—Chocheando. Fijo. Se pierde rápido —me decía el señor Dryden, intentando explicarse mientras cerraba el panel que dividía el compartimento delantero del coche del trasero, abriendo el grifo del fregadero del bar para que el rumor del agua corriente apagara nuestra ilícita charla. A través del panel vi a Avalon quitarse su atuendo de conferencias. Se puso sólo otra peluca, mi favorita: la hermosa castaño claro con tonos rojizos. El pelo brillaba en rizos serpentinos más allá de su cintura; era como si lady Godiva viajara en la parte de delante, inhalando hierba de la pipa de Jimmy.
—Siempre ha sido excéntrico —dije.
—Excéntrico es una cosa y esto otra —dijo el señor Dryden, tragándose en seco cuatro píldoras—. Está perdido ya. —Me ofreció algunas tabletas; rehusé, feliz de evitar toda forma de polifarmacia.
—Tal vez sólo lo parece.
—Ha entrado en modo cerebral permanente. No, OM. Es hora de pasar a la acción.
Cuando hablaba conmigo a solas, el señor Dryden normalmente rebajaba el nivel de la negohabla que, a través de la práctica, fluía tan naturalmente a sus labios; no pretendía ofuscarme, como hacía con tantos otros.
—¿Acción grande o pequeña?
—La mayor —dijo, tosiendo. Una de las diminutas píldoras, medio disuelta, voló de su garganta en medio de uno de los espasmos y se pegó en el asiento delantero. Le di golpecitos en la espalda.
—¿AO? —pregunté; asintió. Nos dirigimos hacia el oeste, por la Cuarenta y siete abajo. Almacenes vacíos alineaban las calles de Midtown; vastas oficinas bloqueaban las avenidas. Con el tiempo, un éxodo de pequeños negocios de Midtown (sus propietarios esquilmados por el alquiler siempre aumentando, el comercio siempre menguando, y el miedo siempre presente) despejaron las calles de lo ajeno. Incluso en los edificios más poblados (también en el de Dryco), había plantas enteras vacías y sin muebles, con las ventanas selladas. Ahora había espacio de sobra, aunque tanto en Midtown como en Manhattan no habían construido oficinas nuevas desde hacía dos años. Al contrario: los que conservaban la posesión de los edificios más pequeños a menudo les pegaban fuego para que las ruinas cayeran sobre la propiedad de la ciudad.
—No le he visto mucho últimamente —dije—. No me ha parecido tan distinto.
—Muestra buena conducta en público —contestó el señor Dryden, tomando otro par de pastillas para contrarrestar los efectos de su ataque de tos. Esta vez tomó agua.
—Estoy seguro de que lo ha visto más que yo —dije.
Asintió. En la Sexta Avenida estaba ABC, otro holding de Dryco. Inmensas colografías de estrellas de la red de televisión colgaban de los lados de la torre. Algún chistoso se había encaramado para pintarles bigote a varias; esas colografías, y las de las estrellas canceladas recientemente, estaban siendo retiradas por un grupo de trabajadores y mantenedores.
—¿De qué tipo de chochera estamos hablando? —pregunté.
—Total. Ego vuelto loco. Paranoia. De todo. La razón ida.
—¿Aún está trabajando en esos planos del Bronx?
—Exclusivo. Exagera cuando dice que estoy destruyendo la compañía.
Yo no dije nada, pues pensaba que eso era lo que pretendía.
—Cada día se reúne con gente del Ejército —continuo el señor Dryden, entornando los ojos—. Haciendo sus planes sobre el Bronx y dejando todo lo demás al lado.
Desde la muerte de Susie D, nadie veía mucho al Viejo, que a lo largo de los años se había acostumbrado a no aparecer en público. Una vez al mes findesemaneábamos en la mansión al norte de Westchester para así poder empapar nuestras almas en horas inocentes y atontar nuestros sentidos con aire campestre; durante esas visitas, el Viejo aparecía cuando aparecía la comida, y cuando decidía arrastrarnos a todos al servicio de la capilla. De lo contrario se desvanecía tan completamente como lo había hecho el vicepresidente unos pocos años antes. Ciertamente, eran fines de semana piadosos; yo podía pasar más minutos con Avalon, sirviéndole como guardia cuando deseaba recorrer los verdes prados de la mansión, pues incluso allí se consideraba esencial la protección de uno—a—uno, por si acaso.
