Después de que me recuperara (más o menos) y Avalon descansara, volvimos a bajar a las vías y nos dirigimos de nuevo hacia el centro, siguiendo las vías en dirección al norte para evitar el convoy descarrilado. Aún estaba allí cuando pasamos; probablemente nadie había advertido todavía su ausencia. Regresamos poco después a las vías en sentido sur, a petición de Avalon, pero no había nada que temer. Ningún tren circulaba en ninguna dirección.
Continuamos por el túnel durante kilómetros, durante horas, o eso parecía, colocando los pies sobre los travesaños cada vez que era posible. Por lo que Enid me había dicho, yo conocía más o menos dónde empezaban los servicios; conocía la vieja estación de East Broadway de la línea F abandonada que servía como lugar de congregación. Esperaba hacer coincidir nuestra aparición para no perturbar su servicio; el que aparecieran intrusos en Bajo la Roca era algo que ninguno de ellos apreciaría.
Pasamos al túnel que conducía a la línea F, tras la vieja estación de Bleecker Street.
—¿Estás seguro de que sabes a dónde vamos? —jadeó Avalon mientras caminábamos.
—Positivo —contesté—. Pero nunca he estado aquí antes. Tendremos que ir despacio…
—Entonces, ¿cómo sabes a dónde vamos?
No respondí; todavía me dolía la cabeza y, tal como me sentía, necesitaba toda mi concentración para continuar. El túnel era tan sofocante que notaba el aire pegajoso contra mi cara. Allí dentro estaba completamente oscuro; yo guardaba una linterna larga en el bolsillo, así que la saqué, la encendí, y arrojé un fino cordón de luz contra la oscuridad. Nubes de murciélagos se alborotaron cuando los despertamos; volvieron a posarse cuando pasamos. El guano cubría los resbaladizos raíles. Chapoteamos entre charcos estancados; cuando pisamos los travesaños, sentimos la madera podrida como esponja bajo las suelas de nuestros zapatos. El goteo resonaba en todos los rincones. Llegamos a un sector donde la pared se había desmoronado contra las vías.
—¿Y ahora qué? —preguntó Avalon; la ayudé a pasar por encima. La seguí, abriéndome camino por entre los húmedos escombros. Al otro lado divisamos una luz fluctuante, tras una curva, y oímos música.
—Eso es —dije—. Vamos.
Unos pocos pasos más adelante advertí un cartel que colgaba del techo del túnel, y lo enfoqué con mi linterna. Había una inscripción pintada:
No llores, no temas, pues somos benditos,
y en negro cielo nos volveremos a ti;
en ti siempre, donde el cansado descansa,
donde sufre el perverso. Ven a mí.
—¿Qué significa? —preguntó Avalon.
—Es sólo una amenaza. —Apagué mi linterna. El volumen de la música aumentó mientras nos acercábamos; a través del eco ensordecedor distinguí los instrumentos: flautas, kotos y tambores. Sólo la música ambiente seglar empleaba la voz humana, por lo que me sentía agradecido.
—Estate muy callada —susurré—. Aún continúa. Esperaremos hasta que acaben. Luego buscaremos a Enid.
—¿Estás seguro de que estará aquí?
—Sí. —A medida que nos íbamos acercando, la luz iluminó el túnel; al parecer era una especie de antorcha. Antes de que dobláramos la curva, un grito resonante se alzó de la invisible multitud; la música se detuvo. Alguien empezó a hablar con voz profunda. Tras arrastrarme hasta más cerca, intentando ver sin ser visto, divisé el andén. Avalon, tras de mí, se asomó, jadeó y se echó hacia atrás.
—Shameless —dijo, sin aliento—. Jodidos infiernos…
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —repitió—. ¡Mira!
Lo hice cuidadosamente, y pude vis al orador.
—Ya me pareció familiar —dije—. Ése es Derek. Vivía en mi calle el año en que nos mudamos. Viene al club de vez en cuando.
—¿Lo conoces?
—Lo conozco, sí.
Apretando con fuerza la mano de Avalon, arrodillándome, me acerqué al mismo borde del andén y me asomé. La luz no era demasiado buena, así que no podrían vernos fácilmente en ningún caso. La estación consistía en un largo andén con vías a cada lado; a lo largo del andén, en toda su longitud, había colocadas largas picas con antorchas encendidas. La multitud era grande; divisé de inmediato algunas caras familiares. Derek, en la plataforma del orador, se adelantó.
—… en el tercer libro de las Visiones de Joanna, seguimos el apunte, unimentados, como Macaffrey alancea lengua a mentirosos almamer—caderes, zarandea fustiga con bilis coagulada, inferiores y jabernowls y locos despellejados. Gatitos—polvo de pensamiento vuelan por sus cabezas erradas. Lógica grísea, marchita y brota verde moho mientras sus lenguas dejan caer listas vacuas…
Derek era un niñoperro, cubierto de largo pelo (antaño rubio, ahora marrón oscuro) de la cabeza a los pies; llevaba un traje negro y una camisa negra. Como todos los ambientes originales, era varios años más joven que yo. De niños, nunca hablamos mucho; incluso tan jóvenes, los ambientes preferían su propia compañía, y estoy seguro de que asustaba a mis amigos tanto como ellos me asustaban a mí…, era una de esas cosas de las que nunca se hablaba realmente. La plataforma en la que se encontraba era bastante baja, no más de treinta centímetros de altura. Los ambientes preferían estrados razonablemente iguales para todos dentro de su grupo. Como me explicó Enid, cada uno hablaba por turnos cada mes, para que así un día todos hubieran tenido una oportunidad de hablar.
