—El alcalde trató de engatusarme para que comprara Central Park el mes pasado. Me dijo que sus nuevas prospecciones demostraban que la mayor parte quedaría sobre el agua —le decía el Viejo a un amigo durante la hora del cóctel. Bebía lo de costumbre, Jack Daniels (una de sus compañías menores) con agua natural embotellada—. «¿Las copas de los árboles?», le pregunté.
—¿Cuánto querían embolsarse? —quiso saber su amigo Carlisle, otro de los viejos empresarios. Carlisle, desde la Eb, era dueño de la mayoría de las industrias químicas americanas, cortesía de la generosidad del Viejo.
—Cincuenta millones. Le dije que cogiera los cincuenta y se los metiera por el culo pavo a pavo con un martillo neumático. Mierda.
—El Park sería un despilfarro —dijo Carlisle—. Aunque hay un montón de madera.
—Siempre le jodio tener que vender tan barato el Van Cortlandt Park. Por no mencionar esos otros tratos que recorté. Sabe que tengo sus pelotas por llavero. Sólo quiere agarrar un buen pico para cuando se jubile y se retire a La Habana. Le dije que Manhattan será algún día un buen acuario para alguien, pero que mi dinero va para el Bronx. Seguro, alto, y seco. Los jodidos yankis siempre creyendo que pueden joderte.
—Te comprendo —dijo Carlisle, que era de White Plains.
—Ni hablar —dijo el Viejo—. Nadie me jode, jamás.
El Viejo era más grande que su hijo, nervudo y de largos huesos, vestido al estilo del dinero viejo: zapatillas, vaqueros y camis sin letreros. A menudo llevaba una de esas gorras chinas verdes; en la suya había reemplazado la estrella roja por un smirkey. Llevaba recogido el pelo blanco en una severa cola de caballo. El Viejo había nacido en Carolina del Norte, en una familia que no era conocida particularmente por nada, o eso decía. A lo largo de los años había cambiado su nombre para que encajara a medida que iba subiendo, y por fin se quedó en Thatcher Dryden, Sénior, poco antes de la Eb. Nadie recordaba su nombre original, y él menos que nadie.
—Las cinco —dijo, mirando su viejo Timex—. Vamos.
Muchos de los acompañantes del Viejo, y sus esposas o proxies, habían aparecido esa tarde para celebrar el décimo cumpleaños de su nieto; el señor Dryden me dijo que todos se marcharían esa noche. Estaban Carlisle; Turnbull, de municiones; Willetson, especializado en robots y mantenimientos. Y también Macintosh (carbón), Samuelson (automóviles), Parker (ordenadores), y otros doce, antiguos empresarios todos, que dirigían ahora empresas algo más estabilizadas que aquellas en donde antes fueron más activos. Muchos de ellos, por diversas razones, también habían cambiado sus nombres a lo largo de los años.
Los cuatro guardias de la casa (Barney, Biff, Butch y Scooter) vinieron con nosotros. Nos dirigimos a la capilla, un pequeño edificio con una gran torre. La capilla, construida con mármol italiano traído de algún burdel romano de la época de Mussolini, según sospechaba yo, se encontraba a trescientos metros de la casa principal. Pasamos junto al garaje, que albergaba treinta coches. Jimmy estaba dentro, trabajando en nuestro Castrolite. El Viejo era dueño de treinta coches, la mayoría de Gorky—Detroit: Redstars, Lenins, Zils, MarxdeVilles. También tenía varias antiguallas: un Olds Rocket 88, un Mercury negro del 49, un Chevy del 57 descapotable, un Hudson Hornet púrpura y amarillo y un hermoso Cadillac verde que había pertenecido, según decía, a Jerry Lee Lewis.
Seguimos a Barney y Scooter; los señores Dryden caminaban delante de Avalon y de mí. El pequeño Dryden y su madre (apóstatas) se quedaron en casa. Un cóptero de patrulla sobrevoló los árboles; las gorras volaron y sus dueños corrieron tras ellas. Durante el revuelo Avalon me cogió la mano. Sus pechos se bamboleaban bajo su suéter; la larga peluca castaña que llevaba aleteaba con la brisa.
