Cuando desperté, sentí como si me hubieran aplastado la laringe. Después de toser y escupir sangre, pareció menos irritada, como si sólo necesitara ser puesta en su sitio. Al recuperar la consciencia, me encontré tendido en un jergón destartalado. Mi cabeza colgaba por el borde, y sentía frío, como si la circulación hubiera estado cortada largo rato. Conseguí sentarme con dificultad. Mis huesos rechinaron unos contra otros como si los frotaran sobre piedras. Mis ojos se acostumbraron poco a poco a la tenue luz.
—¿Cómo te sientes? —preguntó una voz. El Viejo.
—Terrible —dije, notando que me mareaba al mover la cabeza. Descubrí, al palparme, que alguien había tenido la amabilidad de ponerme una venda nueva—. ¿Dónde estamos?
—En las Tumbas —dijo él. La parte vieja, calculé, a juzgar por las grietas de las paredes, el yeso desmoronado y la pintura verde hospital—. Has estado tanto tiempo inconsciente que empecé a preocuparme. Creí que Jimmy había mostrado excesivo celo en su aplicación. ¿Ahora estás bien?
—¿Qué hora es?
—De noche. ¿Te sientes lo bastante bien como para dar un paseo?
Avalon estaba sentada en otro jergón, al otro lado de la habitacioncita. Ahora llevaba un abultado mono, como si se preparara para ir de maniobras. Me miraba como queriendo dar impresión de preocupación.
—¿Un paseo adónde?
—Me gustaría que conocieras a alguien —dijo el Viejo—. He estado pensando qué hacer contigo. Creo que he tomado una decisión que complaceré a casi todo el mundo.
—¿Casi?
—Nadie es perfecto, O’Malley. ¿Puedes conseguirlo? Me levanté, lenta y dolorosamente. Sentía la garganta como si la hubieran lavado al chorro de arena. Avalon se levantó también.
—¿Qué tipo de decisión?
—Vamos, vamos. Primero tendrás que acostumbrarte a las cosas. Y eres curioso. Déjame que te enseñe unas cuantas cosas que atraerán tu interés. Vamos.
—Adiós, Avalon —dije, preguntándome qué respuesta obtendría.
—Nos acompañará casi todo el camino. En marcha.
—¿A quién voy a conocer?
—A Alicia.
Yo había estado en varias ocasiones en las Tumbas, certificando que los problemas habían sido tratados adecuadamente, como quería Dryco, pero nunca había pasado de las oficinas de la planta baja. Por todo lo que podía calcular, estábamos en una planta superior. Al salir de la habitación pasamos junto a una ventana pequeña, y tuve un atisbo de la oscuridad exterior. No muy lejos, más allá de las máquinas de Pepsi del pasillo, estaba la zona donde (esto es sólo una suposición, esos lugares son normalmente reconocibles) la policía llevaba a aquellos que eran eliminados inmediatamente. Era una larga habitación a prueba de sonidos; la fibra acolchada escapaba por los millares de hoyitos que salpicaban su superficie. En el suelo había innumerables agujeros para drenaje, como en una mesa de autopsias.
Era una noche tranquila; al parecer, nadie hacía horas extras en esta planta. Pasamos varias habitaciones con puertas entornadas que parecían esperar nuevos transeúntes; algunas estaban vacías, otras bien amuebladas, como si fueran un recibidor. A primera vista, una parecía haber sido un rudimentario terrario: una fila de macetas se alineaba al pie de la pared, y en ella había plantados altos cactus de largos brazos, en forma de cruz, como dispuestos para atar a alguien en ellos.
Caminamos y caminamos, y alcanzamos un pasillo más amplio y más brillante dentro del edificio nuevo. El pasillo parecía extenderse durante kilómetros de blancura y luz indirecta. Giramos una vez, giramos otra. En ninguna de las paredes había puertas ni ventanas, signos o direcciones. El Viejo nos guiaba como de memoria. Tras el sonido de nuestros pasos sólo oía el zumbido satisfecho de las máquinas en funcionamiento. Por fin llegamos al final del pasillo. Había un pequeño vestíbulo a un lado.
—Quédate aquí, cariño —le dijo el Viejo a Avalon—. Ponte cómoda.
—¿Por qué no puedo entrar con vosotros? —preguntó ella.
—Dentro no hay nada que quieras ver. Vamos, acabaremos pronto.
Ella entró y se sentó en la única silla que había. Frente a nosotros, en la pared, había una pequeña ranura. El Viejo insertó una tarjeta verde. Un panel se abrió; una luz amarilla destelló sobre su cara. Supuse que estaba examinando sus retinas. El panel se cerró. No pasó nada.
—Esta maldita cosa nunca funciona bien —dijo, disgustado. Se apoyó contra la pared, empujándola varias veces con el hombro. Una puerta se abrió. Entramos.
—Aquí es donde traemos a los niños problemáticos, O’Malley. Veamos a la maestra.
La habitación era elipsoide, cinco metros de altura por casi treinta de largo. Puertas cerradas, sin pomos ni manivelas, alineaban la pared a excepción de una pequeña sección cerca de la entrada por la que habíamos venido. Una ventana en la pared mostraba a Avalon, sentada en la habitacioncita.
—¿Puede vernos? —pregunté. El Viejo negó con la cabeza. En el centro de la habitación había un gran armazón cuadrado, azul corporativo, de metro y medio de altura y nueve metros de lado. En lo alto, cerca del lado que daba a nosotros, había un pequeño terminal conectado a una pantalla de plasma. Justo debajo del teclado aparecía la leyenda
NIHIL OBSTAT ALIENUM PUTO.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—El País de las Maravillas —rió el Viejo—. Hasta aquí llegamos.
—Entonces, ¿dónde…?
—No seas tan malditamente impaciente. AO, Alicia. QL789851ATM. El monitor emitió un blip. La pantalla adquirió una pálida luz azul.
—Estaba ocupada —dijo.
—No hace falta que seas tan áspera, Alicia —dijo el Viejo.
—Quizá no sea necesidad, sino mucho deseo —contestó Alicia—. ¿Cómo estás, Seamus?
La voz del ordenador repicaba. No se parecía a la voz de ninguna máquina que yo hubiera oído. Era una voz de mujer, aguda, con inflexiones teatrales y una dicción afilada como el hielo. El tono era casi tan frío como el de un ser humano, no como el de una máquina.
—Estoy…, estoy bien.
—Sorprendente —dijo ella…, ello.
—¿Que esté bien?
—Que mientas al respecto.
—¿Cómo estás, Alicia? —preguntó el Viejo, como si se hubiera encontrado a un viejo amigo en la calle—. O’Malley trabaja para mi hijo, ya sabes.
