12

Aparcamos junto al edificio de Dryco. Panzerman permaneció en silencio el resto del viaje, aunque a intervalos se reía para sí, como si recordara alguna anécdota memorable que encontrara a mano para mantenerse alegre. Una dura brisa me sacudió; cenizas de hollín me cubrieron los ojos. Un cóptero revoloteaba bajo, en dirección al oeste, por la Cinco.

Los conductores esperaban junto a las limos alineadas en la plaza. Jimmy era fácil de localizar, pues le sacaba una cabeza a los demás. Estaba junto al Castrolite; sus brazos, cruzados contra su pecho, parecían tuberías de alcantarilla aisladas dentro de mangas de camisa. Sospeché que lo mejor sería evitarlo, pues no tenía ni idea de para quién trabajaba realmente y, calculando que me buscaban, no importaba quién estuviera detrás. Avalon debía hallarse dentro, esperé, mientras entraba por el lado de la calle Cinco de la forma más natural que pude. Pensamientos de estar siendo castigada por sicarios de Dryco surcaron mi mente, picoteando y lastimando. Abrí la puerta que conducía a las escaleras de los guardias. Como he dicho, soy un alma pacífica, pero si la necesidad llama no busco atajos ni apago ningún fuego, y tenía la enervante sensación de que la necesidad llamaría. Mientras subía las escaleras, los ojos alerta a los lugares donde las bombas esperaban ser pisadas por los descuidados, supe que si descubría que llegaba demasiado tarde, que mi presencia no cambiaba ninguna opinión, que mi explicación no sería suficiente, entonces mis manos, desencadenadas y sueltas, se encargarían de tantos como pudiera llevarme por delante.

La escalera desembocaba, muchos pisos por encima, en un pequeño gabinete en la oficina del señor Dryden. Me arrastré en silencio, mirando por el espejo bidireccional colocado en la puerta de] gabinete.

El señor Dryden estaba sentado ante su mesa, repasando un grueso informe. Tenía los labios tan apretados que parecían cosidos. El terminal de su escritorio brillaba en verde mientras pasaba menús y gráficos. Había nueve teléfonos en la mesa; había sacado de sus asociados rusos la idea de que innumerables teléfonos cerca proporcionaban argamasa fresca para su muro de poder percibido. Yo siempre lo imaginaba intentando responderá siete teléfonos con los pies, si ya tenía dos en las manos; como sólo una línea conectaba con su oficina, el tema quedaba fuera de discusión. Sobre la chimenea, con los troncos eternamente encendidos por el gas, colgaba un gran retrato de sí mismo realizado por el artista de la familia. Creo que todos los Dryden preferían verse de esta manera: desmesurados, como ahítos después de comer, y suavizados con película aceitosa. En una pared, cerca del gran smirkey y su diploma de Yale, colgaba una pequeña placa. Uno de estos días, sabía que decía, voy a tener que ORGANIZARME. Sus estanterías, pese a todas sus lecturas, estaban maravillosamente vacías de libros. Una de sus preocupaciones menos comprensibles era su afición por los animales disecados. Docenas de ellos capturaban el polvo de la habitación, desde lo alto de sus estantes. El taxidermista que empleaba los preparaba según sus deseos: sentados ante mesas de té o pianos, dirigiendo o tocando orquestas, enfundados en pequeños vestidos y sombreros, gafas de sol y camisas. Perritos, gatitos, cerditos, sapos, monos, conejitos, patitos y pollitos, congelados eternamente en actitudes inteligentes, mirándole de reojo.

Su despacho era muy grande y muy oscuro. El decorado de la habitación era bicolor, verde bosque y negro roble. Aunque el panorama desde su ventana era tan atractivo como cualquiera otro desde esta altura, las cortinas estaban perpetuamente corridas: tanta luz le lastimaba los ojos. Abrí la puerta y entré.

—Aquí estoy —dije. Saltó, como si le hubieran pegado un tiro. Empecé a avanzar hacia él.

