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Andar por la cuerda floja

Hacía tiempo que había amanecido, pero la habitación en la que entró Cadderly seguía a oscuras; las sombras se apretaban con fuerza a las ventanas. El joven clérigo se movió hacia la cama sin hacer ruido, sin la intención de perturbar el sueño de la maestre Pertelope.

Si el maestre Avery había sido el padre adoptivo de Cadderly, entonces la sabia Pertelope había sido su madre. Y en ese momento, con la descubierta comprensión de la armoniosa canción de Deneir, Cadderly sintió que necesitaba a Pertelope más que nunca, ya que ella también oía las misteriosas notas de esa canción sin fin; ella también trascendía los confines normales de la orden clerical. Si Pertelope hubiera estado junto a Cadderly en la discusión con Thobicus, entonces su argumentación habría sido reforzada, y el envejecido decano se hubiera visto forzado a aceptar la verdad de las revelaciones de Cadderly.

Pero Pertelope no podía estar con él. Descansaba en su cama, mortalmente enferma, alcanzada por los caprichos de un conjuro mágico que se había descontrolado. Su cuerpo había quedado atrapado en algún momento en medio de una transformación entre la suave y blanda piel de un humano y los dentículos afilados de un tiburón, y entonces ni el aire ni el agua podían satisfacer las necesidades físicas de la maestre.

Cadderly le acarició el cabello, más gris de lo que lo recordaba, como si Pertelope hubiera envejecido. De algún modo se sorprendió cuando ella abrió los ojos, que seguían manteniendo su brillo inquisitivo, y se las ingenió para mostrarle una sonrisa.

Cadderly se esforzó en devolverle la mirada.

—Debéis recuperar vuestras fuerzas —le susurró—. Os necesito.

Pertelope sonrió de nuevo, y sus ojos se cerraron lentamente.

El suspiro de Cadderly fue de impotente resignación. Empezó a alejarse de la cama para evitar que las fuerzas de Pertelope disminuyeran, pero inesperadamente la maestre le habló.

—¿Cómo fue tu reunión con el decano Thobicus?

Cadderly se volvió hacia ella, sorprendido por la fuerza de esa voz, y porque Pertelope supiera que se había reunido con el decano Thobicus. No había salido de su habitación en muchos días, y en las pocas ocasiones que Cadderly había ido a verla, no había mencionado la prevista reunión.

Aunque debería haberlo imaginado. Mientras reflexionaba sobre la pregunta, recordó que ella también oía la canción de Deneir. Ella y Cadderly estaban íntimamente unidos por fuerzas más allá de lo que los otros clérigos de la biblioteca podrían llegar a entender, unidos en un baño común que era la canción de su dios.

—No fue bien —admitió Cadderly.

—El decano Thobicus no comprende —razonó Pertelope.

Cadderly sospechó que la maestre había sufrido demasiados encuentros parecidos con Thobicus y otros clérigos que no podían entender su especial relación con Deneir.

—Cuestionó mi autoridad para estigmatizar a Kierkan Rufo —explicó Cadderly—. Y ordenó que yo y el Ghearufu… —Cadderly hizo una pausa, preguntándose cómo podía describir el peligroso artefacto, pero Pertelope le apretó la mano, y sonrió, y supo que le comprendía—. El decano Thobicus me ordenó que se lo entregara al intendente de la biblioteca —finalizó Cadderly.

—¿No apruebas ese procedimiento?

—Lo temo —admitió Cadderly—. Hay una voluntad en ese artefacto, al menos una fuerza racional que puede doblegar a cualquiera que lo lleve. Yo mismo tuve que luchar contra las llamadas seductoras del Ghearufu desde que lo cogí de las manos del cuerpo del asesino carbonizado.

—Esto suena a arrogancia, joven clérigo —interrumpió Pertelope, que puso el énfasis en la palabra joven.

Cadderly se detuvo a considerar la respuesta. Quizá sus sentimientos podían ser considerados arrogantes, pero aun así creía en ellos. Podía controlar la fuerza del Ghearufu; lo había controlado hasta ese punto, al menos. Entonces Cadderly tenía una agudeza especial, un talento de Deneir del que carecían otros de su orden, con la excepción de Pertelope.

—Eso es bueno —dijo la maestre, respondiendo a su propia acusación.

Cadderly la miró con interés, sin comprender adónde llevaba el razonamiento de ella.

—Deneir te ha llamado —explicó Pertelope—. Debes creer en ello. Cuando descubriste por primera vez tus crecientes poderes, no los comprendiste y les tuviste miedo. En cambio, cuando llegaste a confiar en ellos, aprendiste sus usos y limitaciones. Y así debe ser con tus instintos y tus emociones, sensaciones aumentadas por la canción que siempre suena en tu mente. ¿Crees que sabes cuál es la manera de proceder en lo que concierne al Ghearufu?

—La sé —replicó Cadderly con firmeza y sin importarle que sus palabras destilaran arrogancia.

