Justificar los medios
Aballister se inclinó por encima del hombro de Dorigen, haciendo que la mujer se sintiera algo incómoda. Dorigen dejó que su atención derivara, alejándose de las imágenes de la bola de cristal, y sacudió la cabeza vigorosamente, permitiendo con toda la intención que el pelo largo y canoso se agitara de manera que le tocara el rostro a Aballister.
El viejo mago dio un paso hacia atrás y luego se apartó un pelo de los labios mientras miraba con intensidad a Dorigen.
—No me di cuenta de que estuvieras tan cerca —se disculpó Dorigen sin convicción.
—Por supuesto —replicó Aballister en un tono fingido similar.
Dorigen reconoció la rabia claramente, pero comprendió que aceptaría el insulto sin demasiadas quejas.
Aballister había roto su objeto de escrutinio, un espejo mágico, y la experiencia le había prevenido contra la práctica de más intentos de clarividencia. En ese momento, necesitaba a Dorigen, ya que era bastante ducha en la técnica.
—Debería anunciarte mi presencia y esperar a que completaras la búsqueda —dijo Aballister.
Era lo más cercano a una disculpa que había oído pronunciar al hombre.
—Ése sería el proceder correcto —acordó Dorigen, cuyos ojos ambarinos brillaron con…
«¿Con qué? —se preguntó Aballister—. ¿Vivo odio?». Su relación había declinado inexorablemente desde que Dorigen había vuelto de su humillante derrota en el bosque de Shilmista, una derrota que había sufrido a manos del hijo de Aballister.
El viejo mago alejó sus problemas personales con un encogimiento de hombros.
—¿Los has encontrado? —preguntó sin tapujos.
Dorigen y él podrían solucionar su problema después de que la amenaza inmediata fuera eliminada, pero por el momento, los dos tenían preocupaciones mayores. El espíritu de Bogo Rath había vuelto hasta Aballister la noche anterior con la información de que Cadderly estaba en camino hacia el Castillo de la Tríada.
La información inspiraba agitación y alborozo en el viejo mago. Aballister estaba obsesionado con la conquista de la región, una meta que le había dado el mismo avatar de Talona, y Cadderly, desde luego, parecía estar entre los primeros obstáculos a esos designios. El mago no pudo negar el hormigueo por la expectación que sentía ante la idea de combatir a su formidable hijo. Todas las informaciones indicaban que Cadderly no conocía su relación con Aballister, y el pensar en aplastar al joven advenedizo, en combate mágico y con la escondida verdad, hacía crecer la sonrisa cruel que atravesaba las facciones angulosas de Aballister.
Sin embargo, las noticias de la marcha de Cadderly sólo inspiraban miedo en Dorigen. No tenía ganas de entramparse de nuevo con el joven clérigo y sus brutales amigos, especialmente entonces, con las manos lastimadas por los golpes que Cadderly les había dado. Muchos de sus conjuros necesitaban movimientos precisos de las manos, y con los dedos torcidos y las articulaciones hechas pedazos, desde su vuelta del bosque de los elfos más de un conjuro había fallado y había tenido efectos perniciosos.
—No he visto signos de Cadderly —respondió Dorigen después de una larga pausa para estudiar de nuevo las confusas imágenes de la bola de cristal—. Supongo que sus compañeros y él acaban de dejar la biblioteca, si es que lo han hecho, y no me atrevo a enviar mi visión mágica tan cerca de la fortaleza de nuestro enemigo.
—¿Dos horas, y no has descubierto nada?
Aballister no parecía complacido. Se paseó junto a la pared de la pequeña habitación, mientras los marchitos dedos acariciaban de un lado a otro la cortina que separaba el área del tocador de Dorigen. A pesar de la turbación, se dibujó una sonrisa en la cara de Aballister cuando recordó los muchos juegos de los que él y Dorigen habían disfrutado tras la cortina.
—No he dicho eso —respondió con aspereza Dorigen, que comprendió la sonrisa confabuladora y se volvió de nuevo hacia la bola de cristal.
Aballister se precipitó al otro lado de la habitación para mirar con atención por encima del hombro de su asociada. Al principio, sólo una niebla gris se arremolinaba en los confines de la bola de cristal, pero gradualmente, bajo la imposición de Dorigen, empezó a cambiar y a tomar una forma definida.
