Ya era tarde y la tía Mercedes seguía buscando quién sabe qué cosas en el cuerpo del hombre al que reconocía como el amor de su vida.
Desde jóvenes se tenían vistos, pero ni ellos mismos supieron bien a bien dónde se les había perdido la primera certidumbre de que estaban hechos para juntarse. Muchas veces él gastaba el tiempo en lamentar lo que consideraba un error imperdonable. Sin embargo, la tía Mercedes le dijo siempre que nada hubiera podido ser distinto, porque aunque ya nadie quisiera creerlo, el destino es el destino.
Fue tiempo después de casarse cada quien con fortuna o desventura, cuando se volvieron a encontrar en una de esas fiestas en las que de puro tedio todo mundo hubiera querido inventarse otro amor. Una de esas fiestas llenas de pasos dobles y cigarro, de esas que sin remedio terminaban en pleitos de árabes contra españoles, que no eran ni una cosa ni la otra: los españoles habían llegado a la ciudad hacía cuatro siglos y los árabes hacía ochenta años, así que sus descendientes, en realidad, eran poblanos en litigio.
Se miraron de lejos, se fueron acercando y por fin se encontraron en la mesa de unos españoles que ya estaban planeando cómo romper unas sillas en las crismas de los árabes sentados en la mesa más próxima. En medio de aquel caos, ellos perdieron las palabras, volvieron a prenderse de los gestos, se vieron enlazados sin remedio y sin prisa, hasta quién sabía cuándo.
Antes de que empezara la pelea, abandonaron la fiesta para irse en busca de una derrota que habían dejado pendiente hacía doce años.
La encontraron y se hicieron viejos yendo a buscarla cada vez que la vida se angostaba. La tía Mercedes tenía siempre miedo de que cada encuentro fuera el último. Por eso le gustaba conversar, para robarse al otro, para que no se le escapara del todo cuando volvía a su casa con el cuerpo apaciguado, para poder, en el impredecible tiempo que los desuniera, reconstruirlo todo, no sólo su aventura, sino todas las mutuas aventuras desde siempre.
Cada vez indagaba alguna cosa. Así llegó a saber hasta de qué color había él forrado los cuadernos cuando entró a primero de primaria, cuánto le costaban los perones con chile que compraba a la salida del colegio y porqué le hubiera gustado tanto que ella se llamara Natalia.
Una tarde, casi noche, la tía Mercedes Cuadra tenía la codicia encendida y quiso saber cómo había sido para él eso que los hombres hacían por primera vez en la calle noventa. El nunca había hablado de eso con ninguna mujer y tardó en empezar su historia. Pero la tía Mercedes le pasó la mano por la espalda como si fuera un caballo y lo fue haciendo hablar de aquel recuerdo, igual que lo hacía desnudarse algunas veces, cuando ya se habían vestido y estaban a punto de irse.
La calle noventa era un mugrero en el que hasta las luces parecían sucias. Él fue ahí por primera vez con algunos amigos que ya habían estado dos o tres veces, pero nadie era un experto. Algunos habían ido una noche con sus hermanos mayores o con sus tíos, a otro lo había llevado su papá porque tenía la cara llena de barros y a decir suyo no había mejor manera de quitárselos. Total, eran como siete dándose valor, atarantados con aquella clandestinidad impúdica, muertos de risa y pánico.
Pasaron todos con la misma, una chaparrita de gesto inmundo que no dejaba de mascar chicle. Les preguntó si con vestido o sin vestido.
—Sin vestido, les cuesta el doble —advirtió.
Acordaron que con vestido. Él ya no sabía cómo tuvo ganas de nada cuando le tocó pasar, pero pasó. La chaparrita le mascó el chicle en la oreja todo el tiempo y él juró no volver.
—¿Y no volviste? —preguntó la tía Mercedes, empezando a vestirse, celosa como si acabara de oír la más impecable historia de amor.
—Sí volví —dijo él—. En la tarde ya le estaba robando a mi mamá dinero para regresar. Y regresé con la misma.
—¿Igual que ahora? —dijo la tía Mercedes, dejándose caer sobre él para morderlo y rasguñarlo.
—Sólo que tú no mascas chicle —contestó él abrazándola. Le pellizcó después las costillas para hacerla reír.
Así estuvieron un rato, un rato largo: riéndose, riéndose, hasta que acabaron llorando.