—Tal vez sólo esté aburrido y esto anime su mente —sugerí.
—¿Animarla? —dijo el señor Dryden—. La cuece al rojo.
La muerte de su esposa, me parecía, nunca causó en el Viejo el insoportable dolor que creo provocó en su hijo; tal vez ni siquiera causó un dolor soportable. El Viejo y Susie D estuvieron casados durante más de cuarenta años, pero nunca vi la suya como una unión forjada a través de la fuerza de la unión, sino que me parecía mas bien el lazo que puede existir entre dos gemelos siameses: innegable, inevitable, casual, mantenido por la necesidad, terminado sólo con la muerte. Una comparación ambiente, quizá; estoy seguro.
—Nos tiene dineratados —dijo el señor Dryden—. Llenando los bolsillos del Bronx. En varias zonas, ahora mismo, tenemos que flotar rápido o nos veremos hundidos y dólarescortos. Está obstaculizando.
—¿Cómo es eso?
Susie D pasó al otro dominio de la Deidad durante uno de nuestros fines de semana allí, mientras dormíamos; nadie especificó nunca qué la mató, aunque los rumores flotaban como los remolcadores en el Hudson. Una enfermedad coronaria, nos informaron al principio; eso se convirtió en un infarto un día o dos después, tras la cremación. El dictamen del forense fue muerte por accidente; hoy día, eso se podía aplicar a cualquiera. Durante el largo año pasado, el señor Dryden nunca había hablado directamente con el viejo de la muerte de su madre. Las palabras del Viejo eran selectas: la curiosidad, decía, mató al gato.
—El aburrimiento no tiene nada que ver con este hobby —dijo el señor Dryden—. Ha enterrado millones cada cuatrimestre. Mis millones. Sus millones. Ése es el panorama. Millones que serían mejor gastados de otras formas. En la costa. En África. En los mercados de Sydney. Para los casinos, inmediatamente; a menos que reinvirtamos, Mariel va a moverse. Lope vino a informarme de que se pasaba con ellos, ya que no podía contar con nuestra ayuda.
—Así, ayudó usted a Lope… Se encogió de hombros.
—Habíamos hablado. Las noticias vuelan. Ya tengo bastantes problemas. Estas cosas pasan.
Me pregunté qué otras cosas podrían pasar; aunque lo mejor era cambiar de tema y evitar así una de las cuestiones sobre las que era aconsejable no preocuparse, no preguntarse.
—¿Cuántos millones hay envueltos? —pregunté.
—La mitad de nuestra cadena de trabajo será bronxeada. Compra de tierras detenida mes pasado. El último cuatrimestre nuestros beneficios bajaron al setenta y cinco por ciento del año pasado. Locura. Su locura. El Ejército se prepara para aprovecharse. Salta cuando su dedo señala. Pueden potenciar esto cuarenta años. Construcción para empezar, fin de la temporada. Fin de la construcción, cuando se acabe el dinero. Antes de que yo lo haga, a este paso.
Recorrimos la Séptima Avenida y llegamos al cruce de la Zona Libre de Times Square con la Cuarenta y tres. Mientras pasábamos, despejando nuestro carril, vi a los chicos del Ejército congelando la pared con helados capullos de alambre de espino. Sobre la entrada estaba escrito el mensaje: Los culpables serán castigados. Times Square era la única zona libre de Manhattan; no era grande. A sugerencia de Dryco, el Ejército había dejado aparte la zona, aunque la policía de la ciudad la patrullaba regularmente, en grupos de a seis. Aquí, los no implicados podían desarrollar sus pasiones con excitaciones inofensivas, liberando emociones que de otro modo quedarían embotelladas antes de que aquellos que estaban en acción contra los intereses del estado (ansiosos de emplear tanta energía en sus propios medios) aplicaran métodos más resplandecientes de descorche. Cada día, cada noche, el Ejército admitía a miles en rotación, en turnos de dos horas para que todos pudieran deambular tranquilos, matando el tiempo, jugando bajo el brillo de los anuncios, visionando los enormes vidmonitores que colgaban de las fachadas de los edificios. Las calles de la zona estaban perpetuamente mojadas; la única forma de despejarla para los siguientes turnos era enviar vehículos equipados con cañones de agua.
Bajo pena de muerte, los coches 1A que atravesaban la Zona Libre no eran molestados; los chicos del Ejército, con los brazos enlazados, protegían nuestro terreno para certificarlo.