—¡No más cerca! —dijo—. Oppro habla, OM. Cierra tus orejas. Podrías haberte abierto paso…

—¿Dónde está Avalon?

—Donde tú estarás pronto —dijo, echando hacia atrás su silla—. Nunca esperé esto, O’Malley

—Puedo explicarlo. ¿Qué pasa? ¿Dónde está…?

—Conmigo, una victoria. Con ella, una pérdida. Tu pérdida.

—No comprende. Espere un mo…

—Los errores enseñan, OM. Aprende.

Pulsó un botón de su mesa, llamando a Renaldo.

—Locos como tú vienen por puñados. El engaño niega la función.

Renaldo entró, desnudo hasta la cintura, no mucho más musculoso que vestido. La Virgen tatuada en su velludo pecho parecía sonreírme desde debajo de su bosque. Se detuvo en el umbral, apoyando el hacha sobre su ancho hombro.

—Entra, deprisa —dijo el señor Dryden—. Debería haberte dejado en la calle, OM. El sitio de la basura. Tras sacarte, te devolveré.

—¿Qué es esto? —dije, sin poder creer lo rápidamente que parecía ocurrir todo, como en un sueño—. Dije que puedo explicar. Pensaba…

—Justo castigo justamente aplicado —dijo el señor Dryden, colocándose bajo su mesa, hecha a prueba de balas, con insertos de Krylar—. Conferencia a solas. La botella rompe cuando se tira. Renaldo. ¡Ve!

Renaldo alzó su hacha por encima de su cabeza y cargó contra mí. Salté a un lado. La fuerza del golpe fue lo suficientemente grande como para que el hacha se hundiera en la alfombra y el suelo al caer.

¡Maricón! —me gritó—. Ven aquí.

Saqué mi pistola; Renaldo agitó la mano más rápido que la lengua de una serpiente, me la arrancó y la hizo volar hasta el otro extremo de la habitación. Mientras se disponía a soltar de nuevo la hoja del hacha, le lancé una patada. Se revolvió mientras caía, golpeándome en las costillas; una de las inferiores se rompió. Me agarré a una de las sillas tapizadas de la oficina, me levanté, y aparté el hacha de una patada. Renaldo cogió una lámpara de pie y trató de enroscármela en la cabeza. Forcejeamos; la lámpara se dobló y la quitamos de en medio. La primera herramienta que mi mano encontró fue mi porra; la saqué.

—Muerte… —dijo él, apretándome la garganta. Descargué con todas mis fuerzas la porra contra su cabeza. La sangre salpicó el aire como la Serena; la placa de metal de su cráneo se soltó y giró en el aire como un pájaro en vuelo. Me lanzó una patada en la rodilla con un afilado tacón, y caí, aterrizando dolorosamente contra los artículos que llenaban mi gabán. Encontré lo que necesitaba cuando él recogía su hacha. Oí gritar al señor Dryden debajo de su mesa.

—Suplica —dijo Renaldo, mientras la sangre corría por su cara. Alzó otra vez el hacha y empezó a descargarla; descendió sobre mí como a cámara lenta. Bloqueé su camino con la sierra mecánica de Enid.

—Madre de Dios…

La sierra rugió, triplicando su longitud; la fuerza del impacto le arrancó el hacha de las manos y la descargó contra su boca. Cayó. Me senté, con la sierra aún girando. Se había roto la mandíbula cuando el mango del hacha la alcanzó; no hacía ningún sonido reconocible. Advertí que la pérdida de sangre le debilitaba y no vi ninguna necesidad de ser cruel, así que apagué la sierra. Tras sentarme sobre su pecho, le rodeé el cuello con las manos y apreté mis pulgares contra su nuez de Adán. No tardó mucho. Mientras permanecía allí sentado, jadeando, oyendo los gemidos del señor Dryden y mi propia respiración, la sangre seca en las manos, la costilla rota lastimándome el costado, el pómulo latiendo, la herida de mi cabeza vuelta a abrir y picoteando, pensé en Avalon, y me obligué a moverme, visualizando lo que le sucedería si yo no hacía algo más, obligándome a continuar antes de caer definitivamente,

—Señor Dryden —dije, con toda la tranquilidad que pude aparentar—, hablemos.

