5

Lucha de voluntades

Cadderly y Shayleigh se dirigieron de inmediato hacia el aturdido enano, pero Danica se precipitó hacia el saliente, agarró a Cadderly, le dio media vuelta, y sus labios se aplastaron contra los de él. Se apartó de pronto; su expresión mostraba admiración y cariño…, y éxtasis.

Su respiración era entrecortada. Sus ojos se movían rápidamente entre el cielo abierto más allá del saliente a sus pies y el hombre que le había salvado la vida.

—¡Quiero hacerlo otra vez! —soltó, como si no pudiera hacer otra cosa que decir esas palabras.

Cadderly se mostró perplejo, hasta que se dio cuenta de que su amada acababa de caminar por el aire. ¡Qué gran experiencia acababa de vivir! Contempló a Danica durante un largo rato. Entonces, se acordó de la situación de Iván. Miró a Pikel, que mordía contento el cabrito asado (por lo que parecía, Iván no estaba tan mal herido), y miró la roca donde Iván y la quimera habían finalizado su alocado vuelo. Toda esa locura repentina era la consecuencia de un plan desesperado, cuyo éxito podía decidir la mismísima existencia de las gentes de la región.

Y los resplandecientes ojos castaños de Danica, tan llenos de admiración, le mostraron algo. Estaba al frente de todo ello, aceptaba el liderazgo de aquella cruzada. Se había aferrado a sus responsabilidades (del todo cuando había doblegado la mente del decano Thobicus), pero entonces, cuando el verdadero peso de esa responsabilidad se hacía más claro, se sentía alarmado.

Antes, Cadderly siempre había dependido de sus poderosos amigos. Él señalaba el camino, y ellos, con sigilo y a golpes, facilitaban los planes. En ese momento, en cambio, a juzgar por la mirada en los ojos de Danica, la carga de Cadderly aumentaba. Sus crecientes poderes mágicos se habían convertido en el arma principal del grupo.

Cadderly no rehuiría su nuevo papel y lucharía con denuedo, pero se preguntó si podría cumplir las expectativas de sus amigos, si mantendría la confianza que Danica depositaba en él.

Todo ello fue demasiado para el agobiado clérigo. Lo que empezó como una risita ahogada acabó con Cadderly sentado sobre el saliente de roca y soltando carcajadas al borde de la histeria.

La visión de Vander, de nuevo en pie, calmó a Cadderly. Aunque de algún modo las brutales heridas habían empezado a curarse, la cara del gigante mostraba el sufrimiento y demostró que para Vander la situación no tenía ninguna gracia.

—Te dije que habíamos subido demasiado —dijo el firbolg en voz baja pero firme.

Cadderly pensó un momento, y luego empezó a explicar al gigante que, mientras la extraña criatura de nieve podría ser natural en la zona, la quimera y el otro monstruo alado, la mantícora mutante, eran de naturaleza mágica, y no, habitantes de los picos helados y yermos. Aunque Cadderly nunca acabó la explicación, de pronto se dio cuenta de lo que implicaban sus palabras.

¿Criaturas mágicas?

«¡Qué insensato había sido!», pensó Cadderly, aunque a Vander y a sus confundidos amigos sólo les mostró una repentina expresión de desconcierto. El joven clérigo cerró lo ojos e investigó mentalmente la zona; buscó el ojo mágico del mago que los espiaba (¡ya que sin duda alguien había guiado a los dos monstruos!). Casi de inmediato, notó la conexión, sintió la línea de energía mágica que sólo podía ser la sonda de un mago que los vigilaba, y rápidamente liberó una línea contraria para dispersarla. Entonces, levantó defensas mágicas: puso un velo alrededor de él y de los demás que no sería atravesado con facilidad por ojos distantes.

—¿Qué pasa? —exigió Danica cuando el joven clérigo abrió al fin los ojos.

Cadderly sacudió la cabeza y, a continuación, miró a Vander.

—Encuentra una zona resguardada donde podamos acampar y curar las heridas —instruyó al firbolg.

Danica todavía lo miraba, esperando una explicación, pero el joven clérigo sólo sacudió la cabeza como respuesta. Pensaba en lo verdaderamente estúpido que había sido al no protegerlos a todos contra la detección mágica.

De nuevo, Cadderly se preguntó si defraudaría a aquellos que habían llegado a creer en él.

