Antes de acostarme, poco antes de medianoche, puse el despertador y preparé mi material. El estudio estaba en la planta baja, cerca del pie de las escaleras centrales. El señor Dryden me aseguró que no tendría problemas para entrar.
Si el despertador no hubiera sonado a las cinco, rescatándome de mis profundidades, el sueño que sufría justo antes se habría perdido en las horas sucesivas de descanso. Soñé que caminaba por la orilla del mar. A lo lejos, cerca del rompiente, vi agitarse algo. Eché a correr, llegué en un momento y vi a Avalon, desnuda y de espaldas, con los brazos y las piernas enterrados en la arena. Me miró, suplicando ayuda en silencio; no podía salir. La liberé. Ella me cogió la mano y me guió playa arriba, lejos del océano. Se tendió, me atrajo hacia sí, empujó mi cabeza entre sus piernas y apretó mi cara contra su coño. Besé. Ella creció, o yo me encogí; de repente, todo a mi alrededor fue oscuro y húmedo. Incapaz de sacar la cabeza, me debatí, pero sólo conseguí hundirme más; ella me agarró las piernas y rápidamente me hizo entrar. Pareció una forma maravillosa de ahogarse. De repente la vi desde arriba mientras yacía en la arena, los dientes entreabiertos como para morder. Se levantó, se acercó al agua, nadó entre las olas, se zambulló y desapareció. Desperté, sudando y temblando, deseándola más que nunca.
Me vestí y reuní mis juguetes. La casa estaba oscura mientras me arrastraba por el pasillo, deslizándome silenciosamente escaleras abajo. Apreté los dedos contra la puerta del estudio, y ésta se abrió. Ningún timbre sonó, ninguna luz destelló. Entré, cerrando la puerta tras de mí. Dentro de la habitación había una luz tenue que procedía del acuario construido en la pared del fondo. Postigos de acero cubrían las dos ventanas de la habitación; no se filtraba ninguna luz previa al amanecer. Mis ojos se ajustaron en segundos. Había mucho que ver. Colgando a cada lado de la chimenea estaban las licenciaturas honorarias del Viejo, sus premios de negocios, sus trofeos civiles, las citaciones del gobierno. Cerca de la repisa, a la derecha, estaba el primer premio del señor Dryden, otorgado el año de su graduación: el certificado anunciaba que era uno de los Diez Jóvenes Americanos más Destacados de Jaycee. Sobre la chimenea colgaba el retrato del Viejo, hecho cuando tenía la edad del señor Dryden; a excepción del color del pelo, estaba igual que ahora. Fotos enmarcadas alineaban la chimenea, mostrando al Viejo con, entre otros, el actual zar de Rusia y los diez últimos Presidentes americanos, cinco de los cuales habían sido asesinados, uno después de sólo dos meses en el cargo.
En la pared de enfrente estaba su monitor TVC de cuarenta y ocho pulgadas. Entre las ventanas había filas y filas de ajados álbumes de discos, todavía conservados. Frente a su escritorio había tres archivadores negros, siempre cerrados. Su mesa era perfecta para mi propósito: la parte superior era de madera, ni demasiado gruesa ni demasiado fina; lo bastante alta en la parte central como para que las rodillas del usuario no rozaran contra ella, lo bastante baja como para que nada colocado debajo fuera visto necesariamente. La fuerza de la explosión se dirigiría hacia fuera y hacia arriba, hacia quien estuviera sentado…, hacia el Viejo.
Colocarla fue pan comido. Emplacé la plasticina (suficiente para destruir la mitad de la habitación, por si acaso), coloqué el temporizador a la una P.M., cuando el señor Dryden me dijo que el Viejo estaría solo, conecté los cables, y se acabó. El reloj sobreviviría a la explosión. En su superficie había garabateado la insignia de Noveaux Maroon, el grupo haitiano. Barney, Biff y Scooter eran todos antiguos maroons, atraídos a la tela Dryden con el cebo de costumbre. Como guardias de la casa, el señor Dryden sospechaba que serían unos chivos perfectos.
