Soñé con Avalon. Flotábamos en una góndola verde oscuro por la Quinta Avenida, a través de una fina neblina que moteaba nuestra piel. Un barquero a quien no veíamos nos guiaba. Nos detuvimos, y permanecimos en silencio a la deriva. Avalon alanceaba peces en el agua: brillantes bremas, rodaballos y trillas, lubinas, peces azules, monjes y brecas. Una multitud, en lo alto de uno de los elevados puentes entre edificios, aplaudió. Ella se llevó un pez a la boca; le arrancó la cabeza de un bocado. Soñé.
Cuando apareció la mañana me desperté, me quité el hollín y miré a través de los barrotes de la ventana, apartando los viejos periódicos que usábamos como cortinas. Estaba entumecido, sentía como si me hubieran almidonado. El cielo se presentaba otra vez nublado; un día ideal para que lloviera, aunque entonces las calles se inundarían. La Serena (la suave llovizna de la tarde que caía casi todos los días) ayudaba; sólo en los días de lluvia el aire se aclaraba lo suficiente para que respirar no te hiciera sentir que participabas en uno de los más agotadores eventos olímpicos.
—¿Luz? —murmuró Enid alzándose lentamente, como de un pantano. Sacudió la cabeza; trozos de foam cayeron al suelo—. ¿Hora?
—Las diez. Levántate y ríe.
—Jodetodo —dijo ella, sentándose y encendiendo un cigarrillo antes de respirar por tercera vez.
—Ríe —dije yo—. No gime.
Enid metió la mano en la cama, extrajo un viejo periódico del colchón; lo prendió con su encendedor y me lo tiró. Lo apagué. Sospechando que cualquier otro comentario pasaría inadvertido, me dirigí a la puerta y recorrí el pasillo. Examiné las cerraduras de la puerta, y decidí que ningún rondador nocturno había tratado de colarse mientras dormíamos. Encendí el TVC; daban las noticias. La pantalla se llenó de manchas y parches de color codificados por ordenador; al cabo de un momento, se concretó en la forma de un presentador. Ya no se distinguía si los presentadores eran reales o no, tan bien preparado estaba todo.
Rehidraté algunas algas para desayunar y las gratiné con chirivías en salsa de margarina; Margot había acabado con gran parte de la comida a lo largo de la semana, así que hice lo que pude. Metí una pajita en un cartón de Pepsi y me la bebí mientras comía. Contemplé las noticias. El presentador estaba a media frase cuando subí el vol.
—… fieras luchas se han recrudecido en la frontera del Zaire. En Libia la victoria fue atribuida…
Enid emergió al cabo de un rato, con unos pantalones míos y una cami donde aparecían impresas las palabras figura de culto. Hizo gárgaras con una botella nueva de vodka. Bebió como si alguien pudiera robársela antes de que se desmayase.
—¿Sediento? —preguntó, agitando la botella ante mí.
—Muerde tu propio perro —dije. Aquella mañana no tenía deseos de alky.
—Con el lado equivocado topaste —sonrió—. Demasiada vida demasiado con ella demasiado pronto. —Se acercó al estéreo, chocando con los muebles como si jugara a los coches de feria.
—Si ensordeces tan temprano, ¿podemos oír canciones grabadas en un lenguaje reconocible?
—Bloody bloody bolas.
—… que mató al senador y a seis oficiales del Departamento de Salud durante la celebración de ayer del Día de la Vida Humana continúa reverberando…
Una cucaracha recorría el brazo del sofá, intentando pasar desapercibida junto a mí. Extendía la mano para aplastarla cuando un rugido atronador resonó por todo el apartamento; durante un segundo creí que se trataba de un raid. La cucaracha desapareció, como desintegrada. Volví la cabeza; Enid saltaba con la música que había puesto. A intervalos, sus sacudidas recordaban un movimiento rítmico.
—¿Cómo mata a las ratas? —grité.
—¿Qué?
—Ese ruido. ¿Las ratas revientan, o sólo quedan esterilizadas?
—… policía dice que la sangrienta pista del Destripador conduce a ese trailer abandonado aparcado en Hackensack…
—Parece como si estuvieran metiendo la cabeza del cantante por un Dispoz —recalqué; ella sonrió.
—Estoy felicorazón. Margot me regaló anoch. Con placer puro y alegres sonrisas.
—… hablando desde la Sala de Nixon en Zeiching…
—Es tan considerada —dije—. ¿De dónde la sacó?
—Cortesía de cassettes Grassy Knoll.
—¿Tiene nombre este grupo?
—Nad. El bajista estaba en Teoría del Infierno. Agraciaron nuestro hough, tiempohá.
—… declaró en el Bull que sólo Dios puede decidir cuándo van a morir los niños, y por tanto ese centro de abusos infantiles en Suiza debería ser prohibido…
—¿No díatrabajas hoy? —preguntó ella, sin cesar de dar botes.