—Hay razones —chilló; apenas le comprendí—. No fue…

Había muchos objetos de arte en su mesa; un termómetro con la forma de la Estatua de la Libertad; un pesado pisapapeles de vidrio en cuyo interior siempre estaba nevando; una vieja foto donde aparecía con su madre, Susie D. La sangre se me agolpó en el entrecejo mientras los observaba, esperando su aparición.

—Salga —dije—. Señor Dryden…

—Asustado… —murmuró. Cogí la mesa y la volqué; golpeó contra el suelo con un crujido terrible. El cristal roto resonó durante varios segundos. Se acurrucó contra el suelo, temblando a la luz como algo encontrado bajo una roca levantada. Lo puse en pie.

—Hablemos —repetí—. ¿Dónde está Avalon?

—Sabía que vencerías a Renaldo —dijo, intentando rehuir la mirada. Le agarré la barbilla con la mano libre y le giré la cara hacia la mía para que no pudiera distraerse con el escenario—. Sólo probaba…

—Nada de pruebas. Quería matarme. No estoy muerto aún. Así que hablemos. ¿Dónde está Avalon?

—¡No lo sé! —chilló—. También tú querías matarme…

Tal vez fue porque en ese momento estaba muy dolorido, en muchos lugares; tal vez fue porque me había cansado de no oír nada más que cuentos dudosos y elaboraciones. Fuera cual fuese la razón, retiré la mano de su barbilla y le abofeteé con fuerza. Él tiritó. Sujetándole una vez más con ambas manos, lo sacudí, y luego lo apreté contra la pared más cercana.

—No quería matarle y no lo intenté —dije—. Siga así y lo haré. ¿Dónde está ella?

—No lo sé, no…

¿Dónde está ella? —repetí, golpeándole contra la pared; oí el yeso caer—. Alguien se la llevó esta mañana. Dejaron un mensaje suyo. Decía que yo era el próximo y que me pusiera en contacto. No planeaba que acabaran conmigo. No lo han hecho todavía. Dígame qué pasó. Rápido. ¿Había alguien en la habitación cuando estalló la bomba?

—No estalló —dijo él, recuperando el aliento, secándose una lágrima.

—¿No?

—Stella la encontró.

—¿Qué estaba haciendo allí?

—Él quería que se la chupara mientras abusaba de mí —dijo, sacudiendo la cabeza. Relajé mi presa lo suficiente como para permitirle que sus pies rozaran el suelo—. Así, cuando pasamos al estudio, la metió bajo la mesa. Ella la vio. Dijo que parecía un chicle con un reloj pegado. Él miró. Hizo que Scooter entrara y desconectara. Circunstancia insospechada, imprevisible…

—No importa —dije—. ¿Qué hizo? ¿Qué hizo usted? Alguien ha estado intentando acabar con Avalon y conmigo desde entonces.

—Traté de avisarte a través del contacto —dijo, con la furia arando sus rasgos—. Huiste. Perdieron la pista en la Treinta y cuatro. No comprendí por qué hasta que vi el temporizador. Vi a qué hora estaba puesto. Yo aún habría estado allí si…

—Lo puse a la hora que acordamos —dije—. Lo cambiaron.

—¿Avalon?

—Sí…

—Mentiras…

Cogí su cabeza y la hice chocar contra la pared. Algo crujió.

—Avalon la volvió a cambiar. Me lo dijo de camino. Pensé que estarían preparados para matarnos para cuando llegáramos allí. Pensé que lo mejor sería correr.

—Pensé que su mano evidenciaba —dijo él, la cabeza meciéndose sobre el cuello. Continué apretándolo contra la pared—. Estimé que convenció…

—No es así. ¿Cómo nos identificó? Dispuse que pareciera Maroon.

