11

Mis sueños irrumpieron después de que me quedara dormido, chispeando de miedo, frescos y limpios. Soñé que corría, y luego caía: no tenía ni idea de dónde a dónde. Sólo supe de mi acelerada caída, rebotando hacia abajo mientras millares aplaudían. Desperté antes de llegar al suelo y extendí la mano hacia Avalon, pero agarré el aire. Mientras me sentaba esperé verla cerca, a pesar de que supe, de inmediato, que no estaría.

—¿Avalon?

No estaba. Parecía inconcebible que yo hubiera seguido durmiendo tras su marcha, aunque era obvio.

—¡Avalon!

Cuando intenté incorporarme, mis piernas se doblaron y me desplomé sobre el colchón. Un gran chichón brotaba de mi cabeza en el lugar donde me habían golpeado. Con grandes esfuerzos, logré levantarme. Me sentía como si me hubieran hecho pedazos y luego alguien no familiarizado con las formas me hubiera vuelto a pegar. Mis brazos apenas pudieron llegar a mi cabeza cuando los alcé; tardé varios dolorosos minutos en ponerme los pantalones.

¡Avalon! —grité, por si acaso ella hubiera salido al pasillo por alguna razón. No lo había hecho. Cuando extendí la mano para coger mis botas, divisé una pequeña tarjeta sobre los cordones. El lado en blanco, que ya no era tal, estaba vuelto hacia arriba. En esa cara de la tarjeta había cuatro palabras escritas. La letra era irreconocible.

Tú eres el próximo

Di la vuelta a la tarjeta, y vi que era una de las tarjetas personales del señor Dryden. Bajo su nombre impreso y su número alguien había escrito: contacta ahora. Leí las dos notas una y otra vez. Ahora me pregunto por qué el mensaje tardó tanto tiempo en hacer efecto. Después de atarme las botas, me puse el gabán (lentamente), comprobé otra vez el apartamento y luego me marché, bajando las escaleras con toda la rapidez posible.

Varias posibilidades surcaron mi mente mientras me abría camino, pisando escalones rotos y montones mojados de basura. Había sido la gente del señor Dryden, estaba convencido, y eso me aseguraba que aún estaba vivo. Los tipos del Viejo eran obviamente los que nos habían perseguido el día anterior; yo siempre había pensado que los de su banda eran unos aficionados, carentes de estilo y matiz. El señor Dryden tenía a unos pocos trabajando para él en diversas situaciones (Jalee era el supervisor), y podrían haber entrado con facilidad y cogido a Avalon sin que yo me diera cuenta. Ése era un gambito común en los asuntos de negocios.

¿Por qué no nos habían cogido a los dos?, me pregunté mientras llegaba el vestíbulo. Había una explicación, tal como yo lo veía. El Viejo, que indudablemente también había sobrevivido, sospechaba que estábamos detrás de la bomba, y tal vez que su hijo estaba también detrás, pero por el momento decidía no incidir demasiado en eso. Y así, para mostrar su preocupación y para enviarme nuevos mensajes, el señor Dryden había implicado a sus muchachos. Llevándose a Avalon podían hacerme salir.

Tú eres el próximo

Aquello era desconcertante. Si querían contactar con los dos, nos habrían llevado a los dos…, a menos que desearan lo contrario de uno de nosotros. Si sospechaba que Avalon estaba detrás de la nueva hora de la explosión, como lo había estado, de esta manera podría quitarla de en medio mientras me comunicaba que yo era necesario, o estaba en peligro. Pero, si quería eliminarme por estropear el trabajo, sabía que no habría cebo mejor que Avalon.

Pasara lo que pasara, ella estaba en problemas. Cuando capté ese pensamiento, ninguna otra cosa ocupó mi cabeza. Al salir a la calle, con la fría llovizna goleándome en la cara, vi que no había nadie.

No tenía otra elección. Esperando que al menos estuviera viva, saqué mi teléfono del gabán y tecleé el código. El teléfono (un teléfono de propietario, y por eso siempre exacto) conectaba directamente con la oficina del señor Dryden.

Zumbó dos veces antes de que contestara.

