Aquellas dos mujeres eran cada una el gajo de una trenza. Desde que iban a un colegio de monjas escondido bajo un túnel y varias escaleras, en tiempos de la persecución a los cristeros, hasta que en los años cuarenta fueron al primer baile de la universidad a encontrarse con esos seres extravagantes y remotos que eran los hombres. No los hombres de sus casas, que eran a veces como muebles y a veces como frazadas, sino los que las miraban con ojos de codicia y curiosidad. Los que pensaban en ellas con todo y sus piernas, en ellas con todo y el hueco bajo sus cinturas, en ellas como algo también impredecible y turbador.
Las dos encontraron la misma noche a los encendidos corazones que les tomarían la vida y el vientre para llenárselos con sus apellidos, sus obsesiones, sus hijos. Las dos cursaron por noviazgos más o menos decorosos, las dos terminaron casándose más o menos por los mismos años, las dos compartieron la inquietud de sus barrigas preñadas por primera vez, las dos tuvieron un pleito infernal antes de que pasaran dos días de luna de miel y las dos aprendieron que tras la pena de apariencia fatal que tiene cada pleito, llegan después horas de gloria y frases de intimidad que le dan al patético carácter de irreversible que tiene el pacto conyugal, la sensación de que no se puede haber hecho mejor pacto en la vida. Las dos guisaban con tantos parecidos de cebolla y hasta sus pasteles despedían un olor igual, aunque se hornearan en hornos y horarios muy distintos. No conformes con eso, las dos tuvieron cinco hijos cada una.
Pasaban las tardes cosiéndoles vestidos en serie y cuidando a los diez juntos, como si fueran pastoras del mismo rebaño. Eran idénticas las gemelas Gómez, sólo las distinguía la precisión de algunos gestos. Sin embargo, esa diferencia en sus rostros era la exacta medida de la diferencia entre sus espíritus: La tía Marcela tenía en los ojos la luz de quienes le buscan a la vida su mejor lado, la de quienes para su desgracia no accedieron a la felicidad que sólo pueden disfrutar los tontos, pero que están dispuestos incluso a parecerlo con tal de asirse a la punta de alguna dicha. Por eso canturreaba siempre, para dormir a los niños y para despertarlos, para ensartar una aguja, para rogarle al cielo que los huevos del desayuno no se pegaran al sartén, para pedirle a su marido que la mirara como al principio y hasta para acompañar el soliloquio de sus largas caminatas.
La tía Jacinta heredó de su madre una melancolía extenuante. A veces se quedaba mirando al infinito como si algo se le hubiera perdido, como si el infinito mismo no le bastara a su anhelo de absoluto. A veces la entristecía no haber nacido en Noruega una noche de tormenta, no conocer el Congo, ni saberse capaz de viajar por la India. Estaba segura de que nunca vería Egipto, de que jamás podría recorrer la sierra de Chihuahua, de que el mar con sus traiciones y sus promesas no sería nunca su compañero de todos los amaneceres. Desde niña había leído con pasión, pero de cada historia que leía no sacó nunca la certidumbre de estar dentro de ella que sienten muchos lectores. Al contrario, cada historia, cada lugar, cada personaje había servido siempre para que ella se hundiera en la nostalgia de sólo ser ella. No sería jamás una suicida como Ana Karenina, ni una borracha como Ava Gardner, ni una loca como Juana de Orleáns, ni una invasora como Carlota Amalia, ni una cantante desaforada como Celia Cruz.
Tenía cinco hijos, nunca podría saber lo que era tener dos ni lo que sería tener diez. Tenía una casa mediana y un marido comerciante, nunca sabría de los palacios, ni del hambre. Su marido tenía el pelo castaño y dócil, ella jamás entendería lo que era acariciar un pelo hirsuto y negro como el de Emiliano Zapata, una cabeza dorada como la de Henry Fonda o una por completo calva como la del Obispo Toríz.
