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Un indicio de lo venidero

Aballister atravesó una gran habitación llena de cajas, admirando su colección privada de fieras enjauladas.

—Dorigen ha localizado al joven clérigo y a sus amigos —dijo el mago en voz baja.

Aballister se detuvo entre dos de las jaulas más grandes, ocupadas por bestias de forma extraña que parecían la mezcla de dos o más animales.

—¿Estás hambrienta? —le preguntó Aballister a una monstruosidad alada, cuya cola estaba llena de una multitud de púas duras como el hierro.

La criatura soltó un rugido como respuesta y apretó el poderoso torso contra las barras de la caja.

—Entonces, vuela —dijo el mago con un arrullo, abriendo la puerta de la jaula y acariciando con sus delgadas manos la espesa crin de la criatura mientras pasaba ante él—. Dorigen te conducirá hacia mi perverso hijo. Dale una lección.

El mago se rió con regocijo. Se había pasado muchas horas en privado en esa región extradimensional. De hecho, había creado ese lugar mientras estudiaba en la Biblioteca Edificante. Las preocupaciones más grandes de Aballister en aquel momento eran los revoloteantes clérigos, que siempre miraban por encima de su hombro para asegurarse de que su trabajo estaba dentro de los límites de las estrictas reglas. Poco sabían ellos que Aballister había evitado sus vigilantes miradas y había creado ese espacio dimensional, de modo que pudiera continuar sus más preciados, si no peligrosos, experimentos.

Eso había sucedido veinte años antes, cuando Cadderly era un bebé, y entonces, meditó el mago mientras abría otra jaula, el leonino monstruo y la bestia de tres cabezas eran también bebés.

Enviaba a dos de sus hijos a matar al tercero. Aballister soltó una carcajada ante la idea.

Las dos poderosas criaturas siguieron a Aballister fuera de la habitación y fuera de la mansión extradimensional por una puerta que conducía a una estribación rocosa por encima del Castillo de la Tríada, donde Dorigen, bola de cristal en mano, esperaba.

—Hemos subido demasiado —protestó Vander.

Sus compañeros caminaban pesadamente por una senda de montaña, a más de medio camino de un pico de más de tres mil seiscientos metros. Unas ramas sucias, sin hojas, salpicaban la vereda, pero principalmente el lugar era de roca azotada por el viento, surcada por muchos puntos, pulida y suave en otros. A ese lugar, el invierno había llegado por completo. La nieve era profunda, y la dentellada del viento, a pesar de los conjuros de protección de Cadderly, obligaba a los amigos a frotarse las manos continuamente para evitar que los dedos se les entumecieran. Al menos en el estrecho sendero la nieve no había cuajado; siempre azotado por el viento, pocos copos habían encontrado algo a lo que agarrarse.

—Debemos mantenernos alejados de los caminos bajos —respondió Cadderly, gritando para que se le oyera por encima del aullido del viento—. Hay muchos goblins y gigantes por los alrededores. Huyen de Shilmista en busca de sus guaridas en las montañas.

—Mejor enfrentarnos a ellos que encontrarnos alguna sorpresa aquí arriba —arguyó Vander.

La retumbante voz del gigante de tres metros de altura, con la espesa barba roja llena de hielo, no tenía problemas para hacerse oír a través del viento.

—No conoces las criaturas de las tierras en las que la nieve no se funde, joven clérigo.

Parecía que el robusto firbolg hablaba por experiencia, y los enanos, Shayleigh y Danica miraron a Cadderly con la esperanza de que la advertencia de Vander pudiera tener alguna influencia.

—Sí, como ese gran pájaro que divisé; planeaba con el viento un kilómetro atrás —añadió Iván.

—Era un águila —insistió Cadderly, aunque en realidad sólo Iván había visto la criatura, que volaba muy alto—. Algunas de las águilas de las Copo de Nieve son bastante grandes, y dudo…

—¿Un kilómetro atrás? —dijo Vander dando un respingo.

—Dudo que fuera un kilómetro —finalizó Cadderly.