—Dryden —dijo.

—Soy yo.

Guardó silencio. Escuché con atención, por si susurraba a alguien más en la habitación.

O’Malley —dijo—. ¿Dónde?

—Centro.

—¿Salvo?

—AO.

—Peligro acecha. Cuidado.

—¿Dónde está Avalon? Hizo otra pausa.

—Preséntate a Dryco. Ahora. Enseg.

—AO.

—Muévete incog —dijo—. A Puente CG. Mi palabra envía. Usa.

—¿Quién?

—Coronel Willis. Te ayudará instant.

—¿Está Avalon a salvo? ¿Lo está?

—Veremos —dijo—. Esperaré. Aprisa.

—AO.

Colgó, dejándome aún más asustado. Usando mis fragmentos restantes de optimismo, concluí, por su última frase, que esperaría a que llegara a su oficina antes de hacerle nada. Decidí, sin vacilación, que si había que responsabilizarla por lo que había sucedido, no sería a ella sola; que, aunque ahora estuviéramos separados, al final podríamos al menos estar reunidos de nuevo. Caminando, podría alcanzar el Puente del Cuartel General en veinte minutos, pasando por Henry Street. Por mucho que doliera, corrí, deteniéndome sólo para recuperar la respiración. Mientras me acercaba al viejo puente de Manhattan, surcado por reflectores perpetuamente encendidos como en día de fiesta, vi cópteros revoloteando, transportando a los vivos y los muertos de Brooklyn, y Long Island, algunos atravesando el arco de la torre más cercana al aproximarse.

El Puente CG (situado en terrenos requisados por orden del gobierno en el último año de la Eb, en el Año Duende) cubría la zona situada entre los puentes de Manhattan y Brooklyn al sureste de Park Row y el Bowery bajo el Canal; estaba junto a la Zona de Control del Centro, pero no pertenecía a ella. Los soldados habitaban las viejas Casas del Gobernador Smith, torres de ladrillos que no estaban en tan mal estado como la torre donde habíamos pasado la noche. El CG tenía un aeródromo, un hospital de campaña (localizado en la vieja comisaría de policía, ahora transferida a Midtown), y las instalaciones tradicionales de los cuarteles del ejército: empalizadas, clínicas de rehabilitación de adicciones, centros de tratamiento de enfermedad y un crematorio.

Los recién llegados a Nueva York, frescos y verdes de los campos de instrucción del sur, acudían cada mes, dispuestos a soportar su año de servicio nacional antes de ser elegidos para ser trasladados a ultramar. Después de aterrizar, cada grupo era dividido: una cuarta parte era asignada a la unidad del Comando Central de Manhattan, tres cuartas partes iban a las unidades apostadas en Long Island. Las fuentes del ejército situaban la media de bajas en las unidades destinadas en Long Island en un 60 por ciento; las fuentes no oficiales decían que más. La teoría del gobierno era que los que sobrevivían a una campaña en Long Island no tendrían problemas en ningún campo de batalla extranjero; que una vez que los americanos se acostumbraban a matar americanos, no dudarían en matar a nadie más.

El puesto de entrada por el norte estaba situado en el centro de Henry Street, bajo el puente. Cuatro chicos del Ejército alzaron sus rifles mientras me acercaba, apuntándome a la cabeza. Alzando las manos todo lo que pude, avancé lentamente, mostrando mi Drydencard.

¡Alto! —gritó uno, después de que me hubiera detenido—. Asunto. Pronto.

—Dryco —repliqué. Otro más se acercó y me arrancó la tarjeta de la mano. Era viejo para ser recluta; diecisiete o así, y estuve seguro de que había esperado a que lo llamaran antes de decidirse a coger cuanto antes al toro por los cuernos. Hoy en día (había sido más fácil en mis años mozos) te podían reclutar a partir de los quince; si uno quería, claro, podía unirse al ejército a los trece, siempre que se cumplieran los requisitos necesarios de altura y peso.

—¿AO? —pregunté. El soldado sostuvo la tarjeta largo rato, examinándola con atención, como si estuviera escrita en sánscrito.

