Antes de marcharme me cambié de ropa y me puse mis botas negras de asalto, pantalones oscuros, una camiseta y encima mi chaqueta de Krylar. Tras firmar mi salida a las ocho (el señor Dryden y Avalon se quedaron en sus apartamentos del centro, en el piso cien, y así mi sombra pudo deambular a salvo), recogí mi cheque y salí. Había un extra esta semana; no tanto como habría deseado, nunca lo era. Yo ganaba 4000 al año trabajando para el señor Dryden. Enid y yo, dueños de un pequeño edificio, pagábamos por ley el mayor porcentaje de impuestos de la propiedad. Se consideraba un gran incentivo que cuantos más edificios poseyeras, menos impuestos pagases. El año pasado pagamos 1800 de impuestos, sin contar las facturas de electricidad, cable, teléfono, comida…
Como protegido de un propietario, mis impuestos personales eran nada; los bocis aportaban los fondos que mantenían las ruedas en marcha.
Había un Chase en Chambers, cerca de Centre; entré, introduje mi tarjeta en la máquina y esperé la respuesta.
—Buenas noches, señor O’Malley —dijo la voz; las voces de banco (números siete) eran agudos sopranos de castrati—. ¿Puedo ayudarle?
—Depósito.
—Código primero.
Tecleé mi código con cuidado. Si te equivocabas al hacerlo, la máquina te electrocutaba. Chase sostenía que, para el público, el printocódigo estaba aún en desarrollo.
—Buenas noches.
—Adiós —dije, y me marché. Cerca de los tribunales de guardia, ante Foley Square, había un Dogs R’US que cerraba tarde para que los abogados y jueces pudieran respostar. Yo rapidocomía allí el día de paga; al menos mi Drydencard me libraba del 30 por ciento del IVA añadido a todos los productos. Dogs R' US, seguro para todos, sólo usaba aditivos orgánicos en su mercancía; podías estar seguro de lo que servían aunque no pudieras escoger el menú. Yo normalmente me ceñía a una dieta poco excitante: frutas y veges, tolerablemente seguros si se los mantenía en remojo durante varias horas; pan comprado en panaderías kosher y por tanto libres de carcinógenos innaturales. En ocasiones, la ostentación es un must. Comí cinco wienies. Tres chicos de once años servían; la chica llevaba ropas de encargada. Su foto de bodas colgaba sobre el mostrador; la pareja, vestida de gala, estaba junto a la barra, al lado de la figurita de plástico del Perro Feliz.
Me dirigí a Centre Street, satisfecho. Una manzana más arriba estaban las Tumbas, repletas de disparos: Dred, Mariels, Marroons, problemáticos, extranjeros y toda la pesca. En el corazón de los edificios estaba el País de las Maravillas, donde, me habían dicho, se encargaban de los casos más problemáticos. Entonces sabía poco más.
El smog era casi transparente. Atravesé el puesto de control en Canal Street. Un camión de saneamiento rugió tras de mí, apresurándose hacia Canal. Se detuvo en Bowery; el conductor alzó la cabina del camión y lanzó su carga a la calle. Cientos de bolsas estallaron al golpear el suelo. El conductor regresó a su zona. La basura recogida en la Zona de Control del Centro y en las zonas Secundarias se reciclaba al otro lado de la pared, en la Zona Crepuscular Loisaida, el barrio de noch, mi barrio. Era fácil entrar en una Zona Crepuscular. El nombre oficial para un área así era Zona de Empresa, pero nadie que viviera en ellas las llamaba otra cosa que no fuera Zona Crepuscular.
Me abrí paso a través de basuras previamente recicladas mientras recorría Canal, con la basura esparcida aún más por los robos de las tapas de los contenedores, con la esperanza de conseguir un centavo por diez. En Mulberry me dirigí al norte, abriéndome paso entre la gente, evitando a los capullos que atestaban las calles; cuando se conseguía una casa móvil, una familia podía recorrer indefinidamente una Zona Crepuscular, turnándose al volante, deteniéndose sólo para repostar y dar la vuelta. Yo me conocía las calles de memoria; ninguna tenía ningún letrero. Un forastero podría perderse durante días, aunque los locales seguro que le habrían localizado antes.