—Pero el capital no ha sido tocado —dije yo.
—Todavía no.
—Y nuestras reinversiones…
—Sus rumores cogen alas y vuelan. La evidencia crece. Lo sospeché y, como siempre, tuve razón. El valor del terreno en Manhattan está cayendo. En Miami y Atlantic City. Nueva Orleáns y Sydney y Leningrado. En cada costa, gracias a su rumor. El Ejército quiere redesviar de Manhattan a la costa, la mitad al Bronx y el resto a ultramar. Dice que no tiene sentido proteger lo que no durará. Inversiones arruinadas y muertas. Mis inversiones.
Al pasar la Zona Secundaria de Herald Square rozamos a la multitud que esperaba ser admitida en Times Square. Pasamos junto a los autobuses que avanzaban torpemente, con los pasajeros pegados como moscas a sus carcasas graffitiadas. Dos se cayeron mientras pasábamos; un taxi dio un volantazo para atropellarlos. En la Treinta y ocho, tres taxis y una furgoneta de reparto habían sido quemados por los impacientes; los culpables (supuse que eran ellos) yacían cubiertos en la calle como para protegerlos del sol, rodeados por chicos del Ejército. Otra limo, una vieja Lenin, pasó, apartando a los donnadies en la esquina de la Treinta y seis; giraron y aletearon como hojas al caer. Deseosos de evitar la manía de la calle Treinta y cuatro, giramos al oeste en la Treinta y cinco, acompañados por el ba—ba—da—da de «Teddy Bear».
—Podemos relocalizar…
—Es el ínterin lo que nos acabará —dijo el señor Dryden—. Su idea de reinvertir cubre sólo al Bronx. Quiere cerrar los mercados extranjeros para conseguir dinero fresco. Someterlos a todos bajo su miedo.
—¿Se refiere al Green? Ni siquiera está demostrado…
—En su mente lo está. No puede decir por qué cae la lluvia, pero descifra el futuro del clima. Una pesadilla hecha carne. Seremos exxa—dos.
—¿Piensa que lo cree realmente?
—Lo pensaba —dijo el señor Dryden, bajando la voz—. Pero ahora tengo una nueva idea.
Giramos al sur hacia la autopista de West Street, pasando el Javits Center. Por todo el Hudson, desde el centro de Midwtown, había gabarras en los atracaderos reconstruidos (algunas, a petición de Dryco, construidos tan por encima del agua que eran necesarios ascensores para trasladar la carga), que traían gran parte de las importaciones de la ciudad: tejidos para ser convertidos en ropa en las tiendas, latas dispuestas a ser revendidas en los grandes almacenes, equipos de servicio de todo tipo. La comida se distribuía a través del Javits Center. En barcaza por el río, en tren desde el campo, en largos camiones dos veces al día a través del túnel, el producto pedido por la muchedumbre de Manhattan llegaba y era manejado por los chicos del Ejército. De las diez docenas de puertas del edificio fluían hileras de camiones, furgonetas, coches, carros, vagones llenos. Cerca de la parte más nueva, los camiones del Ejército eran aparcados convenientemente para que los productos más preciados (carne, leche de verdad, fruta fresca) pudieran ser cargados después de ser confiscados para los mandos de zona. El público recibía lo que se le daba… no había nada raro en eso.
—¿Qué podría ser? —pregunté, mirándole a los ojos para ver qué habría en ellos; sólo vi los ojos de alguien que había escapado de alguien… a menudo.
—Su plan podría ser sutil. Con el Green y con el Bronx sólo intenta destruir. Matar lo que construimos. Lo que mamá construyó.
—¿Deliberadamente? —pregunté, sorprendido al oírle hablar así.
—¿Qué otra cosa? Lo ha hecho peor. Créeme.
Mientras nuestra conversación proseguía, me volví para vis el río, pues no encontré nada bajo el brillo que cubría sus ojos, pero en su cara (bajo el sudor y los temblores y la palidez) noté signos de algo que le preocupaba tan profundamente que empecé a sentir que yo también debería comenzar a preocuparme. El señor Dryden estaba al borde de la histeria; caricibailando con el caos a horcajadas del abismo, diría Enid.
—¿Por qué querría hacer eso? —pregunté, en voz baja para no alarmarle más.
—La paranoia golpea hondo, dice. La suya veinte veces más que la mía. Quiere impedirme que lo consiga, OM. No puedo decir por qué. Lo condenará todo.