A veces su hermana interrumpía una canción para preguntarle en qué pensaba, por qué en los últimos quince minutos no había dado un pespunte. Entonces la tía Jacinta le contestaba cosas como:
—¿No te hubiera gustado pintar la Mona Lisa? ¿Te imaginas si hubiéramos aprendido baile con Fred Astaire? ¿Evita Perón será una mentirosa? ¿De qué número calzará Pedro Infante? Dicen que hay una playa en Oaxaca que se llama Huatulco y es el paraíso. Y tú y yo aquí metidas.
—A mí me gusta aquí —decía la tía Marcela, mirando el campo a su alrededor y los volcanes a lo lejos. Ese campo nunca era el mismo. Cada estación lo iba cambiando de colores y sólo porque los hábitos decían que esas montañas se llamaban siempre igual era posible verlas como lo mismo cuando a veces brillaban de verde y a veces la sequía los dejaba grises y polvorientos.
En esa época que todo lo resecaba, hasta la piel de las manos y los párpados, en ese tiempo que el sol picaba en las mañanas y se iba temprano para dejarle paso a un viento de hielo, en aquellas tardes que les llevaban a los niños unas fiebres atroces, que les herían la garganta hasta hacerlos toser como perros, en esos días aún cercanos a la Navidad pero que pasada la esperanza de las fiestas eran largos como misas de tres padres y odiosos como sermones de Cuaresma, la tía Marcela se descubrió una bolita en el pecho izquierdo.
Estaban cosiendo unos vestidos blancos con puntos rojos para que las niñas recibieran al domingo de Pascua.
—No sé para qué inventamos esto de ponerles tanto olán —dijo la tía Jacinta deteniéndose en un pliegue.
—Tengo una bolita medio rara en el pecho izquierdo —le contestó su hermana, la tía Marcela.
—¿Qué? —dijo Jacinta aventando un vestido—. Déjame ver, déjame ver. —Jaló el suéter de su hermana y metió su mano hasta tocarle el pecho: ahí estaba, dura como un champiñón, sin poder sentirse exactamente redonda. Buscándole la vuelta a la evidencia, la tía Jacinta tocó más arriba y sintió una igual, más abajo y otra. Toda ella tembló de terror ante la sola idea de que eso pudiera ser malo. Su hermana la vio palidecer mientras intentaba un tono despreocupado.
—No creo que sea importante, pero habrá que ir al doctor —dijo—. No le digas a tu marido, ya sabes lo escandalosos que son los hombres.
—¿Por qué te pusiste pálida? Se parecen a las de mi mamá ¿verdad? —preguntó la tía Marcela.
—Ya no me acuerdo. Fue hace casi veinte años.
—Yo sí me acuerdo —dijo la tía Marcela extendiendo una sonrisa que de tan bella la hacía maligna—. Eran iguales.
—¿No pensarás morirte sin conocer Egipto? —dijo la tía Jacinta jugando con los olanes de un vestido.
—De ningún modo —le contestó su hermana, la tía Marcela.
La tarde siguiente visitaron al doctor. Era un hombre como de cincuenta años al que le gustaban los buenos vinos y la música de Brahms. Lo conocían desde que tenían memoria. Alguna vez tuvo el pelo castaño y completo, pero sólo hasta entonces la tía Jacinta le conoció el gesto de misericordia que de pronto le embellecía los ojos.
Mientras la tía Marcela se dejaba revisar los pechos intentando concentrarse en la idea de que eran sus rodillas, de que por eso no tenía que sentir vergüenza, porque hasta las niñas enseñan sin rubor los moretones de una rodilla, el pobre hombre miró a la tía Jacinta disculpándose por ser él quien debía decirlo. La tía Jacinta se mordió los labios. Para entonces, la tía Marcela había abierto los ojos y miraba el gesto de su hermana. Con la rapidez de una niña, levantó su espalda de la mesa de auscultación y le dijo, esgrimiendo la maligna sonrisa del día anterior:
—No te preocupes, nos alcanza el tiempo para conocer Alejandría.