—Tendré que marcharme sobre la una o así.
—¿Para navegar con sus hechos por aguas amargas?
—Vamos a la mansión.
—¿Por dos días ido?
—Más.
—… dijo que el éxito del tratamiento con el pequeño Tamoor demuestra…
—¿Qué viento, entonces, agitará tu cabello? —preguntó, apagando el estéreo—. Cuando la luna contemple desde arriba en luzmortal, ¿dónde esperas mirar?
—No estoy seguro. Europa, probablemente. Leningrado, creo.
—¿Tu mente está fija? ¿No du?
—No du —dije—. Le dije que lo haría.
—Acciones deciden. Las palabras se pegan pálidas al lodo de la mentira. ¿Adónde conducirán tus acciones?
—… negó, el presidente dijo que todo lo que las cámaras muestran es lo que decidieron ver…
—A alguna parte mejor, tal vez.
—Mis recelos velarán y alertarán, Seamus. Te ojeo y vis una larga cara empapada en lágrimas. ¿Te adhieres a hablar?
—No serviría de nada.
—Eso dices. AO. Ve como list, entonces. Yo voy como yo. Margot y yo recorreremos las orillas de Brooklyn mientras tanto, antes del servicio del domingo.
—¿Por qué?
—Para conocer y saludar. ¿Tus locos temores nos pisotean?
—Es peligroso ir allí, Enid…
—¿Y mis preocupaciones compran menos para ti? —preguntó ella; estaba enojada—. Vamos cada uno al mundo ido. Vis mi necesidad. Ciégame a las tuyas. Lo justo es injusto, Seamus.
Tenía razón. Yo seguía sin querer que fuera a Brooklyn, aunque ella, y la mayoría de los ambientes, lo hacían a menudo.
—Nunca me dirás por qué vais —dije.
—Pues siempre regresaremos. ¿Puedes prometer como la verdad?
Sacudí la cabeza. Había razones por las que los puentes y túneles a Long Island estaban sellados; razones para que las minas rociaran el East River, el Sound, y el océano inmediatamente al sur. Queens y Brooklyn eran tratados como extensiones de Long Island; el Ejército estaba en guerra con Long Island, y Brooklyn era considerada la ciudad de los muertos. Durante la época más preocupante de la Eb, durante el Año Duende, el gobierno formó el Ejército Interno a partir de la vieja Guardia Nacional, enviando tropas allá donde las masas alborotadoras necesitaran atenciones. Los ciudadanos de Long Island, que no perdonaron el accidente de unos años antes, demostraron no apreciar esa ayuda como la mayoría de la gente en los otros sitios. Ahora casi todos los grupos terror operaban desde Brooklyn, enviando ciudadanos en medio de la oscuridad de la muerte a atacar Manhattan una y otra vez. El que algo quedara aún en Brooklyn, o en Long Island (y era mucho) causaba una molestia infinita al Ejército Interno. Llegaban unidades nuevas cada mes; por las noches, los bombardeos continuaban sin cesar. La guerra duraba ya quince años, y duraría otros quince más.
Si los ambientes estaban liados con algo allí, era algo que ninguno (ni siquiera Enid) quería decirme, así que sospeché que no lo estarían. Pero, después de todo, yo no era un ambiente, y por eso no me habrían dicho nada. Yo tenía una idea de por qué iban allí, y de lo que buscaban constantemente.
—Tienes razón —dije.
—Dilo todo si puedes.
—… buscando un piso a corto plazo en Manhattan, diciendo que el nivel de energía aquí es fantástico, y que no puede esperar…
—Hablaré. Será bueno oír tu consejo.
—Bien —dijo Enid, metiendo el codo entre los barrotes de la ventana y limpiando la suciedad con un lento movimiento de barrido. Miró el cielo gris oscuro cuando su vista se aclaró—. La lluvia se lo llevará todo. Limpia y acaba.
—Son las once A.M. —dijo el presentador, fijo y sonriente—. ¿Sabe dónde están sus hijos?
—Compra conmigo, Seamus, antes de ir. Cosas que deseamos no esperarán más, quieras usar o no.
—Muy bien.
Nos pusimos nuestras chaquetas de Krylar, que nos llegaban hasta los tobillos, y tras bajar las escaleras nos encontramos a Lester y Rubén limpiando el club con una manguera. Sumideros en el suelo volvían a llevar el agua al depósito, donde sería refiltrada. Les dijimos que íbamos a viajar. Lester sonrió (mostrando las piedras de cristal en sus dientes delanteros rotos), agarró su daga y subió las escaleras para montar guardia. Su entusiasmo fue contagioso; sentí una nueva agilidad en mis pasos. Rubén y Lester vivían en un pequeño hueco tras el club; era más razonable, y más barato, darles aquello que pagarles un sueldo, ya que el 90 por ciento se iría en impuestos, pues por recibirlo serían considerados del gremio de los medianos, y por tanto solventes.
