que luchar contra el impulso de tirarse al suelo y arrastrarse ante la imponente criatura. ¿Cómo se atrevía a pensar Cadderly que cualquier cosa que hiciera podría afectar al pavoroso Fyrentennimar?

¡Y esos ojos! Dos faros que registraban cada detalle, que pusieron a prueba al joven clérigo antes de que pronunciara una palabra. Seguramente emanaban su propia luz, tan intensa como la que venía del tubo encantado de Cadderly.

La debilidad de las piernas de Cadderly se multiplicó por diez cuando el dragón, cansado e irritado y en absoluto de humor para conferenciar, soltó su aliento abrasador.

Un chorro de llamas se dirigió hacia Cadderly, pero se dividió cuando impactó contra su globo mágico, rodeándolo de un resplandor llameante. Su defensa traslúcida tomó un tono verdoso bajo el ataque; al principio, la burbuja protectora parecía espesa, pero se atenuaba mientras el dragón continuaba arrojando su fuego.

El sudor manaba de Cadderly. La lengua se le secó en la boca, y la espalda le escocía como si toda la humedad de su cuerpo se estuviera evaporando. Unas vaharadas de humo se elevaron de su túnica; tenía la mano sobre el buzak de adamantita, pero tuvo que soltarlo cuando el metal se calentó, y de igual modo tuvo que cambiar de mano el tubo metálico con cuidado.

El fuego todavía salía mientras los pulmones del dragón seguían expeliendo su carga. ¿Nunca acabaría el viejo Fyren?

Y en ese momento, terminó.

—¡Oh, amado Deneir! —articuló el joven clérigo en el momento en que el tono verdoso de la burbuja mágica se desvaneció.

Miró el suelo justo fuera de la zona protegida. No necesitó el tubo para ser testigo del espectáculo. La piedra derretida resplandecía y burbujeaba mientras se enfriaba rápidamente, endureciéndose en formaciones onduladas por la fuerza de las llamas.

Cadderly levantó la mirada para ver cómo los ojos de lagarto del dragón se abrían como platos por la incredulidad de que algo pudiera sobrevivir al aliento abrasador. De nuevo, esos ojos malignos se entrecerraron rápidamente. El dragón emitió un gruñido grave y amenazador, que sacudió el suelo bajo los pies de Cadderly.

«¿Dónde me he metido?», se preguntó Cadderly, pero apartó la idea de inmediato. Pensó en el mal que había escampado el Ghearufu por el mundo y que continuaría esparciendo si no lo destruía.

—Poderoso Fyrentennimar —empezó con osadía—. Sólo soy un pobre y humilde clérigo, que ha venido hasta ti con buenas intenciones.

La fuerte aspiración de aire de Fyren azotó la túnica de Cadderly, casi llevándoselo hacia adelante, más allá de la línea rechazadragones.

Cadderly supo lo que se le venía encima y se sumergió en la canción con desesperación, cantando de viva voz para reforzar el debilitado escudo de fuego. El aliento surgió en una perversa explosión, más fuerte que la anterior, si eso era posible. Cadderly vio cómo la delgada burbuja verde se desvanecía, sintió un estallido de calor y pensó que se achicharraría en el sitio.

Pero una esfera azul reemplazó a la verde, apartando de nuevo los fuegos a un lado. El cuerpo entero le dolió como si hubiera dormido bajo el sol veraniego del mediodía; tuvo que sofocar las llamas prendidas en los cordones de sus botas.

—¡He venido con buenas intenciones! —dijo desgañitándose cuando acabó el estallido; los ojos del viejo Fyren continuaban abiertos por la incredulidad—. ¡Sólo necesito un simple favor, y luego podrás volver a dormir!

La sorpresa se convirtió en una rabia descontrolada más allá de todo lo que Cadderly hubiera creído posible. El dragón abrió la boca por completo. Filas de colmillos de un palmo centellearon, y entonces la cabeza salió disparada hacia adelante, y el cuello restalló como lo haría el cuerpo de una serpiente. Cadderly lanzó un gemido y casi cayó al suelo, seguro, por un momento, de que iba a perder la conciencia y luego la vida.