Los dos magos contemplaron las colinas de las Copo de Nieve, evidentemente la región más al sureste de las montañas, ya que la carretera a Carradoon se veía a simple vista. Algo se movía por esa carretera, algo horrendo.
—El asesino —resolló Aballister.
Dorigen observó al viejo mago con interés.
—El espíritu de Bogo fue críptico en este punto —explicó Aballister—. Eso que has descubierto era uno de los líderes de la banda de los Máscaras de la Noche —entonces el nombre parecería apropiado—, espectro. Por lo que parece nuestro querido Cadderly le cogió a Espectro un objeto mágico, y ahora la miserable criatura ha vuelto a por él. ¿Puedes sentir el poder del espíritu a través de la bola?
—Por supuesto que no —respondió Dorigen, indignada.
—Entonces, ve a las montañas a vigilarlo —gruñó Aballister—. En él tenemos un potencial aliado, uno que puede eliminar nuestros problemas antes de que lleguen al Castillo de la Tríada.
—No.
Aballister se enderezó como si lo hubieran abofeteado.
—Aún no me he recuperado —explicó Dorigen—. Mis conjuros no son seguros. ¿Eres capaz de pedirme que me acerque a un espectro maligno y a tu peligroso hijo sin estar recuperada del todo?
La referencia a Cadderly como hijo de Aballister hizo que el mago se encogiera, por la evidente implicación de que, de algún modo, todo era culpa de Aballister.
—Tienes a tu disposición a alguien mucho más capaz de medir la fuerza del muerto viviente —continuó Dorigen sin amilanarse—; uno que puede comunicarse con la criatura si es necesario y que puede adivinar más que yo sobre sus intenciones.
La ira de Aballister desapareció cuando llegó a comprender el razonamiento de Dorigen.
—Druzil —respondió al recordar a su familiar, un malicioso imp de los planos inferiores.
—Druzil —repitió Dorigen en tono burlón.
Aballister se llevó la retorcida mano a su afilada barbilla y masculló. No obstante, parecía escéptico.
—Por otra parte —ronroneó Dorigen—, si continúo en el castillo, quizá tú y yo…
Dejó que la idea quedara en el aire. Su mirada dirigió la de Aballister hacia la cortina que dividía la pequeña habitación. Los ojos del viejo mago mostraron sorpresa y la mano le cayó a un costado.
—Continúa la búsqueda de mi…, de Cadderly —le dijo Aballister—. Alértame al instante si descubres su paradero. Después de todo, hay maneras de detener al muchacho antes de que llegue a las proximidades del Castillo de la Tríada.
El mago se fue de inmediato, pareciendo aturrullado, pero con un evidente andar esperanzado, y Dorigen se volvió de nuevo a su bola de cristal, aunque no retomó al punto su observación. En cambio, consideró el derrotero que había tomado para evitar que Aballister la alejara de allí. Ya no sentía amor por el hombre, ni respeto, pese a que seguramente era uno de los magos más poderosos que había conocido. Aunque había tomado una decisión; una decisión forzada por las ganas de conducir su vida a buen puerto. Se conocía lo bastante bien para admitir que Cadderly realmente le había crispado los nervios en el bosque de los elfos.
Sus ideas la llevaron a meditar sobre las intenciones de Aballister para con su hijo. El mago tenía aliados, monstruos mágicos presos en jaulas en su mansión extradimensional. Para Dorigen, todo lo que necesitaba Aballister era señalar el camino.
Bajó la mirada a sus manos aún lastimadas y recordó el desastre de Shilmista, y también, que Cadderly podría haberla matado si así lo hubiera querido.
Hicieron la primera acampada en un puerto de montaña en las laderas de las Copo de Nieve, a cubierto del invernal y mordiente viento, en un saliente de una elevación rocosa. Con la gigantesca masa de Vander atajando las brisas racheadas (el frío no parecía molestar al firbolg por lo menos), Iván y Pikel no tardaron en conseguir un fuego. A pesar de eso, el viento encontró su camino hacia los compañeros, e incluso los enanos pronto estuvieron tiritando y fregándose vigorosamente las manos cerca de las llamas. El típico lamento de Pikel, «¡oooh!», se hizo más entrecortado debido al castañeteo de los dientes.