Iván sólo sacudió la cabeza, se ajustó el casco, que lucía un par de astas de ciervo, y le lanzó una mirada de pocos amigos a Cadderly. En ese momento, cuando Cadderly ya había encontrado una persona con la que discutir, Danica se acercó a él y le puso una mano en el hombro. Miró su expresión ceñuda y reconoció de inmediato que estaba de acuerdo con los demás.

—No temo a los monstruos —explicó a la defensiva, ya que sólo ella comprendía los sufrimientos por los que Cadderly había pasado para poner en marcha la empresa—. Pero la tierra aquí es traicionera, y el viento, en el mejor de los casos, incómodo. Un desliz en el hielo puede hacer que uno de nosotros caiga ladera abajo. —Danica levantó la mirada hacia la derecha y continuó en tono ominoso—: Y la nieve se acumula por encima de nosotros.

Cadderly no tuvo que seguir su mirada para comprender que se estaba refiriendo a una avalancha. Habían pasado por los restos de una docena de esos desastres, aunque muchos habían sucedido hacía tiempo, probablemente durante el deshielo de primavera del año anterior.

Cadderly suspiró y se recordó la verdadera razón de estar tan arriba, y siguió inflexible.

—Aquí las nieves no son perpetuas —respondió dirigiéndose a Vander, que estaba delante—, excepto en las cumbres de las montañas, adonde no iremos.

Vander empezó a protestar. Cadderly esperó que el firbolg argumentara que esas espantosas criaturas de las nieves podían bajar con facilidad de las cimas cuando la nieve era tan profunda. Apenas había pronunciado la primera sílaba de protesta cuando Cadderly le interrumpió con un mensaje telepático, una súplica mágica que el firbolg acató sin más comentarios: esas discusiones y paradas sólo atrasaban el momento de volver a bajar a climas más acogedores.

Vander soltó un gruñido y se dio media vuelta, ajustándose la capa de piel de oso blanco por encima del hombro para mostrar a los demás que su enorme mano reposaba, inquieta, sobre la empuñadura esculpida de su monumental espada.

—Y por el viento y el hielo —le dijo Cadderly a Danica—. Debemos mirar dónde ponemos los pies y aferrarnos bien a nuestra determinación.

—A menos que un pájaro nos arranque de un tirón —replicó Iván.

—Era sólo un águila —insistió Cadderly, volviéndose hacia el enano con un enfado creciente.

Iván se encogió de hombros y se alejó. Pikel, al parecer sin interés por la discusión y bastante deseoso de ir a donde los otros le llevaran, se balanceó contento junto a su hermano.

—¿Has visto alguna vez un águila con cuatro garras? —soltó Iván por encima del hombro cuando él y Pikel se alejaron.

Pikel consideró el asunto durante un rato antes de pararse en seco; mientras la sonrisa se le desvanecía, soltó un profundo: «Oooo».

Entonces, el enano de barba verde dio unos rápidos saltos para situarse a la altura de Iván, que andaba dando pisotones. Juntos llegaron justo detrás del firbolg y se pusieron a los lados de Vander cuando el sendero era lo bastante ancho como para darles cabida. El firbolg y los enanos se habían hecho amigos rápidamente durante los últimos días e intercambiaban historias de sus respectivos hogares sin parar, lugares un tanto similares en cuanto al terreno accidentado y los monstruos malvados.

Cadderly iba el último de la comitiva, perdido en sus pensamientos. Todavía trataba de asimilar el ataque mágico a Thobicus y pensaba en las pruebas que pronto afrontarían, en el Castillo de la Tríada y lo que vendría después. Danica permitió que Cadderly cogiera distancia antes de reanudar la marcha; sus ojos revelaban una mezcla de desprecio y dolor por la manera como Cadderly la acababa de rechazar.

—Está asustado —dijo Shayleigh a Danica al acercarse a su lado.

—Y es testarudo —añadió Danica.

La sincera sonrisa de la elfa fue demasiado contagiosa como para que siguiera con sus pensamientos sombríos. Danica estaba contenta de que Shayleigh se encontrara a su lado una vez más, pues sentía un casi fraternal lazo con la vivaz elfa. Dado el nuevo humor de Cadderly y sus recientes acciones, se sintió como si necesitara con urgencia una hermana.