Pero el joven clérigo casi soltó una carcajada, a pesar del terror, cuando echó un vistazo para observar a Fyrentennimar, cuya cara de dragón estaba presionada y deformada extrañamente contra la barrera rechazadragones. Sólo pudo pensar en los traviesos chavales de la Biblioteca Edificante, que apretaban las caras contra los cristales de las ventanas de las salas de estudio, asustaban a los discípulos que había dentro y luego salían corriendo por los serios pasillos.

Su alegría involuntaria, en realidad, había ayudado al joven clérigo, ya que el dragón retrocedió y miró a su alrededor, mostrándose inseguro por primera vez.

—¡Ladrón! —aulló Fyrentennimar.

El poder de la voz del dragón hizo que Cadderly diera un paso atrás.

—¡Ladrón, no! —le aseguró Cadderly, sabiamente—. Sólo un humilde clérigo…

—¡Ladrón y mentiroso! —rugió Fyrentennimar—. ¡Los humildes clérigos no sobreviven al fuego de Fyrentennimar el Grande! ¿Qué tesoros has robado?

—No he venido por el tesoro —declaró Cadderly, inquebrantable—. Ni a molestar el sueño del más imponente de los dragones.

Fyrentennimar empezó a replicar, pero pareció repensárselo, como si el cumplido de Cadderly, «el más imponente de los dragones», lo hubiera detenido.

—Una tarea simple, como he dicho —continuó Cadderly, dejándose llevar—. Sencilla para Fyrentennimar el Grande, pero más allá de las posibilidades de cualquier otro en toda la región. Si desempeñaras…

—¿Desempeñar? —rugió el dragón, y Cadderly, con el pelo echado hacia atrás por la mera fuerza del aliento abrasador del dragón, se preguntó si su oído quedaría dañado a perpetuidad—. ¡Fyrentennimar no desempeña! ¡No estoy interesado en tu simple trabajo, clérigo insensato!

El dragón examinó la zona frente a Cadderly como si tratara de discernir la barrera que había sido levantada para mantenerlo a raya.

Cadderly pensó en las pocas opciones que se abrían ante él. Sintió que la mejor oportunidad era continuar halagando a la criatura. Había leído muchos cuentos sobre heroicos aventureros que habían jugado con el ego de los dragones, en particular de los rojos, los cuales eran, según se decía, los más orgullosos de todos ellos.

—¡Me gustaría veros mejor! —dijo con dramatismo.

Chasqueó los dedos, como si se le hubiera ocurrido una idea; luego sacó de repente la varita estilizada y pronunció: «Domin Illu». De golpe la sala se llenó de luz mágica, y se le apareció toda la magnificencia de Fyrentennimar. Cadderly guardó la varita, felicitándose en silencio, y continuó el reconocimiento; por primera vez, descubrió la montaña de tesoros al otro lado, más allá de la mole del dragón.

—¿Querías verme mejor? —empezó Fyrentennimar con desconfianza—, ¿o ver mi tesoro, humilde ladrón?

Cadderly parpadeó ante las palabras y ante su posible error. La mueca asesina en la cara de Fyrentennimar no era difícil de descifrar. Entonces, sintió cómo el tubo de luz se calentaba en exceso, y tuvo que dejarlo caer al suelo. El antebrazo rozó la hebilla del cinturón, y se sobresaltó de dolor cuando la piel desnuda tocó el metal, que se calentaba a toda velocidad. A Cadderly le costó un instante comprenderlo, pero recordó que muchos dragones también podían acceder al entramado de la magia.

Cadderly tenía que actuar rápidamente. Debía rebajar al dragón y hacer que deseara parlamentar. Cantó de inmediato, obviando intencionadamente las volutas de humo que subían del cinturón de cuero cerca de la hebilla.

Un anillo de cuchillas mágicas apareció sobre la cabeza de Fyrentennimar.

—¡Te cortarán! —prometió Cadderly, e hizo descender las cuchillas, que se aproximaron a la cabeza del dragón.

Esperó que el viejo Fyren se agachara, de modo que el monstruo no estuviera en una posición de superioridad física; que su demostración de poder obligara al dragón a pensar que continuar ese combate no sería una sabia elección.

—¡Déjalas! —aulló el viejo Fyren.