—Sabía. Sospechó de mí, inmediato. Acusó de estar detrás.

—Es la verdad.

—Él no podría saberlo. Tú lo sabes. Se enojó. Amenazó. No hubo ninguna pregunta…

—¿Cómo nos identificó?

—Se lo dije…

En el momento en que dijo aquello, extrañamente, no pareció mayor que la primera vez que lo vi, en la coop de Yale, muchos años antes. Durante un segundo la expresión de su cara sugirió la de un niño, sorprendido por sus padres en alguna travesura. En sus rasgos había una mezcla de miedo y furia, y una vaga esperanza de ser perdonado algún día.

—¿Antes o después de que viera el temporizador?

—Antes… —dijo él, casi susurrando—. Eras tú o yo…

Le golpeé, esta vez con el puño, mucho más fuerte. Su ojo se oscureció antes de que pudiera parpadear. Tras apartarle de la pared, lo arrastré por la habitación y lo arrojé a un sofá cerca de la chimenea. Se enroscó, apretando las rodillas contra el pecho, y sollozó de nuevo.

—¿Por qué? —pregunté—. Usted nos incitó. Nos lanzó a los buitres. Sin recelo.

—No podía hacer otra cosa. Y tratabas de matarme…

—Cuando le dijo que fuimos nosotros, no lo pensaba.

—No…

—No sólo le dijo lo que habíamos hecho a petición suya —dije, arrodillándome ante él, sujetando sus hombros como con la intención de tirar de cada uno hacia un lado y romperlo en dos—, sino que luego trata de matarme cuando vengo aquí, antes de poder hablar siquiera…

—Tenía miedo, O’Malley —sollozó—. Miedo de él. Miedo de ti. No sabía qué hacer. No…

Lo solté y lo dejé en el sofá, su traje nuevo encogido y arrugado. Me acerqué a una de las sillas y apoyé mi espalda contra ella, sintiendo que mi espinazo se endurecía a medida que mi movimiento se aquietaba. Tenía hinchados los nudillos allá donde había golpeado el grueso hueso de su cráneo.

—Era comer o ser comido, OM. Sabes cómo es.

—Lo sé —suspiré.

—Deberías haberlos contactado. OM. Podrías haber salido.

—Pero cuando hubiera visto el temporizador, habría…

—Cierto. Habría.

—No importa —dije, cerrando los ojos—. Entonces, ¿no sabe dónde está Avalon?

—No. ¿Dónde estaba la última vez?

—En el centro. Cuando desperté, se había ido. Encontré esto.

Saqué la tarjeta del bolsillo y se la tendí. Él la miró, ausente, durante varios segundos. Su reloj de pared repicó mientras la hora aparecía en la pantalla. Empecé a preguntarme si no la habría perdido, después de todo.

—La letra de ella —dijo él.

—¿Está seguro? —Yo nunca había visto la letra de Avalon; sospechaba que sabía escribir, pero no tenía pruebas.

—AO. Siempre escribe así. Dejó esta tarjeta. Escribió este mensaje. Sin duda.

—Alguien debe haberla obligado.

—¿Por qué? ¿Con qué fin? Si los hombres de papá os cogieran desprevenidos, ambos habríais sido eliminados. Eres consciente.

—Hay algo más —dije, pensando—. Pasa algo. Ella no se habría marchado sin decir nada. Pasa algo.

—Aparecerá un día, seguro. Flotando en el río. Masacrada.

—No diga eso. —Él estaba lo suficientemente asustado como para callarse inmediatamente. Cerró los ojos, como si temiera que le golpeara una vez más—. ¿De quiénes eran los tipos que nos perseguían?

—De él —dijo el señor Dryden—. De Midtown. Les sacudiste bien, he oído. Veinte eliminados, decía el informe.

—Pongamos que nos siguieron. No sé cómo, pero pongamos que lo hicieron. Pongamos que la capturaron; quisieron dejarme, pero para que leyera este mensaje. Así que la obligaron a escribirlo.

—¿Para qué?