Para Shayleigh, el viaje era una deuda y un acto de sincera amistad. Cadderly, Danica y los hermanos Rebolludo habían ido en ayuda de los elfos de Shilmista, y durante el tiempo que habían permanecido juntos, Shayleigh había llegado a encariñarse con todos ellos. Más de un engreído elfo de Shilmista había hecho bromas a expensas de Shayleigh ante la idea de que un elfo pudiera ser tan amigo de un enano, pero Shayleigh no le había dado importancia.

Menos de media hora después, en una parte desprotegida del sendero en el que a la derecha la ladera de la montaña se inclinaba con suavidad, aunque la caída a la izquierda era pronunciada, Vander se paró en seco y levantó un poco las enormes manos para detener a los enanos. Volvía a nevar y el viento azotaba los copos de modo que los compañeros tenían que arrebujarse las caras con las capas. Con esa poca visibilidad, Vander no estaba seguro de la forma atípica que había descubierto en una parte más ancha del sendero montaña arriba.

El gigante dio un paso vacilante, y sacó la espada hasta la mitad de su vaina. Iván y Pikel se inclinaron hacia atrás y se miraron el uno al otro desde la espalda del firbolg. Con un gesto de la cabeza, al unísono, agarraron las armas, aunque no tenían ni idea de lo que había puesto a Vander en guardia.

Entonces, el firbolg se relajó visiblemente, y los enanos se encogieron de hombros y metieron de nuevo las manos bajo las espesas capas.

Dos pasos más allá, la forma que Vander había identificado como una capa de nieve se enrolló como si de una gran serpiente se tratara y azotó al gigante barriendo sus dedos extendidos.

Vander lanzó un grito y saltó hacia atrás, agarrándose la mano que de pronto sangraba.

—¡La maldita nieve le muerde! —aulló Iván, y se abalanzó hacia la forma con su hacha de doble hoja.

El arma atravesó el insólito monstruo, golpeando la roca desnuda que había debajo con un sonido metálico, y cortó limpiamente un cuarto de la masa de la criatura.

Pero ese trozo seguía vivo y era tan maligno como la masa principal, por lo que entonces había dos monstruos contra los que luchar.

Vander se adelantó y descargó la espada con la mano buena.

De pronto, allí había tres monstruos.

Iván sintió un dolor lacerante a lo largo del brazo, pero cegado por el viento y el furor del combate, el enano no se dio cuenta de los resultados de sus acciones. El hacha arremetió a lo loco y, sin pretenderlo, se multiplicaron las filas de monstruos.

Cadderly acababa de percibir los movimientos frenéticos cuando el grito de Shayleigh hizo que se diera media vuelta. Los ojos del joven clérigo se abrieron como platos cuando vio la verdadera águila de Iván, una bestia leonina más alta que Cadderly y con una envergadura de unos seis metros. Sin embargo, la criatura, que bajaba en picado, no se acercó a Danica y Shayleigh; por el contrario, detuvo en un instante la inercia de su caída, giró en el aire y azotó la cola por encima de las alas.

Una descarga de púas de hierro salió disparada hacia ellas. Danica empujó a Shayleigh a un lado, y luego, de algún modo, contorsionó el cuerpo. Aun evitando de milagro impactos críticos, una línea de sangre, de un rojo puro con relación al paisaje blanco, apareció de inmediato a un lado de su brazo.

Shayleigh preparó el arco a toda prisa, pero la criatura leonina descendió en picado. El disparo resultó demasiado largo y se perdió en el viento.

Más arriba, Vander recibió otro impacto y chilló como si no se tratara de un gigante orgulloso. El joven clérigo avanzó a trompicones para descubrir la causa de la refriega. Entornó los ojos y sacudió la cabeza, ¡ya que no podía imaginar que sus amigos estuvieran totalmente rodeados por alguna clase de nieve viva!

Sus repetidos golpes no causaban otro efecto que la creación de más monstruos.

