—Avalon —susurré.
—¿Qué?
—Ha pasado una de dos.
—¿De qué hablas?
—O la bomba estalló —dije—, o no lo hizo. Me miró sin comprender.
—Tiene sentido.
—Si no lo hizo, entonces deberían estar moviéndose. No han llamado a Butch.
—Tal vez el aparato no funciona.
—Funciona. Iban a llamar a Butch para que regresara en cuanto nos soltara.
—Entonces, ¿qué crees que pasa?
—Debe haber estallado —dije—. Tal como la emplacé, no pudiste desconectarla.
—Lo sé. ¿Y bien?
—Tal vez no estaban dentro. O quizá sólo estaba el Viejo.
—O el hijito.
—Si fuera el señor Dryden, habrían llamado a Butch. Y, en ese caso…
—Las cosas están saliendo como debían —dijo ella—, o ninguno ha muerto y no sospechan de nosotros.
—Cierto —dije—. El señor Dryden le diría al contacto que nos enviara de vuelta en cuanto llegáramos allá, o continuaríamos hasta el aeropuerto según lo planeado…
—A menos que eso sea lo que quieren que pensemos.
Suspiré.
—Podríamos picar, si sospechan. Butch no tendría que saberlo.
—Casi hemos llegado. ¿Qué vamos a hacer?
—Sigamos adelante. Vis lo que salga.
Teníamos que reunimos con nuestro contacto entre Broadway y la Treinta y cuatro, cerca de Macy’s. El señor Dryden no había dicho quién sería el contacto, o qué aspecto tendría; sólo que nos reconocería. Dadas las circunstancias, aquel pensamiento ya no era reconfortante. Mientras el coche entraba en la Zona Secundaria de Herald Square, me incliné hacia Avalon.
—No merece la pena probar —susurré—. No sigamos. No vendrán a buscarnos en mi barrio.
—Que Butch nos lleve.
—No es eso lo que espera —dije—. Tiene que saber dónde dejarnos. Sospechará de lo contrario.
—¿Es peligroso tu barrio?
—No más que éste.
Mientras Butch avanzaba entre los camiones aparcados en doble fila, un ciclista que venía zigzagueando detrás chocó con nuestro guardabarros y casi acabó de bruces en la calle. Avalon y yo nos sobresaltamos, temiendo que nos hubieran atacado. El ciclista nos adelantó (con dificultad, pues su armazón se había abollado con la colisión) y, cuando alcanzó la parte delantera de nuestro coche, alzó la bici por encima de su cabeza y la lanzó contra nuestro parabrisas. Viendo que le causaba poco daño a nuestro coche y destruía aún más su juguete, empezó a gritarnos y asomó la cabeza por la ventanilla delantera. Siguió gritando cuando Butch la subió, atrapándole la cabeza entre el cristal irrompible y el marco de la puerta.
—¿Necesitas alguna ayuda? —pregunté. Butch vaciló—. Entonces nos bajamos aquí.
Abrí la puerta; Avalon y yo salimos, resbalando en la porquería viscosa que cubría la acera. Butch sacó un largo tubo de plomo de debajo del asiento y empezó a golpear al ciclista en la cabeza. Las ventanillas del lado del pasajero se oscurecieron mientras lo descargaba una y otra vez.
—Salgamos de aquí rápido, Shameless —dijo Avalon, cogiéndome del brazo—. Odio las multitudes.
La calle Treinta y cuatro era la más abarrotada de la ciudad, especialmente los domingos por la tarde. En la mayor parte de Manhattan eran difícil conducir; por la 34 era imposible andar, tan apretada estaba la gente. Desde la fachada norte a la fachada sur, el único lugar despejado de la calle era el carril 1A, alineado con picas de medio metro de altura, cada una fija en el hormigón con una separación de cinco centímetros. Incluso ese carril estaba repleto aquí, pues los vehículos del Ejército que se dirigían al Javits Center pasaban sin cesar. Los estudios del Ejército demostraban que el tráfico de los carriles regulares aquí, a cualquier hora de cualquier día, se movía a menos de treinta centímetros por minuto.
