Yacimos como cuchillos, hoja contra hoja; la caricia del cuidado nos llamó, y respondimos. Durante la noch, un nuevo sueño me iluminó: Avalon y yo escapábamos al cielo a través del agujero en el techo, flotando graciosamente hacia algo parecido a la gloria; un cóptero zumbaba cerca, cortando nuestra apoteosis. Desperté, con los ojos mojados. La Serena había venido durante la oscuridad. Olas de agua negra nos cubrían. Me puse en pie; Avalon se despertó.
—¡O’Malley! —gritó, pisando el suelo. Chapoteó hasta detenerse suavemente junto a la pared.
—Levántate y brilla —dije.
—¿Esos tipos están aún ahí fuera? —preguntó.
—Listos y a punto para jugar —respondí, viendo a través de la ventana el brillo del coche oscuro bajo la lluvia.
—¿Cuántos son?
—Tres —dije, mientras me ponía los pantalones.
—¿Los reconoces? —quiso saber ella, colocándose el suéter.
—Seguridad interna tal vez. O el Ejército Interno. De Midtown probablemente. Es un coche grande.
—¿Y ellos también son grandes?
—Mucho.
—Ayúdame a ponerme los pantalones, Shamey —dijo, tendiéndose en el suelo y alzando las piernas. Tardamos unos minutos en subirle los vaqueros hasta la cintura—. Dame las tenazas —dijo, sorbiendo aire—. En mi bolso. —Se las pasé antes de que se pusiera más azul que sus pantalones. Se cerró la cremallera tirando del cierre con las tenazas. Yo sabía que había proxies que hacían que el Servicio de Salud les quitara parte del intestino durante las ovariotomías reglamentarias para poder así llevar pantalones más ajustados, pero Avalon nunca había sido tan diligente.
—¿Qué haremos? —preguntó mientras la ayudaba a ponerse en pie.
—Vigilarlos.
—¿Vigilarlos? —dijo, asomándose—. Mira. Miré; tres salieron del coche y empezaron a cruzar la calle, en dirección a nuestro edificio.
—Hay que pagar el alquiler —dije, retrocediendo.
—¿Quieres recibirlos aquí?
—Preferiría no recibirlos en ninguna parte. Podemos salir antes de que suban. Vamos. —Le tendí una de las chaquetas más sutiles de Enid (una de brillante napa magenta), y me coloqué mi propio modelo de Krylar—. Póntela y vamos.
—¿Adónde?
—Fuera. Sígueme. No te preocupes.
Salimos al pasillo; oí a Lester discutir abajo. Suponía que Rubén y él podrían entretenerlos lo suficiente, así que corrí los cerrojos, me di la vuelta y eché abajo la puerta del apartamento al otro lado del pasillo. Papá había echado a los squatters del edificio cuando nos mudamos aquí. Con la marcha de los inquilinos, este apartamento había estado cerrado y nadie había entrado (no había necesidad) hasta el momento en que yo lo hice ahora. Las habitaciones estaban igual que cuando yo era joven; sólo parte del techo y las paredes habían cedido. El polvo y el hollín cubrían los viejos muebles y el suelo; las telarañas estaban entrelazadas como tejidos de algodón. La única luz que se filtraba a través de las ventanas oscurecidas por el polvo (las que no estaban bloqueadas) era de un pálido amarillo grisáceo.
—¿Sólo vosotros dos vivís en toda la casa?
—Menos la planta baja. Rubén y Lester viven tras el club.
—¿Por qué elegisteis este sitio?
—Heredamos el edificio de mi padre.
—¿Por qué?
—Como inversión.
—¿Lo hacía en serio?
—Era todo lo que le quedaba. Dijo que uno nunca podía equivocarse poseyendo terrenos en Nueva York.
—¿Qué le pasó?
—No lo sé —dije, mientras entrábamos en el dormitorio del apartamento. El pomo de la puerta se cayó cuando lo hice girar, y empujé la puerta para abrirla—. Desapareció una noche, poco después de que nos mudáramos. Alguien debió de cargárselo fuera. Nunca lo sabremos. No creo que llegara a acostumbrarse a las cosas. Era un hombre de mundo, pero de un mundo diferente… —Rompí la ventana que daba al conducto de aire. Los dos estornudamos con la polvareda cuando el cristal roto agitó el sedimento. El edificio de al lado estaba a medio metro; la ventana ya estaba rota.
—¿Sabes a dónde vamos? —preguntó Avalon mientras la ayudaba a pasar al alféizar.