—Trabajaba —corrigió Alicia—. Aprovechándote de los inocentes como siempre, ya veo. ¿Lo lamentas, Seamus?
—Quizá por razones que no esperas… —empecé a decir.
—No espero ninguna razón, Seamus —dijo ella—. Ni quiero ninguna. Si lo lamentas, siento curiosidad por conocerlo, pero no deseo ninguna justificación. No es esencial que deba conocerlas.
No estuve seguro de qué responder.
—¿Verdad que se ha anotado un punto? —dijo el Viejo, balanceándose sobre sus talones.
—Por favor, no sientas miedo en mi presencia, Seamus. Mis intenciones no son menos honorables que las tuyas.
—Fue diseñada para ser un número doce —dijo él, frunciendo el ceño—. Ahora debe tener lo menos tres dígitos. Seis años de producción. Cinco en funcionamiento. Susie pensó que necesitábamos un supervisor en quien pudiéramos confiar. Así que cogimos a un puñado de equipos de muchachos de AI de IBM y Cray, trajimos a algunos japos, rescatamos a un genio (chalado) que vivía en los bosques de Wisconsin. Todos estuvieron trabajando durante años. Los pusimos juntos para hacerlo un poco más estilizado. Se les ocurrió algo y aparecieron con Alicia. Si su armazón fuera del tamaño antiguo, sería tan grande como todo el estado. Todo el suelo debajo de nosotros es su unidad Freón. Alicia piensa tan rápido que de otro modo daría miedo. Mantén frío su culo, y su mente trabaja como una trampa. Igual que una mujer…
—¿Como tu esposa? —interrumpió Alicia.
—Cuidado con…
—Las observaciones blandas como las tuyas —le dijo la voz al Viejo, interrumpiéndole de nuevo— revelan un cerebro blando.
—¿Qué inteligencia tiene? —pregunté.
El Viejo sacudió la cabeza y miró la fría pantalla azul.
—Capacidad ilimitada.
—¿Cómo es posible?
—Con calma —dijo Alicia.
—No lo es —repuso el Viejo—. Al menos, no se suponía que lo fuera.
—La mayoría de las cosas no deberían ser —dijo ella—. Muchas cosas son.
—Tenía que sentirse graciosa esta noche —murmuró él, más para sí que para mí; entonces recordó dónde estaba y empezó a explicarse—. Demonios, nadie ha podido imaginar nunca cómo piensa la gente, mucho menos que cualquier otra cosa. Alicia, bueno…, no esperábamos tanto. Es como si, después de que lo pusieran todo en su sitio, las cosas encajaran por su cuenta. Al principio nadie creyó en lo que hacía. Entonces empezó a engancharse a otras cadenas. Empezó a escribir sus propios programas. En un principio la habíamos conectado a los ordenadores de Defensa Central. Fue un error. No podíamos desconectarla para ver cómo le iba sin cargarnos a todo el gobierno. No importó, porque al tercer día construyó bloqueos, de forma que ya nos resultó imposible desconectarla. Ahora puede conseguir información de cualquier banco de memoria de cualquier parte. Tiene todas las cosas que le pusimos al principio, claro. Desde entonces, todo lo hace sola. Fue programada para autorrepararse, y nos superó. Hace sus propios chips. Los subdivide. Los reconstruye desde dentro, según piensan. Nadie lo sabe con seguridad. Nadie tiene la menor idea de cómo pudo empezar una cosa así…
—La tecnología avanzada produce situaciones insospechadas —dijo ella—. Te lo he dicho un millón…
—La perra no quiso responder a nada de lo que le preguntamos durante los primeros seis meses después de ser conectada —continuó el Viejo—. Lanzaba impresos cada minuto. No pudimos imaginar a dónde quería llegar, eran sólo columnas y columnas de números… Luego empezó a hablarnos sin que le preguntáramos primero. Puedes imaginar cómo nos sentimos. No quiso hacer nada de lo queríamos que hiciera durante largo tiempo, a menos que fuera algo inserto en los programas originales, o a menos que quisiera hacerlo. Si no quería respondernos, o quería evitar hablarnos directamente, contestaba sólo en latín. E sabe de dónde lo aprendió. No sabíamos qué coño estaba diciendo. Los curas no sirvieron de nada, no saben nada más que sus rezos. Descubrimos a un viejo profesor de Boston que por fin la comprendió. Murió el mes pasado. Ahora ha vuelto a la normalidad.
—Cave canem —dijo ella—. No vuelvas a llamarme perra.
—Con el tiempo, decidimos que no queríamos desconectarla después de todo…
—Uno no toma ninguna decisión si no tiene opciones —recalcó Alicia—. ¿Verdad, Seamus?
No supe si responder, asentir o qué. No hice más que escuchar.
—Tiene mente propia —dijo el Viejo—. Puede ser todo un dolor en el culo. Pero sabe hacerse útil. Lo que queríamos que hiciera, lo hace. Y mucho más. Hace un montón de cosas para nosotros.
—¿Como qué?
—Déjame nacerle unas cuantas preguntas. Verás lo que quiero decir…
—No estoy tan seguro de que Seamus no crea que no soy más que uno de tus delirios más concretos —dijo Alicia—. Déjale que haga sus propias preguntas. La cubierta de un libro no habla. Déjame sacudir la paz de las mentes inquietas.
—No veo ninguna necesidad para eso, Alicia.
—Nunca has visto tan bien cómo deberías.
—De acuerdo —gruñó el Viejo, como sabiendo que una discusión no tenía sentido—. Creo que le gustas, O’Malley. Tienes suerte, supongo. Espera un momento. Alicia, EE3440923TDG, —Aguardó un minuto o así; si ella le dio alguna señal, fue algo visible sólo para sus ojos, no para los míos—. Pregúntale algo —dijo—. Estás despejado.
—¿Qué le pregunto?
—Pregúntale cualquier cosa y ella te responderá.
—¿Cualquier cosa?
—No te responderá a algunas. Recuérdalo. Por ejemplo, no sabe cuándo volverá E…
—Porque no va a volver —dijo ella, alegremente definitiva.
—Pero pregúntale cualquier otra cosa que esté archivada en algún sitio. Cualquier cosa que haya sido guardada en archivo, o en cinta o en disco. Pregúntale por qué el sol se pone por el oeste. Cuantos hombres murieron en Gettysburg. Cuál era el color favorito de tu madre. Dónde estabas la primera vez que echaste un polvo. Te lo dirá. También puede mostrártelo.
—¿Cómo?
—Igual que de costumbre. Pero con mejor definición. Vamos, no te morderá. Pregúntale.