Antes de salir del estudio (no tardé ni cinco minutos) miré aquellos archivadores. También ellos sobrevivirían; lo que contenían se conservaría bien. Después, pensé, podría descubrir por fin lo que el Viejo escondía allí, y cómo había dado sus pasos de baile. Yo tenía nociones vagas, sabía que el día que las bolsas se hundieron el Viejo estaba en Washington con el Presidente. Horas después, mientras intentaba escapar, el Presidente fue sacado de su cóptero y linchado. Sólo el Viejo sabía de qué habían discutido. Yo sabía por el señor Dryden que en aquellos cajones había papeles que había asegurado mientras todo se hundía; papeles que desde entonces nunca había perdido de vista. Habría tiempo de sobra para mirarlos, pensé, y los dejé estar. Agarrando la puerta con fuerza, salí al pasillo y oí la cerradura chasquear a mis espaldas.
El amanecer se acercaba; la luz de la mañana iluminaba la parte superior de las escaleras. Mientras pasaba junto a la habitación de Avalon advertí que la puerta estaba abierta; me asomé. Ella estaba tendida en la cama, boca abajo, las piernas cubiertas por la sábana, el culo en alto. Durante un momento me sentí arrebatado; la había visto desnuda incontables veces, pero saber que pronto estaría conmigo, y tan inesperadamente, hizo que mi corazón ardiera. Me acerqué a la cama; me arrodillé junto a ella, visionándola allí tendida, oyéndola respirar, contemplándola moverse suavemente mientras dormía. Sus dientes reposaban en un vaso junto a la cama, encajados y sonrientes. Lentamente, con más cuidado que si intentara desarticular una bomba, extendí la mano; mis dedos temblaron mientras se acercaban a su espalda y el oscuro valle de abajo. Pero no podía tocarla, todavía no; no mientras dormía, tan absolutamente inconsciente y tan aparentemente indefensa. Habría sido algo demasiado parecido a una violación; retiré la mano, sabiendo que mañana a esta hora, en Leningrado, podría apretarme a salvo contra ella. Me puse en pie y salí por la puerta. En silencio, regresé a mi habitación.
Tras volver a poner el despertador a las diez (la hora normal de levantarse en la mansión), volví a dormirme, y ya no soñé. Cuando dieron las diez, me levanté de nuevo y bajé a desayunar. Cuando entré en el comedor vi que Avalon, el Viejo y el señor Dryden ya estaban allí.
—Pensé que necesitarías descanso —me murmuró el señor Dryden mientras me colocaba a su lado. Sonreí. El desayuno era siempre un asunto íntimo; incluyendo a los catadores, a Stella y los cuatro guardias de la casa, sólo éramos once.
El Viejo examinaba varios mapas y gráficos, manchándolos de mermelada mientras comía sus huevos y tostadas.
—Comprueba esto —dijo, tendiendo al señor Dryden un dibujo con una foto adjunta—. Tendrás un nuevo apartamento en la ciudad en un sitio como éste.
El señor Dryden recogió el boceto y lo miró durante unos instantes. Mostraba un edificio de apartamentos de cinco plantas, en forma de U, con un patio jardín custodiado por dos leones de piedra con las colas erectas. Las vidrieras coloreadas de la planta baja teñían hermosamente el brillante ladrillo amarillo.
—Donde estoy me vale —dijo el señor Dryden.
—No te valdrá cuando el agua empieza a entrar por las ventanas.
—En la Quinta estoy a treinta pisos por encima. En las Torres…
—Mira ese sitio, ¿quieres? El arquitecto dice que está exactamente igual que en 1928.
—¿Incluyendo la antena parabólica? —preguntó el señor Dryden; era roja con reborde blanco.
—Si hubiera habido parabólicas en 1928, estoy seguro de que habrían sido así.
—Entrada delantera fácil —dijo el señor Dryden—. Riesgos inherentes a la vida de ciudad, pero…
—Entre las malvalocas y las zinias —dijo el Viejo, señalando las flores—, minas.
—Díselo al jardinero.
—Se construirán y reconstruirán apartamentos como éste por todo el Concourse —dijo el Viejo. Sospeché que el del señor Dryden sería el único equipado con lanzaderas de misiles—. La nueva Quinta Avenida. Los tranvías correrán por la mediana central. Los autobuses por los lados. El carril 1A por el centro, como siempre. Arrendaré tiendas al sur de la 161. Bloomies, Saks—Mart. Sólo las mejores.
—¿Qué es un tranvía? —preguntó Stella; su sombra de ojos púrpura hacía juego con el pañuelo que llevaba en torno a la cintura como una cadena de golpear.
—Es algo parecido a un… —El Viejo hizo una pausa, perdidos por el momento sus poderes descriptivos—. Solían tenerlos en San Francisco. Antes del terremoto.
Stella, obviamente sin enterarse de nada, dejó correr el tema.
