De niña, a la tía Elvira le daba miedo la oscuridad. Creían sus hermanas que porque en lo oscuro no se puede ver nada, pero la razón de su miedo era exactamente la contraria: ella en lo oscuro veía de todo. De lo oscuro salían arañas y vampiros gigantes, salía su mamá en camisón abrazada a un crucifijo, salía su papá en cuatro pies contemplando un cometa verde, mientras el abuelo y los tíos pasaban encima de él a toda carrera, abriendo sus bocas moradas para aullar sin que nadie los oyera. En lo oscuro había una niña amarrada al barandal de la escalera con un listón de satín que le sacaba sangre. No decía nada la tía Elvira, pero movía los labios como si dijera: «Hay leones y pájaros flotando muertos en sus peceras».

—No inventes, Elvira —le decían sus hermanas—. En la oscuridad no hay nada más que lo mismo que cuando hay luz.

Sin embargo, aún habiendo luz la tía Elvira no veía las mismas cosas que sus hermanas. Ella era capaz de convertir el piano en lagarto, la despensa en cueva de Alí Babá, la fuente en el Mar Negro y el agua de jamaica en sangre de fusilados.

Decían que la tía Elvira estaba siempre un poco fuera de la realidad, pero en los ratos que le dedicó aprendió a bordar como cualquier otra señorita que se respetara, a tocar el piano sin aporrearlo, a cantar todo el cancionero decente, incluidas las nueve más hermosas versiones del Ave María.

Cocinaba de todo, menos bacalao. Su abuela materna se había empeñado en que sus hijas y nietas no aprendieran ese guiso, porque en España era comida de pobres, y si ella había pasado tantos trabajos para vivir en México, no iba a ser para que sus descendientes acabaran comiendo pescado seco, como cualquier andaluz muerto de hambre.

La tía Elvira tenía los ojos negros de su mamá y la boca imprudente de su padre. Una boca conversadora y leguleya sin la cual se podría haber casado antes de los veinte años con cualquier criollo de cincuenta generaciones, o con uno de esos españoles recién llegados de la pobreza, que hacían la América con tan buena fortuna. O bien, en caso de enamoramiento inevitable, y dado que su papá practicaba una tolerancia racial que en realidad era indiferencia, con algún libanés trabajador y abusado. Cualquiera de estos hombres esperaba, como todos los otros, fincar con una mujer que no anduviera opinando, ni metiéndose en las pláticas de los señores, ni aconsejando cómo solucionar el problema de la basura o la epidemia de los gobernadores. Las mujeres no estaban para hablar de temas que no fueran domésticos, y entre menos hablaran mejor. Las mujeres, a coser y cantar, a guisar y rezar, a dormir ya despertarse cuando era debido.

Se sabía en la ciudad que la tía Elvira Almada no sólo estaba más llena de opiniones que un periódico contestatario, sino que también tenía prácticas raras. Algunas tan raras como mantenerse despierta hasta las tres de la mañana y no ser capaz de levantarse a tiempo ni para ir a la misa de nueve que era la última. A las nueve y a las diez, la tía. Elvira dormía como el bebé que nadie iba a hacerle bajo el ombligo, justo porque a ella no le importaba donde había que tener el ombligo a cada instante. Las damas de entonces cuidaban muy bien de llevar sus ombligos a la misa de ocho y de regresarlos a la casa en cuanto terminaba para que nadie fuera a pensar que andaban paseándose como viejas cuzcas. De ahí hasta la hora de la comida, guisaban o hacían jardinería, ayudaban a sus madres o escribían cartas púdicas para ensayar hasta la perfección su letra de piquitos. Las más disipadas echaban chisme o memorizaban un poema con lágrimas.

