13

Nadie me vio marcharme, mucho menos aquellos de quienes me había despedido tan recientemente. Tras bajar por la escalera de los guardias, salí al vestíbulo y pasé junto a las vidrieras de exposición, deslizándome entre ellas como si fuera atraído de una a otra. Me dirigí a las puertas que daban a la plaza. Jimmy estaba junto al coche, mirando en otra dirección. En un dos por tres le alcancé y le coloqué tras la oreja el cañón de mi pistola.

—Quilo, tío, quilo. ¿Qué pasa? —preguntó, con bastante tranquilidad, como si me esperara.

—Vamos a la mansión —dije, preparado por si intentaba discutir; no lo hizo. Abrió la puerta del pasajero y luego se dirigió hacia el lado del conductor.

—Gran pezgordo se enfadará cuando descubra que le faltan las ruedas.

—No, no lo hará —dije, mientras me sentaba—. Está muerto. Jimmy se introdujo lentamente en el coche y se situó tras el volante. Cerré la puerta. Me miró, los ojos negros inyectados en sangre.

—¿Por tu mano? —preguntó.

—Por la suya —respondí. Presionó la ignición; nos marchamos.

—Te sientas listo y alto ahora, tío —dijo él—. ¿Por qué le dio por ahí?

—Tenía miedo.

—¿Con razón?

—No estoy seguro.

Seguimos avanzando; salimos de Midtown, pasamos al Upper West, dejando atrás las feas torres que circundan Columbus Circle. Estaba tan decidido en lo que tenía que hacer que los deseos de Jimmy, o sus pensamientos, no se me ocurrieron de inmediato.

—Jah por fin lanzó el azufre sobre las manchas de barro —dijo, sonriendo, sorbiendo su pipa—. Grandes árboles caen y hacen poco ruido. ¿A qué apuntas, O’Malley? ¿Dispuesto a trabajar tus encantos?

—No lo sé. Improviso sobre la marcha.

Mientras recorríamos Broadway se levantó viento; la nieve cayó en cascada sobre los quietos y los rápidos. Copos blancoamarronados picotearon el coche; Jimmy conectó los limpiaparabrisas y los surtidores. No era nieve natural (ésa apenas caía ya en Nueva York), sino una precipitación diferente: residuos humanos secos, levantados por el viento, que chispeaban a menudo por la ciudad. La Mierda, lo llamaban los ambientes. A medida que el suministro de agua se agotaba, o era cortado, las nieves se hacían más comunes. Esos chaparrones nunca duraban más que unos pocos minutos; nadie se quejaba.

—¿Dónde está nuestra dulce hermana? —preguntó Jimmy, exhalando virutas de humo.

—Creo que está en la mansión. Espero.

—¿Y por eso subes a cortejar?

—Sí —dije, apuntándole con la pistola por si acaso resultaba no estar tan tranquilo como aparentaba—. Desapareció. Pensé que él la había cogido. No fue así.

—¿Crees que estará entera? Su alma era grande cuando por último posé los ojos. Luchando a cada paso.

—Espero. Ni siquiera estoy seguro de lo que pasa.

—Bueno —dijo él—. Lo que se me ocurre, parece, es que sacaste un pájaro del matorral. Uno más se quedó silbando en los árboles. Nadie falla. Te preocupas demasiado, tío. Dryden van. Dryden vienen.

—Les resultará fácil acabar conmigo por eso.

—¿Quién se encargó de ti, tío? ¿Renaldo?

—Sí, pero también está muerto.

—No por su mano —dijo Jimmy; yo negué con la cabeza—. Eres peor matón de lo que crees. Mucho peor de lo que ellos creen. Frío hielo.

La ruta de Broadway fue como la seda. Avanzamos sin sufrir ninguna interrupción, sin atraer la atención de nadie por nuestro carril 3 A. Antes de salir de la oficina, metí a Renaldo en uno de los armarios y tumbé al señor Dryden en el sofá, como si estuviera echando una siesta. Nunca fijaba ninguna cita para la tarde, y sospeché que nadie llamaría. Jimmy adelantó a un camión del Ejército.

—¿Crees que pasó algo que ella no esperaba?

—Tal vez —dije—. Ojalá lo supiera.

—No podemos saberlo todavía, O’Malley. Todo a su tiempo.

Cerca de la esquina de la Noventa y seis, vehículos del Ejército bloqueaban el tráfico que se dirigía al centro: había tropas marchando hacia el río, como si planearan nadar en masa hasta Jersey. Cinco enormes camiones Crotón, cargados de agua para los vecinos, evitaban el bloqueo aplastando la mediana del bulevar. Dejamos atrás los muros cubiertos de alambre de espino de Columbia. Mientras entrábamos en West Harlem, advertí que la barricada había recibido nuevos cohetes. Los destrozos del viernes, retorcidos como madera vieja, aún colgaban de las vías como juguetes abandonados.

—¿Crees que tendremos problemas para entrar?

—No conmigo conduciendo, tío. No con Martin en la verja. Martin está del lado del León.

—¿De qué lado estás tú? —pregunté.

—Del lado de yo y yo, tío. Nadie obliga a mi alma.

—Ellos dos pensaban que estabas del lado del otro… Se echó a reír.

—Los Dryden miran pero no ven. Hablan pero nunca conversan. Donde yo conduzco, mi mano lleva el volante. Si quieren comprar gas, pueden.