—Pasa el beicon —dijo Avalon, extendiendo el brazo.
—Escoge otra cosa —dijo el señor Dryden, que se mantenía apartado de la comida frita.
—Pasa el jodido beicon —repitió Avalon; lo pasé.
—¿Tuviste que volar a Lope ayer? —preguntó el Viejo, con ese maravilloso cambio de dirección que convertía en tan impredecibles las conversaciones a la mesa. El señor Dryden no pareció interesado; su café rompió en oleadas dentro de la taza mientras la sujetaba.
—Nuestra ayuda era imprevisible —dijo—. Estaba prep para marielizar. Trágico pero esencial.
—¿Marielizar qué? ¿Atlantic City? ¿Qué tenía que decir al respecto?
—Se han hecho con cuatro casinos de Boardwalk. Claramente, sin pistas adelante o atrás. Han puesto la rodilla en otros cuatro.
—¿Cómo lo hacen?
—Estándar. Explosiones, palizas, secuestros de hijos, muertes de esposas. Hace dos semanas se cargaron al encargado nocturno de Caesar’s y lo rodajearon estilo sierra.
—Son incivilizados, desde luego —dijo el Viejo—. Por eso firmamos la tregua con los bastardos. Están demasiado locos para negociar. ¿Qué te propuso Lope para que no estuvieras de acuerdo?
—Pagarles en firme. Para robar bebés y ahogarlos.
—¿Y? —dijo el Viejo—. Déjalos.
—Necesitamos nuestra mano aquí.
—Boardwalk está ahora bajo el agua cuando sube la marea.
—Prop, papá. El Green es todo prop. Oscura y negra. La propiedad no anula.
—Lo hará cuando esté en el fondo del jodido océano.
—La línea está fija —dijo el señor Dryden—. Ya conoces sus semanals. Nosotros nos sentamos y damos. Mariel toma. No conseguimos nada.
—No lo necesitamos.
—Fondos nada que podrían ayudarte a bronxear.
—No necesito perder dinero en nuevos acuarios. Todavía hay de sobra.
—No por mucho. No podemos bronxearlo mucho más.
—Un carajo no podemos.
—Pero Atlantic City es…
—Mierda. Si los muchachos de Lope la quieren, si Mariel la tiene, no me importa una caca de vaca.
—Come o sé comido, papá. Dales dinero ahora y lo pagaremos más tarde.
—¿Sí?
—Digo que cortemos y avancemos.
—No comprendes, hijo. Estaremos bronxeando mucho después de que los dos nos vayamos. Hay edificios allá arriba que no podrías construir ni siquiera con mi dinero. Una ciudad nueva…
El señor Dryden se llevó las manos a la cabeza. Por su palidez supe que necesitaría refrescantes y pronto.
—Árboles en cada calle, hijo —continuó el Viejo—. Dale al Bronx cuarenta años. Habrá más dinero entrando de lo que mil contables podrían robar. Es un gran sueño, sí, pero sólido…
—Y loco —dijo el señor Dryden.
El Viejo acarició las piernas de Stella, sentado en su almohada, y miró a su hijo.
—Y supongo que dirías que el sueño es tan loco como el soñador. El señor Dryden no dijo nada.
—Odiaría oír acusaciones sobre mi cordura viniendo de un cabeza loca como tú.
—¡Errorado! —Los nudillos del señor Dryden se volvieron blancos cuando agarró los cojines sobre los que yacía.
—Últimamente todo lo que has estado haciendo es reemplazar la grasa de la tierra con la tuya. Si no te cagaras en los pantalones todo el tiempo cada vez que alguien consigue algo que no queremos por precios que no pagaremos, podrías conseguir algo de vez en cuando. Pero no, te quedas sentado, tomando ríesguis, follando…
—Tratando de mantener la compañía en la cumbre…
—No lo sé, hijo. La verdad es que no lo sé.
—¿No sabes qué?
—No sé cuánto tiempo más puedo mantener a un cabeza loca como tú dirigiéndolo todo —dijo el Viejo—. Podría tener que empezar a implicarme de nuevo más y más con trabajar con esa mierda día—a—día. Estoy empezando a pensar que todo esto podría estar teniendo un mal efecto sobre ti.
—Ahora hablas desde dos bandos…
—Sí, podría tener que realinear las cosas. Arreglarlo para que no tengas tanta presión encima. Encargarme de que no tuvieras que hacer nada más complicado que cagar. ¿Crees que podrás manejarlo?