—¿Y en lo referente a la marca de Kierkan Rufo?

Cadderly pasó un momento pensando en la pregunta, ya que el caso de Rufo parecía abarcar muchos más edictos sobre el procedimiento adecuado, un procedimiento que Cadderly evidentemente se había saltado.

—Hice lo que la ética de Deneir me dictaminó —decidió—. No obstante, el decano Thobicus duda de mi autoridad con argumentos lógicos.

—Desde su punto de vista —replicó Pertelope—. La tuya era una autoridad moral, mientras que el poder del decano sobre semejantes situaciones proviene de una fuente diferente.

—De una jerarquía creada —añadió Cadderly— que permanece ciega a la verdad de Deneir. —Rió entre dientes sin mostrar sarcasmo—. Y esa jerarquía nos mantendrá controlados hasta que el coste de la guerra con el Castillo de la Tríada se multiplique por diez con creces.

—¿Lo hará?

Era una pregunta simple, hecha con sencillez por una clériga que carecía de la fuerza necesaria para levantarse de la cama. No obstante, para Cadderly, las connotaciones de la pregunta se tornaron bastante complejas, implicándolo tanto a él y sus futuras acciones como a la única respuesta posible. Sabía en su corazón que Pertelope le instaba a prevenir lo que acababa de profetizar: le impelía a usurpar la autoridad del clérigo de más alto rango de su orden y terminar rápidamente con la influencia del Castillo de la Tríada.

Su recatada sonrisa le confirmó sus sospechas.

—¿Alguna vez os habéis atrevido a desautorizar al decano? —preguntó Cadderly sin rodeos.

—Nunca he estado en semejante situación desesperada —replicó la maestre.

De repente, su voz sonaba débil, como si sus esfuerzos por mantenerse despierta hubieran alcanzado su fin.

—Te lo dije cuando descubriste tu don por primera vez —continuó, deteniéndose a menudo para recuperar aliento—: Se requerirán muchas de esas cosas de ti; tu coraje será puesto a prueba a menudo. Deneir exige inteligencia, pero además valentía de espíritu, de modo que se pueda actuar sobre esas decisiones.

—¿Cadderly? —la llamada en voz baja provino de la puerta.

Cadderly volvió la mirada hacia atrás para descubrir a Danica, que mostraba una expresión grave. Detrás de ella estaba la bella Shayleigh, la doncella elfa, una guerrera del bosque de Shilmista; su lustroso cabello dorado y sus ojos violeta brillaban como el amanecer. No saludó a Cadderly, aunque no lo había visto en muchas semanas, por el respeto que le merecía la solemne situación.

—El decano Thobicus te espera —explicó Danica en voz baja, cuyo tono sonó lleno de agitación—. No entregaste el Ghearufu

Su voz se perdió cuando Cadderly volvió la mirada hacia la cama, hacia Pertelope, que parecía muy vieja y cansada.

—Coraje —susurró Pertelope, y entonces, mientras Cadderly la miraba con un entendimiento total, la maestre murió plácidamente.

Cadderly no llamó a la puerta ni esperó el permiso para entrar en el despacho del decano Thobicus. El marchito hombre, recostado en su silla, miraba por la ventana. Cadderly supo que el hombre acababa de recibir noticias de la muerte de la maestre Pertelope.

—¿Has hecho lo que se te ordenó? —soltó Thobicus tan pronto como se dio cuenta de que había entrado Cadderly, aunque en ese momento ya había llegado hasta el escritorio del decano.

—Lo he hecho —respondió Cadderly.

—Bien —dijo Thobicus, cuyo enfado disminuyó y fue reemplazado por un evidente pesar por el fallecimiento de Pertelope.

—He pedido a Danica y a Shayleigh que se reúnan con los Rebolludo y con Vander en la puerta principal, con provisiones para el viaje —explicó Cadderly, poniéndose apresuradamente el sombrero azul de ala ancha.

—¿Al bosque de Shilmista? —tanteó Thobicus, como si tuviera miedo de lo que Cadderly estaba a punto de decir.

Una de las opciones que Thobicus le había ofrecido a Cadderly era la de servir como emisario a los elfos y al príncipe Elbereth, pero no creyó que fuera lo que el joven clérigo daba a entender en ese momento.

—No —dijo en un tono de voz inexpresivo.

Thobicus se enderezó en la silla con una expresión de perplejidad en la cara chupada y curtida. Entonces se dio cuenta de que Cadderly llevaba la ballesta de mano y la bandolera de dardos explosivos. El buzak, aquella arma poco convencional de Cadderly, estaba atado al ancho cinturón del joven, cerca de un tubo que él mismo había construido para emitir un rayo concentrado de luz.

Thobicus pensó en los indicios durante un largo rato.

—¿Has entregado el Ghearufu al supervisor de la biblioteca? —preguntó sin tapujos.

—No.