West Harlem estaba en terreno elevado tras la 137, después del valle, pero no era más popular por eso. Las depredaciones de las bandas, y del ejército que controlaba las bandas, habían hecho buena mella. Los edificios más pequeños estaban cubiertos por tablones y abandonados; los más grandes, donde vivían los squatters, eran animados sólo por la ropa tendida a secar, brillante como loros, que colgaba de las ventanas. Tablones gigantescos colocados en las partes frontales de los bloques de apartamentos más grandes se desgajaban y decoloraban con la tenue luz del sol, anunciando productos que ya no se vendían, candidatos derrotados hacía tiempo, programas que ya no emitían. En la 155, ruinas artísticamente elaboradas marcaban los restos de una espléndida iglesia vieja; los escombros daban a un cementerio abandonado, frente a Broadway. Las lápidas estaban ladeadas y rotas; los machetes perderían el filo abriéndose paso entre la maleza.

—Avalon podría estar muerta —dije, más para mí que para Jimmy, como sospechando en el fondo que debería acostumbrarme a esa idea.

—Podría ser —asintió Jimmy—. No lo está.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Corazonada, tío. Eso es todo. Ella es un cuchillo afilado que corta demasiado para eso.

Termino su pipa, la vació en un cuenco que llevaba sujeto con cinta adhesiva al salpicadero. Entramos en la Zona Secundaria de Inwood. Aquí, la tierra era elevada y permanecería eternamente seca. La zona era razonablemente segura, y la población era casi tan grande como en el Upper West. Había coches, autobuses, incluso taxis; en la zona florecían tiendas bocis, que vendían material con un retraso de seis meses con respecto a lo que se vendía en Chelsea o en el Upper East. Al atravesar Inwood, uno casi podía olvidar que lo rodeaba Nueva York. Por un momento los sueños cobrarían cuerpo, y parecería que nada demasiado irreversible había sucedido, en ninguna parte…, luego te despertabas, al cruzar el puente hacia el Bronx.

—Buen lugar para retirarse, algún día —dijo Jimmy.

El tren ele de Broadway había sido despedazado hacía años como chatarra (creo que la ciudad, o Dryco, habían vendido el metal a Rusia), y tuvimos una visión total de los terrenos cercanos. A nuestra izquierda estaba Riverdale, donde vivían los generales del Ejército Interno del distrito de Nueva York. A la derecha estaban las colinas y llanos del Bronx, despejados y esperando su reconstrucción. Los edificios marcados para ser conservados (había muchos), permanecían bajo vigilancia del ejército: viejos edificios de apartamentos del Concourse; bloques de apartamentos Tremont; rojas filas de Belmont; patios de Kingsbride vigilados por leones de piedra; grandes casas a lo largo de Pelham Parkway; por todo el territorio. Cada solar vacante exhibía un cartel que decía propiedad de dryco / se disparará a los intrusos. Las ruinas del Yankee Stadium, cubiertas de densas enredaderas, se alzaban sobre el llano del sur. El estadio había sido destruido cuando los viejos Yankees ganaron el campeonato por última vez; los fans demasiado exuberantes lo celebraron pegándole fuego al estadio. Los Yankees se trasladaron a Nashville y cambiaron su nombre. El Viejo planeaba conservar las piedras como un pedazo de la vieja Roma asomada a Major Deegan.

Tras dejar atrás Van Cortlandt Park, con las hojas de los árboles verdes y marrones en su confusión de estaciones, traté de imaginar cómo sería dirigirme hacia un sitio al que deseara llegar, reunirme con gente a quien no necesitara temer.

—Veamos si te han descubierto ya —dijo Jimmy, conectando la radio.

No lo habían hecho. El Presidente anunciaba que nuevas implicaciones en su papel en la muerte del consejero de seguridad, cuando fueran mostrados los vids, serían tratadas de la manera habitual. Dos cópteros habían chocado en el Newark International al atender a un accidente, matando a las víctimas voluntarias de la pista de abajo. Una mujer, enloquecida, había apuñalado al pequeño Tamoor cuando lo sacaban de recuperación. Los ejércitos rusos marchaban hacia Ankara, para que pudiera restaurarse el orden adecuado. Una refinería había estallado en Bayonne; al mirar hacia atrás, vi que el cielo al suroeste estaba Heno de humo marrón. El viento soplaba hacia el sur. La Zona Centro no tendría que ser evacuada.

Llegamos en una hora a la mansión. Cuando alcanzamos las verjas, Jimmy conectó el intercom.

—Acercándonos, Martin —dijo.

—AO.

Aparcamos delante de la casa. El lugar parecía desierto, como habitualmente durante la semana. La capilla brillaba con un rosado soso a la luz de la tarde.

—Entra conmigo —dije, empujándole con mi pistola. Jimmy actuaba demasiado tranquilamente, como si al llevarme la corriente, permitiéndome conducirle por un muestrario que no se molestaba en ver, fuera a conseguir al final de la jornada alguna recompensa trivial aunque satisfactoria. Mientras nos encaminábamos hacia la puerta de la casa del Viejo, me sentía preparado para lo que pudiera venir, pues había alcanzado (incluso mientras me preocupaba) ese estado de tranquila ecuanimidad por la cual podía aceptar cualquier cosa que pudiera caerme encima, sabiendo que esas acciones o bien trabajaban para mi propio propósito o para el de otra persona, algo sobre lo que no tenía nada que decir, sobre lo que no tenía ningún control. Incluso así, vacilé mientras miraba el pomo de la puerta. Me sentía mareado por el esfuerzo de aparentar tanta calma falsa, como si fuera un vendedor dispuesto a convencer al proveedor del material de mi cliente que a partir de ahora debería hacer negocios sólo conmigo. Toqué la puerta con cuidado, preparado para que sonara la alarma. La puerta se abrió, pues no estaba cerrada.