—Vayamos hacia el este —dije, agarrándola fuerte para impedir que la barriera la multitud—. Luego al centro por Murray Hill. Creo que será más fácil.
Para ganar un uso de espacio más productivo, la mayoría de las tiendas de la 34 habían colocado sus mercancías al fresco, prolongando sus mostradores (protegidos del clima por toldos antiguamente brillantes, ahora gastados) varios palmos en la acera, interrumpidos sólo allá donde se ponían los mercadilleros, atestando las aceras. Estudios adicionales del Ejército demostraban que la calle Treinta y cuatro era el único lugar de Manhattan donde, por término medio, el tráfico callejero iba más rápido que el de las aceras. Lenta, cuidadosamente, empezamos a abrirnos paso dando codazos y rodillazos a los que estaban preparados para intercambiar, regatear o robar. Este tipo de multitud era lo que más me preocupaba; para moverse había que ofender de algún modo, y aquí tales insultos no eran pasados por alto.
—O’Malley —oí gritar a alguien.
—¿Oyes eso? —dijo Avalon, empujando a una mujer que arrastraba un cochecito de bebé, cargado de productos marchitos.
—Sigue andando —dije.
—Lo intento.
—O’Malley.
Conduje a Avalon fuera de la acera, intentando cruzar la calle para poder perdernos en una manzana o así, donde la multitud fuera menos densa. Se celebraba una pelea de gallos justo en la confluencia entre Broadway y la Séptima; había un corro apostando, esperando ver qué ave se dirigía a mayores victorias y cuál proporcionaría sopa para doce.
—¡O’Malley!
Alguien se nos acercaba por detrás, y yo prefería evitarlo. Avalon y yo llegamos a las filas de coches de la calle y empezamos a subirnos a ellos, aupándonos en los guardabarros, arrastrándonos sobre las capotas donde era necesario, esquivando a los ciclistas que corrían silbando por entre los coches. La alcé por encima de las picas del carril 1A y luego salté. Un camión corrió hacia nosotros cuando llegamos a la otra fila de picas. Gritos de agonía se elevaron por encima del alboroto. Apartamos la mirada cuando dos mujeres jóvenes y un viejo quedaron aplastados; el vehículo siguió rodando, dejando detrás una alfombra roja.
—¡O’Malley! —repitió la voz—. ¡Alto!
Llegamos a la parte sur de la calle, nos abrimos paso hacia el Herald Center, nos deslizamos a través de las colas que esperaban su admisión en el centro de reclutamiento del Ejército de la planta baja. Diez pisos más arriba, por la cornisa del edificio, de forma continua, pasaba el mensaje: ve nueva york mientras puedas. Vi un autobús de la Séptima Avenida que iba al centro y aparcaba en la acera junto a nosotros.
—¡Alto!
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Avalon. El autobús se detuvo; los pasajeros salieron en tropel mientras otros nuevos empujaban, saltaban, gateaban para entrar.
—Sube —dije, empujándola hacia delante—. Pondremos distancia y bajaremos. Luego escaparemos. Aprisa.
Avalon y yo fuimos los dos últimos en entrar a la fuerza antes de que la puerta se cerrara. Nos quedamos apretados entre los pasajeros de los escalones de la entrada y la puerta, los brazos a los costados, las piernas clavadas donde estábamos, los cuerpos pegados unos a otros como si formáramos un sellado al vacío. Si hubiéramos podido respirar, habría sido bastante excitante estar tan cerca de ella. Algo me arañó la espalda; al volver la cabeza, pude ver a un hombre que corría junto al autobús. Tenía el brazo atrapado en la puerta, pero obviamente quería conservar el sitio; saltaba ágilmente por encima de los baches, y aún más alto para evitar a otros vehículos. El autobús se detuvo de pronto y quedó aplastado entre dos furgonetas postales. El autobús se arrastro unos palmos más, deteniéndose a diez centímetros de la acera; las puertas se abrieron.
—O’Malley —gimió Avalon—. ¡Salgamos! Esto es jodidamente horrib…
—Demasiado tarde.