En cambio, la tía Elvira y su ombligo iban despertando por ahí de las once. Pasaban la mañana leyendo novelas y teorías sociales, hasta que la fiereza con que el ombligo sentía hambre indicaba la hora de entregarse al uso de jarras y palanganas para irse lavando todo el cuerpo de un modo disperso pero acucioso. Primero la entrepierna y sus pelitos, en los que la horrorizaba la idea de un piojo llegado durante la noche de algún rincón; después las axilas, a las que ella les depilaba los vellos con la misma obstinación de una mujer actual; luego la cuenca del ombligo y al final los pies y las rodillas. Ya bien bañada, se ponía loción de rosas en los diez puntos que consideraba cardinales y betabel en las mejillas. Hacía esto último con tal habilidad y desde tan niña, que hasta su madre estaba segura de que su hija Elvira tenía un espléndido rubor natural.

Llegaba al comedor siempre al último, pero siempre a tiempo.

—Buenos días, chulita —decía su mamá, que vivía angustiada con el comportamiento de aquel pedazo suyo al que veía, como todos, destinado a la soledad.

—Buenos días —contestaba ella, con el alma tranquila de quien se levanta a desayunar a las seis de la mañana. La comida era siempre su primer alimento y aunque el destino la colocó en días aciagos y desmañanados, nunca supo comer antes de las dos y media de la tarde. A esa hora su papá volvía de emprender negocios y fracasos todos los días.

A la tía Elvira le gustaba llevar la conversación para ese lado. El mundo de su padre estaba lleno de proyectos y espejismos y ella era feliz intentando que todos en la familia navegaran por ese mar. No hubo negocio infausto que no emprendiera su padre. Había comprado una fábrica en quiebra, que le costó lo mismo que una nueva, y que debía de impuestos al fisco más de lo que costó. El gobernador acabó decidiendo que pasara a manos de los obreros y el papá de la tía Elvira aceptó la decisión sin chistar. Con lo que le quedó, compró las acciones de una mina de sal que en realidad era una compañía formada por dos genios fracasados en su intento de desalinizar el agua del mar. Importo después vajillas alemanas y chinas. Para venderlas, puso una tienda de regalos que al poco tiempo se convirtió en el centro de plática más atractivo de la ciudad. Siempre había café y cigarros para todos los que manifestaran algún interés por la compra, venta o uso de la porcelana.

Al año de instalado, el comercio quebró y hubo que cerrarlo, pero la gente se había acostumbrado de tal modo a pasar ahí las horas del café y el chisme, que un turco lo compró para volverlo taquería y se hizo rico en las narices del buen don José Antonio Almada.

Frente a tal decepción, el señor Almada viajó hasta Guerrero en busca de tierras y volvió de allá convertido en el dueño de unos terrenos a lo largo de la costa en un puerto llamado Acapulco, que a decir suyo se convertiría en una de las playas más famosas del mundo. Esa vez intervino su esposa y ella, que nunca se hubiera atrevido a mencionar tal palabra, se dispuso al divorcio si su marido no vendía cuanto antes las cinco hectáreas de aquella playa inhóspita. Puestas las cosas de aquel modo, el papá de Elvira vendió su playa y perdió lo que hubiera sido el único buen negocio de su vida.

—Algo malo va a salir de todo esto —dijo la tarde que le compraron sus terrenos—. No se puede despreciar tal maravilla sin pagarlo.

Gastadas todas sus fantasías empresariales, el señor Almada entró a la política con la misma vehemencia y la misma ignorancia con que había ido por el mundo de los negocios. Como si no supiera todo el mundo que con el gobierno era mejor no ponerse, el papá de la tía Elvira tuvo a bien desempolvar su carrera de abogado para defender a un torero que no había podido cobrarle al gobernador su trabajo en la corrida de toros en que lidió seis bestias con los cuernos sin rasurar, e hizo una faena tras otra en honor a los valientes del 5 de mayo.

Al papá de la tía Elvira, que había visto la corrida con la misma devoción con que otros oyen misa o van al banco, le pareció el colmo. Una cosa era que el gobernador llevara la autoridad de su investidura hasta manejar las finanzas públicas como si fueran las suyas, y otra que con toda su calma le negara el salario a un artista, porque al último toro no lo había matado en el primer intento.