—¿Cómo te va? —preguntó.
—En baja forma —dije—. Todo el mundo estuvo muy callado durante el camino.
—Lo sé. Me sentía como si estuviera en un ataúd con ruedas. Pero un carajo si yo iba a decir algo.
—No con Jimmy delante…
—¿Qué pasa con Jimmy?
—El señor Dryden está seguro de que Jimmy trabaja encubierto para el Viejo.
—Qué interesante.
—¿Cómo es eso?
—Papaíto piensa que trabaja para el hijo. Calla, Shameless, ya llegamos.
Me soltó la mano; el contacto de su piel aún calentaba mi palma. Entramos en la capilla. El ministro nos saludó, resplandeciente en su traje dorado, brillando como un santo en el altar. Avalon se sentó entre padre e hijo; yo lo hice tras ellos. Los otros ocuparon lentamente los bancos. La capilla tenía paredes de estuco color rosa salmón con filamentos dorados, rematadas con oscura madera de roble. El interior permanecía en sombras (se filtraba poca luz a través de los dibujos abstractos de las vidrieras a prueba de balas), y los ojos se ajustaban lentamente a la penumbra.
El ministro subió al altar, y comenzó la ceremonia; el organista tocó suavemente. El servicio, posiblemente por accidente, estaba modelado siguiendo el de la misa; había una introducción, un kyrie, una invocación, una bendición; todo menos la comunión, que no tenía sentido en ningún caso. Era más fácil soportar la misa sin reírse. Cuando yo era joven, sólo asistía a misa bajo amenaza; ahora iba por elección, y a veces por la ceremonia. Es más impresionante desde que empezaron a cantarla solamente en latín. Ése fue uno de los cambios que el Papa Pedro consideró esenciales después de su ascensión a la silla, después del asesinato de Juan Pablo, después del descubrimiento de los documentos Q, después de que la sede papal fuera trasladada a Zurich. Era razonable que la Deidad usara un lenguaje que ninguno de Sus seguidores comprendiera.
El ministro llegó al penúltimo paso y nos congregó.
—El mundo entero es un escenario y todos los hombres y mujeres no son más que actores —invocó; nosotros respondimos. Unas lágrimas suavizaron los ojos del Viejo. Avalon bostezó. El señor Dryden se rascó la piel.
—Y ahora el escenario está vacío —dijo el ministro.
—Estoy aquí —respondimos.
—Con todo vacío alrededor.
—¿Están nuestros corazones llenos de dolor?
—¿Volveré alguna vez? —hizo una pausa—. Decidme: ¿Estáis solitarios esta noche?
El organista colocó las zarpas sobre los botones y entonó «Big Hunk O’Love». Abrimos nuestros libros de himnos e hicimos ruido sin alegría. El ministro alzó las manos en súplica; se volvió de cara al altar y la estatua de E. La estatua empezó a sacudirse mientras cantábamos; verla te dejaba sin palabras. Era un simulacro de E a tamaño natural, con los pies extendidos, micro en mano, gafas oscuras y un traje de lentejuelas de una pieza con cuello alto y capa. Había un águila reproducida en rubíes (muchos rubíes) sobre su estómago. En la pared, tras la estatua, había una colorgrafía de E estrechándole la mano a Nixon; el circumspecto Uno y Todos, al que mis padres llamaban el Gran Satán con frías sonrisas y deleite.
—Adiós —dijo el ministro, lanzando su bufanda a la congregación. Nadie se movió hasta que el Viejo se volvió para ver quién había sido bendecido; entonces, todos saltaron para agarrarla.
Como a E —concluyó el ministro—, que se nos permita dejar el edificio.