—¿Ha hablado sobre esto…?
—La hora de hablar se ha acabado. Está preparado para tomar acción contra mí ahora. Cualquier día.
—Tal vez no.
—Lo está —repitió el señor Dryden, sacudiéndose más violentamente; me preocupó por un instante que hubiera mezclado sin cuidado sus riesguis, pero entonces se calmó—. Quiere echarme.
—¿Pero por qué?
—Está chocheando. Como decía. Funciona a impulsos. —El labio del señor Dryden estaba ensangrentado por habérselo mordido mientras hablaba—. Estoy seguro de que piensa que aún trabaja con razón.
—¿Lo hace?
—Como decía. La hora de hablar se acabó. Se prepara gran acción.
—¿Qué planes de acción? —pregunté.
—Sospecho que piensa que voy a hacerle algo.
—¿Qué?
—Lo que planeo hacerle. Necesitaré ayuda. Ayuda silenciosa. La astucia llama.
El tráfico se hizo más lento a medida que nos acercábamos a la Zona de Control del centro, incluso en el carril 1A. Dentro, justo ante la barricada, vi el tráfico detenido en Canal Street, todos esperando pasar el Holland Tunnel, el único cruce del Hudson abierto al uso público. Estaban instalando nuevos servicios antiinundaciones, y estaba abierto sólo unas pocas al día. El Lincoln Tunnel (el más cercano a Midtown y al Javits Center) y el puente de George Washington, muy por encima del agua y bien firmes, estaban reservados para uso exclusivo del Ejército. Cuando miré vi que había aceite en el río, en combustión, destellando con fuego amarillo por su superficie; cajas viejas, neumáticos, papeles y madera a la deriva. La luz del sol, filtrándose a través de las nubes, brillaba sobre las torres de Jersey City y encendía las ondas del agua. Cuando cayera la noche, luces azules se alzarían de los silenciosos pasajeros del Hudson y flotarían como globos por la superficie. Nadie pescaba ya los cadáveres; todos tenían sus motivos para estar allí.
—¿Mi ayuda?
—Serás recompensado.
—¿Para qué?
—No pediré —dijo él—. Pero detallaré.
—Bien.
—Necesitarás ayuda, después. Pero en un mo. Mañana findesemaneamos, mansión. El cumpleaños, ¿AO? —El hijo del señor Dryden cumplía diez años al día siguiente; su hijo y su esposa vivían en la mansión, por cuestiones de seguridad—. Todo tal como está hasta la noche. Accédote a su estudio. Domingo él entra al programa. Prepara explosión. Parezca terrochic. Cualquier grupo vale, aunque Maroon podría mejorarlo. Él entra. Sube. Mientrastan, tú asalvoseguro.
No respondí de inmediato…, el hecho de que usara negohabla para esbozar su programa, como temiendo ser oído, incluso por encima del murmullo del agua, incluso en su propio coche, sugería que había más de lo que parecía evidente.
—AO —asentí.
—Podrías metodarlo —dijo—. Camina el camino. Habla el habla.
—AO —repetí. Con plasticina y pólvora y un reloj de cuarzo sería fácil preparar una explosión.
—¿Reacción? —preguntó.
—¿Está seguro de que es necesario? ¿No hay otra opción?
—Nada —suspiró—. Su miedo crece y es un peligro para todos, OM. Si sigue hirviendo como ahora, nosotros seremos la carne del guiso. Si golpea, no seré yo solo. Se llevará a mi hijo. A Avalon, probablemente. A ti, seguro. Si lo dejamos suelto, con lo que sabe, podría perderlo todo dos veces. No le falta mucho. Si alguna vez elige hacer lo que podría, todos lo perderíamos todo. Sin ser acabado, aún podría hacerlo.
—¿Hacer qué? —pregunté, advirtiendo a qué tema se acercaba.
—No te preocupes, no te preguntes…
—AO —interrumpí, viendo que no me acercaría más hoy, viendo que pronto podría—, ¿mencionó recompensa?
—Cierto —dijo, y el atisbo de una sonrisa tino sus labios. «Loving You» sonaba en el aparato—. Primero, se ordenaría un movimiento. Luego, un reajuste de rango. Si el hijo sucede al padre, ¿quién me sucede a mí?
—¿Yo?
Asintió.