Las alas del dragón batieron mientras levantaba su cabeza enorme y hacía frente al conjuro sin contemplaciones. Volaron chispas cuando las cuchillas mellaron parte de las escamas del dragón. Trozos diminutos salpicaron el aire, y para consternación de Cadderly, el rugido de Fyrentennimar pareció ser de regocijo.

La cola del dragón restalló, golpeando con fuerza la barrera mágica de Cadderly. Las oleadas de la conmoción sacudieron la caverna e hicieron caer al joven clérigo. La barrera rechazadragones resistió, aunque Cadderly temió que el techo de la cueva no lo haría. Entonces, se dio cuenta de lo verdaderamente vulnerable que era y de lo miserable que debía parecerle al dragón, que había vivido siglos y que se había obsequiado con los huesos de cientos de hombres más poderosos que él.

Había levantado una protección contra el fuego, una barrera que impedía que el dragón la atravesara físicamente (aunque ninguna, temió, aguantaría demasiado), pero ¿qué defensa podía ofrecer Cadderly a la potente serie de conjuros de Fyrentennimar? ¡Se dio cuenta de que su derrota podía ser una cosa tan simple como arrancar un trozo de roca del muro y lanzárselo!

El dragón movió la cabeza de un lado a otro, desafiando las cuchillas mágicas; se mofaba del conjuro de Cadderly. Las zarpas de las patas delanteras cavaron grandes surcos en el suelo de la caverna y la cola enorme fustigó a su alrededor, despedazando la roca y destruyendo las paredes.

Cadderly no aguantaría mucho tiempo; estaba seguro de que no tenía nada en su arsenal que pudiera herir al monstruo.

Sólo tenía una alternativa, y la temía tanto como a Fyrentennimar. La canción de Deneir le había enseñado que se podía acceder a las energías mágicas del universo desde muchos ángulos, y la manera como uno accedía a ésas determinaba el grupo, la esfera mágica, de los conjuros que se encontraban dentro. Por ejemplo, Cadderly se había acercado a las energías universales de modo diferente al levantar la barrera rechazadragones que cuando había entrado en la esfera del fuego elemental para crear la burbuja protectora contra las llamas de Fyrentennimar.

Deneir era una deidad del arte, la poesía y los espíritus elevados, que alababan y aceptaban una miríada de talentos. La canción sonaba por los cielos, con los poderes de muchas de tales energías, y así un clérigo en armonía con la canción de su dios podía encontrar acceso, y en varios ángulos, para adaptar las energías universales en incontables direcciones.

Aunque había una forma en particular de modificar esas energías, que iba en dirección contraria a la armonía del pensamiento de Deneir, donde las notas no sonaban claras y no podía sustentarse la simetría. Ésa era la esfera del caos, un lugar de discordia e irracional, y ése era el lugar donde Cadderly tenía que ir.

—¡Es una caída de cinco enanos! —protestó Iván, mientras se agarraba con fuerza a la muñeca de Danica.

Danica no podía ver el suelo más allá de la caída vertical y tuvo que confiar en la estimación de la visión calorífica de Iván. Esa estimación, una caída de cinco enanos (seis metros), no era demasiado prometedora. Pero oyó la palmada atronadora que sirvió para despertar al dragón y supo en su corazón que su amado estaba en una situación extrema. Se libró de la mano de Iván, descendió lo que quedaba de camino por el estrecho pozo y, sin dudarlo, se dejó caer al vacío.

Rezó para poder actuar con suficiente celeridad cuando al fin alcanzara el final del descenso, y esperó que la luz pálida de la antorcha que Shayleigh mantenía en alto le mostrara el suelo antes de chocar contra él.

Vio el suelo, giró los tobillos a un lado mientras impactaba, lanzándose en una caída lateral, y se enroscó a medias al caer. La voltereta la hizo hacia atrás, por lo que se puso de pie. Sin detenerse y sin haber absorbido la suficiente energía de la caída, saltó en el aire, dando un salto mortal hacia atrás. Aterrizó sobre los pies y volvió a saltar, esa vez hacia adelante. Se elevó dando otra voltereta en el aire, aterrizó en el suelo y se puso a correr; lo que quedaba de impulso se perdió en unas zancadas largas y veloces.