—Algo tengo para ti, si deseas triscar raudo con esos jerguiñols. Patea memoria y sacude cuando pasemos.
—Hermoso día —dije yo mientras salíamos a la calle, preguntándome qué tendría para mí. Una residente de la tercera planta del piso de al lado tiró por la ventana el contenido de su orinal, pero no nos alcanzó. Se retiró a por más.
Nos dirigimos al centro, hacia Sloan’s. La multitud no era mala; salíamos de la acera sólo para evitar los montones de escombros, o donde había agujeros, cavados por carroñeros de viejo tubo y cable. Las ratas correteaban junto con las palomas y los gorriones por entre los pies de la multitud. Me llevé un pañuelo perfumado a la nariz y la boca para apagar los olores; Enid decía que estaba acostumbrada, pero fumaba tanto que si conservaba algún sentido del olfato era enteramente atávico. En cierto modo, teníamos suerte de vivir aquí. Loisaida estaba tan llena de ambientes, y en tal desorden en comparación incluso con otras Zonas Crepusculares, que los bucis más recalcitrantes no podían acercarse. Nuestras tiendas y vecinos seguían siendo nuestros.
—Tan tensolabio y lastimero —dijo ella—. Ojos tan apagados. Habla, pues. ¿Qué preocupa así?
—Me preocupa todo esto.
—¿Porqué?
—El plan que tiene es preocupante. Pasa algo.
—El plan es tan simple como yo lo vis —dijo ella—. Tumba al dorado oldie.
—¿Y si empeora las cosas?
—¿Para quién?
—Para mí —dije—. Avalon. Todos.
—¿Cómo?
—No sé.
—¿Por qué te quejas de hacer el hecho? Tu atracción principal, ¿no?
—Pero el Viejo nunca me ha hecho nada…
—¿Qué ha hecho por ti?
Pasamos junto a montones de vendedores; los de las afueras, no los de la ciudad, podrían llamarlos pintorescos. Sus mercancías estaban extendidas a lo largo de la acera, sobre mantas y periódicos amarillentos. Tenían para intercambiar riesguis de toda clase, cuchillos, telas de arpillera y poliknit, ordenadores de bolsillo, muebles ajados de madera gastada y plástico rayado, billetes de lotería falsos, todo tipo de pilas, bisutería, apliques de cuarto de baño y buenas tuberías de cobre, cassettes de aud y vid, retratos de E pintados sobre brillante pana negra, y números atrasados del National Geographic. En los puestos de comida, otros miraban las cosas que se freían sobre espetas en los hornillos portátiles; nubes de humo acre brotaban de sus parrillas como de un crematorio.
—Ése no es el tema —dije.
—¿Cuál es el tema?
—¿Por qué hacer algo que no te causa ningún bien?
—Parca cosa oír tus labios caer. ¿Dónde se encuentra ese bien tan libremente?
—En alguna parte…
—Responde, pues. ¿Qué obtienes por el uso de tus manos?
—Estaré a cargo de la compañía —dije—, y Avalon se quedará conmigo.
—¿Desarías por contra?
—Lo mismo, de manera diferente.
—¿Tus temores abruman por el amor de tus propietarios?
—No.
—¿Qué obtendrán? Uno desconecta el cable…
—El otro hereda las bendiciones.
—¿Merecidas?
—Eso supongo —dije—. Pero no estoy seguro.
—¿Han dado sus sentidos largos adioses, como dices?
—No siempre fue así, ya sabes. Sólo este último año…
—¿La nieve cae densa?
—Le han hecho dos rinoplastias. Podrías sacar un servicio de té de su nariz.
—¿Por qué entonces fatigarse por su mejora? ¿En justa admiración de su santa gloria?
—No. Tenemos que conseguir dinero, Enid. Dios sabe que tus negocios no proporcionan lo suficiente…
—Ah —dijo ella—. Entonces por los largos verdes y un gusto mejor.
—Sí.
—¿Un gusto mejor que encaje nuestras suaves bocas?
—Por supuesto.
—¿Y también la boca de tu bocadito?
—Sí.
—¿Es por ella más que por ti que te dispones a esto?
—Por ambos.
—¿Ambos?
—Por todos.
—Por ella —dijo Enid—. Como dije, ve primero tu propio riesgo. ¿Confiarías tu alma en sus fauces? ¿Crees que si lo hace te dejaría colgacabeceante y entrañaprisionado?
—Avalon no haría eso —dije—. Confío en ella.
—¿Y en tu propietario?
—Todo lo que puedo.
—¿Hasta dónde lanzarías, pues?