Docenas de personas subieron al autobús; sentí que mis pies abandonaban el suelo mientras éramos empujados hacia delante. Al conductor no parecía preocuparle cobrar el billete y miraba hacia al frente, masticando un palillo entre los dientes. Nos encontrábamos en la parte delantera del autobús, tan apretados como si nos hubieran metido en cemento. Al quitar los asientos, los autobuses de la ciudad habían podido proporcionar espacio para pasajeros adicionales.
—Pasn’rr’d’gm’pl’z —cloqueó la voz amplificada del conductor; la calidad del sonido procedente del altavoz sugería que alguien pedía ayuda mientras se hundía en cieno dentro de un bidón de aceite.
—Joder… —dijo Avalon; nos habíamos separado durante el último asalto—. Me estoy asfixiando…
—Aguanta —jadeé. Alguien me pinchó el costado con un paraguas; seguía sin haber manera de que pudiera levantar los brazos. No estaba seguro de hasta dónde habíamos llegado; había tantos pasajeros colgados por fuera que era imposible ver más allá. El autobús dio otra sacudida y se detuvo. Otra carga se apretujó para entrar.
—¡O’Malley! —gritó Avalon—. ¡Ayúdame!
Sólo era visible su cabeza; se alejaba lentamente de mí, como llevada por un remolino. En el centro del autobús, la multitud se hizo más líquida. Me incliné hacia delante, seguro de que no podía caer. Casi era posible nadar por encima.
—¡Ayuda! —Avalon extendió la mano; con un enorme esfuerzo, me lancé hacia delante y la cogí.
—Cuando pare —jadeé, viendo que ella estaba al nivel de la puerta lateral—, excava. Empuja. Aparta. Pero sal.
—Sí —dijo ella.
El autobús se paró; un siseo sugirió que la puerta invisible a nuestra izquierda se abría.
—¡Ahora!
Uno de mis pies rozó la puerta; lo usé para impulsarme hacia delante. Avalon estaba fuera; un hombretón me bloqueaba la salida mientras pretendía entrar.
—Muévete —le grité, mientras las puertas empezaban a cerrarse.
—Vete al carajo —me gritó él a su vez. Supe que aquello no conduciría a ninguna parte. Extendí la mano libre y le hundí los nudillos en los ojos. Su gran peso sirvió para mantener las puertas separadas; mientras caía de espaldas, salí a la calle agarrado a él. El autobús se marchó, envolviéndonos con negras nubes de gasoil.
—Shamey —dijo Avalon, corriendo a ayudarme—, ¿estás bien?
Mi traje estaba rasgado bajo mi largo abrigo. Uno de mis zapatos medio colgaba de mi pie. La cara de Avalon estaba arañada y sus botas rayadas y sucias. Sus vaqueros estaban húmedos, con manchas frescas, y su suéter sacado sobre sus pechos; mientras volvía a ponérselo en su sitio, me miró con extrañeza y gritó.
—Estás herido.
—No, no lo estoy —dije, palpándome la cara, intentando descubrir qué había sucedido, preguntándome por qué no había empezado a sentir dolor—. ¿Lo estoy?
—Alguien te ha arrancado la oreja.
Tras llevarme la mano a la cabeza, descubrí una penosa ausencia.
—No está —dije—. Mi pendiente.
—¿Qué hay de tu oreja? —preguntó ella—. No sangra todavía.
—Ni sangrará. Son falsas. Pero conseguir otro pen…
—Yo te conseguiré otro pendiente. Vamos.
—Enid me los regaló.
—Por cierto, ¿dónde estamos?
—Séptima y Veintisiete. Delante de Chelsea. Vamos.