—Aquí el circo es gratis —le dijo el gobernador—. Te puedo dar pan y mujer, pero billetes ni los sueñes. Además, te portaste como un carnicero.

El torero había demostrado su valor durante tres horas seguidas y no tuvo manera de guardárselo. Se puso a llamar tirano, asesino y ladrón al gobernador quien, en su turno, lo mandó encerrar.

No tardó el papá de la tía Elvira en salir rumbo a la cárcel a ofrecerle sus servicios al torero.

Puso una demanda contra el jefe del gobierno, acusándolo de robo y abuso de autoridad. Para la hora de la comida, estaba casi seguro de que ganaría el pleito. Se había hecho ayudar por sus amigos de la prensa, que tanto café le debían y a quienes les pareció un litigio de tamaño tolerable para tenerlo con el gobernador. Dedicaron largas prosas a dudar de que un señor tan magnánimo y aficionado a la fiesta brava como era el gobernador, hubiera podido maltratar a un torero. Seguro no sería así, pero que si algún malentendido había, ahí estaba ese hombre de bien llamado don José Antonio Almada.

Comían el postre cuando un ayudante llegó con el aviso de que el torero iba a salir libre. La tía Elvira le dio tres cucharadas a su natilla y se fue corriendo tras su papá. Llegaron a tiempo para presenciar la firma de libertad y fue tal el gusto de su padre que se llevó a la tía Elvira a una cantina a la que poco a poco fueron llegando celebradores. Se armó una fiesta de brandy y anises, música y leperadas de la que no se repuso nunca la reputación de Elvira Almada. Había bailado con el torero hasta que ambos cayeron sobre una mesa desvencijados del cansancio. Había bebido chinchón y usado palabras de hombre con tal descaro y habilidad que todos los presentes llegaron a olvidarse de que estaba entre ellos una de las recatadas señoritas Almada. No se acordaron de que ella era ella, sino hasta la mañana siguiente. Entonces la tía Elvira y su padre volvieron a la casa canturreando Estrellita y declarándose su amor.

—Óyelo bien, niña —le dijo su padre—. Yo soy el único hombre de tu vida que te va a querer sin pedirte algo,

—Y yo la única mujer que te va a seguir queriendo cuando seas un anciano y te hagas pipí en los pantalones le contestó la tía Elvira.

Entraron riéndose al patio alumbrado por un sol tibio. En el centro, detenida como un fantasma, estaba la madre de la tía Elvira.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho? —le gritó a su marido.

Iba cobijada por la mantilla con que salía a la iglesia. Había llorado, no entendía de qué podían reírse aquel par de irresponsables. Claro que no se daban cuenta de lo que habían hecho. La gente feliz es ciega y sorda.

—Saqué al torero de la cárcel —dijo el hombre—. ¿Tú dormiste mal? Te ves desmejorada.

Le dio luego un beso a su mujer de mejilla con mejilla y subió las escaleras pensando en su almohada.

La tía Elvira supo que si permanecía un segundo a solas con su mamá, el cielo podría caerle en la cabeza, así que corrió a la cocina en busca de una quesadilla con epazote.

Durante unos días su madre no les habló ni a ella ni a su marido, pero después se dejó reconquistar por ambos y su existencia volvió a ser sobria y grata. Fuera de la incapacidad de su marido para los negocios, la vida había sido amable con la mamá de la tía Elvira. Pero su corta imaginación le daba para creer a pie juntillas la versión salesiana de que el mundo es malo cuando no es bueno. Y la tía Elvira tenía desde pequeña una enorme propensión a no respetar lo que todo el mundo considera bueno.