—Jodido viejo…
—Probablemente no. Bueno, creo que podré encargarme de todo lo demás. Han pasado años, pero un perro viejo nunca olvida sus trucos…
—Trucos que nunca supo.
—¿Cómo es eso, hijo?
—Mamá hacía los trucos —dijo el señor Dryden—. Y tú rascabas las migajas…
Parecían a punto de abalanzarse el uno sobre el otro; me preparé para moverme. Ninguno tenía armas más afiladas que los tenedores o los cuchillos de la mantequilla, pero podían ser suficientes si se los dirigía bien.
—¿Puedo ir de compras? —preguntó de repente Avalon, interrumpiendo, limpiándose la comisura de los labios de yema de huevo—. Me encantaría quedarme y veros continuar todo el día, pero…
—Por supuesto que puedes, querida —dijo el Viejo—. De todas formas, siempre manejamos mejor nuestros desacuerdos en privado. ¿Verdad, hijo?
Los ojos del señor Dryden se volvieron hacia mí, luego otra vez hacia Avalon.
—Necesitarás protección. O’Malley. Escuda.
Asentí y me puse en pie. El desayuno se acabó; el panel blanco bajó a la cocina de abajo. Avalon fue arriba a cambiarse. Mientras esperaba su regreso en el salón delantero, el señor Dryden se me acercó.
—¿Se encuentra bien? —pregunté.
—¿Ves mi significado? —indicó él, sacudiendo la cabeza—. Chocho. Absoluto.
Yo estuve de acuerdo, pues pensaba que era más seguro hacerlo así.
—Continuaremos en el estudio. Saldré pronto, seguro, antemano.
—Bien.
—¿Todo listo?
—AO.
—¿Conoces el lugar? —Asentí—. Dentro de seis semanas —dijo, colocándome la mano en el hombro—. Diviértete.
Avalon bajó las escaleras, todo visión y deleite. Iba sin peluca y llevaba un suéter verde pálido, botas marrones de tacón plano por encima de la rodilla y ceñidos vaqueros Pretty Poison. Apretaba la gran bolsa que le colgaba del hombro contra su costado.
—Llevo mi dinero —dijo, palmeando su cadera; era sorprendente que pudiera haberse metido nada en los bolsillos—. ¿Listo?
—Listo.
Salimos como si nos dirigiéramos a un paseo de placer; es lo que íbamos a hacer, después de todo. Buten esperaba fuera, junto a uno de los coches más viejos, un Plymouth azul oscuro donde creo que el señor Dryden aprendió a conducir. Subimos a la parte trasera y cerramos las puertas. Mientras recorríamos el sendero, Avalon pulsó el botón que alzaba el escudo que separaba nuestro compartimiento de la parte delantera.
—¿Por qué no nos lleva Jimmy? —preguntó.
—Te dije que el señor Dryden no se fía de él. Creo que quiere mantenerlo a la vista.
—¿Y qué hará Buten ahora?
—Nada, supongo. Nos dejará y volverá aquí hasta que lo llamen. Avalon sonrió y apoyó su mano en mi rodilla. Acaricié sus largos dedos.
—¿Qué hay del equipaje?
—Hay maletas para nosotros en el avión, —íbamos a tomar un jet de Dryco en la terminal de la Aeroflot en Newark, directo a Leningrado.
—¿Dónde vamos a alojarnos cuando lleguemos allí?
—Uno de los reps de Gorky—Detroit tiene una dacha a treinta y cinco kilómetros de la ciudad. Me han dicho que es muy bonita.
—¿No estaremos en la ciudad? —preguntó ella—. Ya estoy harta de tanto puñetero campo. Deberíamos ir a Londres.
—Demasiados disturbios. Podrás comprar, no te preocupes.
Buten nos miraba por el retrovisor; subrepticiamente, aparté la mano de Avalon de mi rodilla. Con la misma sutileza, ella volvió a colocarla. Por un momento me pregunté si nuestro compartimiento no estaría pinchado; parecía improbable. Ninguno de los coches más viejos tenía micros como material estándar, y no creía que ninguno de los Dryden se hubiera molestado en hacer que Jimmy instalara uno.
—Entrarás en calor —dije.