La quimera y la mantícora eran criaturas de Aballister, sus hijos, creados y alimentados hasta la madurez por la magia del poderoso mago. Cuando murieron en las montañas, el mago notó la pérdida; fue como si le hubieran arrancado una parte de su energía. Abandonó sus aposentos con tanta precipitación que ni se preocupó de cerrar su libro de conjuros, o de levantar salvaguardas contra los intrusos. El viejo mago corrió por el pasillo hasta la habitación de Dorigen y aporreó la puerta, disturbando los estudios de la hechicera.

—Encuéntralos —soltó Aballister, que empujó para entrar tan pronto como Dorigen abrió la puerta.

—¿Qué has descubierto? —preguntó ella.

—¡Encuéntralos! —ordenó Aballister de nuevo.

Se dio media vuelta, agarró la mano de Dorigen y tiró de ella para que se sentara ante la bola de cristal.

Dorigen liberó la mano y le lanzó una mirada amenazadora.

—¡Encuéntralos! —gruñó el mago por tercera vez, sin inmutarse ante la mirada ceñuda.

Dorigen reconoció el apremio en la cara marchita de Aballister; supo que no habría ido allí y no la habría tratado con tanta falta de respeto si no estuviera tan asustado. Descubrió la bola de cristal y fijó la mirada en ella durante un largo rato, concentrándose en restablecer la conexión con Cadderly. Durante unos momentos, la bola no mostró más que una niebla gris que se arremolinaba. Dorigen continuó ordenando a la niebla que formara una imagen.

La bola se volvió totalmente negra.

Dorigen miró con impotencia a Aballister, y el viejo mago la apartó a un lado y tomó su lugar. Se enfrentó a la bola con toda su energía mágica, lanzando su increíble voluntad contra las barreras negras. Alguien se había protegido contra la detección. Aballister soltó un gruñido y lanzó más energía mágica en el esfuerzo; casi agujereó el velo negro. El poder de las defensas le dijo sin lugar a dudas quién podía ser el que lo había hecho.

—¡No! —graznó Aballister, y otra vez dirigió su mente contra la negrura, decidido a atravesar las defensas.

La bola permaneció inactiva.

—¡Maldito sea! —gritó Aballister, y le dio un golpe al objeto.

Dorigen cogió la maciza bola justo en el momento en que caía rodando por el borde de la mesa. Vio cómo Aballister se estremecía, aunque el mago no se agarró la mano hinchada.

—Tu hijo es más formidable… —empezó a decir Dorigen, pero Aballister la cortó de inmediato con un gruñido animal. Se levantó de un salto que hizo que el taburete cayera al suelo.

—Mi hijo es un insecto molesto —se burló Aballister, pensando en las muchas maneras en que podía hacerles pagar a Cadderly y a sus amigos por la pérdida de la quimera y la mantícora—. La próxima sorpresa que les enviaré es mi poder desatado.

Un escalofrío recorrió la columna de Dorigen. Nunca había visto a Aballister tan decidido. Era la aprendiza de Aballister, había presenciado muchos despliegues mágicos por parte del mago, y supo que aquéllos no eran más que una fracción del poder que poseía.

—¡Encuéntralos! —gruñó Aballister entre los siseos de su respiración entrecortada.

Dorigen nunca lo había visto antes tan cercano a una rabia descontrolada. Aballister abandonó la habitación dando un portazo.

Dorigen asintió como si fuera a intentarlo, pero tan pronto se convenció de que Aballister no volvería de inmediato, dejó la bola en su soporte y la cubrió con un paño. Cadderly había contrarrestado la magia, y Dorigen sabía que el objeto para observar no funcionaría por lo menos durante un día. En realidad, no esperaba tener más suerte al día siguiente, porque al parecer Cadderly había descubierto su vigilancia secreta y no era probable que bajara de nuevo la guardia.

Miró la puerta cerrada y pensó una vez más que Aballister no comprendía el poder de su hijo, ni la compasión. Se dio cuenta cuando cerró los puños que todavía estaban sanando y reflexionó. Sólo gracias a la piedad de Cadderly, aún estaba viva.

Pero Cadderly tampoco conocía el poder de su padre. Estaba contenta de que Druzil, y no ella, estuviera cerca del joven clérigo, ya que cuando la próxima vez Aballister golpeara a Cadderly, le pareció que las montañas se hundirían.

Cuando Danica despertó, el brillo del fuego era leve, apenas iluminaba las características más cercanas de la amplia cueva que había encontrado el grupo. Sintió los reconfortantes ronquidos de los enanos —los gruñidos de Iván complementaban los siseos de Pikel— y notó que Shayleigh dormía a pierna suelta cerca de la pared que estaba a su espalda.