Como bien adivinó la gente, no fueron las diligencias legales y periodísticas del señor Almada las que pusieron al torero en libertad, sino el simple hecho de que el Ciudadano Gobernador recordó con placer, al día siguiente de la corrida, los momentos de valor que había tenido el hombre. Mejorado su buen ánimo, consideró una injusticia mantenerlo encerrado sólo por haber extendido su bravura hasta él. Incluso le mandó pagar como era debido y volvió a tener con el torero algo que es difícil llamar amistad, pero que se le parece en los modos.

Total, como en todos sus negocios, el único que había quedado mal parado era el papá de la tía Elvira, quien por supuesto no se enteró de nada. Por eso al poco tiempo se entusiasmó con la solicitud de unos obreros en huelga a los que el gobierno había instado a volver a su trabajo por la buena, lo que significaba simplemente volver sin más. Qué salarios, qué prestaciones ni qué ocho cuartos, lo importante era restablecer la productividad.

Como si algo le faltara para tomar aquella causa con pasión, lo de la productividad terminó de empujar al papá de la tía Elvira. Ninguna buena persona tenía que ser por fuerza productiva y menos aún empeñarse en que otros lo fueran. Declaró a los periódicos todo lo que pudo en contra de quienes pretenden que la productividad sea el único criterio para juzgar a los seres humanos, aprovechó para criticar a quienes lo único que buscan en la vida es el poder y el dinero, y volvió a poner un amparo contra el gobernador y sus aliados.

Todas estas cosas, dichas en la casa o con sus amigos, le ganaban los elogios y la admiración de medio mundo. Pero puestas en papel y tinta sonaban a locura, a suicidio, al peor negocio que don José Antonio Almada hubiera emprendido en su cálida y generosa existencia.

Al gobernador le había llegado la historia de la celebración con el torero. Quien se la contó había descrito a la tía Elvira como el lujo de pasión y belleza que irradió aquella noche.

—A cada quien por donde le duela —dijo el gobernador muerto de risa—. Y este la pone fácil, porque deja su dolor en libertad. Sólo a un tarugo buen hombre como él se le ocurre.

Después de comer, la tía Elvira y su hermana Josefina acostumbraban caminar por la avenida de La Paz rumbo al cerro de San Juan. Eran dos mujeres que parecían opuestas y quizá se adoraban precisamente por eso. Josefina iba a casarse con el mejor partido de la ciudad, un hombre prudente y rico que, a decir de la tía Elvira, hubiera sido hasta guapo si no tuviera el gesto como amarrado.

Pasada la mitad del camino, casi donde terminaba la ciudad, estaba la gran casa del novio, más grande aún porque tenía junto el molino de harina del que salía parte de la fortuna familiar. Ahí se quedaba Josefina para estar un rato con su suegra, que la esperaba en la puerta y dedicaba las siguientes dos horas a ir entrenando a la muchacha en los exactos manejos y los precisos gustos domésticos de la familia, a la que habría de entrar con toda su suavidad, su inteligencia y su perfecta cintura.

La tía Elvira seguía sola el camino hasta el cerro al que subía como una chiva mordiendo el tallo de alguna flor y sujetándose al pasto y la tierra con sus pies conocedores y firmes. Al llegar a la punta se arrellanaba para mirar la puesta de sol con la devoción de quienes conocen rezos de privilegio. Algún antepasado cholulteca la empujaba a ese rito de contemplar el sol y los volcanes.

De esa ceremonia la robaron una tarde. Le vendaron los ojos y empezaron a bajarla del cerro pegando unos gritos que nadie oía. Su hermana estaba a dos kilómetros de distancia aprendiendo deshilado fino, su mamá hacía galletas de naranja, su papá había prendido un puro sobre una taza de café libanés y comentaba con sus amigos el desastre de seguir viviendo en una sociedad maniquea como la poblana, que era como la mexicana, que al fin y al cabo era igual a la de cualquier parte.

