Aballister caminaba por la calle Lakeview de Carradoon. Llevaba la capa negra ceñida a su figura huesuda para protegerse de los vientos invernales que soplaban desde el lago Impresk. Había llegado a Carradoon después del amanecer, pero ya conocía los bárbaros acontecimientos acaecidos en la Bragueta del Dragón. Cadderly, su hijo abandonado y su enemigo, había escapado a la banda de asesinos que había enviado para matarlo.
Aballister rió entre dientes ante la ocurrencia, y un sonido jadeante salió de sus labios agostados por los años de articular desesperados conjuros, de canalizar demasiadas energías hormigueantes para propósitos destructivos.
«¿Cadderly ha escapado?», meditó Aballister, como si la idea fuera absurda. Cadderly, sin embargo, había hecho algo más que escapar. Junto a sus amigos, el joven clérigo había aniquilado el contingente de Máscaras de la Noche —más de veinte asesinos profesionales—, y además había matado a Bogo Rath, el segundo subordinado de Aballister en la estricta jerarquía del Castillo de la Tríada.
Todo el populacho de Carradoon hablaba de las hazañas del joven clérigo de la Biblioteca Edificante. Empezaban a susurrar que Cadderly podría ser su esperanza en esos tiempos oscuros.
Cadderly se había convertido en algo más que un problema menor para Aballister.
El mago no sentía un orgullo paternal por las gestas de su hijo. Aballister tenía designios para la región, intenciones de conquistarla brindadas por Talona. La primavera anterior, esas intenciones le habían parecido fáciles de cumplir; las fuerzas del Castillo de la Tríada sumaban más de ocho mil miembros, entre guerreros, magos y clérigos de Talona. Pero entonces Cadderly había detenido de improviso a Barjin, el poderoso clérigo que había atacado el corazón de la fuerza de la región, la Biblioteca Edificante. En la siguiente estación, Cadderly había conducido a los elfos del bosque de Shilmista a una sorprendente victoria sobre las fuerzas de goblinoides y gigantes, siguiendo a un considerable número de los acólitos del Castillo de la Tríada hasta sus madrigueras en las montañas.
Ni siquiera los Máscaras de la Noche, posiblemente la banda de asesinos más temida en el corazón de los Reinos, habían sido capaces de detener a Cadderly. Entonces el invierno se acercaba veloz, las primeras nieves habían caído sobre la región y la invasión de Carradoon por parte del Castillo de la Tríada tendría que esperar.
La luz de la tarde comenzaba a disminuir cuando Aballister giró hacia el sur por la avenida del Puente, pasando junto al lago, entre los edificios bajos de madera de la ciudad. Atravesó las puertas abiertas del cementerio de Carradoon y lanzó un conjuro sencillo para localizar la tumba de Bogo Rath. Esperó a que la noche engullera por completo la zona, dibujó unas pocas runas de protección en la nieve y el barro que rodeaba la tumba, y se arrebujó aún más en la capa para protegerse del frío mortal.
Cuando se apagaron las luces de la ciudad y aumentó la quietud en las calles, el mago empezó el conjuro, la invocación del otro mundo. Siguió durante varios minutos. Aballister armonizó su mente con la región tenebrosa entre los planos; intentaba encontrarse con el espíritu invocado a medio camino. Terminó el conjuro con una simple llamada: «Bogo Rath».
Pareció que el viento se centraba alrededor del macilento hechicero y atesoraba las nieblas nocturnas en unas formas que se arremolinaban mientras cubrían el suelo por encima de la tumba.
La bruma se apartó de pronto, y la aparición surgió ante Aballister. Aun no siendo corpórea, se materializó justo como Aballister recordaba al joven Bogo: los cabellos largos y lisos le caían hacia un lado, y los ojos se movían inquisitivos, desconfiados, en una y otra dirección. No obstante, había una diferencia, algo que hizo que incluso el duro Aballister se estremeciera. Una llamativa herida partía en dos el pecho de Bogo. A pesar de la penumbra, veía la columna más allá de las costillas y los pulmones de la aparición.
—Un hacha —explicó la voz triste y etérea de Bogo, que puso una mano menos que tangible dentro de la herida y en su cara se formó una sonrisa macabra—. ¿Te gustaría tocarla?
Aballister había tratado con espíritus invocados un centenar de veces y supo que no podría tocar la herida aunque se lo propusiera; supo que aquello sólo era una aparición, la última imagen del cuerpo desgarrado de Bogo. El espíritu no podía dañar al mago, ni podía tocarlo, y por el poder vinculante de la llamada mágica de Aballister, respondería con sinceridad a un cierto número de preguntas. No obstante, inconscientemente, se estremeció de nuevo y dio un precavido paso hacia atrás, repelido por la idea de poner su mano en aquella herida.
—Cadderly y sus amigos te mataron —empezó Aballister.
—Sí —respondió Bogo, aunque las palabras de Aballister habían sido una afirmación y no una pregunta.
El mago se reprendió por ser tan necio. Sólo se permitían un número determinado de preguntas antes de que la magia se disipara y el espíritu se desvaneciera. Se recordó a sí mismo que debía tener cuidado en expresar sus afirmaciones de manera que no fueran interpretadas como preguntas.
—Sé que Cadderly y sus amigos te mataron, y también que eliminaron a la banda de asesinos —declaró.
La aparición aparentemente sonrió; no estaba seguro de si el avispado espíritu lo tentaba a malgastar otra pregunta o no. El mago quiso continuar la conversación que tenía en mente, pero no pudo resistir ese cebo.