Con nuestras Drydencards no tuvimos dificultad para entrar en la Zona Secundaria de Chelsea; nuestro patético aspecto no llamaba la atención, Chelsea, repleta de bocis, era una zona temible llena de todos los que habían sido atraídos a Manhattan por organizaciones como Dryco, todos hipnotizados por la promesa de que durante unos pocos años bien sufridos aquí, una vez iniciado el camino de la gloria, se podrían asentar en nuevas regiones del país…, siempre que se sobreviviera a la visita, desde luego. Para satisfacer los caprichos de los vecinos residentes, innumerables instrumentos llenaban las tiendas de la Séptima Avenida, cada uno de ellos buenos para una existencia de tres meses…, hasta que pasara la moda o subiera el alquiler. Pasamos junto a restaurantes que no proporcionaban más que concocciones de bêche—de—mer y algas; tiendas que no vendían más que un artículo concreto: lámparas o carteles, camisas o cuchillos. En la Dieciséis, justo ante la barricada que separaba Chelsea de la Zona de Control del Village, había una gran tienda de antigüedades cuyo cartel la proclamaba como el mayor abastecedor de mobiliario de los Molestos Noventa de Nueva York.
Recorrimos la Catorce Este y cruzamos la barricada de Broadway para entrar en la Zona Secundaria del East Village. Estuvimos poco tiempo allí; en la Tercera, llegamos al muro que rodeaba Loisaida y entramos.
—¿Así es este lado? —preguntó Avalon. Parecía nerviosa, aunque era difícil leer sus rasgos a medida que oscurecía.
Había graffitis ambientes en la pared de un edificio abandonado en la calle diez: la deidad vive ¿y tú? Continuamos; mucha gente cenaba a esa hora, y por esto las calles no estaban tan abarrotadas como de costumbre. Después de un largo rato, llegamos a mi edificio. La marquesina apagada anunciaba que las películas del fin de semana eran Hijos del Paraíso y Jules et Jim. Durante todo el trayecto estuve vigilando con atención; nadie parecía habernos seguido, ni a pie ni en coche. Las verjas de la puerta de Belsen no estaban corridas; entramos.
—¿Lester? —grité; no había nadie en el recibidor del club, y las luces de dentro estaban apagadas. A través del humo del tabaco distinguí varias formas vagas cerca de la barra.
—Hola —dijo Rubén, emergiendo de la neblina. Se había quitado la camisa; parecía haber estado limpiando algo, a juzgar por los churretes de sus hombros y pecho.
—¿Algo de Enid o de Margot? —pregunté.
—Al otro lado aún —respondió.
Avalon se quedó mirando cómo Rubén se llevaba un pie a la boca y se quitaba el cigarrillo para poder hablar con más facilidad; vació la ceniza contra el lado de la puerta.
—¿Volverán esta noch? Sacudió la cabeza.
—Vertiendo encantos allá y acá. En juego con charloteo de Broork. ¿Tu corazón?
—Mi corazón —dije, agarrando a Avalon con fuerza, como temiendo que pudiera intentar llevársela—. Subiremos y cerraremos. Si hay lozels rondando cerca…
Asintió. Nos dirigimos a la escalera y subimos, abriéndonos paso por entre los que estaban acampados en el pasillo. Abrí la puerta y entramos. Avalon se quedó inmóvil en el centro de la habitación, como abrumada.
—¿Vives aquí? —preguntó.
—Te acostumbrarás.
—¿Esa cosa tiene algún bicho? —preguntó, señalando al sofá.
—Ninguno que muerda —dije. Ella frunció el ceño, pero se sentó.
—¿Tienes algo de beber, Shameless?
—Vodka. Pepsi. ¿Quieres un vaso?
—Vodka. Y un vaso, si no está como el resto de lugar.
—Toma —dije, recuperando una botella del stock de Enid. Ella la cogió y dio un largo trago—. No te preocupes, estaremos a salvo hasta que se nos ocurra qué hacer.
—Ahora debemos estar en la lista a eliminar, con cualquier cifra al lado —dijo.
—Únete a la multitud.
—¿Qué va a pasarnos, Shamey?
—Aceptémoslo tal como venga —dije, pues por el momento no quería intentar siquiera pensar en algo.
—¿Todos son aquí como ese tipo…? —empezó a decir; de pronto dio un salto, como si la hubieran pellizcado—. ¡Aquí hay alguien!
