7

Pavor

Cadderly no imaginó lo caliente que se volvería el aire tan pronto empezó a caminar por la abertura de la ladera. Estaba más en un túnel que en una cueva; sus muros eran estrechos y desiguales, y se dirigía gradualmente al corazón de la montaña.

El joven clérigo se quitó la capa de viaje, hizo un atado envolviendo con cuidado el Tomo de la Armonía Universal, y lo metió en la mochila. Pensó en dejar el enorme libro y alguna de sus posesiones más preciadas cerca de la entrada; temió que si, de algún modo, sobrevivía al encuentro con Fyrentennimar, algunos de los objetos acabarían carbonizados.

Con gesto desafiante, Cadderly se puso la mochila sobre el hombro. Decidió que entonces no era un buen momento para pensamientos negativos. Sacó un cilindro de metal y retiró el tapón, liberando un rayo de luz procedente de un encantamiento mágico situado en un disco dentro del tubo. Entonces, se puso en marcha. Recuperó la canción de Deneir mientras andaba, sabiendo que en un instante tendría que invocar las energías mágicas si quería disponer de alguna oportunidad contra el dragón.

Veinte minutos más tarde aún avanzaba, arrastrándose sobre un montón de rocas sueltas. Entonces el calor era más intenso; incluso después de disipar el conjuro de protección contra el frío, el sudor le caía por la frente y le escocían los ojos.

Atravesó varias cavernas mientras bajaba por los túneles, y se sintió indefenso con sólo una pequeña área iluminada frente a él mientras y ante la densa oscuridad que se cernía a sus lados. Un giro del armazón externo del dispositivo acortó el tubo, y amplió un poco el rayo de luz, pero a pesar de eso tuvo que luchar contra el ardiente deseo de invocar la magia e iluminar la zona entera.

Respiró tranquilo cuando entró en un túnel, sin duda demasiado estrecho para que un dragón se colara por él. El suelo se inclinó en un ángulo gradual más llevadero durante más de treinta metros, pero entonces, de repente, descendía en picado: un agujero se abría hacia la negrura.

Sentado en el borde, aseguró el equipo y ató el tubo en la bandolera, de modo que apuntara hacia abajo. Entonces se puso en pie y escogió el camino con cuidado.

El aire era asfixiante y las rocas se le venían encima, pero Cadderly continuó el descenso, moviéndose hasta que descubrió que el pozo terminaba a sus pies. Por un instante, quedó colgado de una mano y casi se cayó.

De algún modo se las arregló para asegurar la posición, enganchado el codo en un saliente, y flexionó las piernas para que hicieran presión sobre la sólida pared. Con la mano libre, tanteó para alcanzar el tubo, y lo apuntó hacia abajo para descubrir que estaba en el techo de una amplia caverna.

Se temió que fuera una gran sala, ya que la luz no iluminaba el suelo. Por primera vez desde que había entrado en los túneles, se preguntó si, en realidad, el rumbo lo llevaría hasta el dragón. Evidentemente, la pequeña cueva en la ladera de la montaña no era la salida del enorme dragón. Cadderly no pensó que quizá la red de cuevas de la montaña fuera intrincada y posiblemente infranqueable.

Obstinado, el joven clérigo ajustó el rayo de luz, y ésta llegó más lejos. Entonces distinguió el sutil cambio de matiz, la roca más oscura del suelo, a seis o más metros bajo él. Pensó en dejarse caer; pero en ese instante recordó que llevaba una bandolera llena de viales del volátil aceite de impacto.

Maldijo su suerte; si tenía la intención de continuar por ese camino, debería conjurar magia, y sabía que la necesitaría contra el viejo Fyren. Con un suspiro de resignación, se concentró en la canción de Deneir, recordando la parte que había entonado cuando Danica cayó del saliente en el sendero de montaña. Luego descendió por el aire hacia el suelo de la caverna.