Los varones Dryden habían pertenecido a la I de E desde que yo trabajaba para ellos. La creencia central del grupo y su razón de ser (yo tenía dudas, francamente, pero no soy ningún experto en dogmas), era que E, enviado por la Deidad, caminó con el hombre durante una temporada y regresó a otras esferas cuando el hombre demostró ser inexperto. E regresaría un día (el Día del Juicio, creo, para aliviar la confusión) y guiaría a su pueblo a un mundo mejor. Cómo podría mejorar el mundo del Viejo era uno de los misterios de la fe.
Regresamos a la casa principal para cenar. Al anochecer comenzaría el deporte; cuando terminara, yo podría empezar mi trabajo. En el camino de regreso, Avalon me vio mirándola, sonrió y se dio la vuelta. Aquella mirada me aseguró que haría lo que había que hacer.
Tras perder de vista la capilla, todo el mundo encendió porros y tragó riesguis. En la casa, el Viejo regresó a su Jack Daniels. Solía recalcar que nunca había tomado drogas, sino que simplemente había atendido a la demanda según los dictados del libre mercado. Incluso ahora, la circulación de kane y otros riesguis suministraba un buen porcentaje de los ingresos de Dryco, a pesar de que tales drogas eran ilegales. El gobierno (a instancias de Dryco) se aseguraba de que esas leyes quedaran congeladas, para asegurar saneados beneficios.
Deambulé por el salón mientras todo el mundo se preparaba para cenar, echando una ojeada a los alrededores en busca de algo anormal. Todo parecía igual que siempre; los largos sofás blancos se extendían a lo largo de las paredes, las mesitas bajas reunían su ración diaria de polvo. Había pocos libros en la habitación y en la casa entera; el Viejo era de una generación iletrada. Ningún cuadro colgaba de las paredes; un gran retrato de Susie D miraba desde encima de la chimenea. Terriblemente cenotáfico, pensé, aunque, si en su momento hubieran querido hacerlo, hubieran podido cremarla en él, tan grande era la bóveda que lo albergaba. Miré el retrato durante un momento, recordándola, asombrado de lo bien que la mostraba tal como había sido: baja, rechoncha, fría e intrigante. Nunca me había dicho dos palabras seguidas en veinte años, pues pensaba que no era propio de ella reconocer ninguna ayuda. Creo que en la única persona en quien confiaba (y no tanto) era en el señor Dryden. El retrato la mostraba sentada, con los puños cerrados en el regazo, una pierna sobre un brazo del sillón, el pelo gris cortado al rape. Uno podía sospechar que era una camionera nata que había equivocado el camino en alguna parte y había acabado aquí.
Cenamos en el comedor, la sala más grande de la casa. En el centro, rodeado por grandes cojines, había un ancho panel blanco. Biff pulsó un botón; el panel se hundió en el suelo, hasta la cocina de debajo. Mientras todos se sentaban en los cojines, el Viejo tocó su silbato; los catadores entraron en la habitación. Me senté con cuidado para impedir que mis rodillas temblaran.
—Dadme el informe —dijo a los catadores, que lo probaron todo. El Viejo comió pollo frito, puré de patatas, salsa blanca con pan y patatas dulces; el señor Dryden picoteó un filete crudo y cebollas crudas; los demás ojeamos una variedad de cosas de colores con formas interesantes. Los catadores se enderezaron, dieron su aprobación y se marcharon.
—Podría soportar oír algunas canciones —dijo el Viejo, dirigiéndose a Scooter—. Pon algo en el tocadiscos, ¿quieres?
La música resonó por la sala, música de los desaparecidos: canciones de Buddy Holly, Roy Orbison, the Band, el mismo E. El Viejo se reclinó en sus cojines, sujetando su bebida y su muslo de pollo. Sus lalas le consolaron; tenían perms y uñas pintadas, iban muy maquilladas, y llevaban diminutas bragas rojas con cremalleras negras por delante. Tenían unos nueve años.
—Sexo. Drogas. Violencia. Rock and roll —dijo el Viejo, alzando su vaso—. Algo para todos.
—Brindemos por el niño que cumple años —ordenó el señor Dryden. Nadie se retrasó.
—¿Dónde está?
—¡Niño! —chilló el Viejo—. Mueve el culo para acá.