Tronaban merengues de una docena de boxes. Los drooxies (los druzhinas, unidades locales de vigilantes que, en las zonas, mantenían el orden como creían adecuado) habían desnudado a una muchacha joven, le habían rapado la cabeza y, tras embadurnarla con brea, la zurraban con largos palos. Consorteando con chicos del Ejército, o eso se sospechaba; aquél era el tratamiento habitual para esos coqueteos. Más adelante había habido una explosión; el humo teñía el aire de azul amarronado. La gente registraba los cadáveres de la calle, quedándose con lo que luego pudiera ser usable. Alguien tiró desde lo alto un trozo de hormigón; rebotó en el casco que yo llevaba. Con las rodillas temblando, seguí avanzando, sin considerar que fuera animosidad personal. Allá delante, unos jóvenes saltaban ágilmente a través de la ventana de un restaurante, seguidos por más jóvenes que blandían bates, tuberías y viejos parquímetros. Acabaron asaltando los coches y atracando a los conductores. Sus colores los anunciaban como miembros de los Largos Brazos de la Ley. Un viejo Pontiac pasó chirriando por la calle, arrastrando productos de Javits Center. El coche carecía de neumáticos; la mujer que conducía lo tenía duro. Cerca, dos tipos habían metido a un chico en una rendija entre dos edificios y jugaban con él por turno al Johnny—monta—al—pony. En la esquina de Grand había una mujer a horcajadas sobre un tipo tendido en la acera, y le acariciaba repetidamente con un martillo; lo suyo parecía resuelto. Me detuve para escuchar a dos acordeonistas que tocaban el Rito de Primavera de Stravinsky, y les di un níquel a cada uno. Uno metió el cambio en una cápsula de plástico y se la tragó, para así poderla recuperar sin problemas cuando llegara a casa. Yo siempre atravesaba Chinatown al salir de las Tumbas; cuando acababa la hora de la caza, era la ruta más segura.
Un camión del Ejército atravesó la multitud, con las luces conectadas y las sirenas rugiendo. Los chicos del Ejército Interno nunca patrullaban las Zonas Crepusculares en modo estándar; preferían irse pronto a Long Island. Periódicamente venían unidades antiterror, por diversión, y por eso del contacto con la multitud. El camión se detuvo y los soldados se quedaron de pie en la parte trasera.
—¡Bailé! —gritaron, y empezaron a disparar a la gente.
Me zambullí en un portal cercano, calculando que no me darían. Los soldados aullaban como fantasmas mientras recargaban. Asomé la cabeza por la esquina de la puerta y miré. La camisa de rejilla metálica de debajo del camión se había soltado en un lado; alguien tan observador como yo le lanzó una molli. Segundos más tarde, el camión saltó por los aires y chocó, envuelto en llamas, con un grupo de gente en la esquina de Kenmare. Los soldados que sobrevivieron fueron extraídos del jaleo por los samaritanos, que los despedazaron y desmenuzaron.
Corrí por Delancey abajo, una ancha calle alineada con las carcasas secas de los edificios. El cielo de Brooklyn era rojo profundo; las torres del viejo puente de Williamsburg brillaban ensangrentadas a la luz reflejada. Oí gritos; el camión voló.
Me detuve en Eldridge Street. Aquí ya no vivía nadie, ni siquiera los squatters. Colgando de los lados de los edificios había restos ensangrentados o en los huesos, dejados como advertencia. Los moonboys, un contingente desnutrido, controlaban esta zona; pero me conocían y, mientras me acercaba, debieron suponer que no merecía la pena que me saludaran. Barricadas de bloques de cemento, tablas y barriles aún llenaban los cruces, emplazadas por ciudadanos desaparecidos hacía tiempo. Yo caminaba por el centro de la calle, silbando «Big Noise in Winnetka», evitando los agujeros abiertos y las zanjas. No había farolas en nuestra zona (produjeron buen dinero como chatarra), y era una noche nublada, pero saqué mi linterna y no tuve problemas. Pasé junto a la carcasa de una sinagoga que tenía un siglo de antigüedad; estaba graffitiada hasta el último milímetro. Tenía las pintadas habituales, obscenidades y mensajes políticos: U S FUERA DE NORTEAMÉRICA, NINGÚN FUTURO, MIS DERECHOS O MUERDO.
En medio de la calle había un cartel mejor escrito, emplazado por el Ejército años antes: No toque nada, decía. Podría matarle. Huellas de manos pringosas casi cubrían la advertencia.