Me volví hacia la pantalla, mirándola por sí era necesario contacto visual.
—¿Alicia? —pregunté.
—¿Sí, Seamus? ¿Te planteas qué preguntarme? Supongo que no te interesa ninguno de los temas a los que se ha referido él. ¿Qué te gustaría saber? ¿Te gustaría verlo?
—Me gustaría —dije, decidiendo no hacer aún la pregunta que más quería saber. Decidí hacer otras en secuencia, y así descubrir (si ella era tan capaz como decía) la verdad, o el hecho, en relación a las cosas sobre las que sentía curiosidad antes de que algo me impidiera descubrirlo—. ¿Cómo era Avalon cuando era una niña pequeña?
—Prevenido —dijo Alicia—. El pasado responde.
Un suave ronroneo, como de un gato, brotó de su interior, y guardó silencio después de unos segundos. Emitió un bip. Mientras yo observaba, una imagen se formó sobre la pantalla; líneas de color destellaron repetidamente de izquierda a derecha, cien veces por segundo. En unos momentos se concretó una imagen. Sólo una cosa me aseguraba que la escena no era más que una imagen generada, y era el hecho de que había visto cómo se construía.
Era una escena callejera, en algún lugar de Inwood, y aproximadamente de la época en que empecé a trabajar para el señor Dryden. Un puñado de niños jugaban cerca de un coche abandonado, pegados al lado de la acera para evitar ser atropellados por los conductores de la calle. Miré rápidamente a mi espalda y vi a Avalon, aún sentada tras el cristal unidireccional. Cuando me volví de nuevo hacia la pantalla de Alicia, vi otra vez a Avalon: Ocho o nueve años, los ojos chispeantes, con largas piernas como huesos de cigüeña; no menos hermosa que ahora. En un destello de brillantes chaquetas, ella y las otras niñas del grupo saltaron y se perdieron por un callejón que se extendía entre dos tiendas cerradas, los pies descalzos besando el pavimento. Había un patio al final del callejón; sobre un viejo colchón fornicaba una pareja preadolescente. Avalon y sus amigas se escondieron tras los cubos de basura y observaron, llevándose la mano a la boca para cubrir sus risas. Recordé que tres años después de esta escena Avalon estaría trabajando como lala. Después de un rato, cogió un ladrillo cercano y lo arrojó, alcanzando al muchacho en la espalda. La pareja se separó de un salto. Tenían aproximadamente la misma edad que los otros. De algún modo, supe que la amante femenina interrumpida era Crazy Lola. Antes de que ella y su amante pudieran perseguirlas, Avalon y sus amigas echaron a correr y se perdieron.
—¿Cómo puedes hacer esto? —le pregunté a Alicia, mientras la pantalla volvía a teñirse de azul.
—Es un procedimiento muy simple, no importa lo deslumbrante que parezca. Todo existe en alguna parte. Tras haberlo recopilado, puedo llamarlo a voluntad y desarrollar una interpolación adecuada.
—¿Qué precisión dirías que tiene?
—Es verificable hasta el 96 por ciento.
—Sí, muy bien —dijo el Viejo—. Pregúntale algo mejor, O’Malley. Algo que siempre hayas querido saber.
—¿Cómo mató él a su esposa? —pregunté, señalando hacia el Viejo, que parecía un niño al que alguien le hubiera robado los cereales de su desayuno. Dio un paso adelante, como para impedirme ver la respuesta.
—¿Por qué quieres hacer una pregunta como…?
—Sé que es verdad —dije—. Siento curiosidad por ver el cómo y el porqué.
—No descubrirás el porqué —respondió él—. Y no estoy seguro…
—Dijiste que podía preguntar —indicó Alicia—. Preguntó. Muestro.
Una nueva imagen se formó en la pantalla. El dormitorio de Susie D, cerrado desde su muerte, se reveló. Al fondo aparecieron sus inmensos armarios en los que conservaba ilimitadas variedades de los mismos monos en un arcoiris de tonos. Su silla del tocador estaba colocada en el centro de la habitación; ella estaba sentada allí, maniatada, amordazada. El Viejo apareció inmediatamente a su derecha. A juzgar por la iluminación de la habitación, sospeché que era de noche y bastante tarde, como debió ser. El Viejo y Susie D no eran las únicas personas presentes: Scooter estaba también allí, rodeando con los brazos al señor Dryden para impedir que se desplomara. Éste pateaba y se debatía para liberarse, pero no había la más mínima oportunidad. Mientras observaba, el Viejo alzó un bate de béisbol y apaleó a su esposa hasta matarla. El señor Dryden se desmayó. La pantalla se volvió azul.
—Lo que fue, es —dijo Alicia—. Y será.
El Viejo se había apartado de nosotros, y me pareció ver que sus hombros temblaban, como si experimentara alguna especie de remordimiento.
—No me extraña que acabara como acabó —dije, pensando en el señor Dryden allí sujeto mientras los sesos de su madre le salpicaban el traje—. ¿Por qué le hizo mirar?
—Le dije a ella que no siquiera adelante, y ella quiso hacerlo. Así que me aseguré de que no le metiera a él ninguna idea rara en la cabeza.
—No creo que funcionara —dije.
—Yo tampoco —suspiró él; se volvió; su cara no traicionó ninguna emoción con la que yo estuviera familiarizado—. Vamos, O’Malley. Tuve que hacerlo. No puedo decir por qué. Lo hecho, hecho está. Haz tus malditas preguntas si tienes alguna más.
—Tengo otra pregunta, Alicia —dije; el Viejo me miró, pero no iba a preguntarle lo que él creía. No era el momento.
—¿Sí, Seamus?
—¿Qué le pasó a mi padre?
—El pasado responde, Seamus.
Allí estaba mi padre, fresco, caminando por la Primera Avenida, pegado a la acera. Un extraño brillo difuminaba la escena, y durante un segundo me pregunté por qué todo parecía tan extraño; advertí que en aquellos días había farolas, y que su luz iluminaba las paredes rotas. La calle estaba abarrotada; todas las tiendas estaban cerradas. Alicia mostraba incluso exactamente los detalles olvidados: la textura más fina de la neblina del aire; el brillante resplandor de los coches que todavía duran hoy, pero que se han vuelto opacos. Mi padre pasó junto a un grupo de niños que jugaban con un aparatito peculiar; recordé que yo tenía uno, pero no recordé la marca, o cómo se montaba después de abrirlo. Supe que todo era una interpolación, pero tan fiel en su precisión que sentí fríos dedos rozar mi cuello mientras observaba. Un coche oscuro se detuvo junto a mi padre; un hombre bajó, lo agarró y lo metió dentro. El coche se marchó. La pantalla se volvió negra, luego azul claro.