—Si él sospecha que usted está detrás…

—Le convencí —dijo.

—¿Seguro?

Apretó con más fuerza sus rodillas, como si al hacerlo con la fuerza suficiente pudiera doblarse dentro de sí mismo y desaparecer.

—No. Ya no.

—Entonces, eso es lo que ha hecho. Sabían que cuando yo descubriera el mensaje contactaría, como me decía. Entonces supusieron que me haría eliminar…

—Como intenté…

—O que vendría aquí y le eliminaría a usted, pensando que se había llevado a Avalon.

—¿Y luego?

—Luego, a placer, se encargaría de quien quedara. ¿Parece típico de él?

El señor Dryden asintió.

—Pero los dos estamos aquí.

—Exactamente.

—¿Qué vamos a hacer, entonces? Si es así, los dos estamos aún marcados.

—No si nos movemos —dije—. Tenemos que cogerlo desprevenido antes de que nos atrape.

El señor Dryden suspiró y se estremeció como si sufriera un brote de malaria; se cubrió la cara con las manos y las dejó allí.

—No puedo —dijo—. Si me quiere, puede tenerme. Estoy vencido. Él ganó.

—Dadas las circunstancias, tengo un plan —dije—. Nos ayudará a ambos. Tiene que continuar.

—No puedo.

—¿Me dejará intentarlo solo sin ayudarme?

—Intento proteger —dijo—. No puedo, OM. Amenazó…

—Que amenace. Es imposible que tengamos más problemas que ahora. Calculemos. ¿La habrán llevado a la mansión o a las Tumbas?

—A la mansión —dijo, y pareció sonreír con el calor del razonamiento—. Él ha querido tenerla desde la primera vez que la vio.

Por la forma en que yo interpretaba las observaciones de Avalon, y por su familiaridad con el plano del estudio, sospeché que lo había conseguido. No es momento, pensé, y no mencioné mi opinión.

—Llame y diga que he aparecido. Diga que me han eliminado. Pregunte si ella está allí. Diga que irá esta noche.

—Aunque fuera, no funcionaría. ¿Qué hay de Jimmy?

—Tendrá que llevarnos. Con esta pistola del ejército puedo reducirlo. Antes de llegar a la mansión me esconderé. Cuando entremos…

—No.

—¿Por qué no?

—Olvídalo. Que se salga con la suya, OM. Sufriré mi medicina. Te sacaremos del país adonde quieras. Tendrás que quedarte allí, así que elige un buen sitio. Él no sabrá nunca…

—No quiero marcharme —dije—. ¿Y qué hay de Avalon?

—¿Qué hay de ella?

—Si aún está viva no quiero perderla. Y voy a averiguarlo, pase lo que pase.

—OM. Es su pérdida. Muchas te esperan.

Pero ninguna es elegida, porque, después de haber estado con Avalon, estaba decidido a volver a tenerla mientras ella me deseara. Deseaba que estuviéramos juntos, y vivos. Mientras trataba de convencer al señor Dryden, sabía que podría volver a estar en sus brazos sólo otra vez en el más allá de la Deidad, que eso sería un goce mayor (aunque invisible, inaudible, insensible) de lo que jamás conocería mientras respirara.

—Aún podemos vencer como deseaba —dije, sintiendo la necesidad de convencerle—. En tres días. Esencial, dijo. No puede rendirse ahora.

—Puedo. Te aeropuertearemos. Desembarcaremos en costas distantes hasta que…

—Voy a ir a la mansión, y usted también. Si lo hacemos por separado nos eliminarán a los dos. Juntos podemos conseguirlo. No estarán preparados para los dos. Lo comprende. Sé que lo comprende…

—OM —dijo; la calma controló la inundación pero sólo por un instante, y sus lágrimas empezaron a brotar de nuevo—. No podemos. Es todo. Por favor. Deja de pensar en eso. A veces las cosas funcionan. A veces no. Es todo…

—¿Por qué no podemos?

—No podemos.

—¿Por qué?