—Bastante lejos. Es difícil de decir. Tengo que fiarme de corazonadas y suposiciones.
—¿Sus juegos podrían perder la almohadilla?
—Tal vez. Lleva así mucho tiempo.
—Si el joven te preocupa bien, reviéntalo. Clava y muybuenadiós.
—Es al Viejo a quien tengo que…
—Dobla su problema. Adelante y táchalos. Primero el uno, luego el dos. Aprieta sus sábanas y que calienten sus gotas.
—No merece la pena —dije—. Si fallo, estoy en la calle. Si no tengo suerte.
—¿Si la suerte brilla?
—Estaré muerto.
—Bien. ¿Qué más a hacer?
—Lo que haré.
—Si la suerte cede, no estarás peor que la mayoría.
Una mujer de mediana edad resbaló en el filo de una excavación y se cayó dentro. Las ratas se abalanzaron sobre ella antes de que pudiera salir. Todo el mundo escuchó sus gritos y miró.
—Peor es la mayoría que nada soporta tan pequeño poco. Si la pérdida se acerca, Seamus, entonces piérdelo todo y sé orgulloso.
—Si así tiene que ser, que sea. Deseo…
—Desea y vuela. Podrías ser Hamlet época tras época —dijo ella—. Óyeme ahora antes de que emprendas tu oscuro camino, dedos nerviosos para perpetrar y estallar. Siento propia el alma de mi hermano. Tu poder es más poderoso que tu espada. Lo he visto todo. En luz insinúas suavidad. A la necesidad de lo oscuro coges tu atuendo de tirano. Deja tu interior flexible. Escucha la vida y list otras opciones. El tiempo lo entierra todo y las monedas caen como lluvia de mayo. El libro del destino es ilegible pero puedes robar unas líneas por delante. Si llega el triunfo, usa lo ganado para buen efecto. Salva lo perdido y maldito en los guisos de Nueva York. Sé mosca en los oídos del propietario. Alza sus trajes alto y roba las perlas de sus ostras. Sé el Naz y pasa tu bizcocho en la teterita de tu amor.
—Eso sería lo mejor —dije, pensando en Avalon; saliera como saliera, no nos separaríamos. Pero si tenía que dejar a Enid…—. Me temo que se me deslizará entre las manos si lo intento.
—Entonces coge las manos y aprieta —dijo—. Incluso el romance tiene una habitación si hay una casa para albergarlo.
Seguimos andando. En la Doce había una pequeña iglesee ambiente; la cruz invertida colgaba sobre la puerta. En la ventana había un Jesús de cerámica: estaba de espaldas, con los brazos extendidos; sus muñecas y piernas sangraban, la giba entre sus hombros marcada con cortes, la cabeza ensangrentada, las tripas sacadas por el costado. Una ancha sonrisa calmaba su cara. Había servicios regulares en las iglesees todos los días de la semana; un domingo al mes (el siguiente sería el de éste), todos los ambientes, originales y voluntarios, se reunían en un lugar llamado Bajo la Roca. Yo sabía dónde estaba, pero nunca había ido, pues esas reuniones están vedadas a los no—ambientes. Cuando oí de su existencia por primera vez, años atrás, me pregunté por el nombre. Sobre la roca estará la iglesia, decía Enid, y bajo la roca estaremos nosotros.
Sólo las iglesias católicas y las iglesees ambiente servían al propósito para el que fueron consagradas. Recuerdo cuando había muchas iglesias. Malos juicios de gobernantes pasados, mucho antes, hicieron que aprobaran las actas que santificaban a América como una nación cristiana en la ley y en el espíritu un año antes de que fueran revelados los documentos Q.
Los documentos Q (descubiertos por un equipo de arqueólogos israelíes y americanos) eran los evangelios originales largamente perdidos. Detallaban cómo Jesús, un tipo en quien se podía confiar, fue contratado por Pilatos para extender la confusión entre las belicosas facciones judías; cómo Judas lo descubrió y traicionó así a su traidor; cómo Jesús, rescatado de la cruz justo a tiempo por aquellos que querían usar el asunto para sus propios fines, se recuperó y fue visto por accidente por sus horrorizados seguidores; algunos se horrorizaron tanto que desearon volver a matarle; cómo Jesús escapó con su esposa, María Magdalena; cómo murió, a edad avanzada, bastante lejos de Getsemaní. Ya se puede suponer el resto.
Los documentos fueron examinados por todos los implicados hasta que se admitió que no podía haber ninguna duda. Mi vieja iglesia católica, preocupada con sus propios problemas, sintió que el asunto garantizaba ciertamente más investigaciones en el futuro. América tuvo poco tiempo para vivir plenamente como una nación cristiana antes de que se cumpliera la Eb. Sólo recuerdo vagamente los pósters en el metro colocados por los hombres de iglesia, fotos de víctimas de Auschwitz clavadas a postes, con el mensaje: Acepta a Cristo y vive.
