Sin tiempo para la culpa
El espíritu oyó la llamada desde la distancia, flotando a lo largo del vacío gris de su plano olvidado y hediondo. Las notas lastimosas no dijeron ni una palabra discernible, y con todo, para el alma, parecieron decir su nombre.
«Espectro», lo llamaron claramente, arrancándolo del estiércol y el fango de su averno. «Espectro», dijo la melodía otra vez. El miserable miró a las sombras agazapadas que lo rodeaban, almas perversas, los restos de gente infame. Él también era una sombra, una cosa atormentada, que penaba castigos por toda una vida de villanías.
Pero entonces lo llamaban, lo sacaban de su tormento con las notas de una familiar melodía.
¿Familiar?
La hebra delgada que quedaba de la conciencia viva de Espectro se tensó para recordar mejor, para rememorar su vida antes de esa infecta y vacía existencia. Espectro pensó en la luz del sol, en sombras, en asesinar…
«¡El Ghearufu!», comprendió el maléfico Espectro. El Ghearufu, el objeto mágico que había llevado en vida durante tantas décadas, lo llamaba, ¡lo conducía de vuelta desde los mismísimos fuegos del infierno!
—¡Cadderly! ¡Cadderly! —sollozó Vicero Belago, el alquimista residente de la Biblioteca Edificante, cuando vio al joven clérigo ante su puerta en el tercer piso de la enorme biblioteca—. ¡Hijo mío!, ¡es tan bonito que hayas vuelto a nosotros!
El hombre enjuto a punto estuvo de dar saltos de alegría por su laboratorio, entre mesas cubiertas de vasos de precipitados y viales, espirales que goteaban y montones de gruesos libros. Abrazó a Cadderly cuando éste entró en la habitación, y le dio unas fuertes palmadas en la espalda.
Cadderly miró por encima del hombro de Belago a Danica y se encogió de hombros con impotencia, a lo que ella contestó con el guiño de uno de sus exóticos ojos y una sonrisa blanca y nacarada.
—Oímos que unos asesinos fueron a por ti, hijo —explicó Belago mientras estiraba los brazos para apartar a Cadderly y estudiarlo como si esperara encontrar la daga de un asesino sobresaliendo del pecho del joven—. Temíamos no volver a verte.
El alquimista le apretó los brazos, aparentemente sorprendido de lo sólido y fuerte que se había vuelto el joven clérigo en el corto tiempo que había estado fuera de la biblioteca. Como una abuela preocupada, Belago pasó la mano por el pelo largo y castaño de Cadderly, apartando los siempre despeinados mechones de la cara del joven.
—Estoy bien —respondió Cadderly con calma—. Ésta es la Casa de Deneir, y yo soy un discípulo de Deneir. ¿Por qué no iba a volver?
Su modesto juicio y la mirada serena de los ojos grises tuvieron un efecto calmante en el alborotado alquimista. Belago empezó a barbotear una respuesta, pero se detuvo en mitad de un tartamudeo y, finalmente, asintió.
—¡Ah!, y lady Danica —continuó el alquimista, que alargó la mano y acarició con delicadeza el espeso enredo de cabellos cobrizos, esbozando una sincera sonrisa.
Pero la sonrisa de Belago desapareció casi de inmediato, y bajó los brazos y la mirada.
—Oímos lo del maestre Avery —dijo en voz baja, subiendo y bajando la cabeza, con la expresión de la cara llena de resignación.
La mención del corpulento Avery Schell, el padre adoptivo de Cadderly, golpeó al joven clérigo con fuerza. Quiso explicar al pobre Belago que el espíritu de Avery permanecía con su dios. Pero ¿cómo empezar? Belago no lo entendería; nadie que no hubiera estado en el mundo espiritual y hubiera sido testigo de la divina y gloriosa sensación podría entenderlo. En contra de esa ignorancia, cualquier cosa que Cadderly dijera sonaría como una frase manida y ridícula; las típicas palabras de consuelo que se decían normalmente y que sonaban poco convincentes.