—Aquí pasa algo gracioso —dije.

—Pues ríete —susurró Jimmy, pasando antes que yo.

—¿Qué hay de Biff y Barney? —pregunté. Normalmente se quedaban en la casa durante la semana.

—Nada que temer —dijo—. ¿Dónde estará él?

—En el estudio, estoy seguro. Vamos.

Nos encaminamos por el largo y amplio pasillo hacia el estudio, situado en la parte trasera, ante las escaleras. La puerta del estudio no resultó tan fácil.

—Cerrada —dije, tocándola.

Jimmy se inclinó hacia delante y llamó con los nudillos. La puerta se abrió. Jimmy se hizo a un lado y me permitió entrar. Escruté la habitación, y vi de inmediato que lo que dijo el señor Dryden era verdad: nada más molesto que el polvo estropeaba la compostura de la habitación. El TVC estaba encendido, con el vol bajo. Aquellos tres archivadores, sin mella, estaban como siempre, frente a su inmaculado escritorio. El Viejo estaba allí sentado, sonriendo con encanto y deleite. A su derecha estaba sentada Avalon.

—Pasa, O’Malley —dijo, indicándome que avanzara—. Te estábamos esperando.

Jimmy, tras empujarme tranquilamente como para tranquilizarme, me quitó la pistola de la mano igual que si desarmara a un niño de su juguete. Pareció inútil no dejar que se la quedase. Mientras entraba en la habitación, miré a Avalon, a la vez abrumado y preocupado por su presencia allí. Se había cambiado de ropa: llevaba una larga cami verde y negra y calcetines hasta las rodillas. En la mano tenía un vasito con una bebida rosa, que sorbía con una pajita. Un pequeño paraguas de papel la protegía del polvo de la habitación. Parecía cómoda.

—¿Me esperaba? —pregunté.

—Calculé que serías tú quien aparecería —dijo el Viejo—. Igual que Avalon.

—Me alegra no haberles decepcionado.

—Si nos hubieras decepcionado, no estarías en condición de quejarte, ¿no? —Su voz se quebró mientras su buena voluntad ardía libremente—. Parece que te han pasado por la exprimidora, O’Malley. ¿Qué te ha ocurrido en las orejas, hijo? ¿Alguien les cogió gusto y te las arrancó de un bocado?

—Las perdí —dije—. Pero oigo perfectamente bien.

—Frecuentas demasiado a tu hermana y sus amigos, si quieres saber mi opinión. Bueno, si tú no las necesitas, desde luego yo tampoco. —Me miró, los ojos brillantes—. Mi hijo está muerto, ¿verdad?

—Lo está —dije.

El Viejo cerró los ojos, se volvió hacia Avalon y le dio un golpecito en las rodillas.

—Ganaste, maldita sea —le dijo—. Igualaremos el marcador más tarde, por supuesto.

—Mejor que creas que sí —dijo ella.

—Siempre he sido un hombre de apuestas. Mientras me asegure de que todos los caballos llevan mis colores.

—Entonces, ¿estás bien? —le pregunté a Avalon. Pero no pretendía hacer una pregunta, y ella, evidentemente, no tenía intención de contestarme. Jugueteó con el paraguas que protegía su bebida, mirando los dibujos en el hielo como si pudiera leer el futuro. Evitó mi mirada, como si uno de nosotros fuera a convertirse en piedra si nuestros ojos se encontraban.

—Está bien y en forma —dijo el Viejo. Se puso en pie y estiró los brazos por encima de su cabeza—. ¿Verdad que sí, cariño?

—Claro —murmuró ella.

Al no imaginar ningún posible uso que dar a mis manos en un futuro previsible, para gestos de amor o de muerte, me las metí en los bolsillos como si, al no verlas, pudiera olvidar que eran mías, y así no lamentar el no usarlas.

—¿Le importaría a alguien decirme qué está pasando? —pregunté.

—Eres un hombre valioso, O’Malley —rió él—. Maldición. Es fácil ver por qué mi hijo siempre te tenía cerca.

—Muchas gracias. Ahora, por favor…

—Oh, anímate, O’Malley. Demonios, acepta un cumplido como lo que es. Los hombres fuertes normalmente no saben aceptar un cumplido. Por supuesto, yo nunca he tenido ningún problema…

Tras mirar el monitor del TVC, se rió con fuerza.

—Allá va —dijo—. Mira esto. Siempre hay algún gilipollas que tiene que intentarlo. Mira a ése.

Daban un concurso. Al fondo del chillón decorado del programa había un enorme cilindro transparente; a él, por los lados y por atrás, desembocaban varios tubos transparentes. El presentador abatió la puerta que conducía al cilindro, permitiendo entrar al finalista, un hombre de mediana edad vestido con un mono verde claro.

—Se supone que tiene que coger todo el dinero que pueda en un minuto —dijo el Viejo—. Ahora observa.

El hombre, hiperactivo por la buena fortuna, saltó dentro del tubo como si pretendiera despegar. Sonaron campanas; rollos de monedas de cuarto de dólar salieron disparados de los tubos como si fueran misiles. El primero que intentó agarrar le partió los dedos, que se quedaron colgándole de la mano. Durante un breve instante adquirió un aire de aturdimiento, como si advirtiera que no le habían explicado algo cuando firmó el contrato. Otro rollo de monedas rebotó en su rodilla derecha y se la rompió. El hombre se desplomó contra la pared curva del tubo. Otro rollo le golpeó entre los ojos, derribándolo. Más rollos siguieron brotando a mayor velocidad, alcanzándolo una y otra vez. El presentador enseñó los dientes; la cámara cortó, pasando al risueño público. La cámara regresó al cilindro, ahora opaco.