Cadderly, en profunda meditación, estaba abstraído de todo, incluso del hecho de que sus dedos estaban tomando un color azulado. Con la cabeza gacha y los ojos medio cerrados, fue el que se sentó más lejos del fuego, a excepción de Vander, que se movía por el borde de la gruta natural para sentir la fuerza del refrescante viento contra sus rubicundas mejillas.
—Necesitamos dormir —tartamudeó Iván, dirigiendo su comentario hacia el distraído clérigo.
—O… o, oi —acordó Pikel.
—Será… difícil dormir con el frío —dijo Danica en un tono más bien elevado, prácticamente a la oreja de Cadderly.
Los cuatro compañeros cruzaron miradas de incredulidad y se quedaron observando a Cadderly. Danica se encogió de hombros y se acercó a las llamas mientras se frotaba las manos, pero Iván, siempre un poco más contundente en sus tácticas, cogió el arco largo de Shayleigh, lo extendió por encima del fuego y golpeó varias veces a Cadderly en la cabeza.
—¿Qué? —dijo Cadderly, levantando la mirada hacia el enano.
—Estábamos comentando que hace un poquito de frío para dormir —le dijo Iván con un gruñido.
Sus demandas fueron acentuadas por las vaharadas de aliento que acompañaban cada palabra entrecortada. Cadderly miró uno a uno a todos sus compañeros, y por primera vez pareció darse cuenta de que sus extremidades estaban heladas.
—Deneir nos protegerá —les aseguró.
Cadderly dejó que su mente se zambullera en las páginas del Tomo de la Armonía Universal, el libro más sagrado de su dios. Oyó de nuevo las notas bellas y fluidas de la infinita canción, y sacó de ellas un conjuro relativamente simple, repitiéndolo hasta que su encantamiento tocó a todos sus amigos.
—¡Oo! —exclamó Pikel, y esa vez sus dientes no castañearon.
El frío había desaparecido; no había mejor manera de explicar la sensación que de pronto sintieron cada uno de ellos ante el sagrado contacto de Cadderly.
—Te costó bastante —fue la última sentencia de Iván antes de dejarse caer sobre la confortable roca (al menos, para un enano) de la montaña; cruzó las manos por detrás de la cabeza y cerró los ojos.
Los enanos estuvieron roncando en cuestión de minutos, y poco después, Shayleigh, con la cabeza apoyada en los brazos que sostenían el arco, también dormía plácidamente. Cadderly había vuelto a su postura meditativa, y Danica, presumiendo que algo terrible preocupaba a su amado, alejó de ella la tentación del sueño y mantuvo una vigilancia protectora sobre él.
Habría preferido que Cadderly se hubiera sincerado con ella por voluntad propia, iniciando la discusión que a buen seguro necesitaba. Danica conocía lo bastante al joven como para esperar eso; sabía que Cadderly podía sentarse y reflexionar sobre algo durante horas, incluso días.
—¿Has hecho algo equivocado? —preguntó a la vez que aseguró—. ¿O es Avery?
Cadderly levantó la mirada, y su expresión de sorpresa lo delató, aunque Danica no elaboró de inmediato sus sospechas.
—No he hecho nada malo —dijo Cadderly al fin, un poco a la defensiva, y entonces la perceptiva luchadora comprendió cuál de sus presunciones había dado en el blanco.
—Parece sorprendente cómo el decano Thobicus cambió de idea por completo en relación con nuestra misión —dijo Danica con marrullería.
Cadderly rebulló, incómodo; más evidencias para los perceptivos ojos de Danica.
—El decano es un clérigo de Deneir —replicó Cadderly como si eso lo explicara todo—. Busca el conocimiento y la concordia, y si la verdad se le revela, no dejará que el orgullo le impida cambiar de idea.
Danica asintió, aunque con la misma expresión de duda.
—Nuestro curso era el adecuado —añadió Cadderly con firmeza.
—El decano no lo pensaba así.
—Aprendió la verdad —respondió Cadderly de inmediato.
—¿Lo hizo? —preguntó Danica—. ¿O fue la verdad lo que se abatió sobre él?