Fue hasta que anocheció cuando su hermana Josefina empezó a preguntarse por la demora de la tía Elvira. Era una loca audaz, pero como todos sabían, no le gustaba andar en la oscuridad. Al principio Josefina disimuló su aflicción porque le daba vergüenza molestar a su próxima familia política preocupándola con las locuras de su hermana Elvira que no había sido capaz de caer en líos siquiera después de la boda. Pero cuando, acompañada por el novio y la suegra, subió y bajó del cerro desnudando con la vista todos los alrededores y llamándola a gritos desde el coche sin la menor respuesta, una angustia como podredumbre le corrió del estómago a la boca y dejó de hablar. Tuvo que rendirse a la certidumbre de que Elvira no estaba en los alrededores y volver a la casa junto al molino conteniendo las lágrimas en un gesto de niña golpeada.

Al llegar ahí encontró reunida a toda la familia de su novio. El suegro, las tías, la cuñada, el cuñado y la mamá, abandonaron su habitual prudencia y en un gesto de cordialidad y buen tino se pusieron a hilvanar historias de mujeres raptadas, violadas, muertas y descuartizadas, durante los últimos treinta años. Su suegra había perdido en la revolución todos los bienes que su marido obtuvo por la misma época. Le echaba la culpa al gobierno de todos y cada uno de aquellos actos de barbarie, incluyendo el de la niña que se fue a un pozo mientras su mamá se distrajo un segundo.

Don José Antonio Almada llegó a su casa a las ocho en punto y encontró a su mujer decorando galletitas y repitiendo «La Magnífica» detrás de una sonrisa. Cuando el señor Almada preguntó por las niñas ella interrumpió su oración para afirmar que no habían llegado y el hombre se le fue encima diciéndole que también ella estaba chiflada, que no luego dijera que la locura de Elvira nada más era herencia de su lado, que si no se había dado cuenta de la hora que era.

—Sí, ya me di cuenta —dijo la mujer—. Pero no escandalizo, porque como siempre me dicen que exagero, estoy haciéndome el propósito de no gritar para no parecer ¿cómo dices?

—Maniquea, esposa, maniquea. Pero es que nunca tardan tanto.

—Eso pienso yo. Pero yo siempre he dicho que no me gusta que caminen solas en la tarde, que Elvira se trepe al monte, que se le haga de noche. Y tú dices que soy una posesiva, que en Nueva York así es, que ya hace rato que empezó el siglo veinte y que…

No pudo seguir y se puso a llorar despavorida.

—Voy a buscarlas —avisó temblando don José Antonio.

Toda la tarde había oído en el café advertencias mucho más exageradas que las que nunca se hubiera atrevido a hacer su esposa sobre lo arriesgado que era enfrentarse a la autoridad cuando uno tenía hijas.

Se fue por la calle rumbo al molino diciendo improperios contra sus hijas, que de seguro estaban ahí tomando churros muy tranquilas. Contra su mujer que siempre acababa teniendo razón, ya quien por contradecir había dejado él que sus hijas anduvieran por el mundo como personas y no como las joyas que eran. Y también contra los toreros y contra los trabajadores en huelga, contra el gobernador, y sobre todo contra sí mismo.

Hacía el último frío de marzo y él temblaba resintiéndolo más que ningún otro. Cuando llegó al molino, su hija mayor lo abrazó como si él también tuviera la certidumbre de que la tía Elvira se había perdido para siempre.

El novio de Josefina se acercó a saludar, con la mezcla de bondad y perfección que después su mujer detestaría.

—Sé que es una imprudencia recordarle que le advertí los peligros de meterse a defender trabajadores levantados —le dijo al señor Almada.

—Si lo sabe, por qué me lo recuerda —contestó el señor Almada aparentemente recobrado del primer miedo. Tenía el brazo sobre los hombros de su hija Josefina, que al oírlo se preguntó si estaría escogiendo un buen marido.