En la entrada del comedor apareció Thatcher Dryden III. Desde el día en que intentó estrangular a su tutor cuando tenía un año todos le llamaban el Estrangulador. Caminó hasta la mesa con su habitual cachaza.
—Ho —dijo, sacando su navaja—. Vamos a cortar.
—Siéntate, niño —dijo el Viejo—. Te estás perdiendo tu propia fiesta.
—Hola, Stella. Hola, Blanche. —Las lalas del Viejo sonrieron al Estrangulador, poniéndose tan coloradas como sus bragas. Él las pinchó; se agitaron—. Suelta, abu. Déjame rodar y tronar.
—Demonios, no.
—Strazh, papá —dijo el Estrangulador, apuntando con la hoja a su padre. El señor Dryden sonrió. El Estrangulador tendió el cuchillo y atravesó una patata dulce. Mordió la mitad y luego escupió sobre la blanca superficie—. Exterminar —dijo—. Queremos cositas. —Se sentó junto a su madre y la besó en la mejilla; ella no pareció darse cuenta—. Bien —dijo—. Continuad.
Desde donde yo estaba sentado, lo que veía de Avalon era encantador pero falto de expresión. Estaba tumbada boca abajo cerca del pollo frito, mirando en otra dirección, las largas piernas extendidas. El suéter dejaba al descubierto su culo cada vez que extendía la mano para coger algo de comida. El señor Dryden estaba sentado a su lado, toqueteando entre sus piernas como si buscara algo fuera de alcance. Ella no le prestaba atención, y yo no sentí celos; él parecía hacerlo más que nada por costumbre. Su esposa y su hijo estaban frente a él, al otro lado del panel.
No era común que la señora Dryden cenara en compañía. Medía uno ochenta, y no podía pesar más de cuarenta kilos. Yo había escuchado rumores que decían que las esposas de los otros propietarios la consideraban gorda. Los propietarios se casaban sólo para poder tener herederos legales, pero pocos los tenían de ningún tipo: sus esposas eran remarcablemente delgadas y, por eso, remarcablemente estériles. La señora Dryden había cumplido con su deber cuando era más joven y pesaba un poco más.
La señora Dryden llevaba gafas oscuras (era imposible saber a quién miraba) y no hablaba nunca. La última frase que le oí murmurar fue algunos años antes, algo sobre que permitieran sentarse al servicio en la misma habitación que ella. Periódicamente, una lágrima corría por su mejilla; las drogas le volvían los ojos acuosos. Llevaba el pelo recogido en una tiara de oro en lo alto de la cabeza. Vestía un caftán púrpura con mangas largas y tantas joyas como la estatua de E. Durante la cena hizo un gesto hacia sus cosas; el Estrangulador le subió la manga, cogió la hipo y la llenó. Yo recordaba cuando no usaba drogas. El señor Dryden y ella se conocieron cuando él estaba en Yale. Ella asistía a Wellesley. Como todas las esposas de los propietarios, no trabajaba.
Mientras cenábamos, los acordes de «Love Me Tender» sonaron por los altavoces. Los ojos del Viejo se nublaron. Empezó a fruncir el ceño y a sacudir la cabeza, como si se le hubiera atascado un pedazo de patata caliente en la garganta y quisiera llamar la atención sobre ese hecho. Estaba dispuesto a rememorar, y todos sabíamos sobre quién. Oíamos la historia que se disponía a contar seis veces al año, al menos desde que yo trabajaba para el señor Dryden.
—¿Os he contado alguna vez cuando conocí a E? —dijo, alzando los ojos para asegurarse de que le prestábamos atención—. ¿Mientras estaba en la tierra?
Sacudimos la cabeza, murmurando; miramos nuestros platos.
—Lo has contado cuarenta veces, abu —replicó el Estrangulador, metiendo la mano bajo las bragas de Blanche. El Viejo le miró, con los ojos llenos de benevolencia, le ignoró y continuó.