—Están todos… —empezó lentamente, tratando de encontrar la manera más rápida de descubrir la suerte del grupo de asesinos al completo; sin embargo, se calló con sensatez, resolviendo ser tan específico como fuera posible y finalizar esa parte de la discusión con eficiencia—. ¿Cuál de los asesinos sigue vivo?
—Sólo uno —respondió Bogo, obediente—. Un firbolg traidor llamado Vander.
De nuevo, el ineludible cebo.
—¿Traidor? —repitió Aballister—. ¿Se ha unido Vander a nuestros enemigos?
—Sí… y sí.
«Maldición —reflexionó Aballister—. Complicaciones». Siempre parecían surgir complicaciones allí donde se metía su hijo.
—¿Han vuelto a la biblioteca? —preguntó.
—Sí.
—¿Vendrán al Castillo de la Tríada?
El espíritu, que empezaba a desvanecerse, no respondió, y Aballister se dio cuenta de que se había equivocado, ya que le había planteado una pregunta a la aparición que requería una hipótesis, una pregunta que en ese momento podía no tener respuesta.
—¡No he acabado! —gritó el mago, tratando de aferrar con desesperación aquella cosa incorpórea.
Extendió las manos, y éstas atravesaron la imagen de Bogo, que se desvanecía; intentó agarrarlo, pero ya había desaparecido.
Aballister se quedó solo en el cementerio. Comprendió que el espíritu de Bogo volvería a él cuando encontrara una respuesta concluyente a la pregunta.
«Pero ¿cuándo será eso? —se preguntó Aballister—. ¿Y qué futura fechoría causarán Cadderly y sus amigos antes de que encuentre la información que necesito para acabar con ese grupo problemático?».
—¡Eh, tú! —llamó una voz desde la avenida del Puente, a la que siguió el ruido de unas botas sobre el empedrado—. ¿Quién está en el cementerio después del anochecer? ¡Quieto donde estás!
Aballister apenas percibió a los dos guardias de la ciudad que se precipitaron a través de la puerta del cementerio y se apresuraron hacia él. El mago pensaba en Bogo; en el fallecido Barjin, que había sido el clérigo más poderoso del Castillo de la Tríada, y en el también fallecido Ragnor, principal guerrero del castillo. Pero, sobre todo, el mago pensaba en Cadderly, el causante de todos sus problemas.
Los guardias estaban casi sobre Aballister cuando empezó el cántico. Levantó los brazos hacia los lados mientras los otros se abalanzaban sobre él y trataban de alcanzarlo. La última palabra de activación del conjuro lanzó a los dos hombres hacia atrás, arrojados por el aire debido al poder liberado de la magia, mientras Aballister, en un instante, envió su cuerpo de vuelta a sus aposentos privados en el Castillo de la Tríada.
Los aturdidos guardias de la ciudad se levantaron del suelo húmedo, se miraron el uno al otro y salieron disparados por las puertas del cementerio, convencidos de que tendrían menos problemas si llegaban a la conclusión de que no había sucedido nada en aquel espeluznante lugar.
Cadderly estaba sentado sobre el tejado de una sección de dos pisos de altura de la Biblioteca Edificante mientras observaba cómo los dedos brillantes del sol se extendían a través de las llanuras al este de las montañas. Otros dedos se expandieron desde los altos picos que rodeaban la posición de Cadderly para unirse a aquellos que culebreaban hacia arriba desde la hierba. Arroyos de montaña, plata reluciente, volvieron a la vida, y el follaje del otoño, pardo y amarillo, rojo y naranja brillante, pareció estallar en llamas.
Percival, la ardilla blanca, saltó a lo largo del canalón del tejado cuando avistó al joven clérigo, y Cadderly casi soltó una carcajada al comprobar el ansia de la ardilla por unirse a él (sabía que era un deseo que emanaba de las tripas siempre ruidosas de Percival). Hundió la mano en una bolsa de su cinturón, sacó algunas nueces con cáscara y las esparció a los pies del animal.
Todo le parecía muy normal al joven clérigo, como había sido en el pasado. Percival brincó contento entre su comida favorita, y el sol continuó subiendo, venciendo el frío del tardío otoño, incluso a aquella altitud en las Copo de Nieve.
Aunque Cadderly veía más allá de las apariencias. Las cosas, desde luego, no eran normales; no para el joven clérigo y para la Biblioteca Edificante. Había estado de viaje; con los elfos del bosque de Shilmista y en la ciudad de Carradoon. Había luchado en diferentes combates y había conocido de primera mano la realidad de un mundo duro; pero también había comprendido que los clérigos de la biblioteca, hombres y mujeres que habían elevado sus miradas durante su vida entera, no eran tan sabios y poderosos como una vez había creído.
La única idea que acaparaba los pensamientos del joven Cadderly cuando se había sentado allí, en el soleado tejado, era que algo había ido bastante mal dentro de la orden de Deneir y entre los clérigos de Oghma, los compañeros huéspedes de la biblioteca. Le parecía a Cadderly que la metodología se había vuelto más importante que la necesidad; que los clérigos de la biblioteca habían quedado enterrados bajo montones de pergaminos inútiles cuando lo que se necesitaba era una acción decisiva.
Y sabía que esas raíces putrescentes se habían hundido a más profundidad. Pensó en Innominado, el conmovedor leproso que se había encontrado en la carretera de Carradoon. Innominado había venido a la biblioteca para pedir ayuda y se había encontrado con que los clérigos de Deneir y Oghma estaban, la mayor parte, más preocupados por su propia incapacidad de curarlo que por las consecuencias de su grave aflicción.
«Sí —decidió Cadderly—, algo anda muy mal en mi apreciada biblioteca». Se tendió de espaldas en el tejado gris poco inclinado y lanzó con despreocupación otra nuez a la ardilla, que roía sonoramente.