—Calla —dijo. Sostuvo la tarjeta contra la luz que había, y el logograma de la corporación Dryco se visualizó en ella. Sonrió al reconocerlo. Tras tendérmela muy deferentemente, me pegó una chapa de visitante en la solapa.

—¿Puedo pasar? —pregunté.

—Ahora no la pierda —rezongó, como si esperara que lo hiciera.

Un enorme cartel, picoteado y agujereado por agujeros de bala, se alzaba a la derecha, más allá del puesto de entrada, justo detrás de un camión que parecía haber sido desguazado en busca de partes cambiables.

INFORMACIÓN PERTINENTE A BOMBARDEOS/TERROR/Y O/ASESINATO

RECIBIDA AQUÍ. CONFIDENCLDAD ASGDA. RECOMPENSAS DADAS

SOLO EN CASO DE EJECUCIÓN

LLAMAR: 6333512—797—3600 EXT. 297753 DEPT. 3131 CÓDIGO: 7BAKER

Encontré muy intrigante que el cartel estuviera dentro de la base.

Se podía distinguir la guardia de Manhattan de la de Long Island en un segundo. Los chicos del Ejército de la guardia de Manhattan eran rurales, blancos, almidonados y de ojos drogados, y su pose sugería que habían estado buscando problemas desde que escaparon de la cuna para estrangular al perro de la familia. Las unidades de Long Island estaban compuestas de negros, hispanos y amerasiáticos, urbanos, con ojos igualmente cargados, pero con una mirada que se encuentra sólo en aquellos que, a los seis años, se han escondido debajo de la cama para ser testigos silenciosos de cómo unos desconocidos masacraban a su familia. El ejército pensaba que era mejor que sus miembros fueran introducidos a situaciones desconocidas, para así apoyar la reacción más vehemente y duradera.

—¿Dónde está el Comando Central? —le pregunté a un tipo reclinado en lo que al principio me pareció un fajo de Hefties. Sólo después de advertir que el crematorio estaba detrás comprendí que estaba echado sobre las bolsas que contenían los restos de antiguos miembros de su pelotón, o de algún otro.

—¿Quién quiere saberlo? —Se sacó la pipa de la boca para hablar, expulsando bocanadas de denso humo azul. Una vez más mostré mí Drydencard mientras él se inclinaba hacia delante; casi se cayó—. Tercer edificio a la derecha —dijo, volviendo a colocarse la pipa en la comisura de los labios.

Mientras me marchaba, me di cuenta de los rugidos y ráfagas de viento cercanos. Vi la pista de aterrizaje entre los edificios; los cópteros despegaban y se posaban como palomas en la calle, repostando y descargando. Tenían en el morro las insignias de los grupos de los Nurfs y los Surfs: las Nassau Unit Recon Forces y las Suffolk Unit Recon Forces. Con los rotores girando y los motores zumbando, conducían a los muchachos del Ejército para que prendieran fuego a Ronkonkoma y Wantagh, o barrían las víctimas de las regresiones tácticas sufridas en las dunas de Wainscott y Amagansett. Cada cóptero llevaba su propio sistema musical, estéreo o laséreo, para ahogar los gritos. Los enfermeros pululaban por el campo, marcando con una A púrpura las frentes de los que estimaban aptos para continuar.

Sospeché que el siguiente edificio era el cuartel general psyop, pues no había ventanas en toda la estructura. El tablón de boletines de la base estaba colocado delante, cerca de la carretera. Una directriz, en lo alto, decía:

PROHIBIDAS FOTOS NO AUTORIZADAS PARA PROPÓSITOS DE MUESTRA

En la parte inferior del tablón había pegadas varías fotos de quince centímetros; no estuve muy seguro de si eran autorizadas o no. Mostraban, a todo color, los escombros de una reciente operación cerca de Riverhead: ampliaciones de muchachos del Ejército ante la cámara, aplastados y destrozados, igual que ellos hacían a los habitantes de Long Island. En la última foto, un chico del Ejército, con el bigote recortado por encima de la sonrisa, aparecía de pie entre dos gnomos de jardín, apretando con el tacón el pecho de una mujer desnuda. Ella estaba tendida de espaldas, con las piernas abiertas; parecía que la mayor parte de la compañía le había introducido el cañón de sus fusiles. Bajo la foto había una nota adjunta, que decía: Limpia diariamente tu pieza.