Donde los edificios se habían derrumbado, tenía que pasar sobre montones de escombros. Cerca de uno de los montículos había un esqueleto, tendido lánguidamente en el pavimento, como esperando el curso siguiente. Recordando los días de fútbol en el instituto, le di una patada al cráneo y lo hice rebotar calle abajo; corrí y volví a chutar. Rebotó en la portería, una boca de riego vacía. Las ratas, asustadas, corrieron a buscar cobijo. Dos cópteros zumbaban en lo alto, con los reflectores encendidos, taladrando el smog con sus pálidos rayos. Alguien había volcado un autobús un poco más allá; estaba tendido de lado, roto y quemado. QUE TENGA UN BUEN DÍA, decía su cartel de destino.
Tras dirigirme al este por Houston Street, entré en mi zona. La gente abarrotó una vez más las calles: residentes de todo credo y color, ambientes por todas partes. Caminé hacia el norte por la Avenida C. Mi parte del barrio era tan segura como era posible; nuestros droozies mantenían una pretensión de orden en la zona, y los ambientes tendían a no herir a los demás sin razón…, aunque cuando tenían razón eran los oponentes más peligrosos de todos. Mientras continuaba avanzando, sentí el alivio de estar en el lugar donde había crecido, conociéndolo todo y sabiendo que todo me conocía.
En vez de farolas, hogueras en cubos de basura, suministradas y alimentadas por las asociaciones del bloque, arrojaban una cálida luz naranja a través de la bruma. Nuestro edificio estaba entre la Avenida C y la cuarta; dos casas de vecinos de cuatro pisos unidas años atrás para formar una sola. Habíamos abandonado los tres pisos de arriba; nadie por aquí podía permitirse alquilar ningún apartamento no importaba a qué precio, y los caseros no eran muy estimados, no importaba quiénes fueran. Yo había bloqueado las ventanas de nuestro edificio, y sellado la escalera superior, pero los buscadores de gangas aún se salían con la suya. La última vez que miré, parecía que parte de nuestro tejado estaba de permiso indefinido.
Enid y yo vivíamos en el primer piso. En la planta baja había dos negocios pequeños; los ambientes son empresarios natos. Uno era un niquelodeón, el Simplex, una casa rep que mostraba películas clásicas en vid. La pantalla era de liqristal irrompible de nueve metros. Enid la había conseguido a cambio de la vieja chaqueta de cuero de nuestro padre. El sonido no era precisamente maravilloso, pero normalmente se podía oír algo. Había que mantener los pies en alto a menos que quisieras alimentar a las ratas. La marquesina no estaba encendida, pero yo sabía lo que ponían. El programa de esta semana (subtitulado en spanglish) era La Naranja Mecánica y El Mago de Oz, favoritas de los jóvenes nostálgicos.
El otro negocio era su club Belsen (el hough, lo llamaban los ambientes). Surtía a los ambientes y a los amantes de la música ambiente. Rubén y Lester, los porteros, me saludaron cuando entré. Siendo ambientes, vestían como si el Carnaval de Halloween durara todo el año. Siendo ambientes, habrían sido difíciles de pasar por alto en cualquier estación: Rubén no tenía brazos, y Lester no tenía cuerpo por debajo del ombligo. Su agilidad era tan grande como la de los ambientes medios. Si algún cliente se ponía pesado (excepto durante la Hora Feliz), Rubén lo aflojaba con los clavos de sus botas; entonces Lester saltaba y lo magullaba. Lester era el más dulce de los dos; llevaba un mohawk negro reverso y una máscara de dominó con lentejuelas, del tipo que venden en Woolworth. Rubén, cuyo pelo era de un rubio despeinado, llevaba un traje de camuflaje sobrante, conseguido cuando sobró al antiguo dueño. De sus orejas colgaban cruces invertidas. Rubén y Lester eran amantes, lo cual, aunque ya no era ilegal, no estaba bien visto entre los no—ambientes.
—Hi—de—ho —dije. Ellos sonrieron.
—¿Quién cuelga y a qué altura, O’Malley? —me preguntó Lester.
—Altura del cielo —dije—. ¿Cómo va el negó?
—Putamad cojo.
—¿Enid cerca? —pregunté.
—A las nubes rodó —dijo Rubén, señalando hacia arriba—, Margot vino. Persuade lo que lista.
—Gira y rueda y pierde poco tiempo —rió Lester, y se encaramó a una banqueta con una mano. Sus brazos eran tan grandes como mis piernas.
—Poco poquito.