—Te has valuado, OM. Es hora de dejar de ser guardia y ponerte en tu sitio. Como mi mano derecha, sabes tanto como yo. Te convertirías en CEP.
—¿Qué hay de Jake? —pregunté, pensando en aquella espada de Kyoto.
—Su talento está donde lo deja. El tuyo necesita el contacto de aire fresco.
—¿Cuánto tiempo lleva pensando esto? —pregunté, todavía dudoso.
—Mucho —dijo—. Pero en la cima sólo caben pocos. Hay que despejar primero la habitación. Tú lo harás. Luego ascenderás.
—AO —dije.
—Segundo, recompensa ya efectuada. Un reajuste diferente. —Extrajo un sobre azul del bolsillo de su chaqueta y me lo tendió.
—¿Qué es esto? —pregunté, rompiendo la solapa.
—Mi testamento —dijo—. Revisado la semana pasada. Lo era; reconocí la firma de sus abogados, y su sello holográfico fijado al pie de cada página.
—Cláusula 16A —dijo; la encontré y la leí. Volví a leerla otras dos veces más.
—¿En serio? —pregunté.
—Incluso ahora, es firme. Aunque decidas hacer lo contrario en mi petición de ayuda, te quedarás el 25 por ciento de mis posesiones y futuras herencias. Me sirves bien, OM. La Deidad acude a los que esperan.
—¿Aunque decida hacer otra cosa, esto es firme? Asintió.
—Aunque si lo haces y se me llevan por delante primero —dijo, con aquel atisbo de sonrisa desaparecido hacía tiempo—, puede que no lo disfrutes mucho. Sus manos podrían cortar nuestras cuerdas y dejarnos caer en mitad del baile. Considera.
Nos acercábamos a nuestro destino, las torres Trade. Aún salía humo de la base de la torre sur, donde había sido la última explosión. Nuestras operaciones estaban localizadas en la zona norte, igual que el apartamento del señor Dryden. A la derecha de las torres, cerca de la margen del río, se alzaba el comienzo del muro de contención. Cuando la posibilidad del Green se mostró por primera vez, hacía años, la ciudad pidió fondos al Viejo para la construcción de un muro de quince metros que rodeara Manhattan. Los fondos fueron no menos líquidos de combatir que las aguas, y en su mayoría fueron desviados a otras campañas. El muro de contención sólo se extendía desde las torres hasta el Battery, en el sur. En su construcción se empleó la mano de obra tradicional americana, y por eso la mayor parte se había desplomado.
—No sé —dije, después de algunos minutos.
—¿No quieres mejorar?
—Claro.
—Tendrás un lugar mejor para vivir. Puedes abandonar ese circo de rarezas donde vives.
—Me gusta donde vivo —dije; aquello no era estrictamente cierto, ya no. Me gustaba vivir con Enid, a quien le gustaba donde vivíamos.
—No soporto pensar siquiera en esos ambientes —dijo, temblando otra vez—. A los de verdad, me refiero.
El señor Dryden sabía que mi hermana era una ambiente, una voluntaria; se lo habían informado muchas veces tipos anónimos deseosos de mejorar.
—Estoy bastante acostumbrado a ellos —dije.
—OM. No sabes a cuántos ayudarás si haces esto.
—Supongamos que lo hago. Alguien tiene que correr el riesgo. Incluso si me disfrazo, se sospechará de nosotros…
—No pueden tocarme.
—A mí si —dije. Lo que nos preocupaba no era la policía, ni el Ejército, sino los guardias y seguidores del Viejo, que tenían sus propios intereses que considerar, y algunos de ellos eran aún más cumplidos que Jake en lo referente a disciplina.
—Después desaparecerás, a petición mía —dijo—. Fuera del país. Durante un par de meses, hasta que podamos reorganizarnos. Despediremos a unos pocos, aquí y allá.
—Con todo…
—Oye mi última propuesta y decide. Necesitarás ayuda en esto, seguro. Descuéntame por obvio. No confíes en nadie en la mansión.
—¿Jimmy? —pregunté
—Más en su bolsillo que en el mío. Necesitarás a alguien rápido. Sagaz. Confiable. Dispuesto a viajar. Con quien trabajes bien. Con menos luces que tú tal vez, para que no destaque.
—¿Quién?