—Claro —respondí, arrastrándome. El otro edificio estaba en excelentes condiciones; había suelo en cada nivel. Cuando llegáramos al tejado podríamos saltar a la siguiente calle, alejándonos de nuestros amigos.
Subimos corriendo las escaleras. Cuando llegamos al cuarto piso nos detuvimos a respirar; un apartamento carecía de puerta. Nos asomamos.
—Shameless —jadeó Avalon—, ¿qué coño…?
Uno de los tipos del apartamento había colgado a otro del techo; el que colgaba estaba envuelto en cadenas y parecía un candelabro. El que estaba de pie en el suelo lo azotaba alegremente con un largo látigo. Alzó la cabeza al oír la voz de Avalon. Distraído del calor del momento, se volvió y cargó hacia nosotros.
—Somos más grandes que él —dijo Avalon, mientras corríamos escaleras arriba.
—No me importa —respondí, arrojándome contra la puerta que conducía al tejado; la derribé sin esfuerzo. Lo perdimos unos pocos edificios más allá. Esquivamos los puntos débiles del tejado mientras corríamos; él pisó una grieta. El sonido de rotura alcanzó nuestros oídos mientras iba atravesando las plantas en su caída. Reduciendo el ritmo, seguimos avanzando. Con cortos saltitos a los intervalos apropiados, alcanzamos el otro lado del bloque.
—Por esa escalera de incendios —dije—. Ten cuidado. Bajamos, Avalon primero.
—¿Qué calle es ésta? —me gritó.
—Avenida B.
—Esta cosa no para de temblar —dijo, agarrándose a la barandilla.
—Tenemos suerte de que esté aquí —respondí. Hacía años que las escaleras de incendios no eran obligatorias, tras haber sido declaradas una infracción de los derechos de los propietarios; cuando las viejas originales eran robadas, nunca se las reemplazaba. Los oxidados puntos de apoyo se desgajaban de la pared con cada uno de nuestros pasos.
—Tírate hacia un lado si esto se cae.
La escalera de incendios parecía una Vibracama; un rumor (el sonido de abejas acercándose) se fue haciendo mayor. Cuando llegamos a la plataforma del primer piso descubrimos que alguien se había llevado el resto de la escalerilla. La estructura continuó moviéndose incluso después de que nos detuviéramos, y de sus temblorosos huesos se alzó un desagradable crujido.
—Salta —dije.
—¿Adónde?
—A la basura —aclaré, encaramándome a la barandilla; Avalon me siguió de inmediato. Aterrizamos sobre el montón de bolsas al que habíamos apuntado.
—¿Estás bien? —me preguntó Avalon mientras se levantaba.
—Sí. Necesitamos un plan…
—¡Cuidado! —gritó ella, y se lanzó contra mí; volvimos a caer al suelo. En mi confusión, me maravillé de lo salvaje de su pasión; pero entonces su verdadero motivo quedó revelado. La escalera de incendios, debilitada por nuestras sacudidas, se soltó del edificio, arrastrando consigo la mitad de la fachada de la estructura; recordé los vids que mostraban a los icebergs desgajándose de los glaciares en los fríos mares del sur. El aire se llenó de gritos cuando los inocentes fueron aplastados. A nosotros sólo nos cubrió el polvo; durante largos instantes nos quedamos allí, tratando de recuperarnos.
—¿Sigues estando bien?
—Apenas —dije—. ¿Y tú?
—Magnífica —dijo, tosiendo y sacudiéndose el polvo—. Jodidamente magnífica. Estabas diciendo…
—Un plan —repetí, y me puse en pie. Los peatones que no habían sido heridos estaban muy ocupados quitándoles los zapatos a los pies que sobresalían por entre los ladrillos y el hierro.
—¿Qué?
—Tenemos que actuar indiferentes —dije.
—Indiferentes —replicó ella, señalando calle abajo. El Redstar negro dobló la esquina hacia la B y entró en el denso tráfico de la estrecha calle.
—Sígueme —dije, y la cogí de la mano. Un viejo con una bolsa de chocolatinas intentó vendernos una mientras pasábamos. Nos acercamos a un camión de comida; una mujer vendía terrones de akee y trozos de hielo empapados en leche de coco.
—¿Es nuestra única opción?
—Tendrá que servir. Vamos. —Nos abrimos paso por entre un carro de fruta y un buhonero que anunciaba calculadoras de bolsillo.