—Me han dicho que quieres hablar conmigo —dijo, en cambio, Cadderly, que elevó su tono para hacer de la afirmación una pregunta, y así dio paso a un nuevo tema.
—Sí —dijo Belago en voz baja. Al fin, dejó de asentir, y sus ojos mostraron sorpresa cuando cruzó su mirada con la del joven clérigo—. ¡Oh, sí! —gritó como si acabara de recordar ese hecho—. Claro… ¡Por supuesto!
Obviamente avergonzado, el enjuto alquimista dio saltitos hacia el otro lado de la habitación para llegar a una pequeña alacena. Manoseó un enorme manojo de llaves, murmurando para sí durante todo el rato.
—Te has convertido en un héroe —remarcó Danica, advirtiendo los movimientos del hombre.
Cadderly no pudo disentir de la observación de Danica. Nunca antes Vicero Belago se había alborozado al ver al joven clérigo. Cadderly siempre había sido un cliente exigente, y a menudo había llevado los talentos de Belago más allá de sus límites. Debido al arriesgado proyecto que Cadderly le había encargado, el laboratorio de Belago había explotado una vez.
Sin embargo, de eso hacía mucho tiempo; había sido antes de la batalla del bosque de Shilmista, antes de las hazañas de Cadderly en Carradoon, la ciudad situada en la orilla este del lago Impresk.
Antes de que Cadderly se convirtiera en un héroe.
Héroe.
«Qué ridículo título», pensó el joven clérigo. No había hecho más que Danica o cualquiera de los hermanos Rebolludo, Iván y Pikel, en Carradoon. Y él, a diferencia de sus robustos amigos, había huido de la batalla en el bosque de Shilmista; había huido debido a que no podía soportar los horrores.
De nuevo, bajó la mirada hacia Danica. Sus ojos castaños lo confortaron como sólo ellos podían hacerlo. «¡Qué bella es!», advirtió Cadderly. El perfil de la mujer era tan delicado como el de un cervatillo recién nacido, y los cabellos desordenados le caían libremente sobre los hombros. «Bella e indomable», determinó, pues una fuerza interior brillaba con claridad a través de aquellos ojos exóticos y almendrados.
Entonces, Belago volvió, al parecer, nervioso y con las manos tras la espalda.
—Te dejaste esto cuando regresaste del bosque de los elfos —explicó mostrando la mano izquierda.
Sostenía un cinturón de cuero con una ancha y poco profunda cartuchera lateral, que lucía una ballesta de mano.
—No tenía ni idea de que la necesitaría en la tranquila Carradoon —replicó Cadderly con sencillez al coger el cinturón y atárselo.
Danica observó al joven clérigo con interés. La ballesta se había convertido en un símbolo para Cadderly, un símbolo de lo mucho que odiaba la violencia, como sabían aquellos que lo conocían mejor. Ver cómo la aceptaba con tanta facilidad, con una actitud casi caballerosa, partió el corazón de Danica.
Cadderly notó la mirada de la mujer y su confusión. Sin embargo, pensó que acaso haría pedazos muchas ideas preconcebidas en los días venideros, ya que él había llegado a ver los peligros a los que se enfrentaba la Biblioteca Edificante de un modo que no estaba al alcance de otros.
—Descubrí que casi te habías quedado sin dardos —tartamudeó Belago—. Quiero decir… que no hay que pagar nada por este lote. —Sacó la otra mano y mostró una bandolera llena de virotes especialmente forjados para la diminuta ballesta—. Pensé que te lo debía… Todos te lo debemos, Cadderly.
Cadderly estuvo a punto de soltar una carcajada ante la absurda proclama, pero respetuosamente mantuvo el control y aceptó el muy valioso regalo del alquimista con un solemne asentimiento. Desde luego, los dardos eran especiales: ahuecados en el centro, en el que se alojaba un vial que Belago había llenado con el volátil aceite de impacto.