—Tengo un montón de cosas que agradecerte, O’Malley —rió el Viejo, sacudiendo la cabeza y apagando el monitor con su mando a distancia—. ¿Lo sabes?

—No —dije—. ¿Por qué? —me senté en un gran sillón cercano. Me dolían las costillas al respirar; el vendaje que me había colocado cuando aún estaba en el despacho del señor Dryden sólo aliviaba los dolores más fuertes.

—¿Un trago? —preguntó el Viejo, dirigiéndose a su despensa y sacando una botella de extraña estructura. Tenía la forma de E, en su período último y grueso, para que así la botella pudiera contener el doble. Tras besarla en contenida súplica, desenroscó la cabeza del torso y llenó dos vasos.

—Por qué no —dije.

—¿Hielo?

Vacilé. Si iba a beber, que al menos surtiera efecto. El Viejo sonrió.

—Mi padre siempre me dijo que podías meter a un irlandés en una cuba de whisky, y que se bebería todo lo posible antes de ahogarse.

—No lo sé —repuse, cogiendo el vaso. Bebí; Jack Daniels, y sabía peor que nunca—. Nací en Nueva York.

—Gracias otra vez, O’Malley —dijo, extendiendo la mano para que yo pudiera estrecharla. Cuando lo hice, apretó con fuerza, como para ver cuándo cedería. No lo hice. Me soltó.

—¿Qué es esto? —pregunté. Miré una vez más a Avalon, como si aún pudiera arrancar su mirada y así ganar, si no fuerza, sí al menos liberación. Ella alzó la cabeza, inadvertidamente creo, pero incluso así mantuvo la guardia. Su cara, tensa, no mostraba nada. Sus ojos parecían frías piedras.

—A veces hay que hacer las cosas con sutileza, O’Malley. No es fácil dejarte llevar y hacer lo que quieres. Eso provoca después un montón de charla que nadie necesita oír. Ése era el problema con mi hijo. Todo el mundo sabía lo que sentía hacia mí. A veces la enfermedad se apodera de una persona y, hasta que puedes conseguir una cura, tienes que dar ciertos pasos si quieres asegurarte de que nadie más la pille.

—¿Y le ha curado matándolo?

—Un momento —dijo, alzando las manos como para protegerse de una salpicadura de barro—. ¿Acaso le he puesto los dedos encima? Creo que deberías saberlo. Sé con seguridad que iba a por mí. ¿Cierto?

—Cierto.

—Ajá. ¿No parece necesario que, si alguien viene a por ti, vayas tú a por él primero? Es una regla muy fácil, O’Malley. Ahí es donde hay que ser sutil. Algunos de los que quieren eliminarme son bastante sutiles, de una forma muy obvia. Por supuesto, la mayoría de los que van a por mí piensan que son muy inteligentes por hacerlo, y nunca ven cuándo hacen algo estúpido, y créeme, siempre hacen algo estúpido. No he llegado tan lejos siendo estúpido, ¿sabes? Cuando se ponen en marcha, siempre puedes extender la mano y engancharlos.

—¿Y si no hubiera metido a Stella bajo la mesa? —dije, tomando otro sorbo. La verdad es que no sabía tan mal después del tercer trago—. Creo que entonces le habría sorprendido.

—¿Por qué crees que la metí ahí debajo? —preguntó, balanceándose sobre sus tacones como su hijo hacía tan a menudo—. Así que oíste algunos detalles, entonces. Bien, sabía que se cocía algo. Y tenía que descubrirlo de una manera o de otra.

—Lo habría descubierto cuando estallara.

Cuando se rió, me miró como feliz de ver que llegaba a casa después de una larga ausencia.

—Nunca pierdes el sentido del humor, ¿eh? Buena cosa. No hay nada que te lleve mejor por la vida que el sentido del…

—El señor Dryden llevaba cuatro días planeando matarle —dije, ansioso de que continuara con el truco que fuera que quisiese jugar; esperando que fuera rápido, dudando de que lo fuese—. ¿Cuánto llevaba usted planeando matarlo a él?

—Oh, como un año o así. Empezó a volverse problemático, pero supongo que a ti no tengo que decírtelo. Avalon se dio cuenta, claro. Si mi hijo se hubiera quedado con esos riesguis como estaba (y debo haberle dicho un millón de veces: véndelos, no los consumas), eso habría sido una cosa. Habría tenido que quitarlo de su puesto, de acuerdo, porque había empezado a hacerme perder dinero, y al final empezó incluso a planear asuntos de negocios como un yonki tratando de comprar un avión porque le han dicho que las nubes están hechas de heroína. Pero no, tenía que salirse con la suya, tratando de meterse en sitios donde no encajaba, intentando averiguar cosas que no quería saber y sabía que no quería saber. Se enfadó conmigo cuando no le dejé seguir con esa mierda. Así que decidió quitarme de en medio. Debió quererlo durante años, O’Malley. Me tomé mi tiempo para ver. No quería sobreactuar a menos que tuviera que hacerlo.

—Así que él iba a por usted, y usted a por él.

—Eso es.

—Sé cuáles son los planes de él… —Eran, me repetí para mí: eran.

—Eso espero.

—¿Cuáles son los de usted?

—Deja que te refresque esa bebida —dijo, llenándome otra vez el vaso—. ¿Qué tal?