—… el corazón de Macaffrey late. Sus ojos vis dolor, captan lo que pasa y cogen lo que da. En su endurecimiento dentro y a través de su perfecta unión sostiene nada nadie a lo que Dios demanda, pero a lo que Deidad legó, deja que miedo asiente y los oídos aceleren aún, espiando el tiempo…
Los ambientes usaban partes de la Biblia y un libro llamado las Visiones de Joanna en sus servicios; yo había leído los ejemplares de Enid de este último, tanto en su forma original como en la traducción ambiente. Preferían los personajes de la Biblia, a quienes consideraban que nunca se les había tratado con justicia (Caín, Cam, Esaú, Judas, y ahora Jesús), y desarrollaron, a través de los mensajes de Macaffrey contados por Joanna, un punto de vista sobre el Creador bastante notable: Éste se había dividido en dos inteligencias durante el acto de la Creación, una masculina y maligna, otra femenina y buena…, las dos locas por haber creado lo que habían creado. Lo que una hacía la otra lo deshacía, y viceversa. Como ya he dicho, no soy experto en dogmas, pero ese concepto cubría mucho que era cuestionable.
—Éstos son los días que cambian. El tiempo corre pájarosalvaje, y ninguno trampea las sombras colocadas delante. Ya no. Palideced las sombras, incendiad la pasión, encended todos los ojos con fuegos fatuos y anillos de oro. Danzad sobre sus muros, en sus calles; no neguéis ninguna verdad, no sufrid a ningún loco. Se aferran a pasados muertos como mosca al papel. Cada año menos esp y aún se aferran con sus propias entrañas muertas, encantados por el temor del tiempo perdidohá. Nosotros cogemos las alas del tiempo, para que nuestra propia lucha dé ascenso. Lo que está hecho, está hecho; lo que fue, fue. Lo que es, será, puede ser, podría ser, debe ser. Memoria roba. Promesa da.
Junta, la unidad era llamada la Deidad, pues Joanna pensaba que la mejor de las dos debería ser la más reconocida. Macaffrey, continuaba la historia, vino como mesías justo antes de la Eb y sufrió el destino tradicional de los mesías. Joanna extendió la palabra que él trajo. Entre los ambientes existía la creencia común, aunque generalmente muda, de que ella vivía aún, escondida entre los territorios salvajes de Long Island. Se habían escrito muchas exégesis ambiente en relación con su libro; la creencia final era que algún día, de algún modo, un ambiente efectuaría los cambios que harían de los dos uno y por tanto crearía una nueva Deidad, suprema en lógica y justicia.
—Deidad que guías la luz de la sombramañana, Deidad que golpeas la luna con fuego; Deidad que sacudes el trueno, que enfureces el mar, que hiendes la tierra y ríes mientras los niños lloran; Deidad que habitas en el blanco algodón del cielo, que ciegas el ojo y ensordeces el oído, óyenos. Donde hay dos, haz uno. Sella pronto la alianza. Sorbe nuestras lágrimas. Prende y arde. Él que pide crimen, Ella que pide bendición. Él que maldice, Ella que besa. Él que desea venganza, Ella que quiere amor. Siente la voz de la gloria, y da causa que latir a nuestros corazones siemprejamás…
Hasta el amoroso final del tiempo. Tras Derek estaba la vieja escalera, bloqueada desde hacía mucho por bloques de hormigón. Pintada en esa pared había una representación, artísticamente ejecutada, de la Deidad, tal como la concebían los ambientes. El retrato mostraba una enorme figura desnuda, con la marca de ambos sexos, de pie al borde de una grieta. La oscuridad bajo sus pies unidos por una membrana surgía hacia arriba, rodeando la figura. De boca para abajo era una; de boca para arriba había dos cabezas, y dos caras, apretadas juntas como en un tornillo de carpintero. Deidad alzaba Sus manos sobre Su cabeza, agarrando al mundo en Sus garras, preparándose para lanzarlo al abismo de abajo.
La congregación alzó la voz en la plegaria concluyente.
—Para la Deidad los Diez En Uno —entonó Derek.
—Deidad Padre —gritaron.
—Deidad Hijo.
—Deidad Madre.
—Deidad Hija.
—Deidad Hermano.
—Deidad Hermana.
—Deidad Amigo.
—Deidad Amante.
—Deidad Creadora.
—Deidad Destructora.
—¡Ojos ahí! —gritó alguien.
—Nos han visto —dije.
—¿Echamos a correr?
—Ni te muevas.