Se acercó al asiento delantero y miró a través del panel transparente. El asiento era amplio y el coche ancho; Avalon estaba tendida allí, apoyada en las rodillas y en los codos, encogida, dormida, de cara a Jimmy. Su culo estaba alzado como para un anuncio de ordenadores. Una brusca descarga eléctrica enrojeció mi piel. Jimmy metió el coche en la rampa que conducía al aparcamiento subterráneo, y su forma se perdió en las sombras.
—¿Avalon?
—Según descrito —dijo, sin ningún rastro de emoción discernible en su voz. Esto se parecía demasiado a uno de mis sueños; sentí que mis objeciones se desvanecían.
—Pero…
—OM —dijo—. Es hora de hacer muchos cambios. Su atención ya no me alimenta. Veo cómo la ves. Veo cómo ella te ve. Es sólo la naturaleza en op. Esta mañana vi cómo os abrazabais, postconferencia. Incluso cuando cierrojos, veo.
—Pensaba que no se sentiría muy feliz al respecto…
—No lo estoy, a nivel uno. A nivel dos, como dije, es tiempo de cambios. No tiene sentido conservar lo que no tienes.
Una zona de aparcamiento estrechamente vigilada había sido construida bajo la torre norte; fuimos admitidos a ella. Jimmy metió el coche en el ascensor. A su señal, el ascensor empezó a subir; flotamos hacia arriba, seguros dentro de nuestra cámara.
—Así que…
—Ella ayudará, después —dijo él.
—¿De qué modo?
—Dirá, el sábado, que quiere comprear. Tú protegerás. Un guardia de la casa os llevará al centro. En ruta, la trampa actúa. Una vez enciudad, contactarás el nombre que daré. Os sacarán. Donde quieras vacacionar, puedes. Londres. Leningrado. Zeiching. Nombra.
—¿Y cuándo regresamos?
—Si ella quiere quedarse, puede.
—¿Conmigo?
—Contigo.
Algo se agitó en mi estómago mientras descartaba todas las pegas finales; por un momento sentí que algo me devoraba desde dentro. Volví a mirar a Avalon, y me imaginé con ella, recorriendo las carreteras. Tanto deseaba estar con ella que decidí mi mente y enterré mi alma. Sólo puedo decir que fue una decisión para hacer lo que uno piensa que nunca va a hacer, no importa cuántos otros lo esperen de ti…, como enrolarse en el Ejército por capricho, o lanzarte ante un coche en marcha, o volar en pedazos el mundo.
—Iré —dije. El señor Dryden sonrió. El ascensor se detuvo.
—En la oficina pasaré info de contacto. Habla con Avalon. Ve si va.
—¿Cree que no lo hará?
—Ve —dijo él—. Podrías hacerlo solo si necesario, ¿AO? Asentí.
—Pero entonces tal vez no lo harías…
Ninguno dijo nada durante varios largos segundos.
—Ve. En secreto. Todo esto es en secreto.
—AO —dije. Cuando salíamos del coche, uno de los teléfonos del señor Dryden zumbó. Lo cogí y se lo tendí.
—Habla Dryden —dijo—. AO. ¿Imagearon, entonces? ¿Hiciste? ¡Prokashnik! Localízalos dos veces. Mi cuenta. AO. Colgó. Alcé las cejas, curioso.
—Dos casinos parecen a salvo —dijo—. Mariel escucha bien algunos días. Especialmente con inspiración efectuada. Jake lo efectuó. Sin aviso, su cara se ensombreció.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Tendremos que elevar la acera —dijo—. Inundaciones con marea alta. Ese maldito Oreen.
El Green era tan antiguo que incluso los habitantes de nuestra ciudad estaban aturdidos por las posibilidades. El tema nunca salía en la conversación; como la existencia de los superfluos, como los ambientes, el Green sólo aparecía en las discusiones de los problemas para los que los siempre inventivos jóvenes encontrarían probablemente una solución duradera. El debate estaba atascado ya que nadie estaba de acuerdo en lo que implicaría el Green.
El clima había sido peculiar desde que yo era niño. La temperatura en Nueva York, últimamente, apenas bajaba de cinco (aunque el junio anterior había habido una tormenta de un día entero), y aunque la media era de quince a veinte al año, en ocasiones había subido hasta cuarenta y cinco. Los desiertos se expandían por todas partes; en el oeste americano, el Dust Bowl rozaba el perímetro de Dallas y Chicago. Recuerdo que una vez, durante un viaje a esa ciudad, estaba con el señor Dryden en el piso noventa de uno de nuestros edificios, contemplando a través de la ventana una ancha banda marrón extendiéndose por la línea del horizonte; el estado de Nebraska, enrollado como una alfombra.