—Bien. Estaba usted diciendo…

—No lo estaba diciendo, pero lo diré. Fue muy simple. Calculé que se preparaba algo. Cuando Stella encontró esa bomba ahí debajo, supe de inmediato que iba a tener que moverme rápido…, y sin que él lo supiera, desde luego. No perdió tiempo en echaros la culpa a vosotros dos, aunque supongo que eso no te sorprenderá. Así que lo lancé contra las cuerdas enviando a un grupo para que os capturara. Le hice pensar que estaba decidido a llegar hasta el final.

—Él dijo que usted le amenazó.

El Viejo se detuvo, como para considerar cómo expresar mejor la siguiente anécdota. Su sonrisa continuó siendo tan benévola como cuando entré.

—Demonios, O’Malley, sabes bien que últimamente se le podía decir hola, y pensaría que era una amenaza. En cualquier caso, hice que el Ejército mandara a unos cuantos hombres tras vosotros.

—¿Por qué el Ejército?

—Porque supuse que serían tan efectivos capturándoos como lo fueron. Sabía que te necesitaría más tarde, por el rumbo que tomaban las cosas, pero que las cosas no saldrían bien a menos que tratara de atraparte. Así que…

—¿Y si me hubieran capturado? Se echó a reír.

—Lo tenía preparado, pero sabía que no lo harían. Así podría emplearte para un buen uso.

—Sin que yo lo supiera.

—¿Habrías sido más feliz de saberlo? —preguntó—. Delegar tu fuerza de trabajo es la clave al éxito, ya sabes. Tuve la corazonada de que regresarías con él en algún momento, y de que tarde o temprano volvería a ir contra mí. Al menos, la próxima vez yo estaría más preparado para ti. Pero entonces empezó a llegar la suerte. Es sorprendente lo bien que salen a veces las cosas si te echas a un lado y las dejas rodar.

—¿Y tú qué suerte tuviste? —pregunté, mirando a Avalon. Pensé que me daba cuenta de lo que había sucedido realmente, pero aun así no podía decir que la odiara por ello, pues para odiar hace falta tanta comprensión como para amar, cuando sólo están implicadas dos personas, y no podía comprender por qué ella había hecho aquello. Su rostro no reveló ninguna señal, no auguró ninguna sabiduría. Lo que mantenía de incog dentro de sí ni siquiera rompió la superficie.

—Cuando Avalon salió de dondequiera que estuvierais escondidos, llamó a Jimmy. Éste acudió a recogerla. Avalon estaba ya aquí probablemente antes de que te despertaras. Me dijo lo que había dejado para que lo encontraras. Dijo que estaba segura que te pondrías en contacto con él. Tenía una idea del tipo de humor en que estarías cuando lo vieras.

Jimmy nos ignoraba a todos; contemplaba el césped a través de una de las ventanas.

—Tenía razón. Cuando me enteré de lo que había hecho, supe que tú solucionarías mi problema. Me ahorraste todo tipo de dificultades, O’Malley. Otra vez tengo el control. La compañía está a salvo. Yo lo estoy. Eres un hombre valioso, en especial cuando no te das cuenta.

—¿Y si él me hubiera matado? —pregunté—. ¿Y si hubiéramos aparecido los dos esta tarde?

—También conozco a mi hijo, O’Malley —dijo—. Sabía que no había peligro de que sucediera ninguna de esas dos cosas.

Una vez más, tras haber visto el caramelo en el escaparate, supe que me echarían en breve a un lado, para que no ensuciara nada. Decir que en aquel momento estaba descorazonado sería una exageración. Aún tenía una oportunidad sobre lo que quería preguntar, recibiera o no una respuesta, y por eso me dirigí a Avalon.

—¿Sentías algo de lo que dijiste?

Ella no dijo nada. Se volvió, como si esperara poder desaparecer simplemente no respondiendo.

—Mejor amar y perder que no haber amado jamás, O’Malley. Es lo que digo siempre. ¿Ves lo que quiero decir? No importa lo listo que seas, siempre lo estropea algo estúpido. Tendrías que haberte dirigido al avión el domingo, hijo.

—Lo sé —admití.

—Aún siento curiosidad por un par de cosas. ¿Peleó?

—No —contesté—. Lo hizo Renaldo.

—Estaban tan jodidamente locos. ¿Te los cargaste a los dos?

—Me cargué a Renaldo.

—¿Qué le hiciste a…?

—No hice nada.

Los ojos del Viejo parecieron desenfocarse, como si nublando su visión pudiera perder de vista algo ya divisado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Él mismo se mató.

—No. ¿Cómo?

—Tomó el veneno de Jake.

—¿Por qué? ¿Qué le estabas haciendo…?

—Nada. Le dije que iba a venir aquí, y que él iba a acompañarme.

—Pero ¿por qué hizo una tontería como…?

—Estaba asustado.

El Viejo, con aspecto pensativo, como si se preguntara cuál sería la mejor forma de componer sus rasgos mientras hablaba, se acercó de nuevo a su escritorio y se sentó tras él. Colocó las manos ante sí y las entrelazó.

—¿Asustado de qué? —preguntó.

—Asustado de lo que guarda en estos archivadores, creo.

De inmediato supe que lo tenía, de algún modo. Aunque perdiera a Avalon (y a juzgar por su conducta, y por lo que había hecho, sabía que lo había hecho), al menos aún podría mantener cierto control sobre mi propio final. La cara del Viejo perdió el color suficiente como para indicar que éste era un tema que no esperaba.

—Vaya, ¿y qué creía que guardo ahí dentro? —preguntó, la voz teñida de razón.

—Mencionó una cosa en concreto —dije—. Parecía bastante interesante.