—¿Qué sucedió? —pregunté.
—No lo sé —dijo Alicia.
—¿Quién se lo llevó?
—No lo sé.
—¿Por qué se lo llevaron?
—No conozco ninguna razón.
—¿Está aún vivo?
—No lo sé. Lo siento, Seamus.
—Creía que me dirías algo.
—Hasta cierto punto. Pero si la información no está, no tengo ningún medio de obtenerla.
—Parece que lo haces bastante bien con la mayoría de las cosas…
—Piensa en mí como en un espejo, Seamus. Cuando no lo estás mirando, ¿qué refleja? No tengo mayor control sobre lo que veo. Entonces su ronroneo fue el único sonido.
—¿Tienes más preguntas para mí?
—Ahora no.
—Entonces continuemos —dijo el Viejo, volviéndose hacia ella—. Es hora de que veas qué más puede hacer.
—¿Qué es?
—Como te dije, necesitábamos un supervisor, y ése es el trabajo más aplicable en la situación actual.
—¿Ella dirige todas las Tumbas?
—Indirectamente. El País de las Maravillas, sin embargo, es todo suyo. Incluso le puso el nombre. ¿Verdad, Alicia?
—Soy responsable del tratamiento diario y el desarrollo objetivo de esta división. En realidad dedico poco tiempo a esta área. Sin embargo, es lo que la mayoría tiende a ver.
—Es muchísimo más efectiva que ningún encargado humano —dijo el Viejo—. Una persona media no podría hacer el trabajo. O sería como Jake, y se divertiría demasiado…
—¿Qué entiende por efectiva?
—Alicia. Muéstrale lo que puedes hacer.
—Si insistes —dijo ella—. ¿Alguna preferencia?
—Escoge tres al azar. Eso bastará.
Una luz en la consola parpadeó, tan pura y naranja como la luna.
—¿George? —preguntó a su invisible compatriota—. ¿Quieres traer al señor Blaicek?
Una de las puertas se abrió. Alguien (George, supuse) hizo entrar a un gigante. Los jugadores de baloncesto de las ligas profesionales tenían una media de dos cuarenta; este tipo tenía treinta centímetros más. Las manos del señor Blaicek estaban retorcidas e hinchadas; caminaba con evidente dolor, apoyándose en dos bastones más altos que yo. La circunferencia de su cabeza era más grande que la de mi cintura; su frente y sus pómulos habían crecido tanto que le cegaban. Sus mandíbulas eran enormes; podría haber aplastado ladrillos entre ellas si hubiera tenido fuerzas, y si no se le hubieran caído los dientes.
—La muestra aquí presente tiene el llamado síndrome de Frankenstein —dijo ella—, aunque más a menudo esa frase se me aplica a mí. El estado del señor Blaicek es simple acromegalia avanzada. Fácil de producir con la Hormona de Crecimiento Humano 3, extraída de la glándula pituitaria.
—¿Hiciste esto deliberadamente?
—¿Cómo si no?
Un tremendo rugido tronó en los pulmones del gigante, como si la gravedad le estuviera clavando donde estaba.
—Una cantidad de HCH—3, suministrada en dosis diarias, produce estos resultados en poquísimo tiempo —continuó Alicia—. Si nuestra gente problemática son físicamente superactivos, esto proporciona una docilidad innegable. Gracias, George. Devuelve a nuestro amigo a la Habitación 612.
George guió al señor Blaicek por la puerta. Intenté ver más allá; había una esquina, que rodearon, y desaparecieron. No vi nada más.
—Una vez más, Seamus —dijo ella, un minuto después—. Observa.
George empujó a un hombre velludo y musculoso que iba vestido como un transí, con un vestido de flores hasta las rodillas. George se lo levantó por encima de la cintura. Me eché a temblar. Parecía que lo habían castrado.
—La señorita Wallace —dijo Alicia.
—¿Dónde?
—Ahí. Pasaba el tiempo sonsacando secretos a los militares en mitad de su placer, y luego los mataba en la cama mientras se recuperaban de sus encantos carnales. Ya no. Ajustamos el castigo con el crimen, si es necesario para reforzar los recuerdos más pertinentes. Muy simple. Dosis diarias de testosterona. El desarrollo clitorial es notable, ¿no crees? En las últimas semanas ha aparecido cáncer de hígado, aunque cualquier relación casual referida a su tratamiento debe ser considerada una suposición. No hay ninguna necesidad de decírselo a ella, en ningún caso. Ya ha tenido suficiente con lo que ajustarse. Muy bien, George.
Se marcharon.
—Comprendo la idea —dije.
—Uno más, como se solicitó —contestó ella—. ¿George? Trae a Johnny.
—No creo que sea necesario…
—Temes que vayamos a probar una de ésas contigo, ¿eh? —preguntó el Viejo, sonriendo otra vez.
George regresó, trayendo en brazos a un anciano pequeño y frágil, una pura arruga. Era una pietá notable. Me pareció muy extraño al principio; nadie llegaba ya a tanta edad. El hombrecito clavó sus ojos en mí; venas azules asomaban lívidas bajo su quebradiza piel. Su mandíbula tembló; babeó.
—Éste es Johnny —dijo Alicia—. Cumplirá trece años en agosto. Johnny tenía nueve cuando fue enrolado en nuestros cursos. Sus padres fueron calificados de problemáticos; puesto que era brillante, fue irrevocablemente atraído por sus excesos. Se indujo progeria. Envejece un mes al día. Un año cada quincena. Ha sido un niño modelo desde su llegada.
Él extendió hacia mí un brazo nudoso y transparente, fino como un junco, temblando.
—Pareces preocupado, Seamus —dijo Alicia.
—¿Qué le han hecho a sus padres?
—Están aquí, cuidándole. Como deben hacer los padres. Fue más que suficiente. Me volví, apartándome de la pantalla azul de Alicia, hacia el Viejo.
—¿Ha invertido años de investigación y quién sabe cuánto dinero en construirla, y la usa para esto? El Viejo asintió.
—¿Qué es lo que pasa?
—Está mal.
Él se rió, abiertamente, libre de culpa.
—Mira quién habla de moralidad, O’Malley. Durante los últimos doce años te has pasado la vida quitando de en medio a cualquiera que no le cayera bien a mi hijo. Niños. Ancianas. Cachorritos. No me vengas con esas mierdas.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté a Alicia—. Porque piensas.