Supuse que el siguiente edificio sería el Comando Central; había cortinas de encaje en las ventanas. Dos PM me cortaron el paso cuando entraba, y ambos me colocaron los rifles bajo la barbilla. Agitando mi tarjeta una vez más, les dejé verla. Me relajé. Lo mismo hicieron ellos.

—¿Está el coronel Willis? —pregunté.

—Sí, señor —dijo uno de ellos—. Está reunido. Vea a la recep.

—AO —dije.

—Lo siento —se disculpó el otro—, nunca se es demasiado precavido, señor.

Un cuerpo muerto, preparado, estalla igual de fuerte que uno vivo, pero no vi ningún motivo para enseñar trucos al Ejército; me acerqué a la mesa. La recepcionista, una joven teniente, veía la tele en compañía de varios suboficiales y otro teniente.

—El coronel Willis, por favor —dije, alzando la voz sobre el vol de la tele. Por qué todos en el Ejército eran sordos estaba más allá de mis capacidades.

¡Sshh! —siseó uno de ellos—. ¿Quién lo quiere?

—Seamus O’Malley. Para Thatcher Dryden.

La recepcionista llamó inmediatamente al despacho del coronel.

—Dryco, señor.

Era difícil oír nada a través de la estática del intercom. La recepcionista lo golpeó con la palma de la mano.

—Entre, señor —me dijo. Mientras pasaba, miré a ver qué era lo que les llamaba tanto la atención. En la pantalla, apenas visible por la capa de hollín, aparecían las noticias. La información de una ejecución, no supe en qué estado. El reo, según el periodista, era culpable de violación y asesinato. Se trataba de un hombre de mediana edad, y estaba sentado y atado en una silla sobre una plataforma baja. El marido de la víctima se acercó, subiendo al patíbulo. Llevaba un soplete. Según el Acta de Retribución, se requería que la familia de la víctima ejecutara la sentencia como deseara. El hombre reguló la llama de su herramienta. El periodista, farfullando, explicó cómo, después de una aplicación prolongada, los ojos estallarían dentro de la cabeza. Pasé a la oficina del coronel y cerré la puerta detrás.

La oficina interior del coronel estaba tan repleta como la exterior. Sobre su mesa había extendido un gran mapa de Long Island; sobre él se encontraban el coronel y varios ayudantes de diversos rangos. Con rotuladores y bolígrafos marcaban las pistas de insurgentes en la Ruta 25 y la Autopista Sunrise. Los círculos eran supuestas fortificaciones que protegían Cutchogue y Massapequa.

—Disculpen —dije. Estaban hablando entre sí.

—… unidad de patrulla informó a las 0800 que interrogaban a un grupo de insurgentes alcanzados cerca de Mineóla…

—¿Dónde demonios están ahora? —preguntó el coronel.

—Rodeados.

—¿Cómo?

—Se retrasaron con los insurgentes mencionados en reconstrucción personal selectiva…

Lo que significaba que los habían matado a todos menos a las mujeres jóvenes…

—… cuando bajo fuego de mortero sufrieron una densa refiguración de pérdidas.

—¿Cuántos?

—Catorce.

—¿Qué han hecho entonces? ¿Sentarse allí? ¿Sí? ¿Quién es usted? —me preguntó, mirándome como si fuera un niño latoso.

—Vengo a ver al coronel Willis…

—Al habla. ¿Sobre qué? —Dirigió de nuevo su atención a uno de sus ayudantes—. ¿Apoyo aéreo listo?

—Enviado.

—Entonces, ¿dónde están?

—Obligados a detenerse. Densa interacción tierra—aire.

—Thatcher Dryden me dijo que podría usted llevarme al centro de incog —dije—. A sus oficinas.