—Cuando yo tenía dieciséis años —dijo—, algunos amigotes y yo salimos de Oklahoma aquel verano para ver si podíamos conseguir trabajo en los campos petrolíferos que había por allí. Nos detuvimos en Memphis de camino para pasar la noche. Nos acercamos a Graceland para ver si Él estaba en casa. Había unos pocos guardias y un puñado de gente en la verja. Hacía una calor de cojones. Los chavales con los que estaba dijeron que querían volver al motel. Yo dije que quería quedarme un rato. No pude decir por qué. Sólo lo hice. Ellos se marcharon. Dijeron que yo podía regresar al motel cuando me cansara. Capullos.
El señor Dryden se deslizó hacia delante, acercándose a la comida, acercándose a su padre (nunca se cansaba de escuchar aquella historia), abriéndose paso por entre los cojines como si fueran trincheras.
—Me senté en la acera. Curioso. Cuanto más me quedaba, más quería quedarme. Llegó la noche y casi todo el mundo se marchó. Después de tanto rato, incluso los guardias cerraron las verjas y entraron en sus casitas. Empezó a llover a cántaros, pero yo no podía marcharme. Era como si la mano de Dios me retuviera allí para que pudiera quedarme y conocer a Su hijo. Debí parecer un auténtico gilipollas, porque me empapé de arriba a abajo.
Un cierto olorcillo en torno a la señora Dryden nos hizo sospechar que se había cagado. Barney se acercó, la levantó, se la cargó al hombro y la llevó a su habitación, donde las criadas la lavarían y la meterían en la cama.
—Un cochazo negro se acercó a eso de medianoche, y yo le hice señas. El coche se paró. Me acerqué. Las luces de dentro se encendieron. La ventanilla bajó. El interior parecía la cosa más lujosa del mundo. Dos tipos grandes estaban sentados junto a Él, apuntándome con sus pistolas, por si acaso, supuse. Era Él, allí dentro. Era una gloria contemplarlo. Llevaba gafas negras, y una capa oscura cubría Su traje. En Su mano llevaba una larga linterna de plata. Su pelo era negro como el ala de un cuervo, peinado hacia atrás. Se volvió y me miró, y entonces habló.
Hizo una pausa, esperando a ver si recordábamos nuestra clave.
—¿Qué dijo? —preguntamos la mitad, en voz alta.
—¿No te estás mojando? Eso es lo que Él me preguntó. Yo dije que sí. Él sonrió y en Su cara apareció una expresión gloriosa. Había una bolsa grande de hamburguesas con queso en el suelo del coche y yo tenía hambre, y casi le pedí una, pero no lo hice. Él me preguntó mi nombre y yo se lo dije. Él asintió y extendió la mano y tocó la mía. Mientras la estrechaba, sentí la electricidad atravesarme y todo el poder de Dios. Vi que Él también me había estado apuntando con una pistola. Ni siquiera Dios puede ser demasiado cuidadoso, ya sabéis. Dijo no hagas nada que yo no haría, hermano…
—Y no lo he hecho —interrumpió el Estrangulador, demasiado contento. El Viejo le miró durante un momento.
—Y no lo he hecho —continuó—. Todos dijeron buenas noches y subieron la ventanilla y entraron. La verja se cerró y yo me quedé allí, en la lluvia. Era obvio que Él estaba lleno de la gloria del Señor…
Esta vez presté más atención al Viejo, intentando descubrir signos de locura inminente. No parecía más irracional que de costumbre.
—… aunque, si no lo supiera bien, habría jurado que estaba drogado. Avalon se tendió de espaldas y cerró los ojos como para dormir. El suéter se le subió por delante.
—Entonces me marché. Me gusta pensar que seguí Sus deseos como Él me pidió que hiciera. ¿Sabéis?, si Jesús hubiera sido real y hubiera estado en la misma situación que E, habría hecho lo mismo.
Y viceversa, pensé, imaginando a E con aquel traje de lentejuelas, crucificado.
—¿Dónde está el pastel? —preguntó súbitamente el Viejo, como si regresara de un viaje insospechado.
—¿Está preparado? —preguntó el Estrangulador, alzando la cabeza.