Mientras la tierra de cultivo americana desaparecía, crecía la de Canadá y Rusia, y así recibíamos trigo de esos países. Últimamente, en Siberia, la estación de la cosecha duraba ocho meses al año; durante ocho meses al año, también, nevaba en Sydney y en toda la costa sur de Australia. En la costa del Pacífico llovía diez meses al año y había una niebla perpetua y fría. La última vez que el señor Dryden y yo estuvimos en LA, la estación de las lluvias se había acabado; se había producido una inversión térmica. El aire era tan denso que casi se podía coger con la mano y hacer bolitas con él.
Y todo el mundo admitía, y así lo creía el Viejo, que el mar se elevaría cuarenta y cinco metros en cien años. Ningún científico quería explicar, o no podía, qué sucedía exactamente; en el fondo, creo que todos sospechábamos que alguien, en alguna parte, por alguna razón, lo hacía deliberadamente.
Según los expertos del Viejo, no todo Nueva York acabaría sumer; el Bronx y parte del Manhattan superior se alzarían eternamente sobre las olas. El Viejo planeaba la construcción de su nueva ciudad, fresca y resplandeciente, sobre las colinas dorado—verdosas del Bronx…, donde poseía en ese momento el cien por cien del terreno.
A veces acuden visiones a mis ojos soñolientos; una vez contemplé una de la ciudad de la Vieja Nueva York dentro de cien años, o tal vez quinientos, una Venecia sobre zancos: embarcaderos de piedra extendiéndose del décimo piso de los más atractivos rascacielos; góndolas surcando las corrientes grises, bajando los bulevares anegados, en medio de la niebla de la mañana…, las torres aún habitables, muy por encima, y los viejos horrores muy por debajo del océano. El señor Dryden, incluso entonces, no había tenido ninguna fe en mi visión, y se rió cuando se la conté. Dijo que yo era un romántico incurable. Tal vez. Algunos sueños se difuminan como tintes baratos, brillantes la primera vez y luego amarillentos; al contrario que su soñador, mis sueños nunca se gastan.
Durante el resto de la tarde acompañé al señor Dryden mientras él comprobaba lo que pensaba que necesitaba ser comprobado. A través del banco Dryco (el Chase, obtenido como tantas otras cosas durante la Eb), el señor Dryden, y Dryco, y el gobierno, podían sopesar el valor diario de la mayoría de las naciones del mundo. Desde los días posteriores a la Eb, cuando los bancos de todos los países empezaron a trabajar con intercambios en vez de con papel moneda (de otra manera las deudas nunca habrían sido pagadas), Dryco mantenía una férrea presa sobre todos y cada uno de ellos, por la simple razón de que poseía tantísimo de cada cosa, en todas partes. El Viejo diseñó este sistema de intercambio, o eso decía. Lo más probable es que hubiera sido el juguete de Susie D; siempre fue más apta en esos terrenos. El señor Dryden efectuaba y programaba los detalles del fin de semana: diamantes de Mándela para Amsterdam a cambio de chips para Frankfurt; madera malaya para Tokio a cambio de tela para Quito; de las minas de Canadá la bauxita iría a Zeiching y Shangai junto con la Pepsi—Cola de América, todo a cambio de TVCs vietnamitas que después irían a Francia, a cambio de champagne que pronto sería engullido en la mesa del señor Dryden en Westchester. Como estábamos en guerra con Rusia y sus aliados, todo comercio con ellos era llevado a cabo sólo durante la primera mitad de la semana, a través de un intercambio diferente.
Comprobé algunas de nuestras posesiones en el Mercado. Hubo cierto retraso en mi obtención de info. Dos horas antes, con la conclusión de la conferencia, SatCom había desaparecido de la gran junta, y todo el accionariado que tenían las otras compañías y los esforzados medianos se convirtió de pronto en propiedad Dryco…, pues Dryco no era miembro de la gran junta, o de la bolsa; el Viejo nunca se fió del Mercado. Cuando los últimos suicidas fueron retirados, mi info se despejó rápidamente y encontré lo que necesitaba.
A eso de las cuatro me acerqué a Avalon, deseoso de hablar.
—¿Aquí? —preguntó ella.