—¿Dónde? —susurré, mirando alrededor.
—Escucha. Los oigo hablar.
Escuché. El único sonido que oí fue: Puerta entornada. Por favor cierre.
—Es el frigorífico.
—Oh —dijo ella, relajándose y dando otro sorbo—. ¿Hay muchas rarezas más por aquí?
—Hay un montón de gente así aquí.
—He oído decir que tu hermana es igual —dijo ella—. ¿Es verdad?
—Enid no nació ambiente —expliqué—. Eligió serlo. No es exactamente como ellos.
—¿Parece más normal?
—En cierto modo.
—¿Eligió ser uno de ellos?
—Sí.
—¿Por qué se llaman ambientes?
—Porque están siempre alrededor, como el ambiente. —Así era como lo expresaba Enid.
—¿A quién se le ocurrió ese nombre?
—A ellos.
Tiritó. Sus ojos se cerraron lentamente mientras se sentaba en el sofá.
—¿Cansada? —dije—. Es una pregunta estúpida, lo sé.
—¿Puedo usar tu ducha?
—Claro. —Teníamos una bomba y un depósito en el sótano, con suministro para una semana entera. Aunque la ciudad proporcionara aún el agua a nuestra zona, no había más tuberías que el viejo alcantarillado por el que tenía que correr, y no había nada de eso cerca de nuestro edificio—. Procura no usar demasiada agua.
—No lo haré. ¿Dónde está el cuarto de baño?
—Aquí dentro. Ten cuidado si te sientas.
—¿Por qué?
—Las ratas suben a veces por la tubería.
—¿Has probado con veneno?
—Las cosas no están tan mal todavía. —Me reí; ella también—. Puede que haya una toalla ahí dentro.
—¿Puede?
—Normalmente dejo que el agua se seque sola. Enid tiene un montón de tierra para revolcarse. —Me miró como si me creyera.
—Ahora vuelvo —dijo.
Cerró la puerta tras ella y empezó a hacer correr el agua; tiró dos veces de la cisterna. Calculé que podía coger el agua de lluvia en cubos y luego filtrar las impurezas mayores. Entré en el dormitorio y tardé unos pocos minutos en clavar una manta sobre el cráter del techo. Tras bajar, contemplé las hileras de libros viejos que Enid había acumulado a lo largo de los años. Como la mayoría de los ambientes, leía todo lo que encontraba. Los títulos visibles incluían Anomalías y curiosidades de la medicina, Cámara Oscura de Bolitho. La conducta humana en los campos de concentración, el Viajero desafortunado de Nash, Crímenes perversos en la historia, ¡Mirad! de Fort, y El florecimiento de América. Regresé a la habitación principal. Me senté y conecté las noticias.
—… quemada y violada antes de ser…
Las miré durante un rato. El Presidente y la primera dama marchaban a Camp David para sus vacaciones mensuales, después de haber enviado sus condolencias a la viuda del consejero de seguridad. Una bruja fue quemada en Ohio. En Japón, una planta de defensa filtraba cumulonimbos de gas azur; habían muerto cuarenta mil personas. La presentadora alzó las cejas, como si fuera un chiste.
—Y a continuación —anunció—, mutiladores de ganado…, ¿amigos o enemigos?
Hubo un anuncio de chaquetas de piel rusas; primero veías a los animalitos peludos y luego cómo los desollaban. Luego vino un anuncio de campaña: una larga playa blanca, el mar tranquilo, el Presidente y su perro, Luchador por la Libertad, corriendo por la arena; un cantante folk cantaba a la alegría de las mañanas americanas. Naturalmente, no eran ni el Presidente ni su perro; ambos eran actores. El Presidente, cuando salía, siempre estaba rodeado por una falange de agentes del servicio secreto.