Todos se detuvieron a mirarme. Un segundo después volvieron los ojos hacia el mapa y los informes y cables que tenían en las manos. Contemplé la oficina mientras esperaba a que me respondiera. En un rincón había una bandera americana, colgando fláccida de su mástil. Tras la mesa estaba el retrato oficial del Presidente. Los ojos se hallaban dispuestos de forma que pudieran seguirte mientras te movías por la habitación. Las medallas del coronel (o de alguien) reposaban en una pequeña cajita en lo alto de la mesa. Un muñeco descansaba a la derecha de su terminal, desplomado contra éste como si descansara después de una larga marcha. Relleno de ingredientes adecuados, las unidades de reconocimiento dejaban en ocasiones tales muñecos en zonas adecuadas de Long Island.

—Eso dijo —comentó el coronel, pero no parecía una pregunta.

—La unidad doce ha sostenido una confrontación de veintitrés días. Necesitan municiones.

—Tendrán que seguir a patadas —dijo el coronel—. No tenemos capacidad de apoyo. No hasta la semana que viene.

—Perdón, señor, pero dos escuadrones de Jersey están preparados, señor. Desde esta mañana, señor.

—Ya no —dijo el coronel, al tiempo que se volvía para mirarme. Sus ojos eran mucho más preocupantes que los del retrato del presidente—. A las 1100 recibí una orden del CG del Grupo. Serán trasladados a Hunts Point.

—¿Servicio en el Bronx, señor?

—¿Por qué, señor?

—Para demoler estructuras capaces de soportar los daños de la inundación… —hizo una pausa, tras bajar la voz, y me miró de nuevo. Uno de los músculos de su mejilla dio una sacudida como si algo en su interior se preparara para soltarse—… en algún momento antes de final de siglo.

—Pero, señor…

—Dígaselo. —Señaló hacia mí, alzando los brazos, cruzando las manos sobre su pecho. Replegó los labios, como si sorbiera sangre de sus encías. Calculé que sus dientes no encajaban tan bien como los de Avalon. Advertí que llevaba un revólver al cinto.

—Coronel Willis, me dijeron…

—Que haga lo que le digan. —Se levantó de la silla—. Eso es lo que hará mientras esté aquí. Su jefe me hizo saber que deseaba que llegara a Midtown de incog.

—Sí, señor…

—Agárralo, me dijo, antes de que salte.

Un estallido de estática sonó en la radio de onda corta, como fuegos artificiales en el año nuevo chino. El coronel se volvió y cogió el micro.

—77A257. Cambio.

—Informe de Mount Misery, señor —murmuró una voz; el ruido de fondo hacía difícil oírla—. Op recon prima zero. Regresión táctica sostenida. Cambio.

—¿Pérdidas? Cambio.

—Cuantiosas —dijo la voz; lo reconsideró—. Totales. Cambio.

—¿Necesidad de recogida? Cambio.

—Ninguna. Cambio.

El coronel suspiró como si se le permitiera respirar una vez más, como si el dolor de inhalar lo agotara.

—AO. 22991. Cierro.

Indicó una silla frente a su mesa, para que yo me sentara. Lo hice, inseguro, impaciente por moverme, temiendo por Avalon.

—No sé por qué es tan esencial que use mi tiempo para hacerle llegar a usted a Midtown —dijo. Sus ayudantes y consejeros guardaron silencio, como esperando poder desaparecer de alguna forma—. Pero hay muchas cosas que no sé.

—Señor…

—Para mí es usted mierda de la calle. Pero cuando él llama, yo salto. Tengo que hacerlo. Supongo que le será usted muy útil para crear una situación como ésta.

—Quería que estuviera en su oficina lo más pronto posible, coronel —le recordé. Él se levantó y dio la vuelta a la mesa. Aunque continué sentado, pude ver que era varios centímetros más bajo que yo. Tenía ese tipo de constitución que le hacía parecer comprimido para usar mejor el espacio.

—Llegará usted allí —dijo—. Puede ser importante para él, pero no es él. Probablemente no tendrá más que decir que yo. La verdad es que me importa un carajo.