—Aspecto indiferente —dijo Avalon. El Redstar siguió acercándose.
—Naturalmente. Pero estate preparada para cual… La granada lanzada desde el Redstar alcanzó a la mujer del carro; el helado de coco cayó como granizo.
—¡Muévete! —grité, y echamos a correr calle arriba. Una manzana más adelante un taxi se había parado, detenido por la gente que cruzaba. De inmediato vi lo que había que hacer, e hice una seña a Avalon; ella ya lo había visto. Corrió y saltó al asiento del pasajero. Yo me acerqué y abrí la puerta del conductor.
—Lo siento —dije, y arrojé al taxista a la calle. Otro misil pasó por delante nuestro, alcanzando un restaurante. Estuve seguro de que eran del Ejército Interno actuando bajo cubierto, pues su puntería era malísima. Mientras me sentaba al volante, se me ocurrió que podía presentarse un problema, pero no tuve tiempo para preocuparme. El taxi era un antiguo Mustang con lo que me pareció un embrague y una palanca de cambios…, conducir era algo que nunca había tenido que hacer en mi trabajo diario.
—Sácanos de aquí, Shamey… —gritó Avalon. Calculé que si manejaba los pedales como los de una bici podríamos movernos, y así el taxi empezó a dar sacudidas hacia delante. Sacudida, salto, parada; sacudida, salto, parada. Por accidente metí la marcha adecuada, y nos pusimos en marcha. Otra explosión sonó detrás de nosotros. El camino por delante estaba razonablemente despejado; la multitud corría para quitarse de en medio.
—¡Vamos, O’Malley, conduce!
Al mirar por el retrovisor vi que los chicos se acercaban rápidamente con su Redstar.
—Lo estoy intentando —murmuré, haciendo un esfuerzo por meter otra marcha; el motor del coche chirrió, y nos precipitamos sobre un grupo de peatones que no habían encontrado todavía un sitio a salvo; los atropellamos. No me pareció prudente detenerme y pedir disculpas. En la calle Octava giré a la izquierda; nuestro coche no cogía velocidad.
—¿Sabes conducir? —preguntó Avalon con voz tranquila.
—He visto a Jimmy.
—La limo es automática.
Me subí a la acera por accidente, al evitar un bache, y nos abrimos paso por entre un grupo de vendedores callejeros, dispersando su mercancía. Casi nos atascamos; el cambio de marchas emitió horribles ruidos rechinantes mientras trataba de colocarlo en su sitio.
—¿Sabes conducir o no? —preguntó Avalon.
—Más o…
—Argh —extendió la mano y agarró la palanca—. Muévete —dijo, echándose hacia delante y cogiendo el volante—. Venga —ordenó, pasando sobre mí—. No puedo conducir sentada en tu regazo.
Me pasé al asiento del pasajero. Admirado, la observé manejar las marchas.
—¿Siguen ahí detrás? —preguntó; atravesamos el viejo parque y luego la Novena como si nos hubieran dado una patada. Miré.
—Por la Cuarenta —dije—. Están cruzando la avenida.
—¿Qué avenida?
—La A. La salida está en la Tercera y la Catorce. Sigamos hacia arriba.
—¿Por qué?
—No nos dispararán en las Zonas Secundarias —dije—. Espero.
Llegamos a la Tercera en cuestión de minutos. La atravesó demasiado rápido, el coche rebotó en un agujero y se deslizó a la acera, luego regresó a la calle. Un chaval se nos puso por delante, tirando de su box en una carreta de ruda construcción. No lo atropellamos, pero sí a su box, dispersando sus componentes. Altavoces y mandos llovieron sobre la acera. Lo sentí por él, pues recordaba el box que tuve de niño: tardé dos años en robar todas las partes.
—Cuando lleguemos, súbete a la acera —dije—. Será más fácil atravesar los torniquetes para peatones, y no están tan bien construidos. Habrá espacio de sobra.
—Será mejor que lo haya. Agáchate bajo el salpicadero.
Íbamos a sesenta o así, acercándonos a la barricada. Mientras me lanzaba al suelo, vi a los chicos del Ejército alzar sus rifles; enormes placas de acero brotaban de la calzada, y parecían flores. Avalon se agarró con fuerza a la mitad inferior del volante mientras se deslizaba bajo el asiento y mantenía el pie en el acelerador. El parabrisas se hizo añicos bajo el fuego cuando alcanzamos los torniquetes; continuamos adelante.