Mientras se volvían hacia nosotros, sus formas siluetas amarillas a la pálida luz, vi no sólo a aquellos con quienes siempre me había sentido cómodo a través de la familiaridad, sino también a aquellos otros en cuya existencia nunca había creído, a pesar de las observaciones ocasionales de Enid; parecía improbable que pudieran sobrevivir al nacimiento, y mucho menos crecer y desarrollarse. Avalon se desplomó mientras la sostenía; por un momento creí que se había desmayado, aunque más tarde lo negó. Los ambientes empezaron a saltar hacia las vías; reptaron hacia delante, rodaron. Vi a Rubén y Lester; vi también a la camarera que me había servido dos noches antes. Vi a una muchacha con dos cuerpos unidos a una sola cabeza; un hombre con tres cabezas, ninguna completa del todo, como si el escultor hubiera olvidado dónde poner qué; una mujer, una auténtica sirena, con sus miembros inferiores unidos, terminados en una ancha aleta; una mujer con tres piernas, balanceándose como si estuviera en un trípode; trillizos siameses; un tipo cuyos brazos terminaban en dos manos en ambas muñecas. Había ambientes voluntarios sin ojos, narices, mandíbulas, brazos, piernas, manos o pies; había transis; había dos pequeños; gente a quien nunca había visto antes y a quienes deseé no haber visto nunca. No parecían más que puñados de uvas ambulantes y conscientes. Casi todos llevaban cuchillos, o machetes, o sierras mecánicas del tipo de la que me había dado Enid. Lester, sin máscara, con los rasgos clavados en mí, se asomó al borde del andén.
—O’Malley —dijo, con una mueca—. Aventura abunda ya zonarriba. Mete tus zarpas en nidos de avispas si picotazos tanto atraen.
—Lo siento —dije, tratando de calmarlos; Avalon se apretó tan fuerte contra mí que sospeché que tendrían que quitármela de encima con ganzúas—. No deseábamos interrumpir…
—Vienen a sesgar nuestro mundo y apreciar su oportunidad después —dijo un tipo que caminaba hacia nosotros; su único ojo, fijo en su frente, brillaba.
—Lo nuestro no es vuestro. Lo vuestro no es nuestro.
—Vis la ginlatiguera sanguijuelada a su carne —dijo una mujer—. Tarta de su dueño, rellena de fruta de muerte.
—¿Está aquí Enid?
—Numera tus razones —dijo uno; las comisuras de sus labios casi alcanzaron sus orejas cuando sonrió—. De prisa firme.
—¡Seamus! —la oí gritar; tardó un momento en advertir quién había interrumpido, y luego segundos adicionales para abrirse paso entre la multitud. Llevaba el vestido de napa de una pieza con las anchas hombreras—. ¿Qué pasa?
—No teníamos otra opción —dije.
Saltó a las vías y se nos acercó rápidamente. Sentí que la presa de Avalon se tensaba; me costó trabajo respirar.
—Tu presencia desnuda sueños cuidadosamente vestidos. Sabes…
—Enid —dije—. Lo siento. Sucedió algo. Nos perseguían. No pudimos regresar al apartamento. No teníamos otra forma de llegar a ti.
Ella suspiró, sonriendo. Los observó, prestando particular atención al turbante improvisado que rodeaba mi cabeza.
—¿Viajaste debajo del tren que cogiste?
—No paramos de encontrarnos con gente…
—Haznos saber y aguanta Enid —dijo alguien—. Los ojos de tus copesmates se cansan.
—Bajo lingotes de oro cabezas de serpiente acechan con veneno en lengua móvil —dijo la mujer que llevaba una larga camisa azul; parecía casi normal, hasta que bajo la luz más brillante vi que cada ojo tenía dos pupilas—. Aún puede querer guiar a bastardos grupos rápido sobre nuestra pista.
—Jocionándonos —dijo otro—, golpeando profundocon arte habilidad.
Una muchachita se acercó, sosteniendo un pañuelo de papel ante sus grandes ojos azules: ojos constantemente llorosos, ojos fijos al final de cortos tallos que brotaban de su cara.
—Zarpas de lisonja rugen libres en llamada acechante —dijo—. Y colocan un puente en orillas del dueño. Conocemos esos modos, no importa lo espesa que corra sangre de hermanas.
—Leah… —empezó a decir Enid, pero fue interrumpida.
—Dejando huellas en cada mente —continuó la muchachita—, dejando despavorido al indigno. Manchándolo todo con modos de gusano. Viendo sus caminos yermar la muerte. Un secret robado es un secret perdido, Enid. Un laberinto ensanchado suelta al minotauro. El fin del peligro necesita ser acelerado.
—¡Acalla tu lengua! —gritó Enid, acercándose a mí y alzando los brazos como para pelear—. Mi brothero conoce y respeta nuestros modos. No viene incog, envuelto tenso en capas de mentiroso. Seamus busca el hombro de su hermana, donde apoyar su cabeza.
—Mas bonaroly allá mueve en misteriosos modos, extraña a lo deforme —dijo Rubén, mirando a Avalon—. Tan ojos—buitre y lasciva. Noch pasada ella pernoctó tu casa, Enid. In su casa. Cuando sombramañana envió Serena, bestias desencaderaron por nuestro hough.
—Uno hachamos unamano —rió Lester.
—Sus encantos seducen carne de Seamus —continuó Rubén—, vuelve difícil de retorcer y girar. ¿Y si su fuego ciega su ojo y quema su sentido away?
—Apartaos y ved —replicó Enid—. No hay naught que temer…
—Quizá tu sentido está empañado por hermanamor —dijo Derek, apartándose el pelo de la boca—. Su fornicatriz podría con facilidad inducir asesinato ante ti mientras vis, ofuscada con pensamiento de quién era, pero no es más.