—Esta vez su amenaza iba en serio —dijo, sujetándose la cabeza con ambas manos—. No podemos…

—Entonces probablemente me tendrá pronto. Lo certificaré, si es así. Quiero a Avalon.

—Olvídala.

—No lo haré. Iré a recuperarla. Solo, es probable que me cojan. Un día, también le cogerá a usted. No descansará hasta que esté…

Déjalo —gritó el señor Dryden, como un loco de asilo; se puso en pie y, al hacerlo, cayó al suelo. Gimiendo sin cesar, empezó a arrastrarse, hundiendo los dedos en la densa pelusa de la alfombra—. Deja que me mate. Ya no me importa. Se acabó. ¡Déjalo!

—Yo no quiero que me mate…

—Ojalá me matara —sollozó—. Ojalá, ojalá, ojalá…

A pesar de lo mucho que le afectaran los riesguis, no importaba cómo salieran los negocios, el señor Dryden nunca había perdido tanto los nervios en mi presencia como ahora. Lo puse de espaldas y lo abofeteé con amabilidad, intentando mitigar su incoherencia. No funcionó.

—¿Qué pasa? —dije—. Ha amenazado antes.

—Amenazas no tan estrictas. No como ésta.

—¿Qué le asusta tanto?

—No voy a ir allí, OM —dijo. Respiraba con dificultad, como si tuviera colocadas sobre el pecho rocas pesadas—. No voy a ir. No solo. No contigo.

—¿Qué demonios le dijo que haría?

—No te preocupes, no te preo…

Me rompió hacerlo, pero le abofeteé otra vez, golpeando secamente su mejilla, tratando de crear shock en vez de dolor.

—Avalon podría estar muerta —grité—. ¡Hable!

—Dijo que lo haría. —Tenía una expresión como si hubiera visto a todos sus resecos antepasados levantarse de la tumba para señalarle con el dedo; tenía la cara blanca, los labios apretados, las pupilas distendidas como si llevara una eternidad en un pozo—. Dijo que si lo intentaba otra vez lo haría. Le prometí que no. El Estrangulador. Yo. Tú. No puedo.

¿Hacer qué? —grité—. Siempre oigo hablar de lo que él podría hacer, pero nunca me entero de qué se supone que es. ¿Qué es? ¿Qué?

—Horrible —dijo el señor Dryden y su voz onduló, como arrastrada por la marea—. Es horrible. Siempre ha podido hacerlo. Por eso nos llevamos tan bien. Los que tienen poder hacen lo que él dice y le dicen a todos los demás que lo hagan también.

—¿Pero qué puede hacer?

—No puedo decírtelo.

—¿Por qué no? —exclamé, sacudiéndolo como un terrier que atrapa a una rata.

—Ni siquiera lo sé con seguridad —dijo—. El humo del fuego. El relente del huracán. La tranquilidad del ciclón. Eso es todo lo que sé. Mamá me dijo algo pero no quiso decir más. Lo sabía todo y lo supo siempre. Quería decírmelo. Por eso él la mató.

A cada estallido de recuerdo, a cada admisión, parecía como si hablara para deshacerse de años enteros. Cuanto más hablaba de lo que tanto había callado, más joven y más pequeño parecía convertirse, como si hubiera desarrollado su apariencia de niño y simplemente la hubiera perfeccionado con la práctica. Sus ojos se secaron; sus temores quedaron al descubierto como hojas húmedas.

—¿Qué quiso decirle? —pregunté, bajando la voz, como si alguien más pudiera oírnos.

—Todo el mundo sabe un poco pero cada cosa está en un cajón diferente. El gob sabe una cosa. El Ejército, otra. Has oído cosas, estoy seguro. Yo sé un poco. Mamá lo sabía todo. Él lo sabe todo.

—¿Qué sabe usted?

—Lo cogió del gobierno. No sabían que lo tenía. Él no supo que lo tenía hasta que lo consiguió. Les dijo que lo tenía.