Si el Viejo hubiera sabido con seguridad que su difunto hijo no conocía ninguno de sus secretos, habría hecho estallar mi creciente presunción hasta el punto de abrumar toda la sala; no lo hizo. Mientras permanecía allí de pie, fui consciente de que o bien el señor Dryden sabía mucho más de lo que me había dicho, o sinceramente no tenía la menor idea, pero había seguido la corriente al Viejo para hacerle creer que sí lo sabía. Me sequé el sudor de la frente; la herida de mi cabeza picoteó.

—¿De veras? —dijo el Viejo—. ¿Referido a qué?

—Generalidades y detalles. Depende.

—¿Qué te dijo, O’Malley?

—Lo que sabía —respondí—. Creo que hay más. Usted debe saberlo.

—Probablemente tienes suficiente para crear una buena historia —dijo el Viejo—. Lástima que nadie vaya a escucharla.

—Podrían leerla —dije, buscando tiempo para remodelar la verdad de una forma más agradable—. Él escribió algo para mí. Lo firmó y todo, antes de…

—Casualmente no lo llevarás encima, supongo —dijo el Viejo.

—Me temo que no —contesté, preguntándome si algo en mi cara, o en mi voz, podía traicionarme—. Está en un lugar seguro, donde finalmente aparecerá.

El Viejo parecía meditabundo…, y alarmante. Un brillo horrible ardía en sus ojos.

—Bueno, llevó las cosas un poco más lejos de lo que pensaba.

—Bastante más lejos —dije.

—Naturalmente, necesitarás apoyo para una historia así —dijo—. De lo contrario, sólo será producto de una imaginación hiperactiva.

—Tal vez no.

—Pero probablemente sí. Probablemente querrás comprobar y ver si puedes encontrar alguna prueba de que pudiera estar mintiendo, ¿no?

—Parece una buena idea.

Se metió una mano en el bolsillo de los pantalones; me di cuenta de que no iba a sacar ningún tipo de arma, y por eso mi miedo empezó a remitir… un poquito.

—Entonces, ¿por qué no le echas un vistazo? —dijo, arrojándome unas llaves. Las cogí al vuelo y casi se me cayeron al suelo, de tanto como me temblaba la mano—. A ver qué encuentras por aquí.

—¿En estos archivadores?

—Comprueba, si sientes tanta curiosidad. No me importa. Apreté las llaves; miré los archivadores. Parecía bastante tranquilo, y sostuvo mi mirada con facilidad.

—¿En serio? —pregunté.

—La caja de Pandora, O’Malley. Ábrela y contempla.

Me acerqué a los archivadores, abrí el cajón superior del primero a la izquierda y tiré. Salió con dificultad, como si no lo hubieran engrasado durante años. El Viejo continuó mirándome, la boca apretada en una tensa sonrisa. Avalon y Jimmy hicieron lo mismo.

—Adelante. La mayoría ya no muerden. Perdieron casi todos los dientes con los años.

El archivo estaba repleto de clasificadores de papel manila e impresos en cajas negras. Había dossiers, y agendas, y videocassettes protegidos con fundas de plástico. Cogí un clasificador y lo hojeé, para ver qué tipo de cosas podía haber en él.

—Pareces decepcionado, hijo—dijo—. ¿Qué has cogido? La etiqueta del archivador decía oswald, lee h. Dentro había el informe de una autopsia fechado en 1979.

—Sigue mirando —dijo el Viejo.

Mientras repasaba los archivos a gran velocidad, empecé a desarrollar la idea de que la historia, tal como me la habían enseñado, era evidentemente una novela y no una ciencia. Todo lo que vi parecía extrañamente retorcido, como visto en sueños. Saqué un amplio archivo sobre los documentos Q, referente a la historia de su descubrimiento y las garantías de su autenticidad. Siempre me había parecido que recordaba cuándo fueron descubiertos, pero ése no parecía ser el caso; según los papeles que leí, habían sido descubiertos a principios de 1950. La intención original parecía haber sido no hacerlos jamás del dominio público. Dentro del archivo, hacia el final, había varios informes que detallaban hechos ocurridos durante el período cristiano, y por fin, varias cartas del Viejo al Presidente. Tras mirar con más atención vi que eran transcripciones de conversaciones entre ellos, y no misivas.

—¿Cómo se metió en esto? —pregunté—. Me refiero a los documentos Q.

Él se arrellanó en su silla y ladeó la cabeza, como si un ángulo nuevo pudiera ayudar a su memoria a fluir.

—Ese bastardo de Charlie —dijo, refiriéndose al Presidente de entonces—. El hijo de puta más gilipollas que jamás se sentó en la Casa Blanca, que ya es decir. Verás: durante su candidatura, pensó que conseguiría el poder si convencía a todos los predicadores y sus amigos de que le votaran. Había demasiados que querían presentarse también para el cargo, y de esta forma supuso que los eliminaría. Bueno, lo hizo. El único problema fue que, cuando lo eligieron, tuvo que empezar a cumplir lo que había prometido. Su sentido de la moral siempre aparecía en el peor momento.

Para algunos, el accidente de Long Island había sido visto como la última palabra de la Deidad antes de que eligiera zanjar las cosas de una vez por todas. Bastantes miembros del Congreso (a instancias y con la connivencia del Presidente) fueron coaccionados para que presentaran y aprobaran lo que incluso entonces era conocido de forma no oficial como las actas del País de Dios.

—Aprobaron algunas leyes justas al respecto, especialmente las que tenían que ver con las propiedades inmobiliarias. Pero luego se pusieron más serios y empezaron a causarme todo tipo de problemas. A interferir con mis fuentes de ingresos, ese tipo de cosas. Estaban bastante liados cuando se produjo.