—Bloody bloody bolas —dijo Enid, en voz baja.
—Los que tontamente engañan —gritó otro, al fondo—, engañan también todo demás…
—Tontería es lo que tonto hace —aulló Margot, agitando su vara, avanzando de lado como un cangrejo. Saltó a las vías con un golpe sordo y se bamboleó hacia nosotros; gruñí cuando una vez más me pisó el pie, clavando aquellas uñas—. Razón huye cuando miedo acerca. Aquietad mentes mermadas y oídme.
Se calmaron; Margot era considerada por todos como una de las más lógicas (y más sañudas) del grupo. Sus palabras normalmente se clavaban allá donde las lanzaba.
—Lloriqueón se alza alto aquí, alto y estúpido —dijo, señalando hacia mí—. Su chupachups, lo mismo. Qué pecados cargan está claro escrit en su entrecejo. Palabras de humo gruñen. Apretad fácil si soportáis agarrar, ¿pero para qué? Picar granos hasta úlceras lo mismo da.
—No son de nosotros, Margot…
—Caprichos up and down —dijo ella, golpeando a Avalon en el estómago con su bastón—. Ya. No se puede recoger lo no plantado. Y ojead esos brillantes blancos llenando su morro. Sacadlos y vieja abuela sin encías sonríe. Y él —desenvainó la espada, la alzó y la dejó caer limpiamente, cortando mi oreja restante—. Ambientes ambos —dijo, mostrando sus afilados dientes—. Ángeles inconscientes, quizá. Locos sans dinero, más probab. ¿Mataríais a los vuestros? ¿Rasgaríais la carne que os ata? ¿Derramaríais la sangre que os hace crecer? Go, entonces. Haced lo que queráis. Pero soportad mis palabras en días amargos después.
La táctica de Margot funcionó; la multitud se relajó. Los cuchicheos sugirieron que todos se detenían a pensar.
—Id a vuestros modos —dijo ella—. Pasad vuestro miedo en digna guisa. Levantad vuestro asombro y marchad. Enid y yo llevaremos a los trusos a la casa salvo.
El grupo se dispersó, observándonos con cuidado mientras todos desaparecían en el vacío del túnel.
—Margot, gracias… —empecé a decir; ella golpeó con fuerza mis rodillas con su bastón. Casi me caí.
—Sesosquito —dijo, y se acercó a Enid—. Por tu amante sis he obrado y falseado y extraído vuestro camino libre.
—Lo que sea —dije, frotándome las rodillas—. Me alegro de que funcionara.
—¿Quién enrojeció tu sesera? —preguntó, mirando hacía arriba—. ¿Idiotas tentando meter sentido dentro?
—No eran tan caritativos —dije—. ¿Dónde vais a llevarnos?
—A casa sería lo mejor —dijo Enid—, pero si lo que lists aguanta, enfocarán luces en vosotros. No habrá obstáculos en la casa salvo. Allí estaréis vientreseguro.
—¿Cómo llegaremos? —preguntó Avalon.
—Surcad with us en senderos prob, cabezacurva siemprecerca —dijo Margot—. Asentaréis pronto enough.
Avalon pareció sorprendida, como si no comprendiera.
—¿Habrá algo de comer allí?
—Masticacadáveres pueden roer sus propios huesos escogidos…
—No los asustes, Gatalegre —dijo Enid, reanudando mi turbante—. Habrá comida de tipo básico.
—Bien.
—Listos y capaces, pues. Brisead con nosotros now —dijo Enid.
—¿Nos encontrarán? —preguntó Avalon—. ¿A dónde vamos?
—Cuando surquemos no nos encontrarán at all —dijo Margot—. Tiempo pesa pesado y esta estación apesta con miedo como habitaciones rancias. La baja carretera espera. Deslizaremos. Up y over, around y down.
Enid sacó otra linterna de su chaqueta y se la tendió a Avalon. Su sierra colgaba libremente junto a su brazo, debajo de su abrigo. Cogió a Margot, sujetándola detrás de su cabeza, sobre sus hombros; las piernas regordetes de Margot rodearon el cuello de Enid. Se agarró a los clavos de Enid como si fuera a conducir.
—¿Esas antorchas estarán bien? —pregunté.
—Gas —dijo Enid—, llamas eternas.
—No sabía que Con Ed aún funcionara aquí abajo.
—Ni ellos.
Justo en el túnel, tras la luz, detecté un olor insospechado. Agitando mi linterna ante las paredes, vi jaulas de hierro que colgaban de las vigas del techo. En las jaulas había cadáveres en diversos grados de descomposición.
—Exploradores en demasía concienzudos —explicó Enid—, que van porque está ahí.
—Y están ahí —dijo Margot— porque estamos aquí.
A cada paso se me hacía más claro que durante nuestras aventuras había tirado de todos mis músculos mientras me rompía todos los huesos.
—¿En nuestra casa rateasteis last noch? —preguntó Enid—. ¿En nuestra habitación?
—Sí —dije.
—¿Acostaste allí para perderte con querida? ¿Hemos perdido entonces lo que la Deidad nos dejó para mantener?