—Eso es hablar en círculos…

—Es lo que ella me dijo, así lo dijo. Él los controla a todos. Los hace saltar a su gusto.

—¿Pero cómo lo hace? ¿Qué puede ser?

—Tiene algo que ver con la Pax —dijo, susurrando.

—¿La Pax?

—La Pax Atómica —murmuró—. No resultó como debiera.

La Pax Atómica era considerada, por los responsables, el mayor logro de la humanidad en el siglo XX, un terreno admitidamente resbaladizo. La Pax Atómica fue llevada a la práctica durante el período cristiano; curioso, pues los cristianos que importaban en el momento estaban contra ella. La Pax Atómica decretaba y prometía que todas las armas atómicas de todos los países fueran desmontadas y lanzadas al espacio, y así se hizo. No importaba cómo pudiera haber parecido nuestro mundo en ocasiones, siempre teníamos el consuelo de que al menos estaría aquí para proporcionar un lugar donde la mayoría sufriría eternamente.

—¿Qué quiere decir con que no resultó como debiera? ¿Cómo es eso?

—Ella no quiso decirlo. Creo…

—¿Qué?

—Creo que daba a entender que aún existían algunas. Que él sabe dónde. Que las usaría…

Cuando se firmó la Pax Atómica, yo tenía once años; recordaba sólo vagos relatos de lo que supuestamente podían hacer aquellas bombas. Era otra de esas cosas de las que nadie hablaba.

—Tal vez sólo quiere que la gente crea que las tiene.

—Debe tenerlas. Se habrían dado cuenta si no…

—Si consiguió información durante la Eb —dije, y entonces todo me pareció claro—, que es lo que he oído, entonces nadie del gobierno o el Ejército sabría si era real o no. ¿No lo ve? Podría decir cualquier cosa, ¿y quién podría dudar?

—Ése no puede ser el caso.

—¿Porque su madre pensaba lo contrario? Probablemente es lo que él quería que pensara. Mire…

—Pero ella sabía también lo que era.

—Entonces, ¿por qué no se lo dijo?

—Él la mató…

—Debe de haber otro motivo. ¿Sabe por qué nunca le dijeron nada más? Si todo el mundo sabe que una mentira es una mentira, entonces la mentira no sirve para nada, ¿no?

Él no dijo nada; yo seguía pensando que tal vez sabía más de lo que decía. Las cosas empezaron a adquirir un matiz desconcertante; la intranquilidad me caló los huesos. Sabía que, tuviera razón o no, había poco que pudiera hacerse o deshacerse. Sin embargo, noté una sensación nueva y extraña: era como si, al asistir a la cena de Acción de Gracias en casa de un pariente lejano, uno fuera a la cocina después del postre para soltar los platos y descubriera, escondida en la alacena, una caja abierta de veneno con sabor a borgoña cerca de la lata abierta de salsa de arándanos. Pero deseos más egoístas me impulsaban, y mi preocupación por Avalon bloqueaba los escrúpulos que normalmente habría sentido. Aún pensaba que, fuera lo que fuese lo que el Viejo podía hacer, no podía ser tan temible como para creer al señor Dryden.

—Vamos —dije, tirándole de la manga de la chaqueta—, en marcha. Acabemos con esto de una vez. Vamos.

—No. OM, por favor, no… —no quiso soltar su presa sobre la alfombra.

—No hay otra forma. ¿Quiere quedarse aquí y no moverse? Eso es lo que él espera. ¿Quiere eso?

Él se puso de espaldas, y por un momento pareció como si empezara a entrar en razones.

—No hay otra forma —repetí. Tal vez la hubiera, aunque a mí no se me ocurría ninguna. Mientras le miraba a la cara se quedó allí tendido, y durante un evanescente momento sus rasgos se animaron, como si las nubes se separaran lo suficiente como para dejar pasar a un único rayo de sol que le cubriera la cara. El color rosado regresó a su piel; sus manos relajaron su presa sobre la alfombra. Respiró profundamente, varias veces, y suspiró.