Cadderly desvió la mirada y vio a Vander al límite de la luz que proporcionaba el fuego. Mientras hacía la guardia y paseaba acompasado por el fuerte viento, olfateaba el aire de la montaña continuamente, aunque sus ojos se volvían con más frecuencia hacia el cielo cristalino y lleno de estrellas que hacia el escarpado paisaje montañoso.
—¿Qué le hiciste? —preguntó Danica sin ambages.
La mirada de Cadderly se posó sobre la mujer en un instante, pero ella no se amilanó, confiando en su amado, en que el joven clérigo no le mentiría.
—Lo convencí. —Cadderly escupió cada una de las palabras.
—¿Con magia?
«¡Qué bien me conoce!», pensó el clérigo, realmente sorprendido.
—Tenía que hacerlo —dijo en voz baja.
Danica se puso de rodillas, sacudiendo la cabeza, y abrió los ojos en forma de almendra.
—¿Iba yo a dejar que Thobicus nos condujera al desastre? —le preguntó Cadderly—. Él habría…
—¿Thobicus?
Cadderly frunció el ceño, confundido, sin comprender el significado de la interrupción de Danica.
—¿Ahora quién ha dejado que el orgullo temple su juicio? —preguntó Danica en tono acusador. Cadderly todavía no comprendía—. ¿Thobicus? —reiteró la joven—. ¿Te estás refiriendo al decano Thobicus?
El énfasis que Danica había puesto en el título le mostró la verdad. Incluso los maestres de más alto rango de la biblioteca raramente se referirían al clérigo de más alto rango sin el título apropiado.
Cadderly se pasó un rato pensando en su desliz. Antes, siempre había tenido el cuidado de referirse al decano de la manera correcta; el nombre siempre le había venido a la cabeza con el título añadido inconscientemente, y le sonaba raro si él o cualquier otro no identificaba al hombre como decano. En ese momento, en cambio, por alguna razón, la simple referencia a Thobicus parecía más armoniosa.
—Has usado la magia contra el líder de tu orden —declaró Danica.
—Hice lo que tenía que hacer —decidió Cadderly—. No temas por Thobicus —dijo, aunque honestamente habría querido decir decano Thobicus—, ni recuerda el incidente. Era una cosa simple para modificar su memoria, y en realidad cree que nos ha enviado a una misión de exploración. Espera que pronto volvamos para informar de las actividades de nuestro enemigo, de modo que sus insensatos planes de asalto frontal se pondrán en práctica.
No podía haber dudas en relación con el horror que había infundido Cadderly en Danica por lo que acababa de admitir. Se alejó del joven clérigo, sacudiendo la cabeza y con la boca abierta.
—¿Cuántos miles perecerán en semejante guerra? —preguntó gritando el joven clérigo.
El alto tono de voz captó la atención de Vander, y provocó también que Shayleigh abriera un ojo adormecido. Como era de prever, el ronquido de los enanos continuó sin interrupciones.
—No podía dejar que Thobicus lo hiciera —replicó Cadderly al silencio acusador de Danica—. No podía dejar que la cobardía de uno causara las muertes de quizás un millar de inocentes mientras hubiera una manera mejor de acabar con la amenaza…
—Actúas bajo presunciones —replicó Danica con incredulidad.
—¡Bajo la verdad! —restalló, enfadado, Cadderly, cuyo tono demostró que creía en ello con todo su corazón.
—El decano es tu superior —le recordó Danica de un modo algo más suave.
—Es mi superior a ojos de un jerarquía falsa —añadió Cadderly, entonces de forma igualmente suave. Miró a su alrededor, a Shayleigh y a Vander, ambos muy interesados en lo que antes había sido una conversación privada—. La maestre Pertelope era verdaderamente el clérigo de más alto rango de los clérigos de Deneir —aseguró Cadderly.
La afirmación dejó a Danica descolocada; principalmente, porque le había tenido a Pertelope un gran cariño y no dudaba que estaba entre los sacerdotes más sabios de la Biblioteca Edificante.
—Fue Pertelope la que me encaminó por este rumbo —continuó Cadderly.
De pronto parecía vulnerable, pequeño e inseguro; una sombra de duda encontraba el camino a través de su testaruda decisión.
—Te necesito a mi lado —le dijo a Danica en voz baja, de manera que Shayleigh y Vander no pudieran oírlo, aunque la dama elfa sonrió y cerró respetuosamente los ojos, y Cadderly supo que su agudo oído había captado cada una de las sílabas.