—¿Margot sencuentra todavía? —pregunté. Margot era la amante de Enid. Atendía el bar tres noches por semana. A excepción de Rubén y Lester, Enid sólo contrataba a mujeres, a pesar de que era ilegal hacer contratos discriminatorios.
Rubén sacudió la cabeza, llevándose el cigarrillo a la boca con un rápido movimiento de la barbilla.
—Para ver tu cara ajada en grandiosa gloria —rió—, para tentar tu mente con trucos simiescos.
—Maravilla y gloria —suspiré.
Me senté en el bar y pedí lo de costumbre (una Pepsi). Luego, tras cambiar de opinión, pedí un triple gin. No había bebido alky en años, pero esa noche deseaba espitar mi mente un rato. La camarera, una joven negra cuya mano derecha consistía en dos pulgares unidos en el hombro, era nueva; a excepción de Rubén, Lester y Margot, había cambios constantes en el hough. Los ambientes tienden a circular deprisa si no les importa. Ella me conocía; rehusó cobrarme. Le dejé un centavo de propina de todas formas; el vaso estaba limpio y entero, y no me lo había tirado.
Tras la barra había un póster garabateado donde aparecían las próximas atracciones.
MAÑANA
ANN FRANK/NIÑOS GOLPEADOS/DEFECTOS MÚLTIPLES DE NACIMIENTO
SÁBADO
PARÁLISIS CELESTIAL/DAÑO CEREBRAL IRREVERSIBLE/ZYKLON—B
El club cerraba los domingos.
En el fondo del bar había reunido un grupo de transis. A primera vis parecían proxies. Sus vestidos, su pelo, su maquillaje y sus formas se aproximaban. Los transis eran únicos entre los ambientes voluntarios ya que elegían añadir en vez de sustraer. Los que podían pagarlo tenían un aumento T y A; nadie que no pudiera pagarlo se convertía en transy. Tras haber hecho tanto, contenían su artillería, para deslumbrar al no iniciado. Sólo se hacían el amor mutuamente; afectados y compuestos para todo.
No estaba seguro de qué conjunto se disponía a tocar; las bandas ambiente me parecían todas iguales. Ésta tenía un bajista manco. Se preparaban, desafinando sus instrumentos. Bebí rápidamente mi gin, esperando salir antes de medianoche. El conjunto se presentó lanzando una mesa al público. Empezaron a aporrear la primera canción; una composición propia, sospeché. El público empezó a sacudirse y a saltar arriba y abajo, dándose cabezazos mutuamente, haciendo entrechocar los muñones, rebotando de un lado a otro, gimiendo y aullando y chillando a la luna. Los cantantes ambiente suelen gritar la letra desaunadamente a voz en grito; este tipo era de la escuela tradicional. A dos tercios de su primer número el reloj dio la medianoche, y empezó la Hora Feliz. Las luces rojas del techo destellaron y las sirenas tronaron. Acabé mi gin y me dirigí a la puerta lateral. El público sacó sus juguetes y empezaron a jugar. Las sierras eléctricas comenzaron a girar mientras subía a nuestro apartamento.
En lo alto de las escaleras pasé por encima de los cuerposcasas que se habían acostado cerca de nuestra puerta; se llamaban así porque sus cuerpos eran sus casas. Había siete en nuestro pasillo. Muchos lugares les proporcionaban suelo, incluso el Ejército dejaba a algunos pasar la noche en Gran Central, tal vez a un millar, según su cuenta. El cómputo oficial del gobierno, mucho más bajo, enumeraba sólo a aquellos que morían antes de la mañana.
Descorrí los cinco cerrojos de nuestra verja, luego los dos de la puerta, y entré. Eché de nuevo los cerrojos y después cerré la puerta y coloqué las barras. Enid estaba allí, viendo la tele. No vi a Margot. Estaría por alguna parte.
—Hi—de—ho, Seamus —dijo.
—Hola —había en ella algo diferente; durante un momento no pude decir qué—. Te has pintado los clavos.
—Finité brillante y embadurné oscuro —dijo. Los había pintado de negro; antes eran rojos. Enid, cansada de su cabeza simplemente afeitada, había acudido seis meses antes al Servicio de Salud; en el instituto, fue con un médico en el terreno apropiado y se hizo implantar clavos en el cuero cabelludo, la punta para arriba. Había siete grandes picas sobre su frente y catorce más pequeñas esparcidas sobre su cráneo. Oficialmente, el Servicio de Salud se negaba a tratar a los ambientes, y mucho menos a ofrecerse a adaptar a aquellos que desearan convertirse en tales.