Cadderly se hundió en la canción de Deneir, la lógica que dirigía la armonía del universo. Vio las esferas, pero no sólo las esferas celestiales, sino las esferas elementales y los poderes basados en la energía. Las verdades simples y evidentes llevaron a Cadderly a la rápida conclusión de que era mejor combatir la nieve con fuego, y sin apenas pensar en el movimiento, el joven clérigo dirigió el puño hacia la parte más grande del monstruo que había entre él y sus amigos, y pronunció la palabra élfica que significaba «fuego».

Un haz de llamas salió disparado del anillo de oro y ónice, y envolvió a varios monstruos de nieve con una siseante llamarada. La nieve animada se convirtió en vapores y gases inconsistentes, que se dispersaron con el viento.

Entonces, algo golpeó con fuerza la espalda de Cadderly y lo lanzó al suelo. El instinto le dijo que el monstruo leonino había vuelto así que rodó con el puño cerrado frente a él.

Vio que Danica le hacía las veces de escudo y se dio cuenta de que era ella la que lo acababa de golpear. En ese momento, se encaraba a la bestia que entraba en liza; el monstruo, por lo que parecía, intentaba arremeter contra ellos.

—Quimera —constató Cadderly cuando el monstruo alado de tres cabezas se abalanzó sobre Danica.

La cabeza central y el torso eran, como en el caso de la otra bestia, los de un león, pero ésta además tenía un cuello escamoso anaranjado, una cabeza pequeña de dragón en un costado y, detrás, una cabeza de cabra negra.

La criatura reculó en el aire; la cabeza de dragón lanzó una llamarada.

Danica saltó a un lado para alejarse de Cadderly, y luego brincó para agarrarse al saliente que había sobre su cabeza, dobló las piernas y, de algún modo, escapó a la ráfaga abrasadora. Volvió a la repisa cuando las llamas se extinguieron, pero no encontró una base sólida, ya que el fuego había fundido la nieve y había debilitado la integridad de esa zona del saliente. El hielo se formó casi de inmediato debido a la gélida temperatura, y la joven luchadora resbaló y cayó de espaldas, y luego, aturdida, se deslizó por la pendiente.

Para Cadderly el mundo se detuvo.

Camino abajo, Shayleigh puso el arco a trabajar y disparó flecha tras flecha al monstruo leonino. A pesar de los fuertes vientos, muchos de sus proyectiles dieron en el blanco, pero la bestia era resistente, y cuando la cola que lanzaba aguijones soltó otro latigazo, Shayleigh no tuvo con qué protegerse.

Hizo una mueca de dolor en el instante en que el sonido apagado de los proyectiles al clavarse en su carne la dejó medio sentada en la cuesta. Notó cómo la repentina calidez que era su sangre escapaba de varias heridas. Con testarudez, la doncella elfa puso otra flecha en la cuerda del arco, disparó y alcanzó con fuerza el musculoso tórax del monstruo.

Cadderly se lanzó al suelo e intentó alcanzar desesperadamente a Danica, que consiguió agarrarse a un asidero a apenas un metro por debajo del saliente. Posiblemente no podría escalar el hielo con el fuerte viento y la nieve, y Cadderly, a pesar de su entrenamiento, no pudo llegar a ella.

El clérigo cantó junto a Deneir; de nuevo, buscó en la esfera elemental, esa vez tratando de hallar respuestas en el reino del aire.

Danica oyó la canción y miró a Cadderly con ojos tristes, pues sabía que la mano no la aguantaría durante mucho rato.

Instantes más tarde, Cadderly terminó la canción, volvió a mirar a Danica y le ordenó con una voz aumentada por la magia que saltara hacia él. Lo hizo, confiando en su amado. Sus manos sólo se rozaron, pero en ese instante Danica oyó cómo Cadderly pronunciaba una palabra arcana, que desencadenó el conjuro, y sintió un hormigueo cuando algo de poder pasó entre ellos.

Entonces, Danica cayó a plomo.

Cadderly no tuvo tiempo de observar su descenso; tenía que creer por completo en las verdades reveladas de su dios. Miró a su alrededor y se sintió aliviado al ver que el viento iba a su favor, de forma que obligaba a los dos monstruos alados a dar grandes rodeos para acercarse al saliente.