—Coronel, no estoy seguro de comprender…

—No me importa si comprende o no. Hay otra cosa que quiero que comprenda, mientras nos presta esta pequeña visita. Algo para que se lo diga a los tipos de casa.

Se llevó la mano al revólver, como esperando que yo fuera lo suficientemente tonto como para intentar ninguna acción.

—Llevo tres años destinado aquí —dijo—. Veo llegar hombres nuevos cada mes. Hombres buenos. Preparados para hacer doble deber en cualquier otro sitio. Hombres valientes. Hombres fuertes. Servirían bien a su país, si pudieran. No pueden. ¿Sabe por qué?

—¿Por qué? —repetí, sospechando que sería más seguro preguntar que discutir.

—Sé cómo jugar con los negocios. Se consigue a alguien. Se le usa hasta el fondo. Cuando se vacía, se tira. Pero eso no funciona tan bien en el Ejército. Hay un montón de potencial malgastado aquí. Se pasan dos meses de entrenamiento intensivo. Se les prepara. Se les lleva al máximo, a todos. Luego se les envía a este pozo para que puedan ser hechos pedazos y arrojados a la segadora. ¿Tiene sentido? Me rompe el jodido corazón. No puedo hacer nada. Sólo verlos entrar grandes y salir pequeños. ¿Y para qué?

—No estoy muy seguro, señor…

—Yo tampoco. Hace años podríamos haber borrado la isla entera, y así se habrían resuelto las cosas. Ahora no podemos hacerlo. Lo mejor, tal vez, sea sacar a los hombres y dejarlo estar. Pero tampoco podemos hacerlo. Si dejamos a Long Island en paz, todos pasarían nadando a este lado. Un obstáculo en los grandes planes de su jefe. Lastima el valor de su propiedad inmobiliaria…

—Yo no…

—Oh, no. Tengo que mantener este jodido lugar a salvo hasta que construyan el nuevo allá arriba. Como si el viejo valiera más que arrasar el jodido terreno. Incluso después de que esté construida la nueva ciudad, tendremos que protegerla también. No se puede discutir con Dryco. Mis órdenes son no joderlos y hacer lo que digan. Cualquier cosa que digan. El Viejo Rey Mierda me dice que alinee a mis hombres en la orilla de Battery y los haga desfilar hasta la bahía en grupos de a cuatro. Tendría que hacerlo.

El coronel me agarró por las solapas y me levantó de la silla; pese a su tamaño, era inmensamente fuerte, y no interferí.

—¿Qué cree que pasaría si un día no saltáramos cuando él lo diga? ¿Qué haría?

—La verdad es que no sé…

—No lo sabe —dijo—. Oímos historias. Oímos que, si no lo hiciéramos, él interferiría con la seguridad nacional. ¿Y eso qué significa? Nadie nos lo dice. ¿Cómo lo haría? ¿Lo sabe?

—No lo sé.

—No sabe una mierda, ¿no? —preguntó, y me soltó. Volví a sentarme en la silla. Era como ser acorralado por un borracho en una fiesta—. No me sorprende. Sin duda soy un hombre mayor en mi op que usted en la suya, y nadie me dice una mierda. No me sorprende. Sólo hago lo que me dicen, también.

Por un instante apareció en su voz un tono conspirador, sugiriendo que en su mente conjuraba la imagen de dos tiburones quejándose de la frialdad del agua.

—Señor…

—Sucederá un día de éstos —dijo, inclinándose, acercando su cara a la mía—. Si no duro lo suficiente, alguien más dirá al carajo con todo. Algún día. ¿Sabe lo absurdo que es todo esto? Cada mes llegan nuevas unidades. Podríamos enviar nuevas unidades cada hora y no serviría de nada. Si matamos a uno de ellos, otros tres ocupan su lugar. Así ha sido siempre. El desgaste no se aplica aquí. No tiene sentido. Es como si brotaran del suelo. Como si cayeran del cielo cuando llueve. No tiene ningún jodido sentido.

—Creo que debería marcharme…

—Dígaselo cuando lo vea. Estamos hartos. Estoy harto. Todo el mundo está harto, y él se va a enterar. Si quiere hacer amenazas, puede continuar adelante y amenazar cuanto quiera. No nos importa. Pueden estar en Washington, pero nos importa un carajo. Que haga lo que quiera.