—Sigue recto —grité. Me levanté y miré hacia atrás. Nadie disparaba a nuestros perseguidores; rodaban por el carril 1A como si fueran a un funeral.
—Mierda —dijo Avalon, reduciendo al ver que el tráfico aumentaba—. No sé cómo lo hace Jimmy.
El tráfico era bastante denso en la Zona Secundaria Murray/Gra—mercy, y tuvimos que ir mucho más despacio. Habíamos ganado suficiente distancia para dejar al Redstar unos diez cuerpos por detrás. Avalon conducía el taxi como podía, avanzando, deteniéndose dos o tres veces en cada manzana. Nuestros perseguidores, afortunadamente, tuvieron que hacer lo mismo. Parecía más seguro quedarse en el coche y no echar a correr.
—¿Se quema algo? —pregunté, olisqueando.
—El coche —respondió ella—. Debe de haberse soltado alguna cosa cuando chocamos. Hay que hacer algo, y rápido.
Salía un humo denso de debajo de la carrocería cuando pasamos la Treinta y cuatro. Nuestros perseguidores se acercaron e intentaron pegarse a nosotros; una furgoneta Entenmann bloqueó su avance. Estaban tan cerca que pensé que podría tocarlos. Me quedé más que sorprendido al ver que uno de los muchachotes preparaba su bazooka.
—¡Al suelo! —grité. Avalon se abalanzó hacia delante, abriéndose paso a través de una abertura en el tráfico; la furgoneta que nos había salvado estalló, esparciendo fragmentos por toda la manzana.
—Creí que dijiste que aquí no nos dispararían.
—Se supone que no pueden hacerlo.
Avalon se situó delante de otro taxi, cortándole el paso.
—¡Culo! —gritó el taxista cuando pasamos—. ¡Jodida gilipollas! —Acelerando, golpeó nuestro costado con su coche.
—¡Vete al carajo! —gritó Avalon, devolviéndole el golpe. El humo que surgía de nuestro motor se hizo más oscuro y más intenso. Los chicos que nos perseguían dispararon otra vez, haciendo añicos el taxi atacante.
—Nos van a dar…
—Tal vez no —dijo ella—. Mira.
Tras la Treinta y siete, la Tercera Avenida había sido cerrada al tráfico; parecía que había habido una explosión de tipo diferente. Resonaban cristales como campanas salvajes mientras caían a la calle; surgía humo negro de lo que había sido el ático de Conbroco. Los atentados eran bastante comunes en las Zonas Secundarias; este hecho no era más que un hipido, y los bloqueos estaban puestos al azar.
—Creo que podemos pasar.
—Tengo una idea —dijo ella, arrollando las barreras policiales—. Lo vi hacer en una película.
—¿Qué película?
—Salía Robert Mitchum. Tráfico de drogas, creo. En Kentucky, o Tennessee, o por ahí.
Dio un volantazo y tiró simultáneamente del freno de mano. Podría haber sido una buena idea si hubiéramos tenido un coche diferente. Giramos en un tenso círculo en mitad de la Tercera; supe cómo debió sentirse Crazy Lola. A juzgar por nuestro giro, supuse que el plan era salir en dirección contraria, pero cuando pisó de nuevo el acelerador salimos hacia atrás.
—Aguanta —dijo ella, y sacudió el cambio de marchas; éste se agitó libre, como si no estuviera conectado a nada. Marcha atrás a veinte, aplastando las barreras al fondo de la zona arrasada, entramos en un tráfico menos denso que el anterior, y nos detuvimos contra una tienda en la zona oeste de la avenida. Los chicos del Redstar suspiraron y corrieron hacia nosotros, aparentemente confiados en que chocar de frente nos vendría bien.
—O’Malley —gritó Avalon, al verlos acercarse—, sal.
—La puerta está atascada —repliqué, empujando. Ella empezó a ernpujarme mientras yo empujaba la puerta. Alcé la cabeza. Un autobús turístico de Fun City, con comerciantes de viaje (requeridos por sus patronos de provincias para que vieran Nueva York y se sintieran agradecidos), dobló una esquina, bloqueándonos mientras se detenía para dejar pasar el tráfico de delante. El Redstar (un vehículo sólido) golpeó al autobús, que se deslizó lentamente hacia nosotros; seguro que los pasajeros se preguntaron si esto era parte del tour.