Más arriba, Vander usó la abertura causada por el fuego de Cadderly para escapar de los monstruos que lo rodeaban, y se llevó a Iván consigo, asiéndolo con una mano que parecía casi despellejada.

Pikel se subió a una roca, pero volvía a estar rodeado, y aporreaba sin ton ni son a las malignas criaturas con su enorme garrote.

Cadderly levantó su anillo de ónice, pero no vio un ángulo claro. A tenor de la situación, se zambulló en la canción y entró en el reino del fuego.

—¡Mi hermano! —aulló Iván mientras se soltaba de la mano de Vander.

El enano barbirrubio esperó que Vander se abalanzara tras él, pero cuando atisbó al firbolg, descubrió la terrible verdad. Las criaturas de nieve habían golpeado a Vander varias veces, en ambas manos y en los brazos, y por lo que parecía cuando el gigante se había encorvado para levantar a Iván, en un costado de la cara. En cada una de esas partes, la piel de Vander simplemente se había disuelto, dejando unas heridas llamativas y brutales.

Entonces el firbolg estaba a punto de perder el sentido; se tambaleaba de lado a lado mientras se las ingeniaba para seguir en pie.

—¡Oo, ou! —se oyó.

Pikel necesitaba ayuda.

Iván dio una zancada hacia su hermano, y luego se echó hacia atrás cuando surgió un anillo de llamas alrededor de Pikel y bajó por la roca.

—¡Mi hermano! —gritó Iván de nuevo por encima del repentino crepitar.

Quiso avanzar; estaba decidido, al menos en espíritu, a lanzarse a través de la inexplicable cortina de fuego y morir junto a su querido hermano. Pero el fuego era demasiado intenso y las llamas de seis metros de altura continuaban ampliando el círculo. El vapor se mezcló con las llamas mientras la nieve, el hielo y las criaturas se consumían.

—Sigue en pie —le gritó Cadderly a Pikel, esperanzado, e Iván lo oyó a pesar de su desesperación.

Una cabeza de cabra corneó a Iván en el hombro, y una garra de león le aplastó la cabeza, lanzándolo hacia atrás. Chocó con la rodilla de Vander, el casco de astas de ciervo desgarró la piel del firbolg, y con el impulso levantó del suelo los pies del gigante. Vander cayó sobre Iván.

La sangre cegó uno de los ojos violeta de Shayleigh. Sin embargo, vio a Cadderly tirado sobre el saliente y cómo la quimera golpeaba al enano. Luego cayó en picado, alcanzada por el poderoso viento.

Cadderly sacó algo pequeño, manoseó la bandolera y empezó a cantar. Por la mirada desesperada que había en los ojos del joven clérigo, Shayleigh presumió que la bestia leonina volvía.

Apenas era visible; quizás estaba a nueve metros del saliente. Shayleigh pudo ver que esa vez su blanco era Cadderly, y posiblemente el enano caído y el gigante, que no estaban muy lejos del flanco del joven clérigo. De pronto, el monstruo se abalanzó y retrocedió, mientras con la mortal cola daba un latigazo hacia atrás.

—¡No! —gritó la doncella elfa, aprestando el arco.

Volvió la mirada al sendero y descubrió que un resplandor tenue aparecía en el aire ante el clérigo. Pensó que era un espejismo de la nieve y el viento, hasta que las púas de la mantícora mutante entraron en la zona y, de alguna manera, cambiaron de dirección, ¡volviendo hacia el mismísimo monstruo!

Unas gotas de sangre salieron despedidas del leonino tórax, y la criatura se vio arrojada hacia atrás. Shayleigh volvió la vista y vio a Cadderly en pie; con la mano libre aguantaba la ballesta. Rápidamente lanzó una flecha al flanco del monstruo, al pensar que el arma diminuta de Cadderly sería poco útil.