Danica se quedó mirando el cielo estrellado durante un rato, y luego se acercó a Cadderly y le agarró con delicadeza un brazo. Miró el fuego y cerró los ojos. No necesitaban decir nada más.
Cadderly, no obstante, sabía que Danica tenía algunas reservas, y él también. Había corrido un gran riesgo al atacar telepáticamente a Thobicus, y desde luego había hecho añicos las doctrinas de la hermandad y la jerarquía admitida de la biblioteca. Entonces caminaba en una dirección en la que creía con todo su corazón, pero ¿el fin justificaba los medios?
Con tantas vidas pendientes de una decisión, Cadderly tenía que creer eso, y en ese caso, lo hacía.
En un campamento mucho más abajo del puerto de montaña en el que se encontraban Cadderly y sus compañeros, cuatro arriesgados viajeros dormían profundamente. No se dieron cuenta de que la fogata tomaba, momentáneamente, un tono azulado, y tampoco notaron la cara de perro de Druzil observándolos desde las llamas.
Druzil murmuró unas maldiciones con su voz rasposa y usó el crepitar de las llamas para cubrir su innegable rabia. El imp detestaba el cometido de explorar; se imaginó que pasaría muchas horas de absoluto aburrimiento mientras oía los ronquidos de humanos insignificantes. Era el familiar de Aballister, aunque al servicio (aunque no siempre gustoso) del mago, y cuando éste abrió un portal en el Castillo de la Tríada y le ordenó que lo atravesara, Druzil se vio forzado a obedecer.
El ardiente túnel lo había conducido hasta allí, distorsionándose a través de las dimensiones hacia el campamento que Dorigen había descubierto en las colinas orientales de las Copo de Nieve. Usando una bolsa de polvo azul mágico, Druzil había transformado la corriente fogata en un portal similar al del Castillo de la Tríada. Entonces el imp agarraba un saquillo de polvo rojo, que cerraría el portal a sus espaldas.
Druzil aguantó la ceniza roja durante unos momentos, preguntándose lo divertido que sería permitir que el portal entre los planos siguiera abierto. ¿Qué conmoción causaría una hueste de habitantes de los planos inferiores?
El imp lo reconsideró de inmediato y vertió el polvo rojo sobre las llamas. Si dejaba abierta la puerta y las criaturas equivocadas la cruzaban, entonces los planes de conquista de la región por parte del Castillo de la Tríada se perderían en un remolino de caos y destrucción.
Se sentó en las llamas durante más de una hora, observando a los insignificantes humanos.
—Aballister bene tellemara —murmuró muchas veces, una frase en el lenguaje de los planos inferiores que básicamente atribuía la inteligencia de una babosa al amo de Druzil.
Un movimiento en un lado, más allá del campamento, captó la atención de Druzil, y por un momento pensó (y esperó) que algo excitante podría suceder. Sin embargo, se trataba de otro humano, andando por el perímetro de la guardia, en apariencia tan aburrido como el imp. El hombre desapareció de la vista en unos momentos, de vuelta hacia la oscuridad.
Otra larga hora pasó, y el fuego menguó la intensidad, lo que obligó a Druzil a acuclillarse para seguir escondido entre las llamas. El imp sacudió su perruna cabeza mientras las orejas caídas golpeaban los costados de su faz canina.
—Aballister bene tellemara —siseó, desafiante, una y otra vez; era una letanía contra el aburrimiento.
El mago lo había enviado con la promesa de que disfrutaría de la misión, pero Druzil, habituado a las actividades mundanas más a menudo asociadas a los familiares, como estar de guardia o recoger componentes de conjuros, había oído con anterioridad esa mentira. Incluso la referencia críptica de Dorigen «a alguien que el imp encontraría adecuado a su forma de hacer» le dio a Druzil pocas esperanzas. Cadderly estaba en camino hacia el Castillo de la Tríada, y ése era el lugar donde quería estar Druzil, observando las explosiones mágicas mientras Aballister destruía de una vez por todas a su problemático hijo.