—Mi agradecimiento por el regalo —dijo el joven clérigo—. Ten por seguro que has ayudado en la continua lucha de la biblioteca contra el mal que representa el Castillo de la Tríada.
Belago pareció complacido por el comentario. Aceptó el apretón de manos de Cadderly mientras balanceaba la cabeza una vez más. Se quedó allí plantado, sonriendo de oreja a oreja, mientras Cadderly y Danica salían al vestíbulo.
Cadderly aún podía sentir la persistente incomodidad de Danica y ver la desilusión grabada en su rostro. La mirada ceñuda del joven clérigo se contrapuso a ese desengaño.
—He apartado el sentimiento de culpa porque no tiene cabida en mí —ofreció como justificación—. Ahora no, con todo lo que queda por hacer. Pero no he olvidado a Barjin, o ese día funesto en las catacumbas.
Danica apartó la mirada hacia el vestíbulo, pero entrelazó su brazo con el de Cadderly, mostrándole que confiaba en él.
Otra forma, curvilínea y evidentemente femenina, entró en el corredor mientras la pareja se dirigía a la habitación de Danica, en el extremo sur del edificio. Danica afirmó su agarre en el brazo de Cadderly ante la fragancia de un perfume exótico y avasallador.
—Mis saludos, bello Cadderly —ronroneó la contorneada clériga ataviada con la túnica escarlata—. No puedes imaginarte lo complacida que estoy de que hayas vuelto.
La fuerza con la que lo asía Danica casi cortó el flujo de la sangre del brazo de Cadderly; sintió cómo los dedos le hormigueaban. Supo que su cara mostraba un tono rojo profundo, tan rojo como la reveladora túnica de Histra. Se dio cuenta de que era, quizás, el vestido más modesto que había visto nunca llevar a la lujuriosa sacerdotisa de Sune, la diosa del amor, pero eso no lo hacía modesto para los patrones de nadie más. La parte frontal estaba cortada en una V tan baja que Cadderly sintió que podría vislumbrar el ombligo de Histra si se ponía de puntillas, y aunque la túnica era larga, el corte frontal resultaba increíblemente alto, mostrando la suntuosa pierna de Histra cuando ponía un pie ante el otro en su típica postura cautivante.
Histra no pareció contrariada por la evidente incomodidad de Cadderly ni por el creciente enfurruñamiento de Danica. Dobló una pierna, y el muslo se asomó por completo entre los exiguos pliegues de la túnica.
Cadderly se oyó tragar saliva y no se dio cuenta de que miraba como un majadero la descarada exhibición hasta que las pequeñas uñas de Danica dibujaron profundas líneas en su brazo.
—Ven a visitarme, querido Cadderly —ronroneó Histra, que miró con desdén a la mujer agarrada al brazo de Cadderly—. Cuando no estés tan ocupado, por supuesto.
Lentamente, Histra se dirigió a su habitación. El suave chirrido de la puerta mientras la cerraba se perdió bajo el reiterado sonido que Cadderly hacía al tragar.
—Yo… —tartamudeó.
Al final, miró a Danica a los ojos. La mujer soltó una carcajada y lo condujo por el pasillo.
—No temas —dijo con un tono demasiado condescendiente—. Comprendo tu relación con la clériga de Sune. En realidad, me da lástima.
Cadderly, perplejo, bajó la mirada hacia Danica. Si Danica decía la verdad, entonces ¿por qué tenía hinchadas las venas de su musculoso brazo?
—Desde luego, no estoy celosa de Histra —continuó Danica—. Confío en ti con todo mi corazón.
Se detuvo ante su puerta y se volvió hacia Cadderly. Una mano rozó el contorno de su cara; la otra estaba situada sobre la cadera.
—Confío en ti —repitió Danica—. Además —añadió la fogosa joven luchadora en tono diferente y más fuerte mientras se volvía hacia su habitación—, si alguna vez ocurriera algo romántico entre tú y esa masa de carne trémula testaruda y pintarrajeada, te pondría la nariz mirando a Aguas Profundas.