—Mejor que lo esté —dijo el Viejo, y pulsó un botón. Mientras se echaba hacia atrás, sus lalas lo hundieron por él. El panel descendió otra vez, retirando los platos y las cenas a medio comer. Uno de los invitados casi se cayó cuando cazaba las últimas migajas de su plato. La cena terminaba cuando el Viejo acababa. Cuando el panel volvió a alzarse traía un pastel de un metro ochenta y con una forma memorable: una combinación de Graceland y la Torre de Babel sería la descripción más adecuada. Diez velas rodeaban el estrado donde reposaba.
El Viejo pasó la mano por el pelo del Estrangulador, como intentando limpiarle algo.
—Es un buen chico.
—Desea, hijo —dijo el señor Dryden, sonriendo de nuevo. El Estrangulador sopló las velas una a una, para no cansarse.
—¿Qué has deseado?
—Un cóptero —dijo, mirando el pastel—. ¿Lo han catado y aprobado?
—No te comas el pastel, niño —rió el Viejo—, cómete lo de dentro.
La parte superior del pastel se abrió, y una lala saltó de su interior. Tendría unos quince años, y estaba desnuda. El efecto no resultó como se esperaba. A medio camino sus caderas se atascaron; se agitó, indefensa, mientras todos miraban en silencio. Cuando por fin se liberó, fue con tanto esfuerzo que perdió el equilibrio y se deslizó de cabeza por el lado del pastel. Chocó contra el señor Dryden y le manchó de helado los pantalones y los zapatos. El señor Dryden se puso en pie de un salto y le dio una patada en el estómago, y luego se echó hacia atrás para volver a patearla.
—Basta —chilló el Viejo.
Su pie descargó otra vez; la lala se dobló, sujetándose los costados.
—¡Maldito gilipollas, basta! —volvió a gritar el Viejo, poniéndose en pie de pronto y agarrando los brazos de su hijo—. Es el regalo del Estrangulador, no el tuyo.
Sentí un dolor sordo en la nuca. Me excusé y salí de la habitación. Podría cegarme ante cualquier cosa si la veía demasiado a menudo.
En momentos dispersos había reunido el material que necesitaba para completar el proyecto de la mañana, y por eso supe que podía pasar la noche montando y preparando el temporizador como quisiera, en cuanto estuviera en mi habitación en la casa principal. Fui al garaje a ver cómo iba Jimmy con los ajustes. Estaba colocando un faro nuevo al guardabarros izquierdo cuando entré.
—¿Cómo te va? —pregunté.
—No tan mal, tío. ¿Qué tal dentro?
—Están jugando con el regalo del Estrangulador.
—Sí, tío. La vi cuando vino. Bonito culito, seguro. Oí risas salvajes, y un firme cántico de aprobación, y los gritos de la lala.
—Parece que recibió su billete gratis para follar, tío.
—Supongo.
—Ahora se aficionará a las cifras dobles, será un tormento como su padre, ta rass.
—O peor —dije yo, tratando de no oír los sonidos de dentro—. ¿Tienes problemas aquí?
—Ninguno que no pueda arreglar. No como alguien.
—¿A qué te refieres?
—A Boy Dryden, tío, y a su padre también. Andan ciegos, y un día darán un paso demasiado lejos.
—Podría ser… —dije, tratando de interpretar su mirada, para ver si era un truco para hacerme hablar.
—Boy Dryden especialmente. Sabe que ahora gira demasiado rápido. No quiere que papi descubra su bolsa de trucos.
—¿Trucos?
—Ya sabes, tío. Lo que guarda tanto y tan celosamente. Su serpiente en la roca. El tiburón en el agua.
—Yo me estaría callado por el momento, Jimmy —dije, esperando arrancar una respuesta.
—No soy un recogecentavos como ellos suponen, tío. Estoy aquí para beber leche, no para contar vacas. El gran árbol se caerá por sí mismo cualquier día.
—Tal vez.
