Una tarde la tía Rosa miró a su hermana como recién pulida, todavía brillante por alguna razón que ella no podía imaginar. Durante horas oyó cada una de sus palabras tratando de intuir de dónde venían. No adivinó. Sólo supo que esa noche su hermana fue menos brusca con ella. Se portó como si al fin le perdonara su vocación de rezos y guisos, como si ya no fuera a reírse nunca de su irredenta soltería, de su necedad catequística, de su aburrida devoción por la virgen del Carmen.
Así que se fue a dormir en paz después de repetir el rosario y sopear galletitas de manteca en leche con chocolate.
Quién sabe cómo sería su primer sueño esa noche. Si alguien la hubiera visto, regordeta y sonriente dentro de su camisón, la habría comparado con una niña menor de cinco años. Sin embargo, a la cabeza rizada de tía Rosa entró aquella noche un sueño insospechado.
Soñó que su hermana se iba a un baile de disfraces, que salía sin hacer ruido y regresaba en el centro de una alharaca. Era el aliento de una comparsa de hombres que se reían con ella, sin más quehacer que acompañar la felicidad que le rodaba por todo el cuerpo. La muy dichosa se quitaba y se ponía una máscara de esas que hacen en Venecia, una de muchos colores con la luna en la punta de la cabeza y la boca delirante. De pronto empezó a bailar frente a la tía Rosa que, sentada en el sillón principal de la sala, dejó de comer galletas. Tal era la maravilla que había entrado en su casa.
Su hermana levantaba las piernas para bailar un cancán que los demás tarareaban, pero en lugar de los calzones y los encajes de las cancaneras, ella llevaba una falda diminuta que subía complacida enseñando sus piernas duras y su pubis cambiado de lugar. Porque sobre el sitio en el que está el pubis, ella se había pintado una decoración de hojas amarillas, verdes, moradas que palpitaban como si estuviera en el centro del mundo y arriba de una pierna, brillante y esponjado, iba el mechón de pelo de su pubis: viajero y libre como todo en ella.
Al día siguiente, la tía Rosa miró a su hermana como si la viera por primera vez.
—Creo que te estoy entendiendo —le dijo.
—Amén —contestó la hermana, acercando a ella su cara brillante, para darle un beso de los que regalan las mujeres enamoradas porque ya no les caben bajo la ropa.
—Amén —dijo Rosa, y se puso a brincar su propio sueño.