—Demasiados oídos —dije, mirando en dirección al señor Dryden—. Bajemos.
Nos dirigimos a un piso inferior, al Departamento Central de Proceso de Datos de la planta cincuenta. Cuando salimos del ascensor nos agarramos el uno al otro para mantener nuestro calor, pues el AAC funcionaba a tope en ese nivel. Al entrar en la oficina principal, nuestro aliento escapaba en nubecitas de nuestras bocas.
La oficina estaba llena. Los medianos procesadores (mujeres, principalmente) trabajan antes en casa, haciendo trabajos con pequeños terminales. Después de mucho robo de tiempo y material, se requirió que todos los ops de ordenadores de Dryco trabajaran en la oficina. El personal trabajaba en turnos de treinta y dos horas; por media, recibían cuarenta centavos por hora descontados impuestos como paga extra.
—¿Dónde quieres hablar? —me preguntó Avalon; había cogido prestada la chaqueta de Jimmy y se la abrochó. Le llegaba hasta el suelo.
—Al fondo. Lejos de ellos…
—No pueden oír. No prestan atención, de todas formas.
Me froté las manos para calentarlas, deseando poder frotarlas contra Avalon. Cada procesador estaba sentado en un pequeño cubículo, con los ojos enfocados en los TRC que colgaban de las paredes ante ellos; llevaban auriculares como para oír a sus terminales (números ocho) mientras tecleaban. Una luz roja destellaba sobre uno de los cubículos. Uno de los oficiales de mantenimiento se acercó y abrió los grilletes que sujetaban los pies de la mujer. La guió por la habitación, hacia el lav; el bastón blanco la ayudó a palpar el camino. El sistema tenía defectos; algunos empleados se volvían locos (eran despedidos), y otros se quedaban ciegos. A éstos se les daban teclados en Braylle, a su cargo.
—¿Cuál es el trato, entonces? —preguntó Avalon después de que llegáramos al otro extremo de la habitación. Le conté lo que el señor Dryden me había dicho.
—¿Qué te parece? —pregunté finalmente.
—Me parece magnífico —dijo ella, sin sonreír.
—Sí…
—Parece humo y palabras —susurró—. Y todo un montón de mierda debajo.
—No lo creo.
—No me fío de él.
—Yo sí.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Por qué?
—Le conozco desde hace más tiempo. Hoy me habló como solía hacerlo antes.
—¿Tenía más sentido que últimamente?
—En ciertos aspectos.
—Aspectos que te ayudan —dijo.
—Que nos ayudan.
—Eso parece, ¿verdad? ¿Y si no es más que una trampa que nos tiende por algo?
—¿Por qué haría eso?
—¿Por qué hace el Viejo las cosas que hace? ¿Por qué hacen los dos las cosas que hacen? Los dos están locos de remate. Yo aún odiaba admitirlo, no sé por qué razón.
—Lo conozco —dije.
—¿Y crees que está menos loco que su padre?
—Escucha. ¿No me dijiste hace tan sólo unas horas que si yo no intentaba hacer algo lo harías tú?
—Sí.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué harás?
Ella se apoyó contra la pared y se cruzó de brazos.
—Si va a eliminarnos —continué—, lo hará, de un modo u otro. Pero estaremos juntos. ¿De acuerdo?
Sus ojos brillaron; decidí ser más lanzado…, el momento parecía adecuado.
—Te quiero —dije. Nunca se lo había dicho a nadie aparte de Enid; había amado a Avalon desde el momento en que la visioné por primera vez—. Si es un truco, entonces lo haremos AO durante un tiempo. Aunque no sea nada más. Los dos.
Ella asintió y dejó caer las manos a los costados.
—Pase lo que pase, estaremos juntos. ¿Lo quieres así? Si no…
De pronto me abrazó con fuerza. Sentí chasquear los huesos de mi espalda mientras me apretaba. Extendí las dos manos hacia su cara y la acaricié.
—No me fío de él —dijo—. Mejor que nos preparemos para huir.
—Huiremos juntos.
—Dispuestos a matar, Shameless —dijo ella—. Dispuestos a morir.
—Juntos. ¿Irás?
—Detállalo —dijo. Regresamos al ascensor, aparentando. Le susurré sus claves al oído. En el fondo de la sala se apagaron varias luces rojas, y los de mantenimiento corrieron hacia allí. El sábado, pensé. Tras las largas horas de mañana, nunca nos separaríamos.