—Tú me mantendrás caliente —dijo ella, subiendo la mano por mi pierna. Tomamos la carretera que conducía a Saw Mill. Hasta que nuestros pies no pisaran suelo ruso no me sentiría absolutamente seguro, o absolutamente a salvo; con todo, estaba con Avalon, ahora y para siempre, y todo lo que había tenido que hacer era matar a alguien contra quien no tenía nada personal, alguien que podía haberle hecho algo a alguien en alguna ocasión. Pasé la mano por su cintura y me acerqué más, obligando a mi mente a dirigirse a donde debería.
—¿Tuviste algún problema esta mañana? —preguntó ella, bajando la voz. Butch había conectado la radio, y era difícil escucharla por encima de lo que, al principio, parecía estática, pero después se prolongó para revelarse como una de esas canciones escritas por chip y programa.
—No.
—¿Por qué no te metiste en la cama conmigo?
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Supongo que no habría sido muy seguro, pero con todo…
—¿Estabas despierta?
—Por supuesto. ¿Con lo fría que papi mantiene esa tumba crees que duermo sin taparme? Quería atraer tu atención…
—Lo hiciste. ¿Cuándo te despertaste?
—Cuando bajaste las escaleras. ¿Por qué solamente me miraste?
—Era… —Sus ojos se clavaron otra vez en mí; serpiente para el pájaro, como diría Enid—. Me pareció más seguro esperar.
—Supongo. Habría tenido que estarme callada. Lo odio —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Pusiste bien el reloj?
—Desde luego.
Ella sonrió; la astucia cubrió sus rasgos. Me frotó la barbilla con los dedos.
—No te has afeitado —dijo—. Lindo.
Si el panel que separaba nuestros compartimientos hubiera sido opaco, la habría tendido en el suelo en ese mismo momento.
—¿Cuándo iba a quedarse solo papi?
—A la una. Según el señor Dryden.
—¿Pusiste el reloj a esa hora?
—Sí. Él iba a estar allí también, antes.
—Entonces los dos estarán allí ahora mismo, ¿no?
Miré mi reloj; eran poco más de las doce. Sus peleas nunca duraban más de dos horas.
—Ajá —dije—. Todavía discutiendo, estoy seguro. Ella me cogió la muñeca pulsó el botón y miró el reloj. Se llevó los brazos a la cabeza y se desperezó.
—Ya han acabado —dijo.
—Lo dudo —repliqué—. Probablemente continuarán durante otra media hora o así…
—Ya no.
Un cartel del Ejército, apenas entrevisto, ordenaba a todos que lo reciclaran todo por si no había más. Alguien, probablemente los chicos del ejército muertos de aburrimiento, habían hecho un agujero con una bala de tanque en el centro del cartel. Miré a Avalon.
—¿Qué quieres decir?
—Estalló hace cinco minutos —dijo. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en mi hombro.
—Puse el reloj a la una.
—Yo lo cambié para el mediodía.
—¿Cuándo?
—Después de que te fueras a tu habitación. Esta mañana.
—Cerré la puerta del estudio.
—Conozco el código desde hace años —dijo—. A papi le gustaba pasar la tarde conmigo. Nos reuníamos allí.
No importaba lo asustado que me sintiera, supe que no era tanto como debería.
—¿Por qué? —pregunté.
—Tienes un aspecto raro. ¿Te encuentras bien?
—Me encontraba. Avalon, ¿por qué?
—Saldrá mejor así. Si funciona. Creo que lo hará.
—¿Por qué? —grité. Butch nos miró otra vez, pero no redujo la velocidad—. Avalon, dime que no lo hiciste. Por favor.
—Lo hice. Mira, los dos están locos, y el hijito iba a salir limpio…
—¿No te das cuenta de los problemas que se nos vienen encima?
—No podías verlo como yo porque has trabajado para él demasiado tiempo. Siempre pensaste que era tu amigo, no importaba lo cabrón que fuera. Estabas ciego. Era un jodido psico, Shameless. No lo admitirías ni aunque pudieras.
—No lo era —dije—. No tanto…
—Lo era. Se habría vuelto contra nosotros algún día. Hazme caso.
—No lo creo. No. Desde luego que no.
—Será mejor que sí. Mira. Me mortificó todo el tiempo. Igual que hizo contigo.
—Iba a cambiar…
—Admítelo, ¿de verdad piensas que haría lo que dijo que iba a hacer? ¿De verdad te lo creíste?
—No me habría mentido sobre esto…
—Quería que hicieras el trabajo sucio y nada más. No creo que te hubiera despachado más tarde, pero puedes apostar a que no te habría hecho ningún bien.
—¿Qué vamos a sacar de todo esto? Todos nos van a perseguir ahora. Su gente y la del Viejo.