Cuando llegamos a Sloan’s nos abrimos paso por entre las multitudes de la acera que rebuscaban entre los desperdicios de la calle. Pasamos las barricadas emplazadas para anular a los que provocaban disturbios por la comida, atravesamos los detectores de metales, y por fin recibimos una cesta a cambio de nuestro depósito. Enid recorrió los pasillos, cogiendo horrores: Slurpies, SugarTarts, Whoopies, Stickies, y una barra de caramelo llamada Comesesos, que tenía la forma de un cráneo relleno de melaza. Cogí unas cuantas manzanas y naranjas, traídas de España, que al menos conservaban el envoltorio. Para mantener separadas nuestras compras, pinché mis frutas en los clavos de Enid.
—Necesitamos papel higiénico —dije, y advertí al decirlo que el mío tendría que encontrarlo en cualquier otro lugar durante una temporada.
—El desagüe es libre para que todos lo pelen. Lanzó a la bolsa una barra de pan Softee; rebotó, como tratando de escapar. Lo cogimos cerca de la sección de productos lácteos.
—Tengo una idea rara —dije.
—¿Qué?
—¿Por qué no compras algo sano? —dije, mirando las pintorescas etiquetas y bolsas brillantes de la bolsa.
—¿Porqué?
—Variedad —dije, cogiendo una bolsa de Sugar Chips y sacudiéndola; sonó como si estuviera llena de chinchetas—. No te mataría.
—¿Por qué promulgar lo que no tiene conclusión?
La convencí. Cogió una caja de Soyream y un bloque de Kraft Dairy Solid. Incluso habría cogido un cartón de huevos, pero la entrega a Nueva York de este mes fue consignada por el gobierno a nuestros amigos italianos, o a amigos suyos, o a amigos de alguien más. Había más cosas necesarias, pero el almacén no las tenía. No importaba cuánto de cada cosa llegara a Manhattan, nunca era bastante.
Abastecidos, nos dirigimos a la salida, devolviendo nuestra bolsa antes de entrar en cola. La multitud parecía presionar en las barricadas, pero nuestra cola era corta; llegamos a la caja en menos de media hora. El mercado tenía Vidiac; un equipo de monitores colgaba sobre los pasillos de las cajas, pero no miré. Hojeé los periódicos de los estantes cercanos. Había un artículo útil detallando cómo podían ser distinguidos los vampiros, y por tanto evitados, en el lugar de trabajo; otro titulado ¿es su cónyuge un asesino sexual reencarnado?, la historia verdadera del destripador de Hackensack contada por su ex—esposa desde ultratumba. El artículo de la portada de Tiempo se refería a la próxima explosión de comida (parecía desagradable) y, tras los editoriales, varias fotos nuevas mostraban jóvenes muertas en ropa interior.
—Vistauna, vistatodas —dijo Enid, mirando por encima de mi hombro—. El orgullo del hombre lo ensombrece todo. —Tiró el ejemplar de McCall’s que había estado mirando; cuarenta cosas que se pueden hacer con los macarrones era el artículo de fondo.
Después de que nos atendieran, Enid depositó dos dólares; metimos las cosas en las bolsas que llevábamos. Nuestro viaje a casa fue tranquilo; no hablamos. Me puse a pensar en Avalon, y conté los minutos que faltaban para volver a verla.
—¿Ningún visitante? —le pregunté a Lester cuando llegamos.
—Ninguna sangre —dijo él, extendiendo un brazo, equilibrándose con el otro.
—No he preguntado eso. Lo habrías despachado, de todas formas.
Lester sonrió y bajó las escaleras. Entramos.
No tenía que marcharme aún (era sólo poco más de mediodía), así que enjuagué mis manzanas y naranjas después de soltarlas de la cabeza de Enid. Metí con cuidado la fruta en el fregadero una a una, para no salpicar demasiada agua. Enid se volvió de pronto, como si la hubieran abofeteado.
—La memoria regresa —dijo—. Aguarda un mo. Tengo una adición a tu repertoire.
Corrió al dormitorio. Mi frigorífico me consoló.
—… puerta entornada. Por favor, cierre. Puerta…
Saqué las manzanas y naranjas, las sequé y me las metí en el bolsillo de mi chaqueta de Krylar. Enid regresó con una nueva sierra mecánica que no tenía más de treinta centímetros de largo.
—No voy a bailar —dije.
—Corta y despedaza, entonces. Opción on off.
—Es bastante pequeña, ¿no?
—Pero maravillosa. —Apartó la sierra mecánica de nosotros y la conectó. Cuando pulsó un botón, la sierra se abalanzó hacia delante, triplicando su longitud mientras rugía.
—Astuto —dije, impresionado—. Un poco demasiado para lo que espero.