Vander también yacía, apoyado contra la piedra al otro lado del fuego. La noche era oscura y tranquila, y había dejado de nevar, aunque el atenuado viento continuaba con su firme y tranquilo lamento en la entrada de la cueva. Aparentemente, el campamento parecía bastante sereno, pero los afilados sentidos de la luchadora le dijeron que algo no era como debería ser.

Se apoyó en los codos y miró a su alrededor. Había un segundo resplandor en la cueva, a un lado y parcialmente tapado por la forma sentada de Cadderly. ¿Cadderly? Danica se volvió hacia la entrada de la caverna, donde el joven clérigo debería estar montando guardia.

Oyó un ligero tableteo, y después un suave cántico. En silencio, Danica se deslizó fuera de su saco de dormir y atravesó el suelo de roca.

Cadderly estaba sentado con las piernas cruzadas ante una vela encendida. Tenía un pergamino abierto a su lado, con los extremos sujetos por piedrecillas. Junto a eso estaban los accesorios de escriba y el Tomo de la Armonía Universal, el libro sagrado de Deneir, abierto. Danica gateó hasta situarse más cerca, oyó el canto de Cadderly y vio cómo el joven clérigo dejaba caer algunas cuentas de marfil ante él.

Marcó algo en el pergamino; luego, arrojó una pluma al aire, observando cómo giraba hasta el suelo, y escribió algo sobre la dirección. Danica había convivido con clérigos el tiempo suficiente como para saber que su amado estaba ocupado en alguna clase de conjuro de adivinación.

Danica casi dio un salto y un grito cuando sintió una mano en la espalda, pero aguantó el tipo lo bastante como para tomarse el tiempo de reconocer que a su lado estaba Shayleigh. La elfa miró a Cadderly con interés, y luego a Danica, que sólo sacudió la cabeza y levantó las manos.

Cadderly leyó algo en el libro, y después rebuscó en la mochila. Sacó un espejito con el ribete de oro y un par de guantes desparejados, uno negro y otro blanco.

Danica se quedó con la boca abierta. Cadderly había traído el Ghearufu, el maligno artefacto que había llevado el asesino, ¡el mismo objeto poderoso que, según el decano Thobicus, debía ser entregado para que fuera inspeccionado!

La trascendencia del Ghearufu hizo que una miríada de preguntas se agolpara en la mente de Danica. Por lo que vio, y por lo que Cadderly le había dicho, era un objeto que poseía al portador. ¿Era posible que el extraño comportamiento de Cadderly, su risa histérica en el saliente y su insistencia sobre que el grupo siguiera en las cotas altas de las montañas estuvieran, de algún modo, unidos al Ghearufu? ¿Cadderly estaba luchando consigo mismo contra alguna clase de posesión, alguna entidad malvada que nublaba su juicio mientras los conducía al desastre?

Shayleigh puso de nuevo una mano en la espalda de Danica y miró, preocupada, a la joven; pero un movimiento las distrajo.

Vander cruzó la cueva de tres zancadas, agarró a Cadderly por la parte de atrás de la túnica y levantó al joven clérigo del suelo.

—¿Qué estás haciendo? —exigió el firbolg en voz alta—. ¿Haces la guardia desde dentro…?

Las palabras se perdieron en la garganta de Vander, que se quedó blanco. Allí, ante él, descansaba el Ghearufu, el malvado artefacto que lo había sumido en la esclavitud durante muchos años.

Danica y Shayleigh se abalanzaron hacia ellos. Danica temía que Vander, por la sorpresa y el horror, pudiera lanzar a Cadderly al otro lado de la cueva.

—¿Qué estás haciendo? —coincidió Danica con Vander, pero mientras hablaba, pasó el brazo por delante del firbolg y puso el pulgar en un punto vital en el antebrazo del gigante, lo que obligó a Vander a soltar al joven.

Cadderly frunció el ceño y se arregló la túnica. Luego, se puso a reunir sus pertenencias. Al principio, pareció avergonzado, pero entonces, cuando sus ojos y los de Danica se cruzaron, endureció la mirada.

—No deberías haber traído eso —le dijo Danica.

Cadderly no respondió de inmediato, aunque sus pensamientos le gritaban que el Ghearufu era la principal razón de que estuvieran allí.

Los otros tres intercambiaron miradas de preocupación.

—Hemos venido por el Castillo de la Tríada —argumentó Danica.

—Ésa es una de las razones —replicó Cadderly en tono misterioso.

De hecho, no estaba seguro de si debía explicarles la verdad o no, y tampoco, de si quería forzarlos a que lo acompañaran al terrible lugar donde el Ghearufu sería destruido.

Danica notó cómo los músculos de Vander se tensaban, y se inclinó con más firmeza para prevenir que el firbolg saltara y estrangulara al joven clérigo.