—Bien, seré un hada borracha —murmuró Iván, sorprendido, al observar el espectáculo desde arriba.

A pesar de todas sus quejas, el enano no podía dejar que sus amigos padecieran peligros sin él, y supo que cualquier duda en ese momento obligaría a Danica a enfrentarse sola a los acontecimientos venideros.

—¡No trates de cogerme, chica! —advirtió mientras se dejaba caer.

La técnica de aterrizaje de Iván no era tan diferente de la de Danica. Pero mientras que ella rodaba y brincaba, dando saltos mortales con elegancia y cambiaba de dirección con torsiones sutiles, Iván únicamente rebotó.

Aunque se puso en pie rápidamente. Se ajustó el casco de astas de ciervo y cogió a Danica por la ondulante capa mientras corría en dirección contraria, siguiendo hacia el este los sonidos continuados.

Vander fue el siguiente. El pozo estrecho planteó más problemas al gigante que el no tan alto (para un gigante) descenso. Shayleigh se dejó caer en los brazos que la esperaban, saltando casi desde ellos en rápida persecución de Iván y Danica.

Pikel fue el último, y Vander también lo cogió. Por un momento, el firbolg miró al enano entre sus brazos con curiosidad, advirtiendo que parecía que faltaba algo.

—¿Tu garrote? —empezó a decir Vander, y lo comprendió un instante más tarde, cuando el arma de Pikel, bajando detrás del enano, rebotó en su cabeza.

—Oops —se disculpó el enano de barba verde, y al mirar el ceño de Vander, se alegró de no tener tiempo de quedarse para discutir sobre el tema.

Danica hubiera dejado atrás a Iván en un abrir y cerrar de ojos, pero el enano estaba agarrado con firmeza a la capa y no la había soltado. En ese momento, oyeron el retumbar de la distante voz de Fyrentennimar, y aunque no pudieron distinguir las palabras, les hizo de guía. Iván se alegró cuando advirtió que Shayleigh, que aún aguantaba la antorcha, les ganaba terreno.

Atravesaron varias cavernas y bajaron por algunos corredores estrechos y un pasillo más ancho. Sólo el calor creciente les dijo que se acercaban a la guarida del dragón y les hizo temer que Fyrentennimar ya hubiera lanzado su aliento mortal.

Shayleigh adelantó a Iván, al parecer tan desesperada como Danica, y el enano extendió el brazo libre y también se agarró a su capa. Comprendió su apremio —las dos pensaban que Cadderly estaba frito—, pero Iván siguió impávido. Si el enano hubiera tenido algo que decir sobre ello, no habrían corrido con precipitación a la boca anhelante del viejo Fyren.

La antorcha de Shayleigh mostró que estaban llegando a otra caverna amplia. Vieron luz más adelante; parecía un brillo residual, y eso los condujo a una suposición ineludible.

Pese a las anteriores protestas y a la testarudez, Iván Rebolludo mostró sus verdaderas lealtades en ese momento. Al pensar que el terrible Fyrentennimar les esperaba justo ante ellos, el resistente enano tiró con fuerza de las dos capas, y saltó más allá de Danica y Shayleigh, liderando la entrada en la caverna antes de tener tiempo para sacar el hacha de batalla de doble hoja.

Una lengua le dio un cachete dos pasos después de haber entrado; lo golpeó, lo envolvió y tiró de él hacia un lado. Danica y Shayleigh resbalaron; cuando se detuvieron, descubrieron que la cámara estaba llena de sapos gigantescos de color rojo muy ansiosos. A la derecha vieron a Iván, que parecía forcejear; por lo menos, vieron sus botas, que salían de la boca de un sapo. Danica se dirigió hacia él, pero fue interceptada por una bola de fuego diminuta, y luego otra, cuando dos sapos tomaron la ofensiva.

Shayleigh lanzó la antorcha frente a ella, levantó el arco en un instante y lo puso a trabajar de modo devastador.