La presencia de Enid asustaba al más pintado. Tenía mi altura (uno ochenta y cinco), y no era muy diferente en constitución, ya que había trabajado con pesas desde los diecisiete años. Esta noche llevaba una cami negra lisa, brazaletes repujados y braguitas tanga rosa.
—Son tú —dije, sentándome junto a ella y besándole la mejilla. El relleno del sofá cayó al suelo cuando me senté; una rata salió de la cocina, como para traerme las zapatillas. Me quité el casco y las botas y los colgantes de las orejas, que guardé con cuidado en una caja cercana. Enid me los regaló por Pascua hacía tres años; los apreciaba bastante. El martilleo de los tambores, el bajo y las sierras resonaba a través de las plantas de mis pies; me arrullé con el sonido de cristales rompiéndose.
—Vis que fizrriendo y deambulando lejos —dijo ella—. ¿Cómo va abajo? —estaba bebiendo una botella de Stolichanaya; se bebía tres cuartos al día.
—Putamad cojo, me han dicho.
—Nífico. ¿Lleno y contento?
—Eso parece. ¿Anda cerca la pequeña insolente?
—No malalechees —dijo Enid—. Crees que es una azotaginny. Considera su estado.
—Terrible idea.
—¿Corre alky por tu mente?
—Tomé una copa.
—¿Tú?
—El mismo. Me marché con la Hora Feliz. Los idólatras desmayándose me aburren.
—Ojearte tragar curiosería —dijo ella—. ¿Stolly? —preguntó, agitando la botella.
—Usaré un vaso, gracias.
—¡Un vaso! —rió.
—Pruébalo —dije yo—. No te romperías tantos dientes.
Me tiró una lámpara; la aparté y me dirigí a la cocina. En la oscuridad de la habitación escuché la voz del frigorífico: Puerta entornada. Por favor, cierre. La puerta no estaba entornada, pero el ordenador (un número tres) no podía saberlo; le había entrado polvo en los chips. Miles de veces, día y noche, el frigorífico gemía Puerta entornada. Por favor, cierre. Nunca teníamos dinero de sobra, y por eso no podíamos permitirnos ni un frigo nuevo ni un reparador. La voz era agradable, y el sentimiento inofensivo; uno se acostumbraba.
Tras coger un vaso de la alacena, ahuyenté a las cucarachas y lo fregué. Miré por la ventana; a través del smog sólo pude ver el cálido brillo de las hogueras. Mientras salía de la cocina, un enorme trozo de yeso se cayó del techo. Había agujeros en todas las habitaciones del apartamento allá donde el yeso se había soltado por las vibraciones de abajo, o donde nuestros pequeños compañeros de cuarto habían mordisqueado.
—Qué visiones ojorritadas tan quericercas —oí decir al entrar de nuevo en la salita—. Largos remojos en orinales, manchado todorredor. ¿Cómo fue esta noch, lloriquevomitón?
—Sorprendente —le dije a Enid, mirando a Margot, que había salido del dormitorio mientras yo estaba en la cocina—. No has movido los labios ni una vez…
—Sizista —dijo Margot, dirigiéndose a mí; su contratenor resonaba como hierro—. La boca seabre ancha y pierde los sesos.
Se aupó al sofá mientras me miraba. De puntillas, Margot mediría un metro diez, una achondroplasta: una enana, ambiente de nacimiento. Llevaba una chaqueta cruzada sin mangas, con los botones y las mangas arrancados, y una cami que decía elvis murió por los pecados de alguien pero no los míos. Sus pantalones (cortados por encima de los talones) parecían haber sido arrancados de un cadáver.
—Controla a tu maniquí, Enid. La gente hablará.
—Tonos auténticos en cristal dulcímele —dijo Margot. Enid me tendió una botella sin descorchar. Llené mi vaso y bebí.
—Salud —dije.
—Jodetodo —dijeron ellas.
—¿Ruedas pronto? —le pregunté a Margot.
—Ruedo cruda para rockear lejos —dijo ella. Margot recogió un bastón de metro y medio de largo; lo usaba como si fuera un cetro. Alrededor de una de sus muñecas llevaba un brazalete de cuero rosa repujado con cuchillas. Tenía el pelo negro muy rapado, excepto por delante, donde caía sobre su cara en largas mechas. Recientemente se había afilado los dientes. No me desagradaba Margot, pero podía ser demasiado sincera en sus expresiones hacia mí—. Mientras las gatas esperaban, ¿cómo le fue al cochinillo?