—Corre mucho, tío. Boy Dryden está asustado. Si yo fuera él, estaría asustado también. Habrá mucha confusión antes de que caiga Babilonia, dice el León. Mucho azufre de Jah desde el cielo. Muchas llamas para él.
El Estrangulador salió, poniéndose una cami que tenía Ríndete Dorothy escrito delante. Oí movimientos y conversaciones apagadas dentro, como en un sueño. Se preparaban para los acontecimientos de la velada. Primero salieron los señores Dryden, con las escopetas cargadas. Normalmente no me gustan las armas de fuego; herramientas de aficionado. Llevan tanto tiempo prohibidas que parecerían obsoletas si no fuera porque el Ejército (aficionados todos), encuentran uso para tantas. Los propietarios, naturalmente, pueden poseer armas. Por protección, y por deporte.
—Vamos, O’Malley —dijo el señor Dryden.
Biff y Scotter encabezaban el grupo; yo caminaba detrás de los Dryden. Había catorce jugadores. Las mujeres no participaban nunca, ni los niños; ni siquiera el Estrangulador.
—Buen tiempo para disparar —dijo el Viejo.
—¿Conseguiste mucho esta semana? —preguntó Carlisle.
—Sinceramente, no lo sé. No he mirado todavía. Espero que sí.
Fue un paseo agradable, aproximadamente un kilómetro, hasta los campos de recreo, a través de bosquecillos ensombrecidos de árboles de hoja perenne, frescos y aromáticos como árboles de navidad, un pequeño estanque rodeado de eneas, un gazebo rojo en un claro del bosque, un grupo de sauces llorones. El viento soplaba amablemente, y las canciones de los pájaros nos serenaban mientras caminábamos.
—¿Habéis visto la última Gallup? —preguntó uno de ellos—. El Presidente tiene el 91 por ciento de las preferencias.
La Gallup en cuestión recogía las opiniones de veintitrés personas, incluyendo los dos Dryden.
—Muy por delante de comosellame. Esta elección es segura.
Siempre lo eran.
Llegamos al campo de tiro, una larga pradera entre dos bosquecillos. Había quince guardias colocados en el fondo, cerca de algunos matorrales; sabía que una verja electrificada corría tras ellos. Cada guarda llevaba una gorra Sherlock gris; cada uno cargaba al hombro un largo palo nudoso. La caza se escondía en los arbustos cercanos. El Viejo se acercó al guardamonte, que llevaba una gorra rojo brillante para evitar ser confundido con las presas en los momentos de excitación.
—¿Qué pasa, Titus?
—Tuve problemas con el envío, señor —dijo Titus, señalando hacia un semiblanco aparcado el borde del terreno—. Enlatados como sardinas. Asfixiados, todos.
—Mierda —dijo el Viejo—. ¿Encontraste algún reemplazo?
—Sí. Carga fresca. Más la que enviaron.
—Parece bien. ¿Todo listo?
—Sí. —Titus metió la cinta en el aparato que llevaba y, siguiendo la petición del señor Dryden, «All Shook Up» empezó a sonar.
—Extendeos, todos —aulló el Viejo—. Cuando dé la señal, avanzad a paso firme. —Los jugadores se alinearon en lo alto del prado.
—Deberías jugar alguna vez, O’Malley —dijo Turabull.
—Ya conoces al chico —rió el Viejo—. No le gustan mucho los deportes. —Alzó el brazo sobre la cabeza y gritó—: ¡Yeee—hah!
La banda cruzó el prado. Los guardias agitaron los matorrales con sus palos. Saltaron siluetas, mirando a su alrededor, a ciegas como murciélagos, esperando solamente ser pasadas por alto. Había tantas posibilidades de aquello como de que el Presidente fuera republicano.
—Les pregunté si querían venir a este país —me dijo Titus—. Dijeron que sí.
Veintiséis trofeos bailaron en la oscuridad. Todos estaban desnudos: algunos eran negros, algunos asiáticos; el resto, latinos. Antes de que cayera, vi entre ellos a la lala que había manchado el traje del señor Dryden.
—¡Yee—Hah!
Preferían a los niños; había menos que limpiar más tarde.