—¿La cordura? —pregunté.
—Espero que fuera todo ansioso para dejar de follarla desenvainado madresperla —dijo Margot—. Mucha mujeritud responderá él en el tiempo—trompeta.
—Mientras se marcha por modos tradicionales. En mano espera siempre alivio del dulce beso —dijo Enid.
—Sus zarpas ansían tentar tarifa mayor, en alta gloría.
—¿Me echas de menos? —le pregunté a Margot.
—En tu ausencia —suspiró—, tan dolorida estaba que todas las nubes de encima volvieron luz gris—oro.
—¿Las comprendes? —me preguntó Avalon.
—Claro.
—¿Por qué habláis así?
—Nuestra jer deja mentes débiles apuzzleadas —dijo Margot—. Con ella seleccionamos quién da oídos.
Avalon miró a Enid, y vis a Margot sacudiéndose.
—¿No duelen esos clavos? —preguntó.
—Para quienes caen encima —respondió Enid.
—Un aspecto como muerte redoblada te finifica —dijo Margot, volviéndose para mirar a Avalon—. ¿Dondequé te presionó lloriqueen?
—¿Perdona?
—¿Voleándote después aireada promesa y pintada cebada?
—¿Qué?
Margot se echó a reír.
—Nuevos bonetes para viejo dolor de huesos.
—Las comprenderás con el tiempo —le dije a Avalon. Enid dirigió su linterna hacia un oscuro pasadizo que se perdía a la derecha.
—Por aquí. A través del oscuro oscuro profundo.
—Parece agradable —dije; nuestros haces de luz se perdían en las profundidades del pasadizo. No parecía ser más que un rudo túnel horadado. Las paredes estaban cubiertas de salitre y telarañas; parches de hongos animaban el monocromo de la roca—. ¿Adónde conduce?
—Sigue —dijo ella—. Lo adaptamos a todos los propósitos.
—¿Vienes por aquí a menudo? —me preguntó Avalon.
—Bastante —dijo Margot, al escucharla—. ¿Tal trocha te acoba, dulzura?
—No hablaba contigo —dijo Avalon.
—¿Tu piel se gallinea toda? —continuó Margot, tan dispuesta a molestar como Enid a hacerse la tonta—. ¿Estas paredes húmedas secan la tuya mientras el cieno enloda tus destellantes pies?
—No hay necesidad de ser tan jodidamente desagradable —gritó Avalon.
—No necesidad sino mucho deseo.
—¡Hushabye! —exclamó Enid, deteniéndose—. No gastéis útil aire con palabras que llenan. Ambas atacáis demasiado muchotiempo. Silencio y adelante.
No habíamos llegado mucho más lejos antes de que Avalon hablara una vez más.
—¿Cuál es tu problema? —le preguntó a Margot—. Actúas como si creyeras que todo el mundo está contra ti.
Margot, al oír esto, se echó a reír; si no la hubiera conocido desde hacía tanto tiempo, aquel sonido repetido a través de la oscuridad me habría producido terror. Su alegría ponía los pelos de punta.
—¿Creer? —dijo, cuando se calmó lo suficiente como para poder hablar—. Sé. Sé ahora, supe entonces, sabré siempre.
—¿Qué te hace pensar que a nadie le importa?
Margot volvió la cabeza, lentamente, para mirar a Avalon mientras avanzábamos. Con la presciencia tan común a los ambientes natos, supe que había descifrado el miedo inherente que subrayaba el disgusto de Avalon.
—Incluso en sendero enlodado nuestro camino deja pausa a las mentes relamidas —dijo—. Venos y ve lo que habita bajo forma aparente, bajo ojos azules y mechones dorados. Ningún refugio da escudo a nuestra constancia. Nuestro fuego prende su propio rumbo, y por nuestro brillo los ciegos ven, los sordos oyen, los desconocedores saben, los intrépidos tiritan y tiemblan.
—Ni siquiera sabía lo que eran los ambientes… —trató de decir Avalon.
—En tiempo anterior, nada escuchaba y nada oía —replicó Margot—. Pero nuestros gritos pintaron el aire cuando abrimos las piernas de nuestras madres. Mientras sus docs nos alzaron alto, aullamos a lo que alcanzamos inquerido. El gob zumbó y cloqueó y nos arrojó a las zarpas de patanes y a las pruebas de arrugasmustios. Obligapíldoras cogieron nuestras lágrimas. Pero ninguno nos quiso menos quienes parieron. Todos demás aquietaron sus juegos y soltaron sus cadenas. Si las hubieran cogido nos habrían doblebegado y tirado a doblefundidad insondable. No hicieron. Así huyeron, y nosotros brotamos, abiertos de todo ocho veces triple. Todos vis pronto cuando viseamos con ojos ambiente. Así viseamos, mirando en espejos, asombrados de lo que vimos. Supimos.
Mientras Margot hablaba, una sensación peculiarísima apareció en el tono de su voz; creo que es la única manera de describirlo. Parecía una sensación no tanto de pesar como de disgusto; no tan cargada de tristeza como de una sensación de derroche.