—Entonces en el caso de que tus expectativas se ajusten. Llévala por mí si quieres.
—¿Y si se dispara accidentalmente? Podría soltar algo sin darme cuenta.
—Como harías si no la manoseas. El seguro está puesto hasta que lo sueltes.
—¿De dónde la has sacado? —pregunté, notando las marcas que borraban la placa de serie.
—De un amigo a quien quemaba los dedos. Envuélvela en tu abrigo.
—Muy bien. Gracias, Enid.
—Por mivida —dijo, mientras la introducía en uno de los bolsillos interiores de mi larga chaqueta—, ¿Seamus?
—¿Sí?
—Esp saber de ti antes de lo que piensas —dijo—. Pero…
—Volveré en un par de meses.
—Por si en otras formas no volvemos a ceñirnos, mi sangre late en tu corazón tododespués, siemprejamás, hasta e] amoroso final del tiempo. Haz lo que quieras.
Me besó; sus clavos me arañaron la frente. No sangré mucho.
—Demasiado pronto la luz levantó —dijo ella—. Me dejó tambaleante pobre y desnutrida. Voy a acostarme y restcansar hasta que la noch arrastre oscuridad.
—Ten cuidado.
Entró en el dormitorio, quitándose la ropa mientras lo hacía. Antes, se inclinó para recoger una de sus botellas. Sonreí mientras miraba sus grandes glúteos grises, pensando en Lucy, la última rinoceronte. Sabía que estaría bien en mi ausencia, y por eso no me preocupaba por ella. Sólo Enid me había mantenido firme y recto, me hizo continuar el colegio, encontró los fondos que me permitieron hacerlo, y aguantó conmigo todos los momentos de dolor. Pero su vida era suya; la mía era mía.
Mientras bajaba las escaleras, me preparé; salí y me encaminé a la Tercera Avenida. Jimmy siempre me recogía en la cara norte de la barricada de la calle Catorce, antes de que atravesáramos el centro para recoger al señor Dryden y a Avalon. Era tan tarde que hoy sería el último en subir al coche.
Los guardias ante la barricada parecían vets de la campaña de Brooklyn, a juzgar por su facha y sus insignias. Cuando les mostré mi tarjeta 1A me dejaron pasar, sin examen, sin preguntas. Justo fuera, algunos muchachos del Ejército violaban por turno a una mujer; uno que estaba de pie cerca parecía haber sacado una reproducción de la insignia de su unidad de un perchero y mantenía el extremo decorativo sobre una hoguera. Volví la cabeza, pretendiendo no haber visto nada. Jimmy estaba junto al coche, observando; cuando me vio, me hizo señas.
—Sube —me dijo, contemplando el cielo gris. Me deslicé en mi asiento y saludé con la cabeza al señor Dryden y a Avalon, que estaban en la parte trasera, cada uno sentado en un extremo. Partimos en dirección a Broadway, Hicimos en silencio la mayor parte del viaje, como si temiéramos que al hablar romperíamos nuestro lazo y estropearíamos nuestra suerte. En ocasiones brotaban algunas palabras, como para incrementar la tensión.
—¿Algo aparte de la fiesta esta tarde? —preguntó Avalon; yacía encogida en un extremo del asiento. El señor Dryden estaba sentado detrás de mí, jugando con el IBM, a juzgar por los bips y la falta de diálogo.
—Papá querrá deportear después.
—¿Y la capilla?
—Conoces a papá —dijo.
Midtown y Times Square y la Zona Crepuscular de Clinton estaban como siempre. Después de que entráramos en la Zona Secundaria del Upper West en la Sesenta y uno, las inmediaciones parecieron abarrotadas pero no tan tenues (el borde oriental de Broadway, más allá, estaba lo suficientemente elevado como para permanecer por encima del agua, según se creía, y por eso estaba mejor conservado). En la 120 empezaba West Harlem. Esa Zona Crepuscular llegaba hasta la 181; allí empezaba la Zona Secundaria de Inwood, cargada de bocis, como el Upper West.
En la 119, Jimmy me palmeó el brazo y señaló más allá de la salida.
—Parece jaleo —dijo.
Entre la 120 y la 135 el metro se convertía en una ele. Los jóvenes habían hecho descarrilar el tren. Los Demon Lovers, probablemente; habían dividido la zona después de domesticar a los Droozies vecinos. Jimmy y yo alzamos los binocs para poder vis más claramente lo que pasaba. La mitad de los vagones estaban en la vía; la otra mitad colgaban de lado. El vagón delantero estaba aplastado en la intersección de Broadway y la 125. Había miembros de la banda corriendo alrededor de los vagones, lanzando mollis, agachándose cuando estallaban. Otros corrían hacia los vagones que aún permanecían en la vía, saludando a aquellos que no habían escapado.