La tía Jacinta la miró como si ella misma fuera el infinito. La tía Marcela siguió hablando, se levantó y fue a vestirse al cuarto de junto. Los oyó cuchichear.
—No me hagan trampas —dijo, saliendo con los últimos botones de la blusa sin abrochar—. Quiero estar en la película de mi muerte haciendo algo más que morirme a espaldas de todo el mundo.
—Jaime te propone una operación —dijo la tía Jacinta—. Quizá no esté tan ramificado.
—¿Me dejarías plana? —le preguntó la tía Marcela al doctor.
—Sí —dijo el hombre.
—¿Y tú quieres que yo cumpla cuarenta años sin pechos?
—Hermana, es que si no, puedes no cumplirlos —dijo la tía Jacinta.
—Será un alivio —contestó la tía Marcela—. Bastante tiene uno con tener cáncer, para además tener que cumplir cuarenta años.
Desde entonces, la tía Jacinta no dejó sola a su hermana ni un minuto. Fue con ella a la operación y a los tratamientos, a los chocheros, a los médicos de agüitas, a los brujos de la sierra, a las iglesias y a Rochester.
—Vas a saber lo que es tener diez hijos —le dijo la tía Marcela una tarde, al salir de Santo Domingo—. Yo no sé por qué Dios se empeña en sacarme de la fiesta.
La oyó repetir eso en «La Santísima», hincadas una junto a la otra en los reclinatorios forrados de terciopelo rojo que están frente al altar: «Dios, Dios, Dios, ¿por qué te empeñas en sacarme de la fiesta?». Su cuerpo de hombros erguidos y piernas largas se había ido empequeñeciendo. Caminaba apoyada en un bastón y había perdido la frescura de su piel y el ímpetu de los ojos, pero aún regía en su gesto la implacable bondad de su sonrisa.
Sólo habían pasado nueve meses desde la tarde en que visitaron al médico. Y octubre estaba encima con los inevitables cuarenta años.
—¿Por qué no hacemos nuestra fiesta en el albergue del volcán? —dijo la tía Marcela una tarde de niños alborotando.
—Donde tú quieras —contestó la tía Jacinta, que había perdido su eterna condición de añorante. No gastaba ya ni un segundo en desear otros sitios. Cuidaba diez niños, dos casas, un marido, un cuñado y una ciega esperanza. Ese era su modo de exorcizar la lenta ceremonia de la muerte. Pero sabía que la tía Marcela estaba harta, que cientos de pequeños y grandes dolores la cruzaban, que ya no valía la pena ni disimular, y que muy pronto se cansaría de fingir. Iba por la calle señalando para sí a las personas que podrían morirse en lugar de su hermana, señalando a los perversos, a los inútiles, a los indeseables, hasta que tras mucho señalar terminaba señalándose a sí misma como la pieza más injusta de todas. Al principio, jugaba con su hermana a hablar del futuro, hacían planes para viajar, para ir de compras, para inscribirse en las clases de francés de Madame Girón, para aprender a nadar antes de ir a Cozumel. Con el tiempo habían dejado de hacerlo, como si ambas hubieran acordado suspenderle a la otra esa tortura. Entonces la tía Marcela dedicó muchas horas a describir las virtudes y las debilidades de sus hijos, a contarlos tanto y de tantas maneras que su hermana pudiera reconocerlos y predecirlos hasta en el último detalle.
—Acuérdate de que Raúl finge dureza para disimular alguna pena, no se te olvide que Mónica es tímida, no descuides la vocación artística de Patricia, no dejes que Juan crezca con miedos, acaricia con mucha frecuencia a Federico. Tú ya sabes ¿no?
—Sí hermana. Ya sé. Aunque también sé que tú serías mucho mejor mamá de los míos y que Dios está loco.
—No digas eso hermana —le contestó Marcela que también había pensado muchas veces que Dios estaba loco, que ni siquiera estaba, pero que sabía perfectamente la falta que algo como Dios le haría a su hermana cuando ella se muriera—. Dios sabe por qué hace las cosas, escribe derecho en renglones torcidos, nos quiere, nos cuida, nos protege.