—Nadie sino nuestros paridores preocuparon —continuó Margot—. Y uno a uno desaparecieron. Seguimos solos. Dado madera por pastel y piedras por pan, nuestro camino alineado cada manan con golpes y gritos y mellados curiosos cantando, gritos furiosos de raro—raro—raro… Sangre secó sola manchas y alquitrán donde uno podía estar. Sangre seca de todos de inmediato inunda alto y ahoga a los que rompen las heridas. Y así el Año Duende sellamos nuestro lazo; por los nuestros y para los nuestros sólo, mantente siempre fiel. Nos enterramos bajo las piedras que lanzaban. Nos escondimos rápido en las astillas de los palos que blandían. Nuestros dientes cortaron duro cuando dedos enfermos pellizcaron, y así cortamos cuando necesidad llamaba. Cogimos la Deidad que tan libremente arrojaron y a su imagen fijamos nuestra forma. Los sabios, entonces, olvidaron y nos dejaron mientras nos list, y una manan nuestro sol brillará…
»El viento salvaje cosecha. La semilla crece la fruta tan dada. La oreja de este sorry mundo oye en vano. Hablamos al mundo nuevo, aguardamos solución para los juicios hablados. Por opro para soltar sobre los jodinútiles que preocuparon entonces y preocupan ahora. Una oportunidad redada por todos, en todos y para todos, para un mundo tan nuevo que no aún no sale de la caja. El lento acelera, el último primerea. Como nosotros seremos.
El túnel se estrechó antes de volver a ensancharse, y nos abrimos paso con esfuerzo. Degamos a lo que parecía ser una de las antiguas salas de equipo.
—No sois suficientes para cambiar nada —dijo Avalon.
—En forma no —dijo Margot—. En espíritu veinte veces redoblados. Nuestra peste extiende como gripe maldita. Cuando el sacohueso rebulle, el alma a la luz va. Ambiente es como ambiente hace, al final. Conocernos es ser nosotros.
—No soy ambiente —dijo Avalon.
—Tiempo dice, tiempo ve. Él sabe —dijo Margot, señalándome, y sonrió.
—Aquí —dijo Enid, indicando un disco de metal incrustado en el hormigón mojado del suelo—. Levanta, Seamus.
Alcé la pesada tapa, y de dentro salieron cientos de enormes cucarachas que resbalaron por mis mangas y cayeron al suelo antes de escapar por encima de nuestros zapatos. Aparté la tapa; mis jadeos resonaron.
—Odio a esas bestias —dijo Enid, bajando su linterna.
—No te molestan en casa —comenté, quitándomelas de encima.
—En casa se mueven de forma amable —dijo. Una escalera conducía hacia abajo, sus peldaños brillaban. Enid me indicó que bajara primero. Lo hice; ellas me siguieron. Olía peor que en el metro, o en la calle. Durante largos minutos me sentí sofocado, como si mi cabeza hubiera sido envuelta en bolsas apestosas; luego mi nariz se acostumbró, y pude respirar una vez más. Tras apuntar mi linterna en todas direcciones vi que estábamos en otro túnel, de la mitad de tamaño del túnel del metro. Había medio metro de agua, negra y mansa.
—¿Dónde estamos? —preguntó Avalon; la ayudé a bajar de la escalera y me la monté a la espalda para mantener sus pies fuera del agua mientras bailábamos.
—En las alcantarillas —dije—. Una de las viejas líneas principales, a juzgar por el tamaño.
—Dirección este —dijo Enid. Margot se agarraba con fuerza a sus clavos.
Chapoteamos en la oscuridad como a través de un pantano en la noche. Nuestras linternas arrojaban débiles reflejos aquí, como si el aire fuera demasiado denso para permitir el limpio haz de luz. Incluso en estas paredes había graffiti, las letras oscurecidas y grises. Además del lento rumor del agua, los únicos sonidos eran los chirridos de las ratas y el ocasional siseo de lo que (romántico de mí) imaginé eran caimanes. Las ratas de las viejas alcantarillas eran mucho más preocupantes que ningún caimán: bestias desagradables de treinta centímetros de largo o más, atestando las comisas de ladrillo, nadando bajo nosotros, como si esperaran que nos zambulléramos o cayéramos. No se acercaron demasiado; supongo que Enid y Margot las asustaban.
—¿Cuánto más, Enid? —pregunté, después de lo que pareció una eternidad. Me sentía al borde del colapso.
—Por aquí y recto. Luego arriba, arriba, up.
Llegamos a otra escalera; Enid colocó a Margot sobre los peldaños y apagó su linterna. Tras mirar hacia arriba, pude ver que sobre esta salida no había tapa ninguna; una luz difusa se filtraba desde ella. Subimos; alcanzamos la cima y salimos arrastrándonos. Miré en derredor; mis ojos aún se ajustaban a la oscuridad un poco más brillante.
—¿Dónde estamos ahora? —pregunté.
—Cerca de riberarrío —dijo Enid.
Nos encontrábamos en una intersección, en medio de un antiguo proyecto urbanístico social. La luz de la luna parecía hacer que la niebla brillara y girara a nuestro alrededor. Había edificios a cada lado, negras carcasas de bordes difusos, como camuflados. Cuando yo era joven aún vivía gente en estos lugares, pero, antes de la Eb, apareció un proyecto que decía que el estado no tenía derecho legal a proporcionar casas para nadie, pues proporcionar casas a alguien era injusto para aquellos que no las necesitaban. Todos fueron desahuciados y dejados desnudos a la igualdad de la calle.