—Los duppies parecen cucarachas, ¿eh? —dijo Jimmy. Conectó el emisor, sintonizando lo que podía oírse en el intercom del tren.
—… hay otro tren detrás de esto. Pasen rápido —dijo la grabación automática.
Los vehículos del Ejército se colocaron en posición, y dispararon contra el tren. Mientras el fuego se esparcía por los vagones, los brillantes graffiti se ennegrecieron; de cada explosión brotaban destellos como chispas de una hoguera de troncos. Sólo la necesidad de transportes públicos fiables mantenía los trenes en funcionamiento; sólo en Manhattan, sólo durante el día. La tarifa era alta (un cuarto), pero yo dudaba de que la pagara nadie, ya no. Personalmente, nunca entraba en el metro; los problemas ya te encuentran sin necesidad de que los busques.
—Masiado agobiante. Chicos masiado blueswee y jang—bang con vex. Tiraremos por Henry —dijo Jimmy—. Cinturoneemos.
Nos colocamos los cinturones, y pasamos a la 120; Jimmy conectó el electroscudo. Dejamos atrás Riverside Church y la Tumba de Grant, oscura y ajada en la neblina de la tarde. Las estructuras desocupadas, muy a mano, eran usadas a menudo por los chicos del Viejo para prácticas de tiro.
El trayecto por Riverside no tuvo nada de particular. Los residentes de West Harlem necesitaban combustible más desesperadamente que vivir con la confortante visión de un bosque al borde del río, y, donde antes una ardilla podía saltar de rama en rama durante manzanas sin tocar el suelo, ahora los tocones reemplazaban a los árboles y los guisados reemplazaban a las ardillas. Recuerdo haber oído de adolescente las historias de los naturales, quienes, se decía, vivían en el parque, tras haberse vuelto contra la civilización tal como la encontraron, para vivir de quien o lo que pudieran capturar. Se decía que llevaban ropas de matorrales entrelazados y máscaras de cortezas talladas de árboles. Todo romance, después de todo, una de esas historias con las que creces, como las de los caimanes ciegos nadando a través de las alcantarillas, o que si meabas en el tercer raíl morirías electrocutado, o que la mayoría de los cuerposcasas tenían antes dinero a patadas. Desde luego que no era así; sólo los que vivían antes de la Eb.
Tras pasar bajo las vigas verde—ejército del puente de George Washington, contemplar las grandes banderas que colgaban de los arcos agitarse con la brisa y pasar los fragmentos rotos de las cabinas de peaje, llegamos a Saw Mili Parkway, que estaba bajo vigilancia del Ejército. A falta de conversación, conecté la radio y sintonicé las noticias WINS. Los asentamientos israelíes en el Golfo Pérsico eran bombardeados por Iraq. Tass informaba que el Zar y el Politburó se reunían para discutir la creciente demanda entre el pueblo ruso y abrir canales vid de su propia elección. Un informe sin confirmar de la Casa Blanca consideraba perdido al consejero de seguridad. La Comisión de Alimentos del Presidente informaba que el hambre en América había sido eliminada entre aquellos que no habían muerto. Dryco había cumplido con su parte en el pasado para conseguir aquel objetivo. A petición del Viejo nueve meses antes, se habían lanzado paquetes de suministros a las hambrientas comunidades granjeras de Indiana. Antes de que despegaran, se advirtió que los suministros consistían en píldoras adelgazantes, laxantes y fotos de E. Ni siquiera los enemigos del Viejo lo acusaron por el hecho de que las grandes cajas fueron dejadas caer deliberadamente en medio de la multitud; lo fueron.
Después de una hora (eran más de las tres), salimos de la carretera del parque para pasar a la estatal; los guardias nos saludaron al pasar. La estatal se extendía a lo largo de varios kilómetros. Había cuarenta y cinco edificios en los terrenos junto a la casa principal y la capilla. Guardias, parientes, amigos, tutores, proxies, lalas, visitantes y colgados se alojaban en las otras casas. Yo incluso tenía una casa para mí en nuestros fines de semana. Tenía catorce habitaciones; no había llegado a ver la mitad.
—Vístete —le dijo el señor Dryden a Avalon. Parecía ansioso de diversión. Ella volvió a colocarse aquella maravillosa peluca negra; se enfundó un par de stilettos negros y un pesado suéter blanco que la cubrió hasta los muslos.
—A tu mujercita debería gustarle este atuendo —dijo.
—No se dará cuenta.
—Podrías prenderle fuego y no se daría cuenta. Pero sé quién sí.
—¿Niño cumpleaños?
—Ajá.
—Padre igual a hijo —sonrió el señor Dryden.