El dardo de la ballesta salió disparado hacia el monstruo. El león rugió. Por un momento, el proyectil pareció una cosa insignificante contra el simple volumen y la fuerza del monstruo, pero entonces se rompió, aplastando el vial de aceite de impacto. La explosión resultante esparció trozos de la cara del monstruo y sus dientes por el viento e hizo que la punta atravesara el grueso cráneo.

Mientras las cuatro garras se agitaban, el agonizante monstruo desapareció de la vista.

Cadderly volvió la mirada hacia el anillo de fuego, convencido de que había acabado con las criaturas de nieve. Lo único que quedaba era la quimera, que planeaba en la ventisca.

—¡A tu espalda! —gritó Shayleigh, repentinamente, y se dio media vuelta para disparar dos flechas.

La quimera, que descendía en picado, chilló; la cabeza de dragón apuntaba a Cadderly, preparada para lanzar su ardiente aliento una vez más.

Cadderly respondió con un conjuro simple y rápido, sacado del elemento acuático. De sus manos brotó agua al mismo tiempo que la cabeza de dragón soltaba el aliento; éste se disipó en una nube de vapor inofensivo.

La quimera atravesó el velo gris por encima del joven clérigo; las garras delanteras arañaron a Cadderly y lo lanzaron al suelo.

—¡Saco de parches de carne! —aulló Iván, saliendo al fin de debajo del gigante.

Dos zancadas situaron al encolerizado enano junto al monstruo que ascendía. Dio un salto, se agarró a uno de los cuernos de la cabeza de cabra y se subió a horcajadas sobre la bestia.

Shayleigh siguió su rápido descenso, preparada para lanzar otra flecha, pero, sorprendida, se detuvo en seco.

Danica volvía a subir. ¡Caminaba por el aire!

La quimera, con las tres cabezas mirando a los que dejó atrás en la cornisa o al enano furioso que se arrastraba por su lomo, nunca vio a la luchadora. La patada circular de Danica partió la mandíbula de león y casi lanzó de bruces a la criatura de doscientos treinta kilos, y entonces la ágil luchadora se situó junto a Iván antes de que la quimera pudiera reaccionar.

De una de las botas sacó una daga con la empuñadura de plata, y se puso a hundir el arma en la cabeza de león. Iván Rebolludo estaba aún más furioso; con las manos agarradas a los cuernos de la cabra, empujaba de un lado a otro.

La quimera se inclinó en un giro pronunciado. Al pasar junto a la montaña, Shayleigh logró alcanzarla con dos disparos, antes de que la tormenta de nieve engullera al monstruo y a sus amigos.

La quimera volvió un momento más tarde, y la elfa se preparó para disparar. Pero Iván dio un respingo y la miró con incredulidad; una de las flechas de Shayleigh colgaba astillada del yelmo de astas de ciervo.

—¡Ey! —bramó el enano, y bajó el arco.

La distracción, no obstante, le salió cara a Iván, ya que momentáneamente la cabeza de cabra se liberó y le corneó con fuerza la cara y la frente. Iván escupió un diente, agarró los cuernos con las dos manos y le devolvió el golpe con un cabezazo; a Shayleigh le pareció que el ataque del enano fue de lejos mucho más efectivo. Luego, desaparecieron otra vez, tras los copos de la cegadora nieve. De pronto se hizo el silencio, salvo por el aullido del viento.

Vander se agitó y se apoyó en los codos; el muro de fuego encantado de Cadderly se apagó y dejó al descubierto a Pikel sentado cómodamente en la roca mientras ruidosamente una pata de cordero que sacó de la mochila se acababa de asar en las llamas mágicas.

—Oo —dijo el enano de barba verde en tanto escondía la carne a su espalda cuando descubrió la mirada de asombro de Cadderly.

—¿Los ves? —preguntó Shayleigh, cojeando hasta donde estaba Cadderly y dirigiendo la mirada al cielo.

Cadderly miró con atención la nieve y sacudió la cabeza.