—¿Siempre escondes los secretos importantes a aquellos que viajan contigo? —preguntó Shayleigh—. ¿O crees que la confianza no es un elemento esencial en un grupo de aventureros?

—¡Os lo habría dicho! —le soltó Cadderly.

—¿Cuándo? —dijo Danica con un gruñido.

La mujer miró de nuevo la expresión ultrajada de Vander, y le pareció que iba a perder los nervios.

—¿El Ghearufu te ha poseído? —preguntó Danica sin rodeos.

—¡No! —soltó Cadderly de inmediato—, aunque lo ha intentado. No puedes imaginar la profunda maldad de este artefacto.

Vander se aclaró la garganta a modo de recordatorio de que el firbolg había sentido el aguijón del Ghearufu mucho antes de que Cadderly supiera que existía.

—Entonces, ¿que uso podría tener? —soltó Shayleigh.

Cadderly se mordió el labio, mirando en una dirección y en la otra. Sospechó que sus compañeros no estaban de acuerdo con sus prioridades, pues consideraban que el Castillo de la Tríada era la más importante de sus misiones. De nuevo las dudas sobre su liderazgo asaltaron al joven clérigo. Se dijo a sí mismo que les debía una explicación a sus amigos.

Pero Cadderly sabía que eso era sólo una racionalización. Quería explicárselo a sus amigos, que se unieran a él en la más peligrosa de las tareas.

—Salimos en busca del Castillo de la Tríada —explicó, aunque su conciencia lo atormentaba a cada palabra—. Pero ése sólo es un propósito. Hice muchas pesquisas y descubrí que hay pocas, muy pocas maneras de destruir el Ghearufu.

—¿Eso no podría haber esperado? —preguntó Danica.

—¡No! —replicó Cadderly, enojado.

Ante su repentino tono de enfado, los tres escépticos intercambiaron miradas de preocupación, y Danica estuvo a punto de soltar un gruñido cuando observó el Ghearufu.

—Si hubiera dejado el Ghearufu en la biblioteca, no podríais ni imaginar la extensión del desastre que encontraríamos a nuestra vuelta —explicó Cadderly, de nuevo en tono calmado—. Y si lo llevamos con nosotros hasta el Castillo de la Tríada, nuestros enemigos encontrarían una manera de usarlo en contra de nosotros. —Él también bajó la mirada hacia el objeto, con la cara enrojecida por el miedo.

»Pero no llegaremos hasta ese peligroso punto —insistió el joven clérigo—. Hay una manera de acabar con la amenaza del Ghearufu para siempre. Es por eso por lo que cogemos los pasos altos de las montañas —explicó observando a Vander directamente—. Hay un pico cerca de aquí, algo legendario en la región.

—¿Fyrentennimar? —respingó Danica, y Shayleigh, reconociendo el temido nombre, soltó un gemido.

—El pico se llama Lucero Nocturno —continuó Cadderly, impávido—. En las décadas pasadas, se decía que brillaba con fuegos internos en la oscuridad de la noche, un fulgor que se veía desde Carradoon hasta las Llanuras Brillantes.

—Un volcán —razonó Vander, al recordar su tierra escarpada, escondida entre muchos picos que arrojaban lava.

—Un dragón —corrigió Danica—. Un rojo anciano, de acuerdo con la leyenda.

—Más viejo aún, ya que las historias son de dos siglos atrás o más —añadió Shayleigh en tono grave—. Y no sólo una leyenda —les aseguró—. Galladel, que fue rey del bosque de Shilmista, recordaba los tiempos del dragón, la devastación que el viejo Fyren llevó a Carradoon y al bosque.

—¿El maldito botarate está pensando en despertar a un dragón? —bramó Iván, que se despertó hecho una furia para unirse al grupo que rodeaba a Cadderly. Con la discusión, nadie se había dado cuenta de que el cadencioso roncar de los enanos había cesado.

—Uh-uhhh —dijo Pikel a Cadderly, meneando un dedo de un lado a otro ante la cara del joven.

—¿Queréis destruir el Ghearufu? —preguntó Cadderly a secas, dirigiéndose a Vander, al cual consideraba su mejor aliado contra la creciente ola de protestas.

El firbolg pareció verdaderamente indeciso.

—¿A qué coste? —exigió Danica antes de que Vander aclarara sus ideas—. El dragón ha dormido durante siglos; siglos de paz. ¿Cuántas vidas necesitará para satisfacer el apetito después de despertar?

—Mi papá decía siempre: «Deja que un dragón dormido descanse» —añadió Iván.