El derecho a voto había sido restringido sólo a aquellos que proclamaran su creencia en el Dios cristiano. Durante algún tiempo, el divorcio y el matrimonio en segundas nupcias fueron declarados ilegales. Los tribunales no funcionaban, y los casos se amontonaron. Las leyes criminales fueron reforzadas inconmensurablemente. Los centros de asistencia social fueron proscritos puesto que contribuían a la destrucción de la unidad familiar. La Seguridad Social fue abolida; por un lado, impulsaba a los ciudadanos a ofrecer su confianza en el estado y no en la Deidad, y con su abolición quedaron disponibles grandes fondos para las nuevas excursiones militares que el gobierno deseaba comenzar, especialmente después de que las relaciones políticas con Rusia se hicieran pedazos. Zonas problemáticas como Nueva York fueron marcadas como de atención especial por los sicarios del Señor.

—Fue una ridiculez. No se podía caminar por la calle sin ser acosado por un puñado de imbéciles sin mente, siempre metiéndote folletos en las manos. Empezaron a empeorar aún más, me refiero a esos pósters…

Los fieles empezaron a meter al Señor a golpes en aquellos que preferían no escuchar. Los paganos reaccionaron del mismo modo. Mientras la jihad aumentaba, toda proporción desapareció. Los cristianos irrumpieron en los bancos y cortaron las manos de los prestamistas. Los paganos atraparon y crucificaron a los últimos mártires en los árboles de Central Park.

—Llevar los negocios de un modo normal se hizo imposible —dijo el Viejo—. Así que metí a algunos de mis muchachos dentro del gobierno para que trabajaran en el tema. Descubrieron lo de los documentos Q. Charlie vio lo que le pasaba a la economía mientras toda esta mierda iba para delante, y no pudo conseguir que nadie se callara el tiempo suficiente para escuchar, excepto la gente como yo, por supuesto, y nosotros ya habíamos visto lo que pasaba…

Mientras examinaba los archivos, pude ver lo que había sucedido. Los debates teológicos demostraron ser tan absorbentes que durante un año y medio nadie prestó atención a ninguna otra cosa. América tenía consejeros en cinco guerras diferentes (deduje que en aquellos días era inusitado que el gobierno gastara más de la mitad de su presupuesto en defensa), nadie se había molestado en subir impuestos de ningún tipo, y el déficit se duplicó en diez meses. Las ganancias conseguidas con la eliminación de la Seguridad Social fueron tragadas por el interés pagadero de aquellas deudas.

—Así que le dije: Haz públicos esos documentos o vas directamente de cabeza a otra guerra civil. Por fin Charlie empezó a ver las cosas a mi manera, y los hizo públicos. Las cosas se apaciguaron con bastante rapidez después de eso, al menos durante un par de meses. Aún pienso que E debió operar a través de mí ese día —dijo el Viejo, con un deje de ansiedad en la voz.

Guardé aquellos archivos y empecé a examinar los otros.

—¿De dónde ha sacado todo esto? —pregunté, sorprendido tanto por la cantidad como por el contenido de los documentos.

—La noche anterior al hundimiento de la bolsa estaba en Washington hablando con Charlie sobre qué hacer al respecto. Él lo hizo, el estúpido hijo de puta.

—¿Se los dio?

—En cierto modo —dijo el Viejo—. Después de que intentara marcharse de la ciudad.

Los precios empezaron a subir más y más rápido durante el período cristiano, por razones diversas que nadie comprendía; el balance comercial osciló salvajemente. Las importaciones inundaron los mercados de la nación a precios cada vez más altos para los compradores. Las compañías entraban en bancarrota en cuestión de meses sólo intentando hacer ajustes salariales para sus ejecutivos. El paro alcanzó el 15 por ciento y continuó subiendo. La bolsa empezó a caer.

—Yo quería fijar unas cuantas cosas antes de que todo se viniera abajo. Naturalmente, me habían dicho que la revaluación estaba prevista para el día siguiente, pero el público no lo sabía. Me pareció bien, pero supe que iba a causar bastantes problemas cuando descubrí cómo iban a hacerlo.

La mañana en que se anunció la revaluación monetaria, la bolsa se hundió mil puntos. Ochocientos millones de acciones fueron cambiadas…, casi todas acabaron en las manos del Viejo, quien, a través de tejemanejes, pudo quedarse con compañías enteras, suyas o de otros, tratando con materiales en vez de con el dinero ahora sin valor.

—Traté de decírselo a Charlie, pero él lo sabía todo. No se le podía decir una mierda. Estúpido bastardo capullo.

Recordé cuando mi padre intentó explicarme que el billete de cien dólares que me mostraba valía ahora un dólar.

El Viejo se echó a reír, reviviendo viejos tiempos.

—Corrió como un hijo de puta cuando vio lo que estaba pasando. Pensaba esconderse en las cuevas de Virginia hasta que pasara todo.

El cóptero del Presidente, aquella tarde, fue obligado a aterrizar poco después del despegue (por reactores de las Fuerzas Aéreas, según algunas historias), cerca del Jefferson Memorial. La multitud arruinada lo sacó a rastras y lo linchó.

—Durante una temporada pareció que todo se había acabado. Un montón de gente se volvió loca. Supongo que aún lo están. Fue bastante duro.

Las madres vendían a sus bebés por comida. Los sexagenarios se unían al Ejército para poder mantener a sus familias. La gente profanaba las tumbas en busca de dientes de oro. Durante todo el Año Duende, aquello fue el pan de cada día entre los no preparados.