Iván no supo lo que le había alcanzado, pero advirtió que estaba muy incómodo y que no podía rodearse con los brazos para mover el hacha, que le había quedado a la espalda. Haciendo oídos sordos a sus muchas quejas, siguió el único cauce abierto y empezó a forcejear; intentó morder, agarrarse a algo que retorcer. Las astas de ciervo de su casco se enredaron en algo, y de nuevo Iván no cuestionó su mala suerte, sólo giró la cabeza con tanta fuerza como pudo.

Un sapo dio un salto largo y elevado hacia ella, pero las tres flechas de Shayleigh, disparadas en rápida sucesión, detuvieron el impulso del bicho en pleno vuelo y cayó muerto al suelo. Dos batracios más llegaron volando hacia la elfa, y aunque los alcanzó a los dos con disparos perfectos, no pudo desviar su salto. Uno la golpeó en el hombro, el otro en las espinillas, y salió disparada hacia atrás.

Hubiera caído con fuerza sobre el suelo de la caverna, pero Vander, que entraba desde el corredor, la cogió con delicadeza con su mano gigantesca y la puso en pie. El firbolg la adelantó en un instante; la gran espada soltó un tajo de través que partió por la mitad a los dos sapos atacantes.

Otro monstruo saltó desde un flanco, pero Pikel derrapó entre él y Shayleigh, aguantando el garrote, que era como el tronco de un árbol, por encima del hombro, con ambas manos en la empuñadura. Con un grito de alegría, el enano de barba verde bateó al sapo hacia un lado. Cayó, aturdido, y Pikel se cernió sobre él, aplastándolo con repetidos golpes.

Danica se dejó caer de espaldas y rodó, desesperada, para evitar los ardientes proyectiles. Flexionó las rodillas, con la esperanza de dar una voltereta hacia atrás y ponerse en pie, y se agarró las botas, sacando dos dagas: una con la empuñadura de oro en forma de tigre, y la otra, un dragón plateado.

Se levantó, las lanzó y alcanzó al sapo más próximo con las dos. Éste cerró los ojos y se despatarró en el suelo, aunque Danica no supo si había muerto.

No pudo detenerse para descubrirlo. Otro sapo que estaba cerca lanzó la lengua pegajosa.

Danica saltó hacia arriba, la mangosta contra la víbora, y flexionó las piernas. Volvió a saltar tan pronto tocó el suelo, al frente y arriba, antes de que el batracio pudiera usar de nuevo la lengua. Esa vez, descendió con fuerza sobre la cabeza de la criatura. Afianzó un pie y realizó un giro endiablado; su cara pasó cerca del tobillo, con la otra pierna a gran altura, justo sobre ella. Cuando completó el giro, y gracias al creciente impulso, tensó los músculos de la pierna elevada y hundió el pie, que atravesó el ojo bulboso del sapo.

La fuerza del golpe obligó a Danica a bajar del sapo muerto, y se dio media vuelta, para buscar el siguiente blanco.

Al principio pensó que el sapo que veía en un flanco era una de las criaturas más curiosas que había contemplado nunca. Pero entonces Danica se dio cuenta de que las astas no le pertenecían, sino que más bien eran del indigesto enano que se había tragado imprudentemente.

Las astas dieron un tirón, en una y otra dirección, y la cabeza llena de babas atravesó al sapo. El enano soltó un gruñido y se contorsionó de modo extraño, contorneándose de manera que se miraba los talones, que salían de la boca del sapo, y a Danica, que lo observaba con incredulidad.

—¿Crees que podrías ayudarme a salir de aquí? —preguntó el enano, y Danica vio cómo los ojos del batracio, entonces muerto, se hinchaban y luego volvían a la normalidad mientras Iván se encogía de hombros.

La familiar canción sonó en la mente de Cadderly, pero no se hundió en el flujo armónico. En vez de ello, cantó hacia atrás, de soslayo, al azar, obligando a salir cualquier nota que le pareciera discordante. Unos escalofríos recorrieron el tuétano de sus huesos; sintió como si se fuera a partir en dos ante el asalto mágico. Estaba exactamente donde un clérigo de Deneir no debería estar, se burlaba de la armonía del universo, pervertía las notas de la canción eterna de manera que vibraba dolorosamente en su mente, cerraba puertas en las sendas de las revelaciones que la canción le había mostrado.