Antes de que nadie se preocupara por ella, la tía Elvira había empezado a bajar el cerro con las manos atadas y la boca libre. Después de los primeros gritos, dejó de oponerle resistencia a su secuestrador. Al contrario de lo que este esperaba, ella contuvo su garganta en cuanto se dio cuenta de que nadie la oiría. Desde que le contaron en la escuela la tragedia de la Santa María Goretti, una adolescente que se dejó matar antes que dejarse poseer por un villano, había pensado que la santa cometió un error garrafal, y que si alguna vez su cuerpo corría un riesgo parecido, haría todo menos oponerse a los designios de la vida. Así que cuando se vio atrapada por aquel hombre de brazos fuertes y expresión bruta, le dijo:

—Si lo que quieres es llevarme, voy contigo. Pero no me maltrates.

El tipo lo pensó un segundo y le pidió después que extendiera las manos para atárselas.

—No me vayas a tapar la boca porque me angustio y me desmayo —informó la tía Elvira—. Te prometo no gritar. Pero no te preocupes si no cumplo mi promesa, de todos modos no hay quien pueda oírme.

El tipo era menos bruto de lo que se veía y aceptó la propuesta de Elvira, con tal de no cargarla desmayada hasta el coche en que los esperaba su jefe inmediato, un hombre cincuentón, afodongado y eternamente crudo que lo había hecho subir solo porque, según dijo, estaba harto de cargar viejas asustadas.

Empezaron a bajar.

—¿Tú con quién trabajas? —preguntó la tía Elvira después de un rato.

—Con Tigre —dijo el muchacho, que no se aguantó las ganas de presumir.

—¿Y ese qué conmigo? —dijo ella.

—Yo qué sé.

—¿Eres de los que obedecen sin preguntar? —dijo la tía Elvira.

—Oí que eres hija de un tipo Almada —contestó el muchacho irritándose.

—¿Y eso qué? ¿Cuánto te pagan?

—Mucho. ¿Qué te importa? Ni que yo te fuera a mantener. Te llevo y allá te dejo con ellos.

—¿Quién me va a mantener?

—Depende. Estás bonita. Adivinar quién te quiera. Allá se ven puras bonitas.

—Las verás tú, otros no nada más las ven —dijo la tía Elvira. El muchacho se acercó furioso, le pellizcó los brazo y la besó como en las películas.

—Así serás valiente, con la vieja amarrada —dijo la tía Elvira—. ¿Vienes solo o te mandaron con otro?

—Claro que vengo con otro. El otro trae el coche y la pistola —dijo el joven buscando con la mirada el auto de su amigo en las faldas del cerro.

Por el camino llegaba otro auto y el viejo tendría que alejarse para que no sospecharan de él. Eso estaba planeado. Si alguien se acercaba, el muchacho tendría que esconder a la hija de Almada en la pequeña cueva que se abría a medio cerro, al otro lado de la vereda por la que la gente acostumbraba subir, y justo por el que bajaban la tía y su apresador. Ella la conocía como conocía todo el monte, pero no entraba nunca, porque era un lugar oscuro y pestilente, lleno de telarañas y ratones.

El joven tapó la boca de Elvira y la arrastró a la cueva sin encontrar demasiada resistencia.

La muchacha tenía tanto empeño en huir como él. Se tiró al suelo, le hizo señas para que también él se arrastrara y se metió a la pequeña cueva con más rapidez y habilidad que el muchacho. Oscurecía. La tía Elvira oyó a lo lejos los gritos de Josefina y sintió pena por ella. Pero pensó que si la encontraban los Miranda amarrada a un vago pestilente, la vida que su hermana soñaba por las tardes se iría a la basura sin mayor trámite. Por fin los gritos se apagaron. El muchacho miró a la tía Elvira. Se hacía de noche, pero su cuerpo iluminaba la creciente oscuridad.

—¿Por qué no gritaste? —le preguntó.

—Para que no te lastimaran —contestó la tía Elvira.

—Pinche vieja, me quieres meter en un lío —dijo acercándose a tentarla despacio.

