Druzil sufrió oleadas de agonía cuando Aballister murió, dolores que sólo un familiar que perdiera a su amo llegaría a conocer. A diferencia de otros familiares, Druzil consiguió sobrevivir al asalto, y cuando al final, la agonía disminuyó, el imp bajó cojeando por los senderos orientales de las Copo de Nieve.
—Bene tellemara, Aballister —masculló en voz baja una letanía ante los crecientes temores.
Era bastante fácil para el inteligente imp imaginarse quién había derrotado a Aballister, y bastante fácil entender que sin el mago, incluso si el Castillo de la Tríada sobrevivía, su papel en los planes de conquista llegaba a un final repentino. Pensó en dirigirse al castillo, para ver si Dorigen estaba viva. Pero desechó la idea con rapidez al recordar que Dorigen no le tenía demasiado afecto.
«Pero ¿adónde ir?», se preguntó Druzil. Los amos hechiceros no eran tan fáciles de encontrar para los imps renegados, ni los portales que devolverían a Druzil a las tierras humeantes y oscuras a las que en verdad pertenecía. Además, Druzil se imaginó que sus negocios en ese plano no habían acabado del todo, no con la preciosa maldición del caos que elaboró embotellada en las catacumbas de la Biblioteca Edificante. Druzil quería recuperar la botella, tenía que descubrir la manera de conseguirla antes de que el maldito Cadderly volviera, si es que vivía.
Por entonces, las necesidades del imp eran más inmediatas. Quería salir de las Copo de Nieve, estar bajo techo y lejos de la mordedura helada del invierno, y así continuó su rumbo de descenso desde las tierras altas hacia Carradoon.
Después de varios días, y varias puertas cerradas de los recelosos granjeros de los márgenes de las montañas salvajes, Druzil se encaramó a las vigas de un establo y oyó por casualidad lo que sonó como una situación prometedora. Un ermitaño había situado su residencia en una choza aislada no muy alejada de las granjas, un solitario sin amigos ni familia.
—Sin testigos —dijo el imp con voz áspera mientras agitaba con ansiedad la cola.
Tan pronto el sol se puso, Druzil salió volando hacia la choza, imaginándose que mataría al eremita y ocuparía su casa, y pasaría el frío invierno obsequiándose con la carne del muerto.
¡Cómo cambiaron sus planes cuando vio al ermitaño, cuando vio la marca grabada claramente en su frente! De pronto, Druzil estaba más preocupado en mantener a ese hombre con vida. Pensó de nuevo en la Biblioteca Edificante, y la poderosa botella de la maldición del caos encerrada en sus catacumbas. Pensó que debía poseerla de nuevo, y entonces, por las casualidades del destino, le parecía como si su deseo se pudiera realizar.
Encorvado por el peso de una brazada de leña, Kierkan Rufo avanzaba despacio, con desánimo, de vuelta a su choza desvencijada.