La voz de Cadderly se tornó gutural, un graznido, y la garganta se le llenó de flema. Le dolía la cabeza; las intensas oleadas de temblores que le recorrían la columna lo aguijonearon repetidas veces.

Pensó que se volvería loco; de hecho, se había vuelto loco, había llegado a un lugar donde toda idea lógica parecía vagar a la deriva, donde uno y uno sumaban tres, o diez. Las emociones de Cadderly fluctuaban del mismo modo. Estaba enfadado, furioso… ¿Por qué? No lo sabía; sólo sabía que estaba lleno de desesperación. Entonces, de pronto, se sintió vulnerable, como si pudiera atravesar las barreras mágicas y chasquear los dedos bajo la nariz de Fyrentennimar.

Todavía graznaba contra el armonioso fluir de la bella canción, aún negaba las verdades universales que la canción le había mostrado. De repente, Cadderly se dio cuenta de que había desatado algo terrible en su propia mente, que no podía detener las imágenes fulgurantes y los dolores estremecedores.

Su mente se movía de un lado a otro, como una ruleta, girando en medio de la energía mágica a la que había accedido sin lugar en el que sustentarse. Caía, descendía hacia un pozo sin fin del que no habría escapatoria. Se comería al dragón, o el dragón se lo comería a él, pero de todos modos, sintió que no tenía importancia. Se había dividido; el único pensamiento lógico al que agarrarse durante un instante pasajero era que había superado sus límites; en su desesperación se había precipitado en el caos infinito.

Aún graznaba las notas disonantes en su mente; cantaba los delirios aleatorios de medias verdades y mentiras. Esa vez uno más uno sumaban diecisiete.

Uno más uno.

Cualquier otra cosa que asaltara la mente de Cadderly continuaba recurriendo a las simples matemáticas de sumar uno y uno. Un centenar de respuestas diferentes acudió en una sucesión rápida; en ese lugar, en su mente, las reglas no eran válidas, y las respuestas se generaban al azar.

Un millar de respuestas diferentes, producidas sin patrón, sin guía, pasaron a toda velocidad ante él. Y Cadderly las dejó pasar con el resto de pensamientos fugaces; sabía que eran mentiras.

Uno y uno eran dos.

Cadderly se agarró a esa idea, a esa esperanza. La ecuación simple, la verdad lógica y simple, sonó como la única nota armónica en la disonancia.

¡Uno y uno eran dos!

Al mismo tiempo, una delgada línea de la canción de Deneir sonó en la mente de Cadderly, pero separada de la discordancia. Llegó como un cordón umbilical para el joven clérigo, y la agarró con avidez, sin que lo sacara del desorden, sino para que lo ayudara a mantener la base en esa esfera de caos escurridizo.

Entonces Cadderly buscó en la peligrosa esfera y encontró una región de tumultos emocionales, de éticas invertidas, y la lanzó con toda su fuerza mental al poderoso Fyrentennimar.

La rabia del dragón siguió desatada, y Cadderly comprendió que no había penetrado la resistencia mágica innata de la bestia. Entonces se dio cuenta de que estaba sentado, de que en algún momento durante el viaje mental, el terremoto que era la ira de Fyrentennimar lo había hecho caer al suelo.

De nuevo buscó en esa particular región de caos que necesitaba (esa vez era un lugar diferente), y de nuevo se la lanzó al dragón. Y luego, una tercera vez, y una cuarta. Le dolía la cabeza mientras mantenía el conjuro, pero continuó asaltando al testarudo dragón con falsas emociones y creencias.

En la caverna se hizo un silencio sepulcral, excepto por algún ruido que emanaba de algún lugar en el túnel que había a su espalda, quizás en la cámara de los sapos.

Abrió lentamente los ojos para descubrir al viejo Fyren sentado en silencio, observándolo.

—Bienvenido, humilde clérigo —dijo el dragón en tono calmado y tranquilo—. Perdona mi arrebato. No sé lo que me llevó a semejante invectiva. —El dragón parpadeó con sus ojos de reptil y miró a su alrededor con curiosidad—. Ahora, háblame de esa pequeña tarea que deseas que desempeñe.

Cadderly también parpadeó sin creérselo.

—Uno y uno es igual a dos —murmuró en voz baja—. Espero.