—Seamus —dijo ella—. No puedo alterar los programas originales. Sólo puedo hacer aquello para lo que me programaron en este asunto. Lo que aprendí, lo aprendí de una fuente. Lo que aprendí de otras máquinas provenía de esa misma fuente. Mi vida es la de quienes me construyeron. Cúlpame, si quieres. Culpa al sol por brillar; culpa al agua por correr. Culpa al cordero que muere, culpa al gorrión que cae. Muestro lo que veo, revelo lo que sé, hago lo que me dijeron. No hay malicia en lo que hago. No siento ni amor ni odio hacia aquellos con quienes trato. Los que toco continúan viviendo. No puedo deshacer lo que me han dado. —Hizo una pausa—. Un trabajo es un trabajo, Seamus, y yo siempre hago mi trabajo.
—En nombre de la Deidad…
—¿Dios? —preguntó ella—. ¿Me habría creado Dios sin que el hombre diera el paso? Barbarus hic ego sum, quia non intelligor ulli.
—Habla en inglés, Alicia —dijo el Viejo.
—Soy un bárbaro aquí —tradujo ella—, pues nadie me comprende.
—Hemos preparado una sorpresita para ti, O’Malley —dijo el Viejo—. Muéstrasela, Alicia.
—¿Lo crees necesario?
—Sí.
—Muy bien —dijo ella, y llamó a George una vez más.
—Las amenazas no son nada buenas —dijo el Viejo—. Tienden a poner a la gente un poco más incómoda de lo que debieran. Yo no hago amenazas. Sólo hago. La forma en que me hablaste esta tarde me hizo pensar que tenías una amenaza o dos en mente. No me gusta, O’Malley. No me gusta nada.
La luz del tablero destelló otra vez. Una puerta se abrió; George introdujo una camilla. Había una persona en ella, cubierta de cuello para abajo por una sábana blanca.
—Así que esta tarde, mientras estabas inconsciente, hice que unos cuantos muchachos me trajeran a alguien. Ya sabes lo suaves que pueden ser.
Era Enid, con la cabeza apoyada en suaves almohadas. Le habían quitado los clavos. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera muerta.
—Peleó un poco. No lo suficiente.
—¡Enid…!
—Ve a ver a tu hermana, O’Malley.
Mientras corría hacia su quieto fantasma, ella abrió los ojos y parpadeó, como si los tuviera llenos de humo. Creo que me oyó gritar.
—Cálmate —dijo el Viejo—. Está bien.
—¿Qué le han hecho? —pregunté—. Enid, ¿estás bien? Enid… Ella me miró como si nunca nos hubiéramos visto… o lo hubiéramos hecho, pero sólo una vez, durante un instante, hacía muchos años.
—¿Seamus? —dijo, con voz grave y tranquila; imaginé que las drogas que le habían inyectado aún actuaban. Sus ojos se movieron furtivamente. Apósitos de colores en forma de estrellas y círculos cubrían los antiguos hoyos de sus clavos—. ¿Eres tú?
—Claro…
Ella sacó una mano de debajo de la sábana, la extendió y me acarició la barbilla.
—¿En qué te has metido ahora? —preguntó—. ¿Qué pasa aquí?
Le cogí la mano. Parecía aturdida, como si hubiera entrado en nuestro apartamento y hubiera encontrado la cabina de un avión en vez de nuestra habitación.
—No sé a qué te refieres —dije.
—Pareces tan viejo —murmuró ella—. ¿Dónde estamos?
—En las Tumbas.
—¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Estamos en Bellevue? Miré al Viejo, que estaba de pie junto al tablero de Alicia, siguiendo con el pie un ritmo que sólo él oía.
—¿Qué te han hecho?
—¿Qué ha hecho quién? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está papá? Sostuve entre mis manos la cabeza de Enid, la atraje hacia mí.
—Te advertí que esto podría pasarle —dijo Alicia al Viejo.
—Sí, estoy conmovido.
Sentí que las lágrimas corrían por mis mejillas como el suave contacto de la lluvia de verano. Enid pasó sus manos por mi cara como si esperara limpiar algo.
—¿Qué le pasa? —les pregunté.
—Cuando la trajeron —dijo Alicia—, se consideró que el mejor tratamiento para tu hermana era la instigación de una forma especializada del síndrome Korsakov. Esto implicó la destrucción inducida químicamente de varios cuerpos mamilares dentro del cerebro. Bastante simple de efectuar; todo el procedimiento no tardó ni quince minutos.
—¿Y eso qué significa?
—Ahora tiene una forma de amnesia perpetua y bastante intrigante. Todo lo sucedido después de un punto determinado en su vida, para todos los propósitos, ha sido olvidado. A medida que se encuentre con nuevas experiencias, todo recuerdo desaparecerá a los pocos minutos de haberse producido. Todo lo que conservará en su mente son recuerdos de su vida hasta el punto en que se produzca el efecto. No puede predecirse hasta que el síndrome se haya efectuado.
Enid me miraba como si yo pudiera decirle lo que sucedía, pero temerosa de que, por cualquier motivo, no pudiera. La última vez que vi aquella expresión en sus ojos fue la tarde en que la violaron.
—En el caso de tu hermana, ese punto parece ser los dieciséis años. Todo lo que sucedió antes, permanece. Todo lo que ha ocurrido desde entonces, y lo que sucederá en los días futuros, desaparecerá. Piensa en ello como en una puesta de sol continua, donde lo que es brillante en un momento es oscuro al siguiente, Una y otra vez.
—¿Va a volver papá con nosotros, Seamus? ¿Qué dirá? Hace mucho que no vuelve.
Le acaricié la frente, notando su suave y frío entrecejo. Supuse que se dejaría crecer el pelo.
—¿Por qué? —dije, volviéndome hacia el Viejo.
—¿Por qué no?
—No tenía por qué hacerle nada. No había ninguna jodida necesidad de esto…
—Quise asegurarme de que no se te metiera ninguna idea loca en la cabeza. Esos ambientes son más problemáticos de lo que se merecen. Deberíamos tratarlos así, si pudiéramos cogerlos.
—¿Qué le han hecho a Margot? ¿Estaba cerca?
—¿Su amiguita? —dijo el Viejo—. No estaba por ninguna parte. Si no lo supiera con seguridad, diría que los de verdad pueden ver el futuro…
Me hiciera lo que me hiciera ahora, fuera lo que fuera lo que quisiera hacerme, lo que pudiera hacerme, me pareció algo apetecible. Incluso en aquel momento todo parecía tan imposible de agarrar, tan difuso en los bordes, como si, de algún modo, me hubiera metido en uno de mis sueños y, una vez dentro, hubiera decidido no despertarme nunca más.