—El hijito no tiene a nadie de su lado. Tú, Jimmy y yo. Esa comadreja de Jake. Nada más.
—Pero podría haber quitado a la gente del Viejo…
—¿Nadie habría supuesto que estaba detrás?
—No podrían haber hecho nada. Si está muerto, no podrá confirmar ni negar. Ahora tendrán que elegir a alguien. ¿Quién es el más adecuado?
—Los hombres nunca piensan que sus proxies sean lo suficientemente listas para este tipo de cosas…
—No va a salir como crees —dije—. Querrán saber por qué salimos del país, ¿no crees?
—Descubrirán que el hijito mismo hizo los preparativos, ¿no?
—No hizo ningún preparativo para que lo volaran.
—Lo negaremos todo —rió ella—. Ni siquiera te das cuenta de lo mejor de este asunto.
—No sé cómo se me ha pasado por alto. ¿Qué es?
—Con papi muerto —dijo ella, pasando las piernas sobre las mías, clavándome a mi asiento—, ¿quién se lleva la herencia?
—El señor Dryden. Pero, gracias a ti, está…
—Muerto. ¿Quién viene a continuación? No dije nada.
—Sé que te enseñó su nuevo testamento —dijo ella—. Por cierto, que olvidaste decírmelo. Pero yo lo he visto también. Te llevas el veinticinco por ciento, ¿no? —Asentí—. Yo también.
—Eso significa…
—Controlamos la propiedad —rió—. Somos dueños de la compañía. A veces sucede algo que te da todas las responsabilidades de la muerte con ninguno de sus beneficios. Me cubrí la cara con las manos.
—¿No te das cuenta de que entonces verán que tenemos el motivo perfecto?
—Claro que sí —dijo ella—. Pero la única persona que lo sabía además de tú era el hijito, ¿no?
—Y mi hermana, y los abogados. Tú, obviamente. Los suficientes como para que se lo figuren.
Ella se encogió de hombros.
—Su palabra, nuestra palabra…
—Su poder… —dije.
—Nuestro dinero.
—Tenemos problemas, Avalon. No va a funcionar.
—¿Por qué no?
—¿Crees que veremos un centavo ahora? ¿Si no nos cogen? Lo mismo nos da sentarnos y ver cómo los abogados lo distribuyen pasando por encima de nosotros. Lo mantendrán en litigio durante cuarenta años…
—¿Y si nos escapamos?
—¿Cómo? Tenemos que idear algo rápido.
—Shameless.
—Nos crucificarán —dije—. Nos cogerán aquí o allá. Nos…
—Shamey, escucha.
—¿Qué?
—Ahora somos ellos. ¿Ves? No había nada que hacer mientras nos dirigíamos a Nueva York. Busqué mentalmente las posibilidades.
—Tal vez no murieron —dije.
—¿Crees que no la preparaste bien? Sabía que lo había hecho.
—¿Es posible que la desconectaras accidentalmente?
—No —dijo—. Cuando salí, estaba bien colocada.
—¿Tal vez la colocaste para medianoche en vez de para el mediodía?
—Por supuesto que no. La lucecita se enciende para A.M. La he visto.
—¿Y si salieron de la habitación?
—Tal vez. Pero si el hijito no entró y explotó una hora antes…
—Pensará…
Ella asintió, lentamente.
—Si no está muerto, tendremos verdaderos problemas.
—Probablemente lo estará —murmuré, tranquilizándome con pensamientos de muerte, esperando ahora lo que había despreciado momentos antes. Perspectiva, podríamos llamarlo; otra de esas cosas a las que uno se acostumbra con el tiempo.
—Creo que nos estamos preocupando demasiado por nada.
—Lo dudo —dije—. Ojalá me hubieras dicho algo antes…
—¿Para que así trataras de convencerme de lo contrario? Si vas a hacer algo, hazlo. Eso es lo que siempre he pensado.
—¿Y si te equivocas?
—Entonces haz otra cosa. Rápido.
Hablamos poco más; permanecimos en silencio, abrazados. Dadas las circunstancias, parecía que no habría forma de que pudiéramos salir del país; aunque no nos detuvieran de antemano y consiguiéramos cruzar el charco, tendríamos que pasar en Rusia el resto de nuestros días, sin poder regresar…, corriendo tanto peligro allí como aquí.
Mientras atravesábamos el Henry Hudson, pasando bajo el puente, advertí algo aún peor.