—Ya está —dije, con la sensación de que me había roto el hombro. La puerta se abrió; caímos. La tienda contra la que habíamos chocado era una especie de depósito. Entramos al descubrir que las puertas estaban abiertas y la entrada sin cerrojos. El autobús volcó sobre nuestro taxi; un empleado de la tienda saltó hacia delante, pulsando un botón que elevaba el escudo de acero del almacén. Tuvo tiempo de elevarse hasta la mitad antes de que los vehículos estallaran.
Volamos hasta el fondo de la tienda, recorriendo el suelo del pasillo como si fuera un tobogán. El escudo cayó hacia dentro; los artículos de la tienda se volcaron. La onda explosiva extendió el fuego a través de la mitad delantera del establecimiento; los surtidores nos echaron agua encima y las alarmas sonaron. No sufrimos más que magulladuras y quemaduras menores. Al abrir los ojos pude vis lo que al principio me pareció el pecho de plástico de una maniquí. En torno a la cintura llevaba una insignia chamuscada: I ♥ New York.
Un empleado sobrevivió y emergió tambaleándose de detrás del antiguo mostrador. Nos miró a través del negro humo y la brumosa lluvia.
—Olvida su factura —repetía la registradora—. No lo olvide. Su factura…
Cuando salimos a la calle Cuarenta y uno, el Redstar dobló la esquina hacia nosotros.
—¿Bien? ¿Ahora qué?
—Por aquí —dije, cogiéndole la mano y cruzando la calle entre los coches—. Rápido.
Entre la Tercera y la Cuarenta y uno había un gran hotel construido en los días pre—Eb. Su piel de espejo brillaba como oro viejo; madera prensada cubría la mitad de las ventanas. Un cartel cerca de la entrada del vestíbulo anunciaba la llegada de los Beach Boys para una semana en el Metrolounge. Sospeché que podríamos evitar a nuestros últimos fans atajando por el vestíbulo. Mostramos a los guardias (quinceañeros cubiertos de espinillas) nuestras tarjetas 1A y nos dejaron entrar; pasamos al atrio.
—¿Corremos? —preguntó Avalon.
—No. A esos guardias les pagan para que sospechen. Todos esos pequeños bastardos usan superstars. —Me refería a los afilados pentagramas que lanzaban para desanimar—. Haz como sí fuéramos a reunirnos con alguien.
—¿Aquí?
A juzgar por la multitud, el lugar era bastante popular. Ochenta toneladas de mármol cubrían las paredes del atrio; los graffiti, allá junto al suelo, donde los pintores no necesitaban estirarse para poder garabatear y rayar, intensificaban los dibujos naturales de la piedra. Las escaleras mecánicas (ninguna funcionaba) parecían vigas caídas accidentalmente desde lo alto; los jardines colgantes se habían convertido en polvo; las luces de colores alegraban la basura que atestaba las fuentes. Las palomas revoloteaban por el aire libre del atrio y se cagaban en el suelo; su guano blanqueaba los balcones. Vidiac aparecía en la mitad de los monitores; en los otros, las imágenes rodaban y parpadeaban como en plan artístico.
—Probablemente hacen negocio aquí —dije, mirando alrededor.
—Larguémonos, Shameless.
—Seguramente habrá una salida por ahí. Comprobemos.
En los edificios públicos el espacio estaba consagrado al uso de las organizaciones públicas; aquí, el Ejército y el Servicio de Salud tenían cabinas. Posters de reclutamiento cubrían las del Ejército, pidiendo a los jóvenes de Manhattan (los que no tenían conexiones) que se registraran y fueran así reclutados: Es Divertido. Es Fácil. Es el Deber. Es la Ley. Sobre los mostradores de cada cabina médica había una reproducción de un cuadro de E, con los ojos cerrados y vestido de blanco, de rodillas, llevándose a la cara la mano izquierda como si hubiera llegado al estribillo y se hubiera olvidado de la letra. En su mano derecha sostenía un embrión: una nueva vida puede estar en tus manos, decía el texto de encima, basta de matar bebés. En el mostrador de cada cabina había tarros. Dentro de éstos, flotando como en una brisa de verano, había viejos fetos, cada uno extendiendo sus diminutos dedos hacia los culpables. Pena capital o no, la ley nunca había sido tan efectiva como era de desear; en manos privadas, donde, como decretaba el gobierno, los problemas eran resueltos mejor, siempre había medios y soluciones químicas. Las cabinas del Ejército y las médicas se llevaban bien: una plantaba, la otra cosechaba.