—Si yo me robara algo, me lo robaría para mí —dijo la tía Elvira.

La noche se había cerrado sobre ellos y sintió que sería mejor acogerse a la idea de que estaba soñando. El tipo volvió a besarla y a sobarse contra ella, enfebrecido.

—Así, quién no es valiente —dijo la tía Elvira, arrastrándose otra vez hacia afuera de la cueva. El joven la siguió. Sintieron al aire pegarles en el cuerpo como otra caricia. Él le desamarró las manos y ella se las echó al cuello. Su piel olía raro. La tía Elvira pensó que nunca había tenido tan cerca una piel no emparentada con la suya.

Luego cerró los ojos y con las manos libres acarició al desconocido como si tuviera que grabárselo en la memoria de sus yemas. Le fue desabrochando la camisa poco a poco hasta que se la quitó. Luego le tapó los ojos con un cariño y se fue sobre el cinturón con una soltura que cualquiera diría que hacía tiempo practicaba. Lo fue tocando todo y en todo fue hábil y buena, hasta en los dedos de los pies que le sobó como quien compone las flores de un adorno. No dejó en aquel cuerpo ningún recelo. Lo apaciguó a fuerza de hablarle cosas en los oídos y en todas las partes por las que pasaron sus labios.

—Yo sabía que las ricas eran tontas en esto —dijo el muchacho desde su apaciguada y ferviente desnudez.

—Somos —dijo Elvira cuando sintió moverse la mano de él entre sus piernas de virgen intrépida—. Somos, somos —murmuró arrancando a correr como un gato asustado. Dejando tras de sí el primer cuerpo desnudo que le mandó el azar.

Abrazaba el montón de ropa del muchacho y corría hacia el molino impetuosa y desesperada. En las faldas del cerro estaba un coche con el gordo de la pistola dormido como el ángel que no fue jamás. Había vuelto en cuanto el coche con Josefina y el novio abandonó el lugar, y cuando vio que su pupilo tardaba en bajar imaginó que algo bueno le estaría pasando y se dio permiso para una siesta. Le había parecido correcto esperar a que el muchacho hiciera su primer trabajo ganándoles un poco de mujer a sus patrones.

La tía Elvira pasó cerca del coche sin voltear a mirarlo. La movía una excitación desconocida. ¿Qué hubiera venido después?, le preguntó un instante a su cuerpo. Pero en lugar de contestar, siguió corriendo.

Entró al molino con los ojos de luna y la boca de una muerta. El portero la vio subir la escalera todavía como un animal perseguido. Luego entró a la sala y abrazó a su papá que de mirarla viva sintió su corazón reventarse y su cuerpo desfallecer.

—Todo esto fue por vender Acapulco —dijo el señor Almada varias veces, en su agónico delirio de los siguientes días—. ¿Para qué me salí de los negocios? —le preguntaba a todo el que iba a visitarlo al hospital.

La tía Elvira lo besaba y lo besaba con la cara marchita de llanto y desesperanza.

—No te aflijas, papá. Lo volveremos a comprar, pero no te me mueras. No te mueras.

Siguió rogándole que no se muriera mucho tiempo después de haberlo enterrado. Porque la tía Elvira en realidad no enterró nunca a su padre. Pasó el resto de su larga vida haciendo negocios en su honor. Su madre le entregó la administración de la ladrillera de Xonaca, que era lo último que les quedaba, para ver si haciéndola sentir imprescindible lograba sacarla del pozo al que se había tirado.

Y eso la entretuvo para siempre. Empezó por convencer a la mitad de los constructores del estado de que sus tabiques estaban mejor hechos que ningunos y acabó dueña de una verdadera mina de sal, dos de los primeros cinco aviones que cruzaron el cielo mexicano, tres de los primeros veinte rascacielos y cuatro hoteles sobre la costera de Acapulco.

—Ya ves, papá —decía al final de su vida, cada tarde frente al mar—. Volvimos a comprar Acapulco.