—Enid… —empecé a decir, mientras recorríamos la calle; nuestros zapatos dejaban charcos de agua apestosa detrás.
—Ese edificio central. Nuestro.
—¿Luego qué?
—Entrar y arriba.
La niebla se hizo más densa a medida que nos acercamos al río. Los grandes edificios estaban apiñados, como en protección mutua. Los patios polvorientos que antes rodeaban los bloques se habían convertido en junglas de matojos salvajes, ailantos y hierba impenetrable. Las raíces de los árboles muertos hinchaban las aceras, y sus miembros se entrelazaban en lo alto; pasamos entre sus túneles. Entre sus brazos arácnidos, a lo lejos, zumbaban las luces de los cópteros. No creía que nos siguieran todavía. Al otro lado del río oímos el beso de distantes bombas mientras aterrizaban.
—¿Conoces esta parte de la ciudad? —preguntó Avalon.
—Hace años que no he estado aquí.
—Es horrible.
—Pacífica.
—¿Qué es ese ruido?
—Explosiones. En Brooklyn. Al otro lado.
—No. Me refiero a ese otro ruido. ¿Qué demonios es?
Volví a escuchar con atención. Había otro ruido, bajo y firme. No había oleaje suficiente en el río como para causar rompientes, ni siquiera con marea alta. El sonido era rápido y rítmico y deliberado.
—Tambores —explicó Enid—. Largos trozos de tubería golpeados. Brooklyn en el aire, informando a todos al alcance.
Había senderos abiertos entre los matojos, en dirección a las torres, y recorrimos uno, mientras oíamos a los animales invisibles moverse a ambos lados. Tras cruzar el viejo aparcamiento, llegamos a la entrada de la torre central. Las puertas habían desaparecido hacía tiempo; el acceso era libre y simple. El vestíbulo recordaba que el edificio no había sido atendido durante años: no quedaban muebles, la basura cubría el suelo hasta un metro de altura en algunos lugares, las paredes estaban repletas de una mezcla indescifrable de frases. Ni siquiera nos acercamos a los ascensores; en cambio, nos dirigimos a las escaleras. Desde allí, iluminando el camino con nuestras linternas, subimos veinte pisos.
—Aquí —dijo Enid mientras entrábamos en el salón, iluminado por la luz de la luna—. Por aquí.
Enid derribó la puerta de nuestra suite reservada (un inquilino anterior la había dejado desconsideradamente cerrada) y entramos. Había tres habitaciones, casi completamente peladas. Sobre el suelo del salón había dos colchones, una mesa en la cocina, y en los cajones una variedad de cajas de cereales de desayuno azucarados y botellas de agua. Enid señaló las ventanas sin cortinas.
—Mirad —dijo—. Vis el guiso arder con la luz del veneno.
Estábamos tan alto (comparado con donde habíamos estado) que el aire parecía, aunque fuera una ilusión, tan claro como cristal pulido. Las nubes se enroscaban en las torres como si brotaran de incensarios. La ciudad tenía el aspecto que tiene siempre desde la distancia, o en las fotos: hermosa, tranquila, cálida. Reconfortados por la alucinación, celebramos nuestro festín.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté a Enid, terminando la caja de cereales que había abierto. Odié pensar qué tipo de productos químicos se pegaban a mis entrañas, aunque abrí una caja nueva.
—A casa a dormir y restcansar después de tan tarde paseo —dijo—. Ver qué pasa. Eliminar visitantes que esperan vuestro regreso.
—Ten cuidado.
—El miedo quema como bilis si el flujo no es tragado, Seamus —dijo ella—. Marcharemos para vagar cálidas en los brazos de Morfi, hasta que oigamos otra de ti. ¿AO?
—Pero prepara algo. ¿Y si…?
Margot estaba sentada en el alféizar, contemplando la ciudad como si, mirando con intensidad, pudiera hacerla desaparecer.
—Tiempo de hablar es muypasado —dijo Enid—. Haz como list. Mantén los ojos iluminados. Esas almas salvajes rondando dicen de astucia armada para robarte pronto del valle de lágrimas.
—No si puedo evitarlo —dije, preguntándome si podría.
—En todo tiempo todo viene, bueno y malo. Como surjan eventos, seguiré mi camino y continuaré. ¿Compre? Asentí.
—¿Cabalga la pesadilla? Sacudí la cabeza.
—No. Pero no va a ser hora de aficionado.
—Ni van aficionados —dijo—. Si algún contraste o guía vaga nuestra muerta estancia cerca en espíritu, tus manos para agarrar. Riesgo no más llamarás, Seamus. Usa truco y superchería. Toma manos y agarra.
—¿Si no hay nada que agarrar?
—Entonces agarra como si hubiera —dijo ella—. Es el dar, no el tomar, al final. Y supongo que ahora mejor volamos.
—Ten cuidado —repetí.
—En alas de ángeles todo miedo pasa lejos.
Las despedí, y durante un rato oí el golpeteo de sus botas contra el suelo del pasillo, el chasquido de los clavos de Margot mientras bajaban. Avalon había arrastrado un colchón hasta el centro del salón. El apartamento estaba en el extremo del edificio, y la ventaba apuntaba al este. Me asomé, contemplando las torres que nos rodeaban: oscuras en su mayoría, pero en cada planta el fluctuar de la luz de las velas traicionaba la presencia de los squatters.