Cadderly comprendió el éxtasis de Danica, entendió la excitación que la joven sintió y que no tuvo palabras para describir cuando le lanzaron el conjuro. Toda lógica le decía a Cadderly que debería caer, y con todo, no cayó. Al usar la magia, desafiaba por completo las leyes de la naturaleza, y, tenía que admitirlo, la sensación de andar por el aire era increíble, mejor que andar por el mundo inmaterial y que desvanecer su forma corpórea para dejarse llevar por el viento.

Pudo tocar el suelo de piedra un momento antes, pero no lo hizo. Atravesó la gran caverna y entró en los túneles, andando a un palmo del suelo, justificaba el placer al decirse que de ese modo se movía haciendo menos ruido. A pesar del siempre presente ambiente escalofriante, a pesar del hecho de que huía de sus amigos y marchaba sólo hacia el peligro, en el momento en que el encantamiento finalizó, el joven clérigo sonreía.

Pero el calor se intensificó con creces, y lo que sonó como un lejano gruñido pronto le recordó que el camino llegaba a su fin. Se quedó muy quieto a la entrada de otra enorme caverna durante unos momentos y escuchó atentamente, aunque no pudo asegurar si la respiración rítmica que le parecía oír era producto de su imaginación o los sonidos de un dragón.

—Sólo hay un modo de descubrirlo —murmuró en tono sombrío el valiente clérigo, obligándose a dar un paso tras otro.

Empezó a andar agachado, con el tubo y la ballesta frente a él.

Vio que la caverna estaba llena de rocas y le pareció curioso el hecho de que todas ellas fueran aproximadamente del mismo tamaño y de un tono rojizo similar. Se preguntó si podrían ser creaciones del dragón; quizás algún residuo del aliento ardiente de la bestia. Sabía que los gatos regurgitaban bolas de pelo; ¿el dragón podría hacer lo mismo con rocas? La idea hizo que se le escapara una risa nerviosa, pero de inmediato se mordió el labio y abrió los ojos como platos.

¡Una de las rocas parpadeaba!

Cadderly se quedó helado, tratando de mantener el rayo de luz sobre la criatura. A un lado, se movió otra roca, que captó la atención de Cadderly. Tan pronto movió la luz a su alrededor, se dio cuenta de que no eran rocas lo que lo rodeaba, sino sapos gigantes, de color rojo, con unas cabezas que le llegaban más allá de la cintura.

Justo cuando decidió no hacer movimientos violentos e intentó simplificar el camino para dejar atrás a las extrañas criaturas, un sapo arrastró los pies detrás de él. A pesar de su resolución, se dio media vuelta, de manera que desvió la luz y sobresaltó a varios monstruos.

—¡No voy a subir allí para luchar contra un maldito dragón! —protestó Iván, que cruzó sus fornidos brazos por encima del pecho, elevándolos tres dedos por encima de la capa de nieve.

El enano desvió intencionadamente la mirada de la creciente cuesta del Lucero Nocturno.

—Uh-oh —murmuró Pikel.

—Cadderly está allí arriba —le recordó Danica al tozudo enano barbirrubio.

—Entonces, Cadderly es estúpido —gruñó Iván sin perder un instante.

De pronto un enorme brazo lo rodeó, lo levantó del suelo, y acabó en un costado de Vander.

—Jee, jee, jee. —La alegría de Pikel poco hizo por mejorar el humor de Iván.

—¡Por qué, roba enanos hijo de un dragón pelirrojo! —rugió Iván, que pataleó con encono, pero sin resultado, para librarse de la fuerte presa del gigante.

—Deberíamos subir en dirección hasta la cueva —razonó Danica.

—Justo por el camino de Cadderly —acordó Shayleigh.

—¿Podríamos darnos prisa? —les preguntó Vander—. Iván me está mordiendo el brazo.

Danica se alejó en un momento; corría a toda velocidad por la cuesta y seguía las evidentes huellas de Cadderly. Shayleigh le pisaba los talones. La elfa, ágil y de pies ligeros, tenía pocos problemas para correr por la nieve. Mantuvo el arco preparado, haciendo el papel de vigía mientras Danica seguía el rastro.