—Shameless…
Al final del pasillo había un cartel que identificaba la entrada al metro. Un sonido familiar siseó tras nosotros. El misil falló, alcanzando la cabina médica, que estalló con una niebla rosa. Un guardia del hotel lanzó una superstar que alcanzó a un transeúnte en la cara, rebañándolo mortalmente.
—Al metro —dije; alcanzamos las escaleras.
—¿Es seguro? —La barandilla se rompió cuando la agarramos; nos deslizamos escaleras abajo. Tras recuperarnos, saltamos sobre las pilas de basura de abajo, chapoteando entre charcos de orina, y zigzagueamos para pasar la taquilla. El empleado nos gritó desde detrás de su escudo de lucita; saltamos los torniquetes. Al llegar al andén vimos a un convoy, y subimos a bordo cuando las puertas se cerraban. Uno de nuestros perseguidores saltó detrás; gritó como un ángel cuando cayó bajo las ruedas. Nos abrimos paso hasta el último vagón, sabiendo que sería el que estaría más vacío.
—¿Y ahora qué?
—El tren va hacia el centro —dije—. Así que… —El tren se sacudía a unos diez o doce kilómetros por hora.
—¿Cuál es la siguiente parada?
—La Catorce, creo.
—Donde empezamos —suspiró ella.
—Podemos relajarnos unos minutos.
No estábamos solos en el vagón. Había un par de medianos, forzados a estar allí por cualquiera sabe qué razón; un tipo con una camisa verde que se tiraba de las orejas en secuencia, repetidamente. Sangraban. Un nodescrit, dormido en el suelo, a quien alguien había usado como lav; varios cuerposcasas, con sus posesiones en bolsas entre sus pies. Un tipo, no mal vestido, estaba sentado, vomitando tranquilamente sobre sus pantalones y zapatos. La mayoría de las ventanillas del vagón estaban rotas; sólo la mitad de las luces funcionaban. Nos dirigimos al fondo del vagón, lejos de los demás.
—Mejor que el jodido autobús —dijo Avalon.
La puerta del vagón de al lado se abrió y entraron seis mujeres jóvenes (cuatro blancas, dos negras), vestidas con ajada ropa del Ejército. Todas llevaban un fez negro y cadenas; una cargaba al hombro un largo palo claveteado, en cuya punta había empalada una rata muerta.
—No parece que vengan a por nada bueno, Shamey —dijo Avalon—. Y este jodido tren va a paso de tortuga.
—Ignóralas —dije, palmeándole el brazo—. Estoy seguro de que no han pagado el billete como todos los demás.
La líder (flaca, con gafas oscuras) se detuvo cerca del tipo que vomitaba. Le miró un momento, luego sacó su navaja y le apuñaló los ojos. El hombre dejó de vomitar; mientras yacía en el suelo, ellas le dieron rienda suelta a la bota.
—Si hace falta —murmuré—, ¿puedes encargarte de las dos más pequeñas?
—Fácil.
La de las gafas cuchicheó con sus acompañantes; vi los colores de su chaqueta. Pertenecían a una de las bandas más problemáticas, las Susurradoras del Amor.
—Eh —dijo, señalando hacia nosotros. Sonrió; le faltaban varios dientes.
—Acción fácil, sis —dijo otra.
—Sorprendámoslas —susurré, sin mover la boca—. Siempre funciona.
Se acercaron, arrastrando sus cadenas. Las pequeñas parecían gemelas. Una excepcionalmente fea las seguía; de cerca, pude vis que le habían arrancado de un bocado la mitad de la nariz. La que llevaba la rata soltó su palo mientras se aproximaba. La que venía en último lugar era de tamaño superlativo y llevaba una tubería de hierro. Nos rodearon, riendo. El resto del vagón se vació.
—Encanto, ¿has venido sólo para vemos? —le preguntó Gafas a Avalon, tensando su presa en la cadena.
—Zorra, ¿qué haces con Percy aquí? —preguntó Fea.
—Parece lo que se tragó la rata —añadió una de las gemelas.
—¿Cómo estás tan callada? —preguntó Gafas—. ¿Tu amiguito quiere que te comportes delante de las chicas malas?
—No te jodas a ti misma sobre él, nena; si lo quieres, puedes tenerlo… Rata encendió una cerilla y la agitó ante mí. La aparté y sonreí.
—¿Demasiado frío para eso, hijoputa? —dijo, agitando otra, que también aparté. Fea extendió la mano y agarró a Avalon por la parte delantera del suéter.
—Vamos a follar, puta. De chica a chica.