El imp volvió a oír un sonido desde el perímetro, un rumor jadeante seguido de un arrastrar de pies. Druzil levantó la cabeza canina por encima de las llamas para tener una mejor perspectiva, y vio al guardia andando hacia atrás, revolviéndose, con la espada desenvainada y la boca abierta en una mueca imposible, como si fuera la caricatura de un grito.
Fue la criatura que perseguía con tenacidad al que hacía la guardia la que hizo que unos escalofríos de placer recorrieran su columna. Druzil presumió que una vez había sido humano, pero entonces era un cuerpo calcinado y ennegrecido, abominable y encorvado, y parecía que todos los fluidos de su organismo se hubieran evaporado. De hecho, Druzil podía oler el penetrante olor del mal que había devuelto a esa cosa maldita a su estado de nomuerte.
—Delicioso —dijo el imp con voz áspera mientras la cola se agitaba entre las ascuas.
El guerrero, que continuó retirándose, siguió con su fútil intento de gritar. La criatura apartó de un manotazo la espada del horrorizado humano y lo agarró por la muñeca, y Druzil chilló de placer cuando la piel de la cara del desahuciado tomó una apariencia arrugada y coriácea, y el cabello perdió su lustre juvenil y el color, y empezó a caer a mechones.
La mano del espectro alcanzó de nuevo al hombre en la cara, y sus ojos se hincharon, de modo que pareció que se le iban a salir de las órbitas. De la boca abierta salieron sonidos asfixiados y gorgoteos, y de los pulmones, de pronto demasiado viejos y endurecidos para coger aliento, un siseo.
El humano agonizante tropezó hacia atrás con un tronco y se quedó muy quieto, con los ojos y la boca todavía abiertos de forma imposible.
Un grito en un lado del campamento demostró que la conmoción había despertado a uno de los otros. Un hombre robusto, un guerrero, a juzgar por sus brazos y pecho bien musculados, cargó desde el otro lado del fuego y se enfrentó con audacia al espectro. La gran espada del guerrero trazó un arco lateral para después hundirse en el hombro de la criatura.
Pareció impactar, un poco, pero entonces pasó a través de la cosa nomuerta como si la criatura no fuera más que una aparición incorpórea. El espectro continuó, extendió el brazo útil y buscó otra víctima para saciar su apetito inagotable.
Druzil dio incontables palmadas de alegría con sus manos demasiado grandes, disfrutando por completo del espectáculo. Los demás despertaron de su letargo. Uno salió huyendo hacia los árboles dando gritos, pero los otros dos fueron en ayuda de su arrojado compañero.
La criatura cogió a uno por los pelos, e ignorando el hacha del desesperado hombre, le giró a un lado la cabeza y le mordió el cuello. Con una fuerza inhumana, el monstruo lanzó el sanguinolento cuerpo a un lado, que se estrelló contra los árboles que había a seis metros del borde del campamento.
Los dos hombres que quedaban ya habían visto mucho, demasiado. Se volvieron y salieron corriendo; uno lanzó el arma a un lado, en medio de un total e incomprensible terror.
Espectro se abalanzó hacia ellos una vez, pero falló, y luego se detuvo y observó su huida durante un momento más antes de empezar a arrastrar los pies para alejarse del arruinado campamento y ponerse en camino, en dirección a las Copo de Nieve, como si toda la carnicería no hubiera sido más que un encuentro accidental. Druzil comprendió, no obstante, que la criatura estaba saboreando los gritos de los que huían, deleitándose en su terror.
A Druzil le gustaba esa criatura.
El imp salió de las llamas y bajó la mirada hacia el hombre agonizante y envejecido que mostraba dolor a cada movimiento. Vio cómo el brazo del hombre se partía mientras lo extendía para coger aire; oyó un gruñido mezclado con jadeos fútiles.
El imp soltó una carcajada y apartó la mirada. Había conseguido oír algo de la conversación de Aballister con el espíritu de Bogo Rath, y aunque ésta había sido críptica, entonces el imp sospechaba que esa horrible criatura podía guardar un rencor excepcional a Cadderly. Sin duda, el monstruo parecía moverse con un propósito; no se había tomado la molestia de perseguir a los fugados.
Druzil se hizo invisible y movió sus alas coriáceas de murciélago para elevarse en persecución del espectro, pensando que quizá se había equivocado al dudar de la promesas de Aballister sobre la agradable misión.