Vander andaba con dificultad tras ella. Trataba de resistir el deseo de golpear la dura mollera de Iván. Pikel era el último y se balanceaba con facilidad en el camino que abría el firbolg.

Estuvieron en la zona derretida alrededor de la entrada de la cueva unos minutos más tarde. Shayleigh miró hacia el interior, usando la capacidad élfica para ver el calor, pero apartó la cabeza al instante y se encogió de hombros con impotencia, dando a entender que el aire era demasiado cálido para distinguir cualquier diferencia.

—Cadderly entró —dijo Danica, tanto para reafirmar su decisión como la de los demás—. Y nosotros, también.

—No —llegó la predecible respuesta de Iván.

—El encantamiento que Cadderly te lanzó la noche pasada no durará mucho —le recordó Shayleigh—. El aire es demasiado frío aquí arriba, incluso para la resistencia de un enano.

—Mejor congelado que tostado —gruñó Iván.

Danica ignoró el comentario y se metió en la cueva. Shayleigh sacudió la cabeza y la siguió.

Vander dejó a Iván en el suelo, arrancando miradas de curiosidad de los dos enanos.

—No os obligaré a entrar en la cueva de un dragón —explicó el firbolg, y se puso a andar sin esperar una respuesta, entrando con dificultad en la estrecha gruta.

—Oo —se lamentó Pikel, algo más sombrío entonces que llegaban a un punto crítico.

Iván mantuvo su postura: los brazos fornidos cruzados sobre el pecho mientras un pie daba golpecitos en la roca húmeda. Pikel, indeciso, paseó la mirada entre su hermano y la entrada de la cueva un par de veces.

—¡Bah!, vamos —le dijo Iván con un gruñido unos instantes más tarde—. ¡No tengo ganas de dejar que el insensato cabezota pelee solo contra un dragón!

La angelical cara de Pikel se animó bastante cuando Iván lo agarró y lo condujo al interior. Cuando el enano de barba verde recordó que marchaban con alegría para enfrentarse a un dragón rojo, esa sonrisa traviesa desapareció.

Más abajo, en la ladera del Lucero Nocturno, Druzil observó cómo las formas negras desaparecían bajo la capa de bruma. El imp no tenía ni idea de dónde había salido el gigante (¿por qué marcharía un gigante al lado de Cadderly?), pero estaba bastante seguro de que las otras formas lejanas, y en particular las dos criaturas bajas y corpulentas que se balanceaban, eran amigos de Cadderly.

El monstruo nomuerto parecía bastante seguro. En realidad, Druzil no tenía ni idea de si la criatura era capaz de ver al lejano grupo, pero el camino escogido por el monstruo era directo y furibundo. Algún faro guiaba a ese espíritu de otro mundo, dirigiéndolo sin vacilar a través de la noche oscura y bajo la brillante luz del día. La criatura no bajaba el ritmo ni descansaba (¡el cansado Druzil empezaba a desear que lo hiciera!), y los dos cubrieron una gran extensión de terreno en muy poco tiempo.

Entonces, con la meta aparentemente a la vista, la criatura realizó movimientos aún más frenéticos hacia la base sin árboles del Lucero Nocturno, abriéndose paso en la nieve, como si la inconveniente profundidad de la nieve fuera una conspiración para mantener a la macabra cosa lejos de Cadderly.

Como criatura de los planos inferiores, no sentía cariño por la nieve. Pero como criatura de los caóticos planos inferiores, el imp voló tras el muerto viviente, frotándose las garras ante la sensación de que la cruenta pelea llegaría pronto.

Cadderly deslizó un pie delante del otro con cuidado, avanzando poco a poco hacia la lejana salida de la cueva. Los sapos gigantes se calmaron de nuevo, pero el joven clérigo notaba que muchos ojos estaban posados en él y lo observaban con algo más que un interés pasajero.