Circulamos junto a la pista de aterrizaje. El Viejo tenía cuatro jets, Boeings 837 reacondicionados. Ni el Viejo ni el señor Dryden volaban mucho; era demasiado fácil derribar un avión. Los cópteros, grandes autogiros Sikorsky negros, también estaban allí. Guardado en uno de los hangares estaba el primer avión del Viejo, un aparato a hélice que sus primeros socios y él habían comprado en Boca Ratón, en los días antes de que conociera a Susie D; algún gracioso, años antes, había escrito Rosebud en el morro. Los radarscopios de la pista funcionaban constantemente. Si se lanzaba un ataque por alguien aparte de la misma Rusia (no era probable), los exos se encargarían de todos los intrusos, así como de la mayor parte de las propiedades vecinas. Un estrellascopio escrutaba los cielos diariamente en busca de platillos volantes. El Viejo creía fehacientemente el precepto de la Iglesia de E de que, en su regreso, E vendría a la Tierra en una especie de platillo volante, acompañado por un séquito de, en palabras del Viejo, «bichos del espacio».
Al Viejo le encantaba la seguridad. Un muro de piedra de tres metros y medio rodeaba la parte central de la propiedad. Los terrenos estaban protegidos además por alambre de espino, reflectores, alarmas, lobos, y había torres de ametralladoras emplazadas cada cincuenta metros en la muralla. Los cópteros sobrevolaban cada cinco minutos. Había un pequeño ferrocarril subterráneo que iba desde la mansión al edificio Dryco por si era necesario escapar a toda prisa. Nunca había sucedido y sin duda nunca sucedería.
—Acercándonos, Martin —dijo Jimmy, habiéndole al intercom mientras nos aproximábamos—. Yo y yo y tres.
—Roger.
Cuando esto era una carretera pública, el señor Dryden disfrutaba cambiando las señales y haciendo demostraciones improvisadas a los viajeros que pasaban cerca. El Viejo pidió al Ejército que la carretera fuera cerrada a los vehículos no estatales. No había muchos conductores que atravesaran el país, por razones de seguridad; cerca de las ciudades aparte de las mansiones y las zonas bajo vigilancia del Ejército, todos los pastos rurales y refugios estaban infectadas de picaros, bandoleros y atracadores. Además, había muy pocos coches que pudieran llegar a salvo hasta tan lejos: la mayoría de los nuevos coches americanos hechos, como tantas otras cosas, en producción ruso—americana separada pero igual (Gorky—Detroit en el caso de los automóviles), eran enviados a Europa y Japón, a países que ya no producían acero o no tenían acceso a los yacimientos mineros de Canadá, Brasil y Siberia. Sólo los propietarios podían permitirse coches nuevos. Muchos en América tenían automóviles, por cierto; había miles en las ciudades, todos en uso (durante años hubo una saturación de petróleo) y ninguno con menos de veinte años.
Atravesamos la verja. El camino de acceso tenía kilómetro y medio de largo; se podía ver la casa a mitad del trayecto, sola en la colina blanco brillante, iluminada desde fuera en la noch. Estaba construida al viejo estilo de Long Island, aunque era más grande: cuadrada, de muchos pisos, esmaltada y pulida, con largas tuberías de cromo y paredes de bloques de vidrio; con muchos, muchos espejos.
Aparcamos en un lado de la casa. Desde lo alto, en el patio, contemplé el verde césped, los abetos, el amplio lago, las praderas, y vi el río Hudson pasando junto a los Palisades. Al mirar en dirección a la ciudad, incluso desde esta distancia, pude ver la neblina negro—amarillenta que se posaba sobre Nueva York cada tarde. Antes de que tantos hornos hubieran sido reconvertidos para uso del carbón, el smog no era tan nocivo. Ahora la mayoría de las nochs eran tan negras que no se podía recorrer una manzana sin parecer un minero cuando llegabas a la esquina.
Avalon y Jimmy salieron del coche y se dirigieron a la casa por el sendero de pizarra que rodeaba la piscina. Yo la observé andar; los largos rizos de su pelo se agitaban a su espalda, sus tacones se tambaleaban en aquellos zapatos parecidos a cascos. Ante la piscina, entre las columnas se alzaba la estatua de Prometeo de Rockefeller Plaza, contemplando las hojas caer a la superficie del agua. El Viejo coleccionaba objetos raros en estos años tranquilos. Los viejos leones de la Biblioteca Pública protegían la verja que conducía al campo de criquet, donde Jimmy y la seguridad de la mansión pasaban las tardes de domingo. La fuente Pulitzer, antaño situada ante el Hotel Plaza, servía como alberquilla en un patio, al sur. Atlas cargaba al mundo cerca de la barbacoa. El Viejo habría trasladado el Puente de Brooklyn a la mansión si hubiera tenido un río que poner debajo.
—Hermoso estar en casa, ¿eh? —dijo el señor Dryden, sonriendo. Asentí, y pensé en cuánta plasticina necesitaría.