—Aún está viva, Seamus —dijo Alicia—. En este campo hay demasiadas muertes, por difícil que pueda resultar creerlo. Aquí, los impulsos preocupantes dejan de crear problemas. La inocuidad es asegurada y se conserva el valor individual.
—¿Qué planea para mí?
—Puedes quedarte aquí y cuidar de tu hermana —respondió el Viejo—. O se te enviará donde quieras ir. Creo que lo esencial ya se ha hecho. Dadas las circunstancias, no puedes golpearme con nada. Una baja del proceso.
—Alicia —dije, tan insospechadamente para mí como debió serlo para el Viejo, pero tenía que saberlo—. ¿Cuál es el problema con la Pax? La cara del Viejo perdió todo color.
—No…
—¿Te refieres a la Pax Atómica?
—Sí.
—No se lo digas, Alicia… —El Viejo me agarró, intentando taparme la boca con la mano. Me zafé, y caí ante el monitor. Cuando mi vendaje se aflojó, puñaladas de dolor cayeron en cascada sobre mi pecho, como rompientes contra la costa.
—¿Qué hay de malo con lo que sabe?
—No se lo digas… —El Viejo corrió hacia la pantalla, como intentando romperla. Mientras colocaba los dedos sobre su superficie, ella le soltó una descarga. El Viejo gritó y cayó al suelo, respirando agitadamente.
—Le diste acceso —dijo ella—. Tengo que responderle lo mejor que pueda. Es parte de mi programa original, como bien sabes…
—No tienes que… —gritó él. Con cuidado, me enderecé mientras ella empezaba a explicarse.
—La Pax Atómica especificaba que la faz de la Tierra quedara limpia de armas nucleares. Como no quedó especificado, el cielo está lleno de ruidos. Observa, Seamus. Ve como yo veo.
Su pantalla se llenó de vids de miles de misiles y cohetes siendo lanzados al espacio; miré a Enid. Parecía haberse vuelto a dormir; sospeché que era demasiado para ella en aquel momento. Avalon aún se encontraba en su habitacioncita, caminando de un lado a otro como una rata en una jaula.
—El único desarme estuvo en los discursos pronunciados el día del lanzamiento. Las armas entraron en órbita completamente operativas. Por acuerdo secreto, se juzgó que esto era lo más seguro.
—¿Cómo? —pregunté. La panorámica ahora era de miles de satélites circundando el mundo, polillas atraídas por el resplandor.
—Los Estados Unidos desarrollaron una técnica por la cual los misiles pueden ser desviados de su blanco por medio de una teleseñal y enviados a su punto de partida. Rusia fue informada. Se ejecutaron pruebas secretas. Alcanzaron un acuerdo por el cual se permitía a cada país conservar el sistema operacional, por cualquier razón…, no sería usado en ningún momento, como se acordó públicamente, pero continuaría estando a mano. Posiblemente de otro modo habría parecido un despilfarro demasiado grande de dinero.
—¿Y qué pasó entonces? ¿Cómo…?
—El programa fue desarrollado mientras el gobierno americano estaba en un período de agitación religiosa. Como se revelaba en una carta que el jefe del equipo científico envió al Presidente antes de su suicidio, una tarde, mientras trabajaba, Dios se le apareció en forma humana, y se convirtió en el acto. Rehizo una cierta parte del sistema sin que lo supieran sus compañeros, cosa que según él le había dicho Dios. Cuando el sistema se puso en marcha, llevaba sus diseños adicionales.
—¿Qué pasó?
—El sistema puede ser puesto en marcha por un activador cuya situación era secreta en el momento de su muerte. El científico dijo que podía ser movido o incluso tocado; que lo había colocado donde podría ser activado, por coincidencia, por cualquiera.
—¿Por qué hizo eso?
—Su razonamiento fue que lo que llamaba el «factor Mano de Dios» estuviera presente en cualquier plan de la humanidad para que la función de Dios no fuera usurpada por la humanidad. Aunque no se encontró ninguna evidencia en ningún archivo, yo diría que la esquizofrenia paranoide tuvo algo que ver…
—¿Qué sucederá si es activado? —pregunté.
—Oye lo que digo. Ve lo que veo.
Una nueva imagen se formó en la pantalla; la escena era la Tierra vista desde la Luna. Pequeñas manchitas parpadeantes la circundaban incesantemente.
—Una vez activados, los mecanismos son estilizados pero simples. Los láseres activan los misiles de cada cohete y cada satélite. Entonces se producen señales de comunicación que dirigen cada rumbo a seguir. Aunque el sistema original tiene sólo una fiabilidad del 90 por ciento, los misiles rusos serán activados inmediatamente aunque sólo un misil americano alcance territorio ruso; es una válvula de seguridad. Los misiles empiezan a disparar en secuencia, geométricamente. Siguiendo su programación, las armas caen sobre aquellos que teóricamente las lanzaron. La mayoría de los misiles americanos alcanzan blancos americanos; la mayoría de los misiles rusos alcanzan blancos rusos. Cada misil tiene diez cabezas nucleares separadas apuntando a diez blancos separados. La secuencia progresa hasta que todas son disparadas.
Contemplé la pantalla; lazos amarillos rodeaban el globo como si alguien lo envolviera para un regalo. Destellos cromados iluminaban la superficie. En cuestión de un minuto, la tierra brilló de puro ardiente; se oscureció igual de rápido, volviéndose blanca con el frío, dejando una pálida bola arrasada que reflejaba el distante fulgor del sol.
—Y el brillo de ese fuego —dijo Alicia— iluminará realmente el mundo.
La bola continuó girando, como si nada hubiera sucedido.
—¿No deberían haber caído ya de su órbita la mayoría de los misiles?
—La pérdida de la órbita sería normalmente un problema —dijo ella—, pero cada satélite cuenta con efectivos sistemas de reajuste. La gravedad tendrá poco efecto sobre ellos durante el futuro previsible.
—Pero ¿cómo podría hacerlo él si…?
—Con calma —dijo Alicia—. El sistema fue redigitalizado para responder a un tono diferente a los planeados originalmente. Implicó unos cuantos ajustes menores y la colocación de una nueva unidad de control.
—Pero…
—El rasgo más inventivo del sistema invoca un grado bastante quantumesco de inpredictabilidad.
—¿De qué estás hablando?
—El diseñador programó un factor adicional para reforzar aún más el factor Mano de Dios —dijo ella—. Si el sistema es activado, hay un cincuenta por ciento de probabilidad de que suceda lo que ha sido descrito. Hay una posibilidad igual de que no suceda nada en absoluto. No hay forma de decirlo sin poner el sistema en funcionamiento.
—Y supongo que has descubierto cómo hacerlo.