Otro escaso metro lo encaró con la salida; diez pasos a la carrera harían que escapara. Se paró en seco y trató de reunir el coraje para ponerse a correr mientras discernía sobre si ésa sería la mejor elección.

Empezó a inclinarse hacia adelante, en tanto contaba hacia atrás mentalmente hasta el momento en que saldría disparado.

Un sapo saltó y bloqueó la salida.

Los ojos de Cadderly, llenos de miedo, se abrieron de par en par y paseó la mirada de un lado a otro, en busca de otro camino. Detrás de él, los sapos se habían reunido en grupo sin llamar la atención, cortándole la retirada.

«¿Ésta es una táctica deliberada de la manada?», se preguntó el joven clérigo, totalmente anonadado. Fuera lo que fuera, Cadderly supo que tenía que actuar rápidamente. Pensó en la magia, y se preguntó qué ayuda podría obtener de la canción de Deneir. Decidió entrar en acción, y empezó a mover el haz de luz por encima del sapo que bloqueaba el camino, con la intención de asustar al bicho para que se apartara.

Le pareció que el sapo se asentaba más, pues posó su considerable barriga sobre el suelo, pero avanzó con un brinco repentino. Cadderly temió por un instante que saltara hacia él; pero sólo su cabeza se adelantó. La boca se abrió y, de ella, salió una bola de llamas.

Cadderly dio un paso hacia atrás mientras la llamarada estallaba a una corta distancia, chamuscándole la cara. Se le escapó un grito de sorpresa y oyó el ruido de los pasos de los sapos a su espalda. Instintivamente, el joven clérigo levantó la ballesta. No miró atrás, pero centró la mirada en la ruta de escape y lanzó el proyectil. Al instante, huyó a toda velocidad. Siguió la estela del dardo, temiendo que una docena de pequeñas bolas de fuego le quemaran la espalda antes de llegar a la salida.

La boca del sapo chasqueó ante el dardo. La lengua pegajosa lo alcanzó en pleno vuelo y se lo tragó.

¡El virote no había estallado! Por lo que parecía la lengua lo había atrapado sin romper el vial. Y Cadderly, corriendo hacia el sapo y sin un lugar adonde escapar, no tenía alternativas preparadas, ni tenía el bastón encantado o el buzak en la mano. Volvió a agitar el tubo de luz desesperadamente; esperaba, contra toda lógica, espantar al formidable sapo. La cosa se quedó allí, a la expectativa.

Entonces, la criatura hizo un extraño eructo. El cuello se le hinchó y luego se retrajo, y un momento más tarde explotó; las vísceras del batracio volaron por todas partes.

Se puso los brazos frente a la cara mientras cruzaba las salpicaduras y, con prudencia, bajó la cabeza para evitar golpearse contra el canto superior del bajo túnel. Estaba ya a muchos pasos de la entrada de la caverna cuando se atrevió a mirar a su espalda para confirmar que los sapos no venían siguiéndolo. A pesar de ello, el asustado clérigo aún corría alocadamente por el sinuoso túnel, deteniéndose y mirando hacia atrás, aunque sintió que el túnel se ensanchaba de improviso a su alrededor.

Se detuvo, paralizado en el sitio, más preocupado por la respiración acompasada que por los sapos, una respiración que hacía el ruido de una tempestad de viento en un túnel estrecho. Despacio, miró a su alrededor, y, aún más despacio, utilizó el rayo de luz.

—¡Oh, amado Deneir! —vocalizó en silencio el joven clérigo mientras la luz recorría la piel escamosa de un dragón imposiblemente grande y largo—. ¡Oh, amado Deneir!

La luz pasó por encima de los cuernos como lanzas del dragón, cruzó el cráneo surcado de la bestia y siguió más allá del ojo cerrado hasta la mandíbula, que podría partir en dos a Vander sin apenas esfuerzo.

—¡Oh, amado Deneir! —murmuró el joven clérigo, y entonces cayó de rodillas, sin ser consciente de que sus piernas se habían doblado.