—Bien —contesté—. Y ahora espero una noche tranquila y agradable en casa.
—A punt para el plaz y no para el dolor, ¿eh? —dijo ella; saltó del sofá y me aplastó el pie con el tacón—. Losient.
—Escoge a uno de tu propio tamaño.
Margot se pasó el bastón por los hombros, estirando sus fornidos brazos.
—Tu mente lanza una gran vela hinchada al viento.
—Estarías monísima crucificada.
—Cómo se espesa el plan.
—No descarguéis golpes, mis amados —intervino Enid—. Tan crueles uno con otro y todo.
—Relax —sonrió Margot—. Con niños rudos sólo juegos entrapan.
—Buenas noch —dije, ocupando mi lugar en el sofá. Enid se levantó para despedir a Margot.
—¿Te vas? —le pregunté.
—A recorrer el ancho mun —dijo Margot.
—Que te diviertas —murmuré.
—¿Otra vez harás este way?
—Otra vez y siempre —dijo Margot—. Al mundo hasta entonces.
—¿Irás cómo? —preguntó Enid.
—En alas de los ángeles —dijo Margot—, con pies de ángel.
Enid se inclinó para besarla. Margot alzó a cabeza en tierna sumisión; arañó la mejilla de Enid con sus cuchillas. Mi hermana tembló de deleite.
—Gatalegre —susurró.
—Mimos —dijo Margot, la voz ronca por la lujuria. Enid empezó a abrir la puerta.
—Adiós —repetí.
—Ordena tu casa, tripasbobas —me ordenó Margot, rompiendo con su bastón uno de mis jarrones favoritos. Silbó a través de la puerta abierta y se fue.
—Hasta mañana noch —gritó Enid pasillo abajo. Después de que echara los cerrojos, regresó junto a mí, me cogió la mano, la sostuvo y la apretó fuerte.
—¿Mucho tiempo? —preguntó—. Te vis cansado a mi ojo.
—Sólo un día normal —dije. Ella se rió y encendió otro cigarrillo; nadie más que los ambientes fumaba ya, ni siquiera el Viejo. El intocable desprestigio de los fumadores americanos nunca se extendió a los productores americanos de tabaco; los cigarros podían ser cambiados por muchas cosas útiles a los países donde las preocupaciones por la salud eran menos puntillosas. La venta de tabaco era otra vez legal en América, pero la costumbre nacional se había visto rota con los años. Aún existían grupos antitabaco privados…, su represalia favorita, tras ver a un fumador, era rociarlo con líquido inflamable y prenderle fuego, pero sus reps nunca se encontraban en una Zona Crepuscular.
—¿Qué has estado haciendo? —pregunté.
—Nada fatal. Guardando el hough un rato, mientras las bandas llegaban. Margot me recogió y largó. Sutiltación. Jugamos a esposas encamadas en los suaves brazos del cielo. Llamaradeamos y lengüeteamos, descaradas y poseídas.
—Parece alegría sobre alegría. Ella suspiró, y sonrió.
—¿Algo en TVC? —pregunté.
—Sobrecarga. Flipea a gusto si listas.
Teníamos un Sony Cinescope 1:25. Rara vez usábamos nuestro VCR; apenas podíamos alquilar cintas, y las del cine no valían. Cogí el mando a distancia. Con Citicable recibíamos diecinueve canales. Enid lo tenía sintonizado a uno de los canales vid, el que en ocasiones ponía a grupos ambiente; había tres canales vid además de Vidiac. Empecé a cambiar de emisoras. Reposición de «Aquí está Lucy». Juego de baloncesto; los playoffs de Hanoi. Película: Murciélago diabólico. Variedades de Cuba. Reposición de «Centro Médico». Película: Sonrisas y Lágrimas; para dejar más tiempo para los anuncios, habían cortado todas las canciones. Reposición de «Dimensión Desconocida». Nuevos programas de Japón. Reposición de «Perry Mason». Cadena de salud; un médico detallaba los peligros de la amputación no esencial. Película: Godzilla contra el Monstruo de Smog. Reposición de «Caravana». Estática. Reposición de «La chica de la tele». Canal meteorológico.