—Pero yo estaba preparado. El Vicepresi se quedó detrás y, cuando se enteró de cómo había acabado su jefe, casi se cagó. Supe en ese momento que tenía en el bolsillo las pelotas de aquel cabroncete. Le dije que movilizara todo el Ejército, y que lo mantuviera movilizado y bien feliz. Yo no había estado interviniendo en Sudamérica durante tanto tiempo para nada. Le dije todo lo que tenía que hacer, y el cabroncete se habría vuelto contra mí más tarde si yo no hubiera tenido esos archivos. Le dije: Mientras estoy aquí, déjame que me lleve unas cuantas cosas como protección. Éstos son los archivos que se guardaban en la cámara acorazada de la Casa Blanca.

—¿Y le dejó quedárselos?

—Me estaba tan agradecido en ese momento que me habría podido llevar el Monumento a Washington, si hubiera querido. Supuse que habría algo interesante en estos archivos.

Eso suponía yo también, pero no lo había encontrado todavía. El segundo y tercer archivos parecían llenos de las colecciones más extrañas de material que había visto en mi vida.

—Podrías estar mirando esos papeles durante horas sin cansarte —dijo el Viejo—. Es como repasar la guía telefónica una tarde de lluvia.

Un clasificador hablaba de los últimos años y la tumba en el Pacífico de Amelia Earhart. Un pequeño sobre amarillo contenía la fórmula original de la Coca—Cola. Un sonargrama daba las dimensiones aproximadas de un habitante de Loch Ness, especie desconocida. Un grueso archivo fechado en 1971 se refería a una patente no aprobada de una píldora que convertía el agua en un fluido similar a la gasolina; en el mismo archivo había patentes sin aprobar del mismo tipo de producto, fechadas en 1954,1932,1919 y 1905. Miré las etiquetas de un grupo de cassettes vid.

¿Avaricia? —leí en voz alta—. Rollos 1 a 42.

—A través de Mussolini —dijo el Viejo—. Encontradas en Albania.

Al fondo de cada cajón había un fárrago de coleccionista: en una, una foto del edificio donde servía el juez Cráter, una foto del edificio de Chicago donde murió Martin Bormann, y una burda esfera de piedra. Era una geoda rota; tras separar las mitades, vi un brillante clavo de acero encajado en la amatista de dentro, como si la Deidad lo hubiera dejado caer accidentalmente mientras preparaba las cosas en el principio.

—Qué chatarras —dije, cerrando ese cajón y abriendo otro. Saqué algo.

—Chatarras preocupantes, como mínimo —dijo el Viejo, con un bostezo—. Preocuparon a algunas personas.

Encontré un archivo titulado long island. Lo abrí, y leí.

—Pareces un poco excitado, O’Malley —le oí decir tras unos minutos—. Debes haber encontrado uno de los buenos.

Era un grueso informe de la División Usuaria No Amistosa del Departamento de Intolerancia Química del Pentágono. Un texto preliminar discutía el accidente en sí y lo fácilmente que podría haber sido evitado; a continuación, un párrafo describía cómo, a través de técnicas recombinadas, se habían desarrollado las píldoras antirradiación, cómo, antes de ser repartidas, se descubrió qué efectos impredecibles ocurrirían con seguridad. Se decidió distribuir las píldoras de todas formas, y descubrir cuales podrían ser esos efectos colaterales, para así poder decidir si resultarían útiles en acciones militares.

—Y así nacieron los oscuritos —rió el Viejo, palmeándome en la espalda. Mientras yo leía se había colocado detrás de mí, para leer por encima de mi hombro.

—¿Está aquí? —dije, guardando el archivo.

—Ya no —sonrió él—. No está desde hace mucho, mucho tiempo.

—Entonces, ¿es usted el único que sabe lo que es?

—Bueno —dijo, y su sonrisa se volvió aún más engañosa—. No lo habría dicho así hace un minuto.

Encontrarte deseando que se acabe el mundo o que te acabes tú, y que no importaba qué cosa de las dos mientras fuera pronto, es una sensación que odio tener que admitir, pero la experimenté. Incluso en los peores momentos, lo había pasado mucho mejor que otros. Aceptar mi parte y quedarme satisfecho habría sido suficiente para mí, pero no fue así, y no estoy seguro de comprender alguna vez por qué. Me parece que es una de esas cosas. Si te dejan una opción, vive con ella; si queda una opción, cógela. Yo me guiaba por esas expresiones. Pero en ese momento me sentí casi dispuesto a agradecer que decidieran por mí…, o casi.

—Es una cosa muy, muy desagradable, O’Malley —dijo el Viejo, cerrando el cajón—. No querrás verla. Sin embargo, quería.

—Es un hecho, O’Malley, que has contribuido mucho en ayudarme, pero tenemos que terminar de atar unos cuantos cabos sueltos antes de que todo quede otra vez en su sitio. He de admitir que creo que mientes en una cosa, y eso me hace sentirme un poco mejor…

—¿Va a correr el riesgo de que esté mintiendo?

—No he dicho eso.

Jimmy se acercó hacia donde estábamos. Lo miré por el rabillo del ojo.

—Hay un montón de cosas que tengo que pensar, O’Malley. Odiaría tener que perder a un trabajador valioso como tú. Podríamos conseguir algo juntos todavía.

—Eso espero —dije.

—Será mejor que pensemos en algo. ¿Jimmy? Encárgate de que O’Malley no sea molestado.

Jimmy se movió rápido. Rodeó mi cuello con sus brazos, y dio un tirón tan velozmente que no tuve oportunidad de resistir, aunque lo hubiera intentado. No sentí el dolor hasta que volví a despertarme.