De improviso, Danica entró en su habitación para recoger el libro de notas que ella y Cadderly habían preparado para la reunión con el decano Thobicus. El joven clérigo permaneció en el corredor, pensando en el verdadero alcance de la amenaza y riéndose por dentro. Danica era treinta centímetros más baja que él y, con un poco de suerte, pesaba cuarenta y cinco kilos menos. Andaba con la soltura de una bailarina y luchaba con la tenacidad de un oso picado por una abeja.
Aunque el joven clérigo no estaba nada preocupado. Histra se había pasado la vida practicando para ser seductora, y sus propósitos en relación con Cadderly no eran un secreto. Pero no tenía posibilidades; ni una sola mujer en el mundo tenía probabilidad alguna de romper el lazo entre Cadderly y su Danica.
Una mano ennegrecida y calcinada surgió de la tierra acabada de remover, y se extendió, desesperada, hacia el aire. Un segundo brazo, quemado de modo similar y roto en un ángulo grotesco entre la muñeca y el codo, la siguió, y agarrándose al fango, tiró de la prisión natural que sujetaba al lamentable cuerpo. Al final, la criatura encontró suficiente agarre como para sacar su cabeza sin pelo de la tumba poco profunda y regresar al mundo de los vivos.
Examinando la escena, la negruzca cabeza daba vueltas sobre un cuello que no era más que piel marchita pegada a los huesos. En un instante fugaz, el desgraciado se preguntó qué había sucedido. ¿Cómo había sido enterrado?
A una corta distancia, colina abajo, la criatura vio el brillo de las luces del atardecer de una pequeña granja. Junto a ella había otra estructura, un establo.
¡Un establo!
El pequeño trozo de conciencia que una vez perteneció a un hombre llamado Espectro recordaba ese establo. Espectro ya había visto ese cuerpo, su cuerpo, ¡carbonizado por el maldito Cadderly en ese mismo establo! La forma malvada cogió algo de aire (una acción que no podría llamarse respirar en lo que concernía a esa cosa nomuerta) y arrastró su ennegrecido y marchito cuerpo fuera del hoyo. Las notas lejanas, aunque extrañamente familiares, de una melodía continuaron tamborileando en el fondo de su leve conciencia.
Precariamente, Espectro caminó a grandes zancadas hacia la estructura. Los recuerdos de ese horrible y aciago día retornaron con más fuerza a cada paso.
Espectro había usado el Ghearufu, un poderoso artefacto con energías mágicas pertenecientes al mundo espiritual, para robar el cuerpo del firbolg Vander, un socio involuntario. Disfrazado como éste, con la fuerza de un gigante, Espectro aplastó su propio cuerpo y lo lanzó al otro lado del establo.
Y entonces, Cadderly lo quemó.
El monstruo maligno bajó la mirada hacia los huesudos brazos, las prominentes costillas y el hueco armazón que de alguna manera vivía.
¡Cadderly había quemado su cuerpo, ese cuerpo!
Un odio resuelto consumió a la miserable criatura. Espectro quería matar a Cadderly, a cualquier ser querido del joven clérigo, a todo el mundo.
Espectro estaba en el establo en ese momento. Los pensamientos sobre Cadderly habían desaparecido rápidamente en la nada y habían sido reemplazados por una rabia dispersa. La puerta estaba al otro lado, pero la criatura comprendió que no necesitaría la puerta, que se había convertido en algo más para que un material tan simple como un entablado de madera bloqueara su camino. La forma marchita fluctuó, se volvió insustancial y atravesó la pared.
Oyó cómo el caballo relinchaba antes de que volviera del todo al mundo material; vio a la pobre bestia con los ojos temerosos y cubierta de sudor. La visión complació a la cosa no-muerta; oleadas de una nueva sensación de gozo atravesaron a Espectro mientras olía el terror del animal. El monstruo nomuerto deambuló hasta situarse ante el caballo y dejó que la lengua saliera de su boca hambrienta. Con toda la piel de los lados de la lengua quemada, su aguda punta colgó más allá de la ennegrecida barbilla. El caballo no hizo un solo sonido; estaba demasiado aterrorizado para moverse e, incluso, respirar.