—Sí hermana, sí. Por eso te vas a morir, cuando más haces falta. No hay que engañarse, ¿para qué?
—¿Para qué? Hermana, tú para seguir viva, yo para morirme sin tantísimo desconsuelo. No te niegues a las ideas de tu tiempo. Y no se te ocurra enseñarles a mis hijos ni uno solo de nuestros disparates.
Hicieron una fiesta en el albergue nevado del volcán. Las hermanas soplaron sus cuarenta velas y los hijos adolescentes inventaron una caminata. La tía Marcela se dispuso a seguirlos.
—¿A dónde vas, Marce? Todavía no estás bien —le dijo su marido, con el que latía Marcela aún jugaba a que alguna vez se aliviaría.
—Nada más a que me pegue el aire.
—Voy contigo —dijo la tía Jacinta ayudándola a levantarse. Afuera hacía un frío de los que se meten por la nariz hasta el último lugar del cuerpo.
—Me va a odiar por traicionarlo —dijo la tía Marcela—. Para él voy a ser siempre la mujer que lo dejó a medio camino. ¿Y qué le digo? ¿Que no sea injusto, que me tenga más lástima de la que siente por él, que me perdone, que yo no tengo la culpa, que por favor no me olvide, que se case con otra, que me cuente lo atractiva que le parezco, que durante el siguiente mes me diga «Mi vida», en lugar de «Oye Marce»?
La tía Jacinta le pasó un brazo sobre los hombros y no le contestó. Se quedaron así hasta que los maridos se acercaron. Durante un rato hablaron de la belleza del volcán, de cómo hacía brillar la nieve, de la primera mañana que estuvieron ahí juntos. Luego, volvieron los hijos, colorados y ardientes, contando hazañas.
—Vámonos, cuarentonas —dijo el marido de la tía Marcela acariciándole el cuello. La ayudó a bajar hasta el coche y la instaló adentro, arropándola como a una niña.
La tía Jacinta se acercó a darle un beso.
—Conste que te acompañé a cumplir años —le dijo la tía Marcela.
Al día siguiente no quiso levantarse: «Me están pesando los cuarenta», coqueteó con la tía Jacinta cuando la vio llegar con el aliento entreverado de angustia.
Dos días después el médico se decidió a ponerle morfina.
—Ayer soñé con Alejandría —le dijo la tía Marcela a la tía Jacinta cuando despertó de alguno de los trances en que la colocaba la droga—. Con razón quieres ir. ¿Qué vas a hacer con tus deseos, hermana?
—Los voy a heredar —dijo la tía Jacinta con la pena en los labios.
—Habría que ir también a Dinamarca ya Italia, a Marruecos y a Sevilla, a Cozumel y China —volvió a decir la tía Marcela—. Me estoy volviendo como tú. ¿Qué vas a hacer con tus deseos, hermana?
Hacía un año que todos sus deseos eran el solo deseo de no perderla, hacía mucho que su hermana se había vuelto París y Nueva York, Estambúl y las Islas Griegas, el más largo resumen de imposibles con que la hubiera torturado la vida.
La noche del día en que enterraron a su hermana Marcela, la tía Jacinta exhausta de velar durante meses, poseída por una pena que ya era parte de su cuerpo, se quedó dormida sobre un sillón de la sala. Al poco rato despertó con frío y una sonrisa extravagante palpitando en su boca.
—¿Qué pasó? —le preguntó su marido que estaba cerca, mirándola.
—Soñé con Marcela —dijo la tía Jacinta—. Está en el cielo.
—¿Y qué dice? —preguntó el hombre, que conocía los riesgos de perturbar aquella pena.
—Dice que es como aquí, y está contenta. Ya sabes que a ella nunca le gustó viajar —contestó tía Jacinta caminando hacia su cuarto—. Vamos, ven a la cama. Hay que dormir para ver qué más vemos.