—Vuelve a Lucy —dijo Enid. Nos quedamos allí sentados, bebiendo y contemplando. Los programas tenían pausas para publicidad cada tres minutos, así que era difícil sacarle sentido a cualquier trama que pudiera haber habido. Siempre era inquietante ver aquellos viejos programas, incluso cuando estaban colordificados (nunca tenían bien codificado el color; por ejemplo, no podía ver a Fred Mertz llevando pantalones púrpura) y transferidos a cinta digital. Lamenté no tener más de una opción para ver TVC. Había otros siete canales especiales donde daban informes de negocios, programas de arte, música clásica y representaciones de ópera, ballet y danza moderna, sesudas comedias británicas y dramas. Sólo los propietarios y los pretenciosos bocis tenían dinero suficiente para conseguir esos canales. Los Dryden nunca los veían; si sintonizaban algo en TVC, veían el Canal Violencia. Estaba estrictamente controlado, como para proteger a los impresionables jóvenes de los propietarios de ideas que no hubieran concebido aún por sí mismos. Los canales pomo, como las revistas, ya no existían; bajo el Acta de Igualdad la nuestra ya no era una sociedad a favor de la explotación de las mujeres o de cualquier otro grupo igualmente disponible.
—¿Qué hunde tan bajo tus párpados? —preguntó Enid.
—Nada. Sólo estoy cansado.
—No sucumbes cuando tienes los ojospez —dijo ella, contemplando nuevamente la pantalla, zappeando repetidamente para saborear el cambio de colores—. Ninguna salivalabio gastada. Cuando te guzzees el flujo se derramará como Serena misma.
—Nope.
—¿Quema el dolor como diamante afilado?
—No hay dolor aún en lo que no ha sido herido.
—¿Algo exigió tu nombre demasiado cerca?
—Su sala de espera voló. Estuvo cerca.
—¿Fue laceada la puta?
—¿Te refieres a Avalon?
—AO.
—Ni siquiera resultó herida. La piel intacta.
—Salsa entonces para los patitos del pato —dijo Enid.
—Había mucho en su mente —dije yo.
—No solo ella. Estás bajo absolución a su aroma húmedo hasta que las paredes viertan calor y humeen.
—Puede que nos vayamos durante una temporada.
—¿Para pasar otra vez por este way? —preguntó ella. Yo no respondí de inmediato—. ¿Seamus?
—Desde luego.
—En profundo mistery habitas. ¿Podemos oír?
—En un momento.
—Di qué te perturba. ¿Tus sueños?
—No son peores que de costumbre.
—La pesadilla te arrastra con fuerza, mas en la sombramañana quedas entero y frescante. ¿Qué más te enrolla dos veces?
—Nada.
Enid apagó el TVC; parecía preocupada.
—Entonces acuéstate y despidéate si las palabras fallan. En voz alta llama el cuidado. Duerme en sueño pacífico.
Enid y yo nos comprendíamos perfectamente el uno al otro; el habla ambiente, como todo, crecía contigo. Para distinguirse aún más, los ambientes habían adoptado su propia lengua: un poco de spanglish, algo de inglés obsoleto; cualquier argot que se les antojara o desarrollaran por su cuenta. La razón de ser del habla ambiente era que sólo en la palabra y no en la imagen podía encontrarse verdaderamente la belleza, y ningún horror inherente podría disfrazarla o desfigurarla. Incluso los no iniciados encontraban musicales sus frases.
Enid cogió su botella, yo levanté mí vaso y entramos en el dormitorio. Me quité las ropas y me senté en la cama. Cuando ella se desnudó, me di la vuelta. Desde que se había hecho quitar los pechos, yo tenía dificultad en visionaria sin la blusa puesta; el médico (el mismo que conocía, el que implantó los clavos), siguiendo su petición, dejó también enormes cicatrices. A Enid le encantaban.
Ser un ambiente era a veces inevitable, nunca ilegal, a menudo preocupante, y siempre subversivo. Los ambientes originales fueron los hijos nacidos de padres que vivían en Long Island unos veintitantos años antes. Los originales apenas eran un centenar, pero incluso antes de que los fieles empezaran a unírseles, siempre pareció haber muchos, muchos más.