Thobicus se estremeció con creciente rabia. Hizo intentos de empezar una frase varias veces, pero en vez de ello terminó mordiéndose los labios.

—¡Acabas de decir que has hecho lo que se te ordenó! —rugió finalmente.

Era el arranque más furioso que Cadderly había visto jamás en aquel hombre normalmente calmado.

—He hecho lo que Deneir ha ordenado —explicó Cadderly.

—Arrogante…, sacrílego… —tartamudeó Thobicus, que con la cara enrojecida se levantó de la silla de su escritorio.

—No —corrigió Cadderly en tono firme—. He hecho lo que Deneir ordenó, y ahora vos, también, estáis bajo las órdenes de Deneir. Bajaréis conmigo al vestíbulo y nos desearéis a mis amigos y a mí buena suerte en nuestra importante misión al Castillo de la Tríada.

El decano trató de interrumpirlo, pero algo que todavía no comprendía, algo que se introducía en sus mismísimos pensamientos, lo compelía a callarse.

—Después continuaréis vuestros preparativos para un asalto en primavera —explicó Cadderly—, un plan de reserva para el caso de que mis amigos y yo no podamos cumplir lo que nos proponemos hacer.

—¡Estás loco! —gruñó Thobicus.

«No».

Thobicus fue a responder, hasta que se dio cuenta de que Cadderly no había pronunciado palabra. Los ojos del decano se entrecerraron y, de pronto, se abrieron como platos cuando descubrió que algo lo tocaba; ¡en su mente!

—¿Qué tratas de decir? —exigió, desesperado.

«No necesitáis hablar», le aseguró Cadderly telepáticamente.

—Esto es… —empezó a decir el decano.

—Ridículo, un insulto a mi posición —finalizó Cadderly, percibiendo y revelando al detalle las palabras antes de que las pronunciara Thobicus.

El decano se dejó caer en la silla.

«¿Te das cuenta de las consecuencias de tus acciones?», —preguntó mentalmente el decano.

«¿Os dais cuenta de que puedo destruir vuestra mente? —respondió Cadderly con toda confianza—. ¿Os dais cuenta, además, de que mis poderes me los ha otorgado Deneir?».

El decano mostró una expresión confusa y desconfiada. ¿A qué se refería ese joven advenedizo?

Cadderly no sentía placer por ese juego repugnante, pero tenía poco tiempo para manejar las cosas del modo que exigía el correcto proceder de la Biblioteca Edificante. Le ordenó mentalmente al decano que se pusiera en pie, y luego que se subiera al escritorio.

Antes de saber lo que había sucedido, Thobicus se descubrió mirando al joven desde arriba.

Cadderly miró hacia la ventana, y Thobicus sintió telepáticamente cómo el joven clérigo murmuraba para sí que le resultaría bastante sencillo persuadir al decano de que saltara por ella, ¡y de pronto Thobicus creyó que lo conseguiría! Cadderly soltó la mente del decano Thobicus sin avisar, y el decano se cayó del escritorio de roble y se deslizó de vuelta a su silla.

—No encuentro placer en dominaros de esta manera —explicó Cadderly con sinceridad, al comprender que los mejores resultados los ganaría al restaurar el orgullo del abatido anciano—. El dios que ambos reconocemos me concede el poder. Ésta es la manera como Deneir os explica que tengo razón en estos asuntos. Es una señal para los dos; nada más. Todo lo que pido…

—¡Te haré marcar! —estalló Thobicus—. ¡Veré cómo sales escoltado y cubierto de cadenas de la biblioteca, martirizado a cada paso del camino por el que te irás de esta región!

Sus palabras hirieron a Cadderly; mientras, Thobicus continuó su invectiva, y prometió todos y cada uno de los castigos concebibles permitidos por la religión de Deneir. Cadderly se había criado bajo las reglas del orden, bajo el precepto de que la palabra del decano era ley en la biblioteca, y resultaba verdaderamente terrible dejar a un lado las normas, incluso bajo la luz de una razón mayor, la que sonaba en las notas de la canción de Deneir. En ese terrible momento centró sus pensamientos en Pertelope, recordando su llamamiento al coraje y a la convicción.

Oyó cómo la armonía de la canción sonaba en su mente, entró en el atrayente sonido, y de nuevo descubrió esos canales de energía que le permitirían entrar en el reino privado que era la mente del decano Thobicus.

Cadderly y el decano salieron de la biblioteca unos minutos más tarde, y se reunieron con Danica y Shayleigh; con Vander, el gigante que usaba las habilidades mágicas innatas para parecer un enorme humano de barba rojiza; y con los dos enanos, Iván, robusto y de barba rubia, y Pikel, de hombros abultados y cuya barba teñida de verde pasaba por encima de sus orejas y acababa trenzada con la melena a media espalda. El sonriente decano les deseó a Cadderly y a sus cinco compañeros la mayor de las suertes en su misión más importante, y los despidió con cariño mientras se alejaban hacia las Copo de Nieve.