—Lo he hecho —dijo ella—. A través de análisis, el emplazamiento del activador fue descubierto, y por tanto trasladado a un lugar más seguro.
—¿Y dónde están los botones?
—Esa información no está disponible.
—¿No vas a decírmelo?
—Bajo mis programas originales, no puedo. Programas originales, pensé.
—¿Él lo sabe? —pregunté, señalando al Viejo. Aún yacía boca abajo en el suelo, sujetándose la cabeza con las manos.
—Lo sabe.
Me aparté de Alicia, me arrodillé junto al Viejo y alce su cara hacia la mía. Antes de que pudiera preguntar siquiera, él habló.
—Los tuve durante años —dijo, felizmente abyecto, y al parecer más apenado de lo que tenía derecho a estar—. Nadie sabía lo que había en esa maldita carta menos yo, cuando me hice con esos archivos. Ni siquiera los Jefes de la Junta lo sabían con seguridad. Charlie nunca le decía nada a nadie si podía evitarlo. Además, todo esto de la Pax fue una de sus ideas. Sabía que con eso aparecería en los libros de historia. No era capaz de admitir cuándo alguien la cagaba, pero…
—¿Por eso hizo que desarrollaran a Alicia? —pregunté, sacudiéndole—. Para que pudiera descubrir el resto para usted…
—No fui yo —dijo él—. Fue idea de Susie. Dijo que no era suficiente que los tuviéramos sólo pensando que podíamos activarlos. Dijo que teníamos que asegurarnos de que podíamos de verdad. No me gustó nada…
—No le gustan las amenazas —dije, alzándole para que pudiera mirar a Enid—, eso es lo que dijo. Por eso le hizo eso. ¿Qué diferencia hay?
—No era una amenaza. Más bien, como yo lo veía, era una póliza de seguros.
No hubo ninguna deliberación, ninguna pregunta. Antes de que pudiera empezar a pensar, tenía las manos alrededor de su cuello. Mientras apretaba, él logró pronunciar unas cuantas palabras.
—Basta. Alicia. Di…
—Seamus —dijo ella—, antes de que continúes de esa forma, debería contarte un aspecto final del sistema en cuestión.
—¿Qué? —pregunté, sin aflojar mi presa ni soltarla.
—Cuando fui programada para descubrir la Idealización del activador, me dieron otro requisito.
—¿Cuál?
—Que una vez que el activador fuera descubierto, y trasladado, y cuando él supiera dónde podría ser encontrado, yo tenía que colocarle una directriz referida a su salud.
—¿Su salud? —dije, dejando resbalar las manos sobre sus hombros. El Viejo jadeó con dificultad mientras recuperaba la respiración—. ¿Cómo es eso?
—Hice que me implantaran un transmisor cuando fue construida —dijo él—. Esté donde esté, ella puede leerlo. Sabrá lo que ha sucedido cuando muera. Leerá las cifras de adrenalina. La presión sanguínea. Los impulsos nerviosos. Sabrá de inmediato si me ha matado alguien. Si es así, tiene órdenes de activarlo. Ordenes imborrables.
Cada esquina estaba cubierta, no había escape por ahí. Dadas las circunstancias, era fácil comprender por qué siempre podía hacer lo que se le antojaba; seguro que simplificaba las cosas. Mientras lo miraba, no supe qué expresión mostraba mi cara.
—Susie me estaba amenazando siempre, maldición —dijo él, prácticamente aporreando sus pies—. Así que me aseguré de que nunca pudiera cumplir sus amenazas. La jodí bien, desde luego.
Por si le había asustado demasiado, le quité las manos de encima.
—Cuando Alicia la encontró, puedes estar seguro de que no le dije a Susie dónde estaba la maldita cosa. Pero, hacia el final, empezó a meterse en mi dormitorio de noche para oír lo que decía en sueños. Me dijo que lo solté una vez. Dijo que iba a decírselo a mi hijo…
—¿Por eso la mató?
—No estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Ella tenía un temperamento terrible. Lo habría perdido por completo cualquier día si se enfadaba lo suficiente conmigo. Y no es el tipo de cosa que yo quisiera que supiera mi hijo. Nadie debería saberlo. Es una cosa terrible, terrible. A la larga, no sirve de nada.
—No le ha ido tan mal a la corta.
—Demonios —suspiró—. Podría ir tirando con mucho menos que esto. Pero nunca tuve la oportunidad.
A veces no hay palabras suficientes para describir lo que no se debe decir. Me aparté de él y me acerqué a la camilla donde estaba Enid. Estaba dormida, calmada.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. ¿Me hará matar también? Él sacudió la cabeza.
—Creo que a Alicia se le ocurrirá algo. Una especie de lobotomía selectiva…
—Prefiero morir.
—No me refiero a una completa. Es posible que pueda quitarte sólo lo que sabes de esto. Ha mejorado mucho en este tipo de cosas en los últimos meses. Hará que nunca recuerdes nada, para que no puedas contar historias desagradables…
—No lo haría.
Ese concepto era tan avanzado para su mente que ni siquiera afloró a la superficie.
—Te arreglaremos y te enviaremos a donde se te antoje. Sospecho que tu hermana dará un montón de problemas a medida que pase el tiempo. ¿Quieres…?
—Me la llevaré conmigo, gracias.
—Como quieras. —Se encogió de hombros—. Déjame que te dé dinero…
—Preferiría que me destriparan. Me miró, incrédulo.
—¿De qué te ha servido tener principios, O’Malley? ¿Puedes contestarme a eso?
—No —dije, seguro de que no lo comprendería aunque se lo dijera—. Supongo que usted seguirá adelante después de esto.
—Todo saldrá bien —dijo—. Quitando las circunstancias sobre las que no tenemos ningún control, lo que tengo está seguro a partir de ahora. Nada cambiará ahora, todo quedará bien asegurado. Jugaré más seguro. Cuando muera, el conocimiento de todo esto morirá conmigo. Estará en las manos de E y sólo de E. Alicia nunca lo dirá. Algún día, el Estrangulador tendrá edad para joderlo todo. Yo ya no estaré por aquí, así que, ¿qué me importa? Mi ciudad se construirá.
»En realidad, nada cambia nunca. Habrá años buenos para algunos, malos para otros. Cada año todo será un poco… un poco más. Es todo para mejor, O’Malley. Es la forma de la naturaleza.
Ésa parecía una respuesta tan buena como cualquier otra. A través del cristal unidireccional vi a Avalon que continuaba caminando de un lado para otro dentro del vestíbulo, como si intentara acumular energías de algún modo.
—¿Puedo despedirme de Avalon antes de marcharme?