—Tienes razón —dijo, muy suavemente—. No hay otra forma.

—Exactamente —afirmé, pensando en formas de apaciguar su alma y templar sus nervios. Le cogí las manos y lo ayudé a sentarse—. Lo cogeremos tal como venga. Puede contar conmigo.

—Sé que puedo —dijo él. Se levantó y caminó lentamente hacia su escritorio volcado. Metió la mano debajo, como buscando algo—. No siempre he sido justo contigo, OM. Lo siento. Lo que he dicho es…

—No importa. Vámonos. No le habrán hecho nada a Avalon todavía, ¿verdad?

En la mano sostenía uno de sus frascos de píldoras, que evidentemente había sacado de un cajón. Tenía suministros por todas partes.

—Todavía no —dijo, con la suavidad de un palomo arrullándose entre las hojas; quitó el tapón protector a la botella—. Estará a salvo durante una temporada.

—¿No debería ir libre de riesguis? —pregunté, al ver la botella. Me volví para recoger mi sierra—. Querrá tener la mente despejada. Esas píldoras le matarán cualquier día…

Se produjo un golpe sordo, como si algo grande y suave hubiera caído al suelo. Me volví. El señor Dryden yacía en el suelo. Se había sofocado tanto que no me sorprendí al verlo desmayarse. Me arrodillé a su lado y le sacudí el hombro.

—Vamos. Es la hora. —Su trance parecía extremadamente profundo, o especialmente bien fingido—. Señor Dryden. Vamos, despierte.

Yacía como si disfrutara de un sueño reparador y profundo. Tenía los labios fruncidos por las comisuras; parecía tener un sueño agradable. Le abrí los párpados: sus ojos miraron hacia arriba, las pupilas fijas en ángulos torcidos.

—Señor Dryden. —Cuando lo sacudí, no reaccionó.

Le coloqué la mano en el pecho; no noté ningún latido, ni pulso alguno cuando le cogí la muñeca. Una especialidad de Jake, en el tipo más avanzado de opas, era la provisión y aplicación de ofertar innegociables. Esta variante particular era un trabajo azul, pues ése era el color del recipiente recién abierto: azur oscuro, como si hubiera sido metido en un tintero. Antes de que el último riesgui saliera de su boca, había funcionado.

—Señor Dryden.

Me aparté de él y me senté en uno de los grandes sillones, y me quedé mirándolo como si fuera uno de aquellos animales disecados, sorprendido por lo que veía, incapaz de hacer nada. No muy lejos de donde descansaba el señor Dryden estaba Renaldo, lo suficientemente retorcido como para parecer una estatua derribada de su pedestal.

—Señor Dryden —me oí decir, como si pronunciando más diligentemente las palabras pudiera devolver la vida con el tiempo—. Despierte.

Sus cabellos se agitaban débilmente con la brisa del AAC. No hizo ningún movimiento, no mostró ninguna respuesta, no dijo ninguna palabra, no ejecutó ninguna acción, no expresó ningún pensamiento ni intentó ningún gesto. Casi deseando poder conseguir un descanso tan completo, ignorando los dolores de mi cuerpo, me levanté y me acerqué a las ventanas. Descorrí las cortinas. Renaldo y él parecían más grises con la luz que en la sombra. Fuera, las nubes eran tan espesas que no podía verse la ciudad. Sabía que no había otra opción. Si quería tener la oportunidad de estar con Avalon al menos una última vez, tendría que ir solo e improvisar sobre la marcha…, no podía hacer nada más, no importaba el resultado. Los pelos de la nuca se me erizaron; la aprensión heló mi sangre. Si el señor Dryden se había asustado tanto como para hacer esto, ¿por qué debería actuar yo sin pausa? Al menos, tenía una oportunidad en lo referido al miedo que podía permitirme sentir, así que usé todas mis fuerzas para negar tal terror. No había necesidad de preocuparme hasta que supiera por qué debería preocuparme. Me repetí aquello, como si diciéndolo con frecuencia pudiera convertirse en realidad.