Por fin apareció un anuncio diferente, un mensaje de servicio público. La primera toma era de un niño pequeño alcanzado por disparos, temblando. Siguió una escena de un viejo aplastando a un bebé con un largo palo; al pequeño le salía sangre por la nariz y los ojos. Luego apareció un hombre de mediana edad violando a una niña de ocho años; ella gritaba de dolor. Fundido en negro, y luego el mensaje:
NIÑOS
Fundido en negro, pausa, y entonces:
NO LES PONGA LAS MANOS ENCIMA
Escaleras abajo sonaron zumbidos y golpes repetidos; parecía como si a alguien le estuvieran cortando los miembros con podadoras. Los gritos distrajeron mi atención. Me levanté y miré por la ventana para estimar la situación; el público era normalmente numeroso los sábados por la noche. Docenas de ambientes guardaban cola fuera. La niebla de la noche era liviana. Había un coche oscuro aparcado al otro lado de la calle. Las sombras de su interior estaban iluminadas por el púrpura pálido del salpicadero. El coche me pareció con toda seguridad un Redstar. Me dirigí rápidamente a otra ventana, apagando de camino el TVC; desde mi nuevo punto de observación vi que la matrícula era 1A. Eran las ocho y media; a esta hora, uno empezaba a preparar el garrote incluso sin tanta incitación.
—¿Avalon? —pregunté tras acercarme a la puerta, por encima del rumor del agua.
—¿Sí?
—Creo que nos vigilan.
—¿Hay algo ahí fuera? —Cerró el agua.
—Sí. Voy a apagar las luces.
—¿No están corridas las cortinas?
—Ahora sí —dije, colocando los periódicos; entonces consideré que podía parecerles más sospechoso ver el apartamento a oscuras.
—¿Por qué no han subido si nos siguen?
—Están esperando —dije—. Tal vez.
—¿Esperando qué?
—Es terror. Intentan asustarnos, creo.
—Parece que están haciendo un buen trabajo. Si nos siguieran, ¿no estarían ya aquí arriba?
—Aquí no llegarían muy lejos por la noche, y lo saben.
—¿Para cruzar la calle?
—Esperarán hasta mañana —dije.
—¿A quién sacrifican abajo? —preguntó ella; sin el correr del agua era fácil oír el alboroto en el hough.
—A voluntarios —miré otra vez por la ventana, después de echar hacia atrás una esquina del periódico. Estaban allí sentados.
—¿Le has hablado de mí a tu hermana alguna vez?
—Sí.
—¿Qué piensa de mí?
—Forma juicios apresurados. —Esperando que nos acostáramos y luego nos dijéramos adiós, tal vez. Tal vez no.
—¿Es mayor que tú?
—Cuatro años.
—¿Qué aspecto tiene, por cierto?
—Tiene estilo, pero está ocupada. Tiene novia.
—¿Cómo es la novia?
—Precoz.
Avalon abrió la puerta del baño y salió; estaba desnuda. Se quedó un instante en el umbral, recortada contra la luz, su cuerpo humeando como si estuviera recién horneado.
—Cuando estoy mojada no puedo ponerme los vaqueros —dijo, y avanzó—. Aunque no es que veas nada que no hayas visto ya. Ni que no fueras a ver. ¿Te importa?
—Uh—uh —dije, mirándola.
—¿Están ahí fuera todavía? —preguntó; se inclinó hacia delante y miró por la esquina del periódico.
—Por supuesto.
Se enderezó y se acercó a mí; enlazó sus brazos en torno a mi cintura.
—¿Qué nos pasará, Shamey?
Su piel reconfortó mis manos mientras la palmeaba. Era suave como la niebla, y temí que, de algún modo, desapareciera de pronto, mientras no miraba.
—Algo.
—¿Crees que estarán vivos o muertos?
—Ni idea. Saliera como saliera, pienso que alguien quiere hablarnos.
—¿Crees que estaremos bien?
—Tal vez.
—Shameless —dijo, apretándose con más fuerza—, ¿piensas en mí cuando no estoy?
—Siempre.
—¿Quieres dormir conmigo esta noche?
—Sí.
—Lo has querido desde hace mucho tiempo, ¿verdad?
—Desde que mis hijos primero vis.
—A veces hablas de forma rara —dijo ella—. Como hiciste abajo. Yo también he querido siempre dormir contigo. Pero no estabas en la descripción del trabajo.