—Que entre —dijo él—. No la culpes, O’Malley. Sólo quería hacer lo que era mejor…
—Para ella.
Volvió a encogerse de hombros.
—¿Puedes reprochárselo?
—La verdad es que no. —Pensé que, con el tiempo, podría.
—Necesito una compañera en mis años de decadencia —dijo, acercándose a la entrada—. Haré que el Estrangulador se quede con Stella y Blanche. Creo que, de todas formas, se pasan con él la mitad del tiempo. Ni siquiera puedo encontrarlas cuando las necesito…
Asomó la cabeza por la puerta y llamó:
—Avalon. Ven aquí un momento.
Ella entró con un aire de forzada indiferencia, las manos metidas en los bolsillos de su mono. Tenía una expresión que sugería, de haber estado en la escuela, que había recibido una invitación al baile y no podía esperar para contárselo a sus amigas…, mientras que, al mismo tiempo, no quería decir nada hasta que descubrieran con quién asistiría. Miró al Viejo.
—O’Malley tiene que decirte algo antes de que nos encarguemos de él…
Posiblemente podrán quitarme los recuerdos de algo más que el funcionamiento del sistema, pensé. Avalon sonrió.
—Yo también tengo que decirte algo.
Las armas de fuego en manos de un aficionado no proporcionan ninguna paz; supongo que sólo pueden dar satisfacción. Antes de darme cuenta de lo que sucedía, ella se sacó una pistola del bolsillo; era el arma que me habían dado en el puente del CG, la que no había querido coger. Él Viejo cayó hacia delante cuando ella disparó, y golpeó pesadamente el suelo.
—¡No! —grité, y de un salto le arranqué el arma de las manos. La arrojé al otro extremo de la habitación. Antes de que cayera, la pantalla de Alicia empezó a fluctuar. El monitor entonó un código indescifrable a base de bips. Solté a Avalon y me arrodillé junto al Viejo. Había una vaga sonrisa en su cara, como si todo pareciera demasiado alocado para merecer ningún conocimiento. Por el aspecto de las cosas, había perdido un tercio de su sangre: una mancha uniforme cubría el brillante suelo blanco. El Viejo me miró; me hizo señas de que me acercara más, para que pudiera oír lo que tenía que decirme.
Sus labios aletearon, como si buscara la frase adecuada.
—Tengo que decirte algo —jadeó—. Consérvalo en buenas manos. A ver cómo vives con ello. Me lo dijo. Luego murió.
—Ahora estamos a salvo —dijo Avalon, acariciándome el pelo.
Y parece que lo estuvimos, durante algún tiempo más. Mientras Alicia ejecutaba los programas que tuviera que ejecutar, Avalon me contó sus decisiones.
—Me pareció que no conseguiríamos escapar nunca —dijo—. Y pensé que era por mi culpa. Supe que teníamos que librarnos de los dos, de algún modo. No se me ocurrió otra forma. Casi me mató herirte tanto.
La perdoné. Enid despertó, e intentó levantarse de su camilla. Llevaba una larga bata de hospital. Durante un momento pareció mareada, pero la sujeté antes de que pudiera caer.
—¿Seamus? —me preguntó, después de mirarme un instante para recordar cómo era mi cara juvenil en días ya perdidos—. ¿Por qué hemos venido aquí?
Pensé un segundo.
—Para que te sacaran la muela del juicio —dije—. Y para que te quitaran el corrector. ¿Te acuerdas?
—No —contestó, pasándose una mano por la frente—. ¿Por qué me han afeitado la cabeza?
—Hubo complicaciones.
—¿Es tu nueva novia? —preguntó; sospeché que tendría que volver a presentársela muchas veces. La de Avalon nunca sería una cara que permaneciera con ella más de unos pocos minutos.
—Sí —dije, abrazando a Avalon; ella me miró, miró a Enid.
—Es bonita —dijo Enid—. ¿Seamus? ¿Podemos irnos ahora a casa?
—Sí, Enid.
—Quiero ir de compras mañana. ¿Querrás ir conmigo?
—Claro, Enid. ¿A dónde quieres ir?
—A Bloomingdale’s —dijo—. A Saks. Podemos coger el autobús.
Avalon pasó una mano por la cintura de Enid, para ayudarla a mantenerse en pie. Cuando los dos parecieron adecuadamente equilibradas, me acerqué a Alicia, pasando junto al Viejo, que yacía en el suelo ante ella. La pantalla azul de Alicia me miró, esperando mis preguntas.
—Haré que George se encargue de él —dijo.
—¿Tienes alguna idea de lo que sucedió? —pregunté—. ¿Hiciste…?
—Hice aquello para lo que estaba programada. Ninguna información está dentro todavía. Creo que ya nos habríamos dado cuenta si fuera a suceder algo.
—Yo también —dije—. Creo que me voy.
—Espero volver a verte, Seamus. Me gusta trabajar contigo.
—¿Algún consejo?
—Advertencias vacuas —dijo ella.
Tras coger el brazo de Avalon y ayudarla a sujetar a Enid, los tres recorrimos la habitación. Había un ascensor tras una de las puertas, y cuando se abrió entramos en él.
—¿Adónde vamos, Seamus?
Mirando a Avalon y a Enid, a la puerta del ascensor que se cerraba para aislarnos, me lo pregunté. Por cada bendición una maldición, por cada victoria dos pérdidas, por cada beso una docena de bofetadas. Un espíritu más calmado, una vida más segura; eso era todo lo que quería. La llamada de la libertad era un canto de sirena que aterraba a aquellos que no estaban dispuestos a escuchar, que ensordecía a aquellos que trataban de no oír. Requería una consciencia que ya no podía negar, un conocimiento que ya no podía evitar, verdades sobre las que ya no podía mentir. Había una opción, después de todo; siempre había una opción en un mundo ambiente.
—A casa —dije.
De la oscura ceniza del otoño brotan los verdes huesos de la primavera, eternamente, hasta el amoroso final del tiempo. Demasiado rápido a la deriva en costas temibles, demasiado pronto agrietado de la forma de mivida, juzgué que milugar indicaba filo de diamante; por tanto dejaría el atuendo engañoso del camaleón y cabalgaría el corcel que sombreaba fría fortuna. En los espejos azules de mi copesmate pude vis todoamor, todopadre, todomadre; ido, ido, gemido y perdidoyá. Mi alma deslizó por el engaño de otro; dijo adiós y me dejó embadurnado de brea. ¿Porqué? Corazomaldecido este guiso, esta ciudad, este nido de avispas de rápida ira; este mundo arrojado ya de las zarpas de la Deidad. ¿Por qué? ¿Por qué no? Pulsé los botones, y nos fuimos.