Avalon se apartó, girando al hacerlo. Fea la agarró por los brazos y se los colocó a la espalda, y la aplastó contra la pared del vagón. Advirtieron la raja en sus pantalones y se echaron a reír.
—Estaba lista, la tía…
—Para follar, sí; si no hubiéramos aparecido, ahora estarían en el suelo.
—Tiene un lindo culito —dijo Fea, abriendo más los pantalones de Avalon y metiendo la mano—. Y un coñito bonito y suave… Gafas sacó un largo cuchillo de su chaqueta.
—A él le costará trabajo follar si no tiene nada con lo que hacerlo —dijo, apuntando a mi entrepierna—. ¿Qué dices a eso? ¿Eh? No dije nada. Ella acercó la hoja a mi mejilla.
—Encanto, ¿sabes lo que quiere este chico? —dijo Rata, sacando un palo de escoba de su chaqueta y blandiéndolo contra su mano—. Quiere que lo folien un poco.
—Sí.
—Parece una niña con esos labios rosas tan grandes.
—Follémoslo primero, entonces.
—Quítate esos pantalones, bro, ¿no es eso lo que quieres? —preguntó Gafas—. ¿Eh?
No dije nada. Ella apretó su cara junto a la mía.
—He dicho qué es lo que quieres —hundió la hoja en mi mejilla.
—Tu alma —dije, sacando mis chuks. Al hacerlo en ángulo recto, le golpeé la nariz en el punto justo. Gimió y cayó al suelo, retorciéndose. Avalon apretó la cabeza contra la pared para equilibrarse y, pateando hacia atrás con los dos pies, alcanzó a Fea en la boca. La tía cayó hacia atrás, ahogándose; continuó ahogándose hasta que Avalon la pateó en la garganta. Nos dimos la vuelta y miramos a las otras.
—¡Maldición!
Pasé la cadena de mis chuks por el cuello de Rata; sujetando fuerte los mangos de madera, los retorcí rápido, como si atara un torniquete. Mientras apretaba más, las venas de su cara estallaron bajo su piel en un instante. Avalon agarró a las gemelas por el cuello, las separó, y luego hizo entrechocar sus cabezas como si sacudiera dos borradores. Hubo un brusco crac; las soltó. Sólo quedaba la grande. Todavía no se había unido a las demás ni había huido.
—¿A qué estás esperando? —le pregunté, soltando a Rata.
—Al enterrador, tío —dijo, golpeándome en la cabeza con la tubería que llevaba—. Voy a partirte el culo.
Mientras caía, advertí que era todo un desafío. Sentí como si se me salieran los sesos; el pelo se me cubrió de sangre. Avalon saltó y la pateó en el pecho. La grande se tambaleó, pero no cayó. Barrió con el brazo y lanzó a Avalon a medio vagón de distancia. La sangre me cubría los ojos; casi no podía ver. Cuando pierdo el control tiendo a perder también el sentido del dolor. Esta vez me alegré. Salté a ciegas sobre el asiento y corrí hacia donde había aterrizado Avalon. La grande se quedó en el extremo opuesto del vagón durante un segundo y luego cargó hacia nosotros. Avalon saltó, alcanzándola en las rodillas. La gorda cayó hacia delante y casi la aplastó. El vagón se sacudió cuando golpeó el suelo. Antes de que tuviera oportunidad de levantarse, me agarré a uno de los postes, di dos vueltas para tomar impulso y la pateé en la mandíbula. Cayó de costado y se golpeó la cabeza con el marco de la ventana. Avalon la cogió por los pies y trató de hacerla caer fuera del vagón por ella antes de que pudiera reanimarse.
—Échame una mano —dijo—. Es grande como una casa.
—No creo que se recupere tan pronto —dije. La gorda gimió. La agarré por las piernas y empecé a empujar.
—Estás herido —dijo Avalon.
—No mucho —contesté, apenas capaz de ver o estar de pie—. Empuja.
El tren empezó por fin a ganar velocidad. Levantamos a la gorda y la aupamos a la ventana. Mientras empezaba a deslizarse, chocó contra una de las columnas del túnel y se nos fue de las manos. Avalon y yo caímos al suelo cuando el tren se detuvo bruscamente. Durante una maravillosa eternidad nos quedamos allí tumbados. Entonces Avalon se sentó, agarrándose el brazo.
—¿Qué ha pasado?
—Debemos haber descarrilado —dije, poniéndome en pie a duras penas. El vagón estaba inclinado varios grados a la derecha—. Podríamos quedarnos atascados durante horas. Vamos. Por atrás.