—¿Por qué no actúa, entonces, en vez de hablar sobre ello? Desde el momento en que dije eso, dejó de mirarme fijamente. Volvió la cara.

—Quiero conservar con vida a todos los hombres que pueda —dijo, mirando a mi derecha—. Pero es imposible, gracias a su jodido jefe. Dígaselo. Algún día va a decir que sí, y alguien más dirá que no. Dígaselo.

—Le diré por qué llego tarde.

El coronel era un hombre de reacciones rápidas. Antes de que pudiera alzar los brazos para protegerme, giró y me golpeó con el puño en el lado de la cara. Sentí crujir mi pómulo, y mi visión se nubló roja. Cuando mi visión volvió a reajustarse le vi frotarse la mano, como si se hubiera roto los huesos al golpearme. Me agarré a los brazos de la silla, tratando de levantarme. Si no hubiera querido tanto marcharme, para encontrar a Avalon mientras aún hubiera tiempo, le habría apaleado sin descanso y sufrido las consecuencias que los demás pudieran ofrecer.

—Saquénlo de aquí —dijo el coronel a los otros, hablando entre dientes—. Consíganle un uniforme. Saquénlo de aquí.

—Sí, señor —dijo un joven capitán; avanzó y me cogió del brazo—. Por aquí.

Me empujó para salir de la oficina, y me condujo por el campamento hasta el depósito de suministros. Al apretarme la mano contra la cara pude notar los huesos rechinar unos contra otros, como si fueran piedras de molino; sentí un dolor insoportable cuando empujé con más fuerza. Era como sondear un forúnculo. Sin embargo, controlando el dolor, me acostumbré rápidamente al sordo latir de mi mandíbula.

—El coronel ha estado bajo presión, señor —me consoló el capitán—. Por favor, sopese los factores antes de llevar a cabo los informes…

—Sáqueme de la base y lléveme a donde quiero —dije—. Por favor.

El depósito de suministros estaba tan bien abastecido como cualquier lugar de Manhattan que proporcionara todo tipo de material. Estantes vacíos alineaban la mitad de las paredes. Muchos de los uniformes parecían reciclados, con parches y cicatrices mal cosidas. Me dieron un uniforme de capitán (demasiado largo de mangas y apretado en las caderas), lo más aproximado que tenían a mi talla. No necesité cambiarme de botas, por lo que me sentí agradecido. Tras ponerme mi largo gabán sobre el uniforme y colocar los galones de capitán en los hombros, me preparé. La cara ya no me dolía tanto. El sargento de intendencia me lanzó un revólver, haciéndolo deslizar por el mostrador. Tras cogerlo, me maravillé de su peso; aunque había recibido entrenamiento en armas de fuego, hacía años que no cogía una. Parecían más livianas, al contrario que todo lo demás.

—No la necesito —dije, soltándola.

—Cójala. Nunca se sabe cuándo vendrá al pelo.

—Tengo armas.

—Las situaciones insospechadas exigen lo insospechado —dijo—. Mejor estar preparado.

Aquello tenía sentido. Todos los muchachos del ejército llevaban armas, y la seguridad parecía estar en juego; además, advertí que nadie conectado con Dryco sospecharía que había elegido equiparme con una especialidad de aficionados.

Me la metí en el bolsillo.

—¿Y ahora adónde? —le pregunté al capitán.

—Al depósito de coches —dijo, alzando los brazos y señalando—. Pregunte por Panzerman.

—¿Qué rango tiene?

—Todos le conocen. Sólo pregunte. Ya se le ha informado. No le diga que es civil.

—¿Por qué no?

—Le volará.

Tras despedirme del capitán, me acerqué al edificio central. Dentro había un cabo sentado ante una mesa, esperando instrucciones. Ojeaba un ejemplar del Times. el presi miente, dice el vice, anunciaba el titular.

—¿Es usted Panzerman? —pregunté.