Con un jadeo de maligna anticipación, Espectro puso sus frías y mortales manos contra los lados de la cabeza del animal.
El caballo se desplomó, muerto.
Espectro siseó con deleite, sin embargo, aunque notó el estímulo de la muerte, no se sintió saciado. Su apetito exigía más; no era suficiente la muerte de un simple animal. Se dirigió al otro lado del establo y, de nuevo, atravesó la pared; salió ante las ventanas iluminadas de la granja. Una forma oscura, humana, se movió por una de las habitaciones.
Espectro estaba en la puerta principal, incapaz de decidir si atravesar la madera, hacer trizas la puerta o, simplemente, llamar y dejar que la oveja fuera hacia el lobo. Aunque la criatura no tomó la decisión conscientemente, miró a un lado de la puerta, a un pequeño cristal, y vio, por primera vez, su propio reflejo.
Un fulgor rojizo emanaba de las vacías cuencas de sus ojos. La nariz ya no existía; había sido reemplazada por un agujero oscuro rodeado de jirones irregulares de piel carbonizada.
Esa pequeña parte de la conciencia de Espectro que recordaba la vida anterior perdió todo el control ante la visión de aquel reflejo abominable. El ultraterreno alarido del monstruo hizo que los animales de la granja enloquecieran y rompió de tal modo la tranquilidad de la noche de otoño que ni una tempestad habría conseguido lo mismo. Se oyó ruido de pies en el interior, justo detrás de la puerta, pero el enloquecido monstruo ni se dio cuenta. Con una fuerza más allá de todo lo humano, llevó sus huesudas manos al centro de la puerta y empujó hacia los lados, astillando y rompiendo la madera como si no fuera más que una delgada hoja de pergamino.
Allí había un hombre con el uniforme de la guardia de la ciudad de Carradoon y una expresión de puro horror. Tenía la boca abierta en un aullido silencioso y los ojos tan salidos de las órbitas que parecía que se le iban a caer de la cara.
Espectro se abalanzó a través de la puerta rota y cayó sobre él. La piel del hombre se transformó, envejeció, bajo el espectral contacto de la criatura; su pelo pasó del negro azabache al blanco y cayó en grandes mechones. Finalmente, la voz del guardia volvió, y chilló y aulló, agitando los brazos con impotencia. Espectro lo descuartizó; desgarró su garganta hasta que aquel grito se tornó un gorgoteo de pulmones llenos de sangre.
La criatura oyó ruido de pasos. Apartó la mirada del muerto y vio a un segundo hombre más allá del vestíbulo, en el dintel de una puerta, al otro lado de la pequeña cocina de la casa.
—Por los dioses —susurró ese hombre, que se lanzó hacia la habitación trasera y cerró la puerta.
Con una mano, Espectro levantó al muerto y lo arrojó lejos de la puerta, a medio camino del establo. La criatura flotó sobre el suelo, saboreando el asesinato, aún con hambre de más. Su forma fluctuó de nuevo, y atravesó la habitación y otra puerta cerrada.
El segundo hombre, también guardia de la ciudad, estaba ante la maldita cosa, dando mandobles frenéticamente hacia el horrible monstruo. Pero el arma nunca tocó a Espectro; se deslizó a través de la niebla insustancial y etérea en la que se transformó. El hombre intentó alejarse, pero Espectro mantuvo la distancia, rebasó el mobiliario con el que había tropezado el guardia y atravesó las paredes para encontrarse al aterrorizado soldado al otro lado de una puerta.
El tormento continuó por un largo y agonizante rato. El hombre, indefenso, finalmente salió a la noche; aunque perdió su espada mientras trastabillaba en los escalones del porche. Se puso en pie y corrió hacia la negra noche; corrió a toda velocidad en dirección a Carradoon, aullando durante todo el camino.