Forzamos la puerta trasera y bajamos a las vías. Una de las luces del túnel iluminaba a la mujer sobre la que había descarrillado el tren. Nos dirigimos ciudad arriba una vez más, pegándonos a las vías en lo posible; el andamiaje de la izquierda se desmoronaba, y los travesaños, donde eran visibles sobre los charcos de agua, estaban podridos y gastados. Las luces de emergencia del túnel y el suave brillo de la vieja estación de delante nos guiaron.
—¿Qué estación es ésa?
—Creo que la Veintitrés. —En las paredes del túnel estaban los nombres de los vencidos, escritos y marcados en días pasados.
—Estará cerrada, ¿no?
—Sí. Podemos sentarnos. Descansar.
Las entradas al metro sólo estaban abiertas en las zonas fronterizas, para poder mantener mejor control. Llegamos a la estación y nos aupamos al andén; bueno, casi. Yo estaba tan mal que Avalon tuvo que ayudarme. Costó trabajo ver a través de la tenue luz amarilla incluso después de que nuestros ojos se acostumbraran. Las paredes de la estación estaban cubiertas con los palimpsestos de cuarenta años, nombre sobre nombre. Las escaleras que antaño conducían a la calle estaban bloqueadas por planchas de hormigón.
—Déjame que te vea la cabeza.
Cuando me tocó el cuero cabelludo, tuve la impresión de que me desmayaba por un momento.
—¿Dolió? —preguntó, echándome hacia atrás el pelo—. Mierda.
—Duele —contesté—. ¿Qué es?
—Una brecha de unos quince centímetros. No me extraña que duela.
—¿Se ve el hueso?
—No. Necesitarás puntos.
—¿Está la sangre coagulada?
—En su mayor parte.
—Entonces me pondré bien. Tengo gasas en el bolsillo derecho. Cógelas.
Lo hizo y las colocó sobre mi herida. Permanecí consciente con un esfuerzo. Me puso más gasas en la cabeza y luego me la vendó. Se quitó la brillante chaqueta de Enid y se sacó el suéter. Tras arrodillarse junto a mí, pasó el suéter en torno a mi cabeza y ató los brazos, anudándolos para que no se soltara. Cuando terminó, se echó a reír.
—¿Qué pasa?
—Tienes cara de tonto —rió—. Tal vez sirva de ayuda. Ya no sangra tanto.
—Las he visto peores.
—Estoy segura —dijo, sentándose a mi lado. Sus pezones se alzaron con el aire frío.
—Ponte la chaqueta. Te resfriarás.
—Prefiero sentarme sobre ella, con tal de estar sentada. —Se inclinó hacia delante, cogió una de mis manos y se la colocó en el pecho—. Esto valdrá.
Permanecimos sentados en el sucio asfalto, recuperando la respiración. No pasaría otro tren en una hora, si llegaba a hacerlo: Normalmente paraban antes los fines de semana. En los túneles no sonaba más que nuestra respiración, y el goteo del agua.
—¿He empezado a parecerme a ellos? —pregunté.
—¿De qué hablas?
—De los Dryden. ¿Crees que he empezado a parecerme a ellos?
—¿Por qué piensas eso?
—No lo sé. Me preocupaba.
—Podría ser —contestó—. Supongo que cualquiera podría hacerlo si tuviera la oportunidad.
Pasó los brazos alrededor de mi cintura. La besé. Nos besamos durante lo que pareció una eternidad, probablemente unos pocos segundos.
—¿Qué vamos a hacer esta noche, Shamey?
—Creo que Enid puede ayudarnos.
—¿No tendrán vigilado el apartamento?
—Enid no estará allí. Tendremos que reunimos con ella.
—¿Dónde? Si volvemos a subir…
—No vamos a volver a la calle. Todavía no. Nos quedaremos en el metro.
—¿Aquí abajo?
—Ella estará a unas cuarenta manzanas más abajo y otras tres más allá.
—¿Y qué hace?
—Va a la iglesia.
Avalon me miró, sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Se tendió, arrastrándome amablemente consigo, apoyándome entre sus piernas.
—Tiéndete aquí —dijo—. Descansa.
—Muy bien. No tardaremos mucho en llegar. Ella me hizo callar.
—Ahora estamos a salvo —dijo, acariciándome la cara—. Descansa. Durante unos minutos, al menos, descansé. Mi dolor remitió. La caricia del cuidado besó mis ojos. La libertad sonó.