—Fuera —gruñó el cabo, sin alzar la cabeza. Un claxon llamó mi atención, y me volví. Un pequeño cuatro ruedas descapotable aparcó delante. El que lo conducía parecía tener sesenta años y llevaba gafas de montura dorada. Una larga cicatriz en su mejilla derecha sugería que se afeitaba con un hacha. En la espalda de su mono amarillo llevaba bordada la frase: solo, encantador y vicioso. Dryco suministraba los cascos del ejército, y en cada uno aparecía el diseño de un smirkey. Panzerman le había dibujado colmillos a la sonrisa.

—¿Panzerman? —pregunté, subiendo al asiento del pasajero. Llevaba botas claveteadas como las de Margot, y me pregunté si no le dificultaban la conducción.

—Ajá —dijo, sin ofrecer nada más. Por lo que pude ver, no tenía rango: un parche en un hombro decía que era miembro del ejército de Honduras, si uno le hacía caso.

—¿Sabe dónde tenemos que ir?

—Ajá —dijo, alimentando el motor. Nubes de polvo flotaron detrás de nosotros mientras nos poníamos en marcha. Nos dirigimos a la salida de Park Row. Tras conectar la sirena, pasó al carril 1A de Church Street, y nos dirigimos al centro.

El tráfico había sido desviado en la Zona Secundaria de Tribeca y, durante varias manzanas, fuimos el único vehículo en movimiento. Mientras pasábamos junto a un taxi abandonado, vi algo que me dejó clavado donde estaba.

—Pare el coche.

—¿Porqué?

—He dicho que pare el coche. —Tras pisar el freno, miró a los lados mientras el coche se detenía—. Dé marche atrás.

Mientras retrocedíamos, vi el espectáculo. Tres soldados se ocupaban de una mujer al estilo cotidiano del Ejército. Tras haberle subido el vestido, atado los brazos y cubierto la cabeza, la habían extendido como un águila sobre la capota del taxi. Uno estaba arrodillado encima, doblándole las piernas con una ruda tenaza a la altura de los tobillos. Los otros dos se la beneficiaban por turno. Pensé en los informes del Ejército, pegados en el tablón, y oí aquellos gritos que siempre quemaban en mi mente.

—Quietos —ordené, de pie en el coche. El soldado que estaba actuando en aquel momento dio un paso atrás, sin molestarse en colocarse bien el uniforme. La mujer gritó y se sacudió. La araña que reptaba sobre ella le apartó más las piernas para que yo pudiera ver cuánta sangre habían derramado hasta ahora. Ella volvió a gritar.

—¿Quiere un poco, capitán?

Las armas de fuego anulaban la opción de considerar las cosas antes de pasar a la acción; los aficionados, sin pensar, las preferían por esa razón. Respecto a algunas cosas, no había necesidad de examinar opciones. Al no tener palabras apropiadas para ellos, sabiendo los oídos sordos donde rebotarían, disparé mi pistola. Cuando le alcancé, se arrugó como un papel y se perdió en el viento. Los otros dos se separaron como si pretendieran llegar a la línea de gol antes de que sonara el silbato; rebotaron al alcanzar el suelo, como esperando que el entrenador no perdiera tiempo quejándose. Con una pistola normalmente era demasiado rápido; aquí no podría haberlo sido lo suficiente. Al usar una herramienta diferente, para una razón diferente, pensé que al fin había empezado a labrarme mi nuevo camino, siguiendo mi nuevo motivo y mis viejos sentidos; usaba tales caprichos para limpiar nuevas heridas, y no para empeorar las viejas. La mujer se enderezó con cuidado, cubriéndose las piernas con el vestido mientras apretaba las rodillas y sacudía la cabeza como para extraer de su mente el toque viscoso de la pesadilla.

—Muévase —dije, pero sólo yo me moví, al caer de lado ante el shock del ruido. La mujer, durante un segundo, levitó sobre la capota del coche como para descansar en las zarpas de la Deidad…, antes de que ésta la soltara y la dejara caer tras el taxi. Panzerman recargó su rifle.

—Cien por cien, señor —dijo, sonriendo silenciosamente, como si el momento no garantizara una risa audible.