Si no hubiera sido por el accidente… Aquel día ventoso la nieve cayó como ceniza sobre la mayor parte de la ciudad. En su sabiduría, el gobierno aseguró a los afectados que existía la posibilidad de que hubiera efectos secundarios. Los inocentes continuaron con sus vidas durante un par de años, y entonces aparecieron nuevos efectos permanentes. Primero, por toda la isla brotaron de vientres preocupados gemelos siameses, enanos, gigantes; niños sin brazos, sin piernas, sin nariz, sin orejas; niños con gemelos silenciosos anidando eternamente en sus propios cuerpos; serpientes vivas, trasgos saltarines, los deformes y los malformados; albinos, ojos saltones, niños perros, labios de liebre, niñas caimán, mujeres foca y hombres elefantes. Bajo el viejo Planfam, el aborto era (es) penalizable con la muerte; los padres no tenían nada que hacer sino tenerlos, mientras el gobierno no les quitaba los ojos de encima. Poco después, ocurrió el segundo efecto; los cánceres de los padres empezaron a madurar, y florecieron como en un invernadero.
Los padres moribundos congregaron a sus hijos diferentes, huyeron a la ciudad cuando muchos otros empezaban a abandonarla, y allí encontraron aceptación si no solaz; el gobierno que exigía su nacimiento no consideraba necesario preocuparse por sus vidas. Y así, mientras sus padres morían, uno a uno, las jóvenes maravillas intimaron rápidamente; tras asistir a las escuelas que sus padres idearon para ellos, todos se conocían, y eran fabulosamente brillantes. Cuando murió el último de los padres, el grupo de la progenie estaba ya formado; ellos mismos se dieron su propio nombre.
Enid (como yo) nació completa en la ciudad, pero había muchos entre los desconcertados de la ciudad que veían en los ambientes una oportunidad de añadir su apoyo a la declaración ya hecha; Enid lo vio pronto. Alterando el cuerpo de formas repulsivas y convirtiéndose así en voluntarios, los no—ambientes podían no sólo encontrar parentesco sino demostrar a la vez la iniquidad de una sociedad que obligaba a hacer tal cosa. No me van mucho los dogmas.
—¿Está tu gruesa lengua floja y aleteando? —preguntó ella, mientras se tapaba con la sábana.
—No mucho —dije; mi vaso estaba vacío.
—Adelante. Ensombrece nuestra oscura habitación, grace. Apagué la luz y me tendí en mi parte de la cama.
—Habla. Mis oídos oyen el lamento de mi copesmate.
—Me han hecho una proposición.
—¿Qué te provoca tal pesar? ¿Qué da?
—El señor Dryden quiere que mate a su padre.
—¿Tal propuesta place? —preguntó ella, rompiendo el silencio que se había producido—. ¿A prueba por los signos que vis?
—Le dije que lo haría.
—¿Detenido en el filo del cuchillo?
—Sí.
—No puedes tajar y acuchillar hasta el amargo final, Seamus.
—Creo que ahora estoy demasiado preocupado.
—¿Con?
—Avalon.
—¿Ella ama el humo aunque odia el fuego?
—Oh, no. Está dispuesta a ayudar.
—¿Qué mal, entonces?
—Estoy asustado por ella. Por ambos.
—Agita el matorral y coge el pájaro. Estoy segura de que es una chica gran, grande, brother—o. Natural sería manejarse ella misma.
—AO.
—Visiona primero tu propi riesgo.
—AO —repetí.
—¿Qué te terroriza más, entonces?
—Mucho. Todo.
—¿Y esta noch sientes estar derramando moho sobre rocas quietas?
—En cierto modo.
—Entonces duerme hasta sombramañana —dijo, y me dio un beso de buenas noches, con cuidado para no pincharme con sus clavos—. Lánzalo alto y gloria.
—Muy bien.
Nos acostamos, yo con mi cabeza sobre la almohada, ella con la suya sobre un bloque de foam. Había probado con estiro, pero se hartó de llevárselo consigo cada vez que se levantaba o se movía. La habitación estaba neblinosa; los ojos me picaban y ardían. El smog entraba por el agujero en el techo, sobre nuestra cama. Me recordé (otra vez) que tenía que clavar algo encima. Antes de dormirme esa noche repasé nociones bocis, pensando que, tal como habían sido las cosas, no importaba lo bien que lo hiciera, nunca serían tan buenas como debieran haberlo sido. Ahora parecía posible, seductoramente posible. Mi dolor se durmió antes que yo. Los ambientes se regocijaban en que éstos eran los últimos días deseados y rezaban para que lo fueran, y habrían dado sus almas a quien deseara tenerlas si al hacerlo así se propiciaba un final al mundo que corría salvaje a su alrededor. No me importaba, mientras se hiciera bien.