Espectro podía volver a materializarse en cualquier momento y despedazar al guardia, pero de algún modo la criatura sintió que disfrutaba de esa sensación, ese aroma del terror, incluso más que del asesinato. Se sintió más fuerte por ello, como si de alguna manera se hubiera nutrido de los gritos así como de las emociones del horrorizado hombre.
Pero eso había acabado. Aquel hombre se había ido, y el otro ya hacía rato que había muerto y no ofrecía más diversiones.
Espectro aulló de nuevo cuando la delgada hebra de conciencia que persistía descubrió en lo que se había convertido, lo que el miserable Cadderly había creado. Recordaba poco de su vida pasada, sólo que estaba entre los asesinos mejor pagados del mundo de los vivos, un asesino profesional, un artista del homicidio.
Entonces la criatura era un nomuerto, un fantasma, una carcasa hueca y animada por energías del mal.
Después de más de un siglo en posesión del Ghearufu, Espectro había llegado a considerar la vida de una manera muy diferente a los demás. Había utilizado dos veces los poderes del artefacto mágico para cambiar de cuerpo, matando su forma previa y tomando el nuevo como propio. Y entonces, de algún modo, el alma de Espectro, al menos una parte de ella, había vuelto a su plano. Por algún extraño truco del destino, Espectro se había levantado de entre los muertos.
Pero ¿cómo? Espectro no podía recordar del todo su vida en el más allá, pero sintió que de ningún modo había sido placentera.
Imágenes de sombras aullantes lo rodeaban; sus garras negras rasgaban el aire ante su ojo interior. ¿Qué lo había traído desde la tumba? ¿Qué había impelido a su espíritu a caminar una vez más por Faerun? La criatura examinó sus dedos, los pies, para descubrir algún signo del anillo regenerativo que una vez llevó. Pero recordó con claridad que Cadderly se lo había robado.
Espectro sintió una llamada en el viento, silenciosa pero apremiante. Y familiar. Volvió sus ojos brillantes hacia las distantes montañas y oyó de nuevo la llamada.
El Ghearufu.
El espíritu maligno comprendió; recordó haber escuchado el sonido de esa melodía en el lugar de castigo eterno. El Ghearufu lo había llamado para que regresara. Por el poder del Ghearufu, Espectro caminaba por Faerun una vez más. En ese confuso y abrumador momento, la criatura no pudo decidir si era algo bueno o malo. Miró de nuevo sus brazos y su torso, marchitos y atroces, y se preguntó si podría resistir la luz del día. ¿Qué futuro aguardaba a Espectro en semejante estado? ¿Qué esperanzas podía albergar?
La silenciosa llamada volvió otra vez.
¡El Ghearufu!
Quería que Espectro regresara, y con su poder, el espíritu de la criatura seguramente podría robar un nuevo cuerpo, una forma viva.
En Carradoon, no demasiado lejos de la granja, el horrorizado guardia tropezó ante la puerta cerrada; gritando que había fantasmas, lloraba por su compañero cruelmente asesinado. Si la dotación de soldados de la puerta tuvo alguna duda sobre la sinceridad del hombre, sólo necesitaron mirar su cara, una cara que aparentaba mucha más edad que los treinta años que había vivido el guardia.
Un gran contingente de hombres, incluido un clérigo del templo de Ilmater, salió a caballo de la puerta de Carradoon menos de una hora más tarde. A toda velocidad, se dirigieron hacia la granja, preparados para presentar batalla al espíritu maligno. Espectro ya estaba lejos entonces; algunas veces andaba, otras flotaba mientras atravesaba los campos, seguía la llamada del Ghearufu, su única oportunidad de salvación.
Sólo los gritos de los animales nocturnos, los aterrorizados balidos de las ovejas, el atemorizado ulular de la lechuza, señalaban el paso del fantasma.