—Yup —dijo Pikel, asintiendo con entusiasmo.

Cadderly suspiró, resignado, guardó el Ghearufu en la mochila, y se la colgó del hombro.

—Me han encaminado a destruir el Ghearufu —dijo con la voz llena de resignación—. Sólo hay un modo.

—Entonces, puede esperar —respondió Danica—. La amenaza a toda la región…

—Es un peligro transitorio en una sociedad transitoria —finalizó Cadderly en tono filosófico—. El Ghearufu no es efímero. Ha afligido al mundo desde su creación en los planos inferiores.

»No os obligaré a ello —continuó Cadderly en tono reposado—. He sido conducido por los preceptos de un dios que vosotros no adoráis. Alejaos y hablad entre vosotros; llegad a una decisión juntos o individualmente. Esta cruzada es mía, y vuestra por elección. Y tienes razón —le dijo a Shayleigh, al parecer sinceramente arrepentido—. Me equivoqué al no deciros esto cuando dejamos la biblioteca. La situación era… difícil.

Cadderly miró a Danica cuando acabó; sabía que sólo ella comprendía la situación por la que había pasado intentando convencer al decano Thobicus.

Los otros se alejaron lentamente. Cada uno de ellos lanzó varias miradas furtivas al joven clérigo.

—El muchacho está chiflado —insistió Iván lo bastante alto como para que Cadderly pudiera oírle.

—Sigue a su corazón —respondió Danica en voz baja.

—Yo tampoco dudo de la sinceridad de Cadderly —añadió Shayleigh—. Es su juicio lo que cuestiono.

Pikel continuó asintiendo.

—Despertar a un dragón —dijo Vander en tono sombrío, sacudiendo la cabeza.

—Uno rojo —añadió Danica intencionadamente, ya que los dragones rojos eran los más malvados y poderosos de los dragones malignos—. En estos momentos, quizás un anciano rojo.

Pikel siguió asintiendo, e Iván le dio un pescozón en la nuca.

—Oo —dijo el enano de barba verde con la mirada puesta en su hermano.

—No vamos despertando dragones —añadió Iván, de nuevo lo bastante alto como para que Cadderly lo oyera.

—Hay algo más, me temo —dijo Danica—. ¿A Cadderly le guía correctamente su dios, o es el Ghearufu el que lo dirige al lugar donde podrá encontrar un aliado más poderoso?

La idea hizo que los otros se quedaran de piedra. Shayleigh y Vander profirieron profundos suspiros, y un «Ooooooo» arrancó de Pikel e Iván, que entonces, al darse cuenta de que estaba imitando a Pikel, volvió la cabeza para observar a su hermano con desconfianza.

—¿Qué hacemos? —preguntó Shayleigh.

—Ahora la amenaza es el Castillo de la Tríada —se atrevió a declarar Danica, después de que los demás se quedaran callados durante un buen rato.

—Pero el Ghearufu no viaja con nosotros —insistió Vander, apenas capaz de bajar el tono de su potente voz—. Lo podemos enterrar aquí, en las montañas, y volver por él cuando todos los demás asuntos estén solucionados.

—Cadderly no estará de acuerdo —razonó Shayleigh, mirando al resuelto clérigo.

—Entonces, no se lo preguntaremos —respondió Iván con un guiño malicioso.

Miró en dirección a Danica y asintió, y ésta, después de una lastimosa mirada en dirección al hombre que amaba, devolvió el gesto. Sola, se dirigió hacia Cadderly, e Iván se imaginó que el joven estaría en el saco en un momento.

—No vendréis conmigo al Lucero Nocturno —constató Cadderly mientras Danica se acercaba.

Danica no dijo nada. Sin ser consciente, cerraba y abría el puño; un movimiento que Cadderly no pudo ignorar.

—El Ghearufu es primordial —dijo el joven clérigo.

Danica siguió sin responder. Aunque Cadderly le leyó el pensamiento, vio que luchaba contra lo que acababa de decidir y comprendió que le iba a traicionar. Empezó a cantar por lo bajo mientras Danica se acercaba a él. De pronto, su movimiento se hizo urgente; trató de agarrarlo, pero se dio cuenta de que se había vuelto algo insustancial.

—¡Ayudadme! —llamó Danica a sus amigos, que se precipitaron hacia allí.

Iván y Pikel se tiraron a los pies de Cadderly. Los enanos se golpearon las cabezas, enredados en la caída, y les llevó unos instantes descubrir que se agarraban el uno al otro.

La forma corpórea de Cadderly se desvaneció deprisa, diseminada en el viento.