—Supongo que ahora sí. A menos que estemos despedidos.
—Que los jodan —dijo—. Jódeme a mí primero. La habitación del amor, en nuestra casa, estaba pasillo abajo. La cogí en brazos y la llevé al dormitorio.
—¿Duermes aquí? —me preguntó.
—Sí —dije, apartando trozos de yeso con los pies mientras nos dirigíamos a la habitación.
—¿Dónde duerme tu hermana?
—Aquí.
—Vaya —dijo mientras la soltaba. Advirtió un charco de sangre seca en el suelo—. ¿Período fuerte?
—Se nos coló compañía hace un par de meses.
Se puso boca abajo en la cama, abrió las piernas y, alzando el culo, lo movió en lentos círculos. Me pareció que su tatuaje de smirkey me miraba, como condescendiendo a mi presencia.
—Házmelo doble —dijo riendo, apretando la cara contra la almohada—. Yo te la chuparé hasta secarla.
Dadas las circunstancias, me encontré corto de respuesta. Ella se volvió de espaldas y miró hacia arriba.
—¿Por qué hay una manta clavada al techo?
—Para tapar el agujero.
—¿De dónde salió el agujero?
—Por ahí se nos coló la compañía.
Ella asintió, como si algo tuviera sentido. Miró el bloque de foam de Enid, pero no dijo nada. Me quité la ropa, sintiéndome muy extraño por tener que desnudarme ante una mujer que no era mi hermana. Avalon alzó la cabeza, y me vis de arriba abajo.
—Nunca había visto tantas cicatrices —dijo.
—Voy tirando.
—¿De qué es esa larga que te corre por el hombro?
—Bayoneta.
—¿La grande del hombro?
—Hacha.
—¿Y ésa? —preguntó, señalando.
—Cigarrillo.
—Tú no fumas.
—Enid sí.
Me metí en la cama con ella.
—¿Nervioso? —preguntó.
—Sí.
Estuvimos ocupados durante lo que parecieron ser horas. Avalon tenía una vivida imaginación, y se reveló perversa.
—¿Te gusta? —preguntó, después de un momento de silencio. No nos habíamos interrumpido. Asentí.
—Estás temblando. ¿Tienes frío?
Negué con la cabeza.
—¿Asustado?
No respondí.
—¿Ha sido tu primera vez?
—No —dije, y añadí—: Más o menos.
—¿Más o menos? —rió—. ¿Con quién antes? ¿Lalas?
—No.
—Chicas del barrio.
—Más o menos. Nunca he…
—¿No te gustan las chicas?
—Mi trabajo me mantuvo tan ocupado…
—Ahora hablas como el hijito. ¿No es esto mejor que trabajar?
—Mucho mejor.
—Sudas como un cerdo —rió, rodando contra mí, apretando su cara contra mi pecho, mordisqueando mis pezones—. Me encanta.
—Me alegro. —Hundí las yemas de los dedos en la protuberancia de su nuca—. Ahora puedes dejarte crecer el pelo.
—Me gusta así.
—Como quieras. No pretendía…
—Creo que te quiero —dijo suavemente—. Esto es nuevo.
—Te quiero. Te quiero mucho.
—¿Asustado?
—Sí.
—¿Están aún ahí, Shamey? Ve a mirar.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Era tarde; Rubén y Lester sacaban a rastras a los no reclamados.
—Sí —dije—. Tal vez será mejor que intente contactar mañana.
—Mejor que nos quedemos despiertos. Podríamos tener que escapar con rapidez.
—A menos que nos maten primero.
—No lo harán —dijo ella—. Vuelve aquí. Tengo que hacer algo para evitar quedarme dormida.
—Tengo sueño —dije, metiéndome de nuevo en la cama junto a ella. Avalon me miró durante un momento, la cara brillante como la luna. Me tendió de espaldas y se subió encima, frotándose contra mí, y sus fuertes muslos aplastaron mis caderas mientras se inclinaba hacia adelante.
—Viólame —dijo, y sus manos rodearon mi garganta.