Aunque cuando volvió a mirar a Shayleigh, todas las preocupaciones sobre los amigos montados en el monstruo fueron reemplazadas por las inmediatas necesidades de la elfa herida. Varias púas habían alcanzado a Shayleigh: una, rozando un costado de su cabeza, había abierto una herida profunda; otra, hundida en el muslo; otra, en la muñeca, de modo que no podía cerrar la mano, y la última, clavada en las costillas. Cadderly apenas podía creer que la elfa estuviera todavía en pie y, mucho menos, disparando el arco.

Se zambulló en la canción de Deneir de inmediato y se llenó de la magia que le permitiría curar las heridas de Shayleigh. Ésta no dijo nada; sólo hizo una mueca de dolor mientras Cadderly sacaba lentamente los aguijones. Al mismo tiempo, la doncella elfa agarraba con fuerza el arco y mantenía la mirada en la lejanía en busca de sus amigos desaparecidos.

Los minutos pasaron. Cadderly acababa de curar la peor de las heridas, y Shayleigh le hizo señas de que ya era suficiente por el momento. Cadderly no discutió y devolvió la atención a la búsqueda de Iván y Danica.

—Si el monstruo se libra de ellos… —dijo Shayleigh de modo premonitorio.

—Danica no caerá —le aseguró Cadderly—; no, con el encantamiento que he lanzado sobre ella. Ni permitirá que caiga Iván.

Había un honesta convicción en el tono del clérigo, pero de todas formas suspiró con alivio cuando vio que la quimera aparecía de nuevo, acelerando en un rumbo que le haría pasar por encima de la repisa. Shayleigh levantó el arco, pero la muñeca herida no le permitiría tensar la cuerda lo bastante rápido. Cadderly la tuvo a tiro con la ballesta, pero la quimera se elevó, y el proyectil explosivo pasó muy desviado.

El monstruo soltó un rugido de protesta mientras pasaba sobre ellos sin atacar, y los amigos pudieron ver que las cabezas de dragón y de cabra se agitaban sin vida con el viento. Iván, agarrando la melena de león, aulló de placer mientras intentaba conducir a la bestia tirando en una u otra dirección.

—¡Salta! —le gritó Danica al enano cuando la montaña surgió ante ellos.

La joven se bajó del monstruo cuando pasaron por encima de la repisa; dio un salto al vacío (ante el sorprendido «¡Oo, oi!» de Pikel y la mirada de incredulidad de Vander) para unirse a Cadderly y Shayleigh.

—¡Salta! —repitió Danica, esa vez junto a sus compañeros.

El enano barbirrubio no les oyó, y Danica corrió por el aire por si la bestia se alejaba en dirección contraria a la repisa. La quimera se elevó, pero en esa ocasión, Cadderly y Shayleigh acertaron con dos tiros perfectos. La flecha de la elfa se hundió profundamente en el torso de la quimera, y el proyectil de Cadderly alcanzó a la bestia en el ala. Su fuerza explosiva destrozó los huesos e hizo que la criatura entrara en barrena.

Iván, frenético, tiró con fuerza. Buscó algún lugar en el que aterrizar sin percances mientras la criatura descendía, volviendo hacia la elevada montaña.

—¡Salta! —rogaron los compañeros.

—¡Nieve! —aulló el enano, esperanzado, y alineó la cabeza del monstruo con un montón de nieve que se destacaba en la suave cuesta de la montaña, justo a unos cuatro metros por encima del saliente—. ¡Nieve!

No del todo, pues la fina capa que cubría la roca prominente no formaba un montón de nieve bajo ningún concepto.

—¡Bum! —advirtió Pikel con una mueca cuando la quimera y su hermano se estrellaron con fuerza.

El enano rebotó hacia atrás, saltó y se deslizó hasta que se detuvo, sorprendentemente de pie.

La destrozada quimera se debatió cerca de la roca. Finalmente una de la flechas de Shayleigh se hundió en la cabeza de león y acabó con su agonía.

Iván se volvió para observar a Cadderly y a los demás; los ojos le daban vueltas en todas direcciones. De algún modo, Iván aún llevaba el casco con asta de ciervo y la flecha de Shayleigh no se había soltado.

—¿Quién iba a saberlo? —dijo Iván con inocencia, en un intento inútil de encogerse de hombros mientras caía de bruces en el camino.