—Mira el cielo, Shameless —murmuró Avalon, tendida de lado; se había quitado las botas antes de acostarse.
Más allá de las torres, al este, los colores se diluían y brillaban de forma maravillosa. El cielo carmesí se convertía en un ocre amarillento cerca del horizonte, recortando los muñones de Brooklyn. Las partículas volvían más profundo el tono natural del cielo, pero saber la causa no reducía para nada el efecto. En puntos dispersos se alzaban llamaradas, como geiseres, por toda la longitud visible de la ciudad, como si los padres de Brooklyn hubieran deseado decorar el vecindario con fuentes espectaculares y no les hubiera salido del todo bien.
—¿Cómo estás? —pregunté, sin apartarme de la ventana, contemplando la ciudad transfigurada, como si mirara una hoguera.
—Cansada. No creía que fuéramos a conseguirlo.
—Yo tampoco —contesté, sin querer señalar que aún no lo habíamos hecho.
—¿Tu cabeza está mejor? —susurró. Alcé la mano y retiré el suéter. La apoyé en la cabeza, y palpé una herida gigantesca y dolorosa.
—Eso parece —dije.
Permanecimos en silencio durante varios minutos. Aunque me dolían los huesos y estaba magullado, el sueño no acudió con facilidad. Me quedé junto a la ventana.
—¿En qué piensas? —me preguntó Avalon.
—Hace años, solía quedarme mirando por la ventana todo el tiempo, igual que ahora —dije—. Cuando era más joven, mi familia vivía en Riverside Drive. Esquina a la 79. Papá era el dueño del edificio. Enid y yo teníamos cada uno una gran habitación. Yo escuchaba el estéreo o leía. Enid traía a sus amigos…
—¿Amigos?
—Entonces los tenía. De otros colegios. Iba a Brearley. Mis ventanas daban al Hudson, y se podían ver el parque, el río y Jersey. Era hermoso ver cambiar las estaciones. Los árboles cambiaban súbitamente de color en noviembre. Primero llovía copiosamente y las hojas se caían. Luego, una mañana de abril o mayo, te levantabas, y de pronto habían brotado hojas nuevas. Gris un día y verde al siguiente. Yo me quedaba sentado junto a la ventana durante horas, preguntándome cómo era todo. Preguntándome qué haría algún día. Adonde iría.
»Cuando mamá murió, me quedé mucho más en mi habitación. Poco después, todo cambió. Sucedió tan rápido… Naturalmente, yo era tan joven que no había prestado ninguna atención a nada y no habría sabido lo que pasaba aunque lo hubiera hecho…, parece que un lunes todo iba bien, y al siguiente estábamos en la Avenida C. La primera semana allí sufrimos nuestro primer asalto. Se llevaron mi estéreo, la tele. Papá dijo que ya no teníamos dinero y que no podríamos comprar unos nuevos. Recuerdo que no pude comprender por qué, me parecía que siempre habíamos tenido bastante.
»A la semana siguiente, otro grupo irrumpió cuando Enid y yo estábamos solos en casa (los colegios aún estaban cerrados). Enid me metió en nuestro viejo arcón de los juguetes y me dijo que no saliera ni dijera nada cuando los oímos echar abajo la puerta. Trató de escapar por la escalera de incendios, pero la cogieron. Eran tres, me dijo más tarde, y la oí gritar mientras la violaban una y otra vez… A veces ahora, de noche, la oigo gritar, y me despierto, y ella está acostada allí, a salvo y profundamente dormida.
»Después de que se marcharan, la sequé y la vendé, y entonces papá regresó a casa. Entró en la cocina y cerró la puerta, y no salió durante largo rato. Enid y yo charlamos. Decidimos que nos quedaríamos juntos y nos encargaríamos de ellos si intentaban algo más.
»Salimos y cambiamos algunas cosas que teníamos por un martillo y un par de cadenas. Regresamos a casa y practicamos con ellos, rompiendo cosas de nuestra habitación. Creo que papá estaba fuera tratando de conseguir comida. Y, a la noche siguiente, un par de ellos volvieron. Estábamos preparados. Creo que nos pasamos aquella primera vez, pero los cogimos por sorpresa y, una vez empezamos, fue horriblemente difícil parar. Papá volvió poco después, cuando todavía los estábamos trabajando. No dijo nada. Poco después de esto, salió una noche y desapareció…
»No sé, Avalon. Es tan extraño. Cuando era joven creo que todo parecía una especie de juego, y de pronto, en algún lugar del camino, comprendí que nunca había llegado a tirar los dados. Supongo que he intentado coger mi vez desde entonces.
»Nunca quise tanto. Sólo una clase diferente de algo. Otra oportunidad. Algo así. Ya no parece bien. Todo es un error. No sé si alguna vez estará bien. ¿Tú qué crees?
La nostalgia me había sacudido como nunca lo había hecho nada. Me sentía dispuesto a dormir eternamente.
—¿Avalon?
No contestó. Mientras yo hablaba, se